11.11.18

Corazón de buey


Cuelgo aquí, vía Issuu, Corazón de buey, la tercera novela corta que, junto a Los toros en invierno y Caballos de labor, forma la trilogía del Maestrazgo.
La ilustración, como siempre, es de Juan Carlos Navarro.

30.10.18

Ahí está


Buena idea la de Bernardo Atxaga / Joxemari Iturralde al titular su ensayo para la colección Baroja & yo con un vasquismo no muy conocido. La expresión castellana órdago es un calco de la vasca hor dago, «ahí está», en el mismo sentido con que los rumbosos dicen «como esas», bien para adelantarse a pagar una ronda, bien para abrir un arrastre en el guiñote con una buena baza. Y el título es, además, perfecto para el opúsculo de Atxaga que abre el libro, en el que dice dos verdades importantes que convendría no olvidar, y que, como es una edición bilingüe, citaré en vasco.
«Ez dago estetikarik atikarik gabe: testu barojatarren edertasuna haien baitako egian datza», que, según el propio Atxaga, dice: «No hay estética sin ética: la belleza de los textos barojianos procede de la verdad que encierran". Ahí está, viene a decir el estilista, eso es lo que hay, eso es todo lo que hay, así de claro y contundente, y así de suficiente. Así parece escribir Baroja, sin cartas ni faroles, sin cálculos ni subterfugios. La verdad es escueta como un golpe en la mesa. Y eso es lo que, como comentamos a propósito de La sensación de lo ético, hace que Baroja perdure, como reconoce Atxaga: 

Barojaren zorionerako, denborak arrazoia eman dio. Haren sentsibilitate literarioa gertuago dago gaur egungotik beste edozein garikiderena baino, eta ez da harritzekoa bera izatea, Antonio Machadorekin batera, 98ko belunaldiko kide guztietarik, oraindik ere egiatan irakurtzen den bakarra, hay da, irakurleen nahi hutsagatik.

O sea:

Para suerte de Baroja, el tiempo le ha dado la razón. Su sensibilidad literaria está más cercana a la de nuestros tiempos que la de cualquiera de sus coetáneos, y no es de extrañar que, de todos los miembros de la Generación del 98, sea el único que, junto con Antonio Machado, todavía es leído de verdad, es decir, por voluntad libre de los lectores.

Así es, ahí está, y ya iría siendo hora de que se fuera un poco más allá de la constatación y se leyesen juntos, uno en cada mano, varios libros de los dos. Da la sensación de que los otros ya disfruten de un retiro en la Historia, y que Machado y Baroja la sigan haciendo. Y por otra parte esos «nuestros tiempos» de Atxaga puede que se refieran a un universal del estilo, o incluso, como he pensado leyendo Órdago / Hor dago, a un rasgo compartido. 
El texto de Atxaga da pie al mucho más extenso ensayo de Joxemari Iturralde, cuyas páginas sobre Luis Olarra, el único que veló el cadáver de don Pío, o Martín-Santos, quien airadamente negaba ser barojiano al tiempo que reconocía su admiración por Baroja, son ya imprescindibles en cualquier biografía seria de Pío Baroja. Iturralde aporta documentos, da noticias, argumenta impresiones, y en un par páginas finales resume con extrema nitidez lo que significa eso de ser barojiano, al menos una variante a la que me adhiero.
Lo que yo sabía de Iturralde es que había pertenecido, a finales de los 70, con Bernardo Atxaga, Jon Juaristi o Joseba Sarrionandia, a La banda Pott, uno de aquellos movimientos que aún creían en los manifiestos, las revistas y los happenings, como si se reincorporasen al momento en el que el franquismo vino a detenerlo todo. Por divergentes que hayan sido algunas de sus trayectorias, aquel grupo, tan efímero como corresponde, conserva fama de revolucionario y de haber puesto al día la literatura y la música vascas (también iba con ellos Ordorika). Bien es cierto que en las últimas décadas cultura y conspiración venían a ser lo mismo, pero persistía ese rito del conciliábulo, y de aquellas bandas surgieron quienes iban a llenar la historia de la literatura de los 80. 
De Joxemari Iturralde solo tengo localizada una novela traducida al castellano, Golpes de gracia, la historia de Paulino Uzcudun e Isidoro Gaztañaga, que no me importaría nada leer. También Atxaga habló de Uzcudun en El hijo del acordeonista, y subrayó su filiación fascista. Iturralde, que se declara barojiano (al mismo tiempo que, en otra parte, dice desconfiar de los escritores que publican constantemente), da una imagen creo que justa de la relación de Baroja con la lengua vasca. Unos lo han pelado por antivasco; otros, por demasiado provasco. Iturralde hace bien en compararlo con Unamuno y su idea varias veces repetida (solo una por Baroja, y como frase peregrina) de que el vasco tenía los días contados. Pero Baroja tiene un afecto sentimental por esta lengua que Unamuno nunca tuvo, sobre todo desde que, como cuenta Iturralde, lo suspendieron en unas oposiciones a profesor de vasco. A Baroja le parecía una lengua hermosa y rara. Él mismo no la dominaba bien (su padre sí, y de modo entusiasta, y su madre también, más entecamente) ni se molestaba en corregir los errores gramaticales de las transcripciones de zorzikos con que suele regar de agua nostálgica bastantes episodios, casi siempre que por sus novelas aparece un vasco. Claro que en castellano tampoco perdía mucho el tiempo con la gramática, y aun así, pese a todos los errores que le endilguen, fijó el idioma con más fuerza y menos obsolescencia que ninguno otro. Su lengua sigue siendo contemporánea, a lo mejor porque nunca fue atildada, y siempre poética.
Todo esto lo hace ver Iturralde. Ni Pío ni Julio fueron agentes antivascos, y los extractos de la entrevista con Luis Olarra o con Garmendia dan buena fe de ello. Al contrario, para ellos el idioma era consustancial al mundo donde servía de medio, como una parte más de su geografía, como un detalle de sus aperos o una viga maestra de sus construcciones. Otra cosa, claro, es que no hiciera lo que las culturas demasiado familiares siempre esperan que se haga: dedicarse a los suyos
Pero es que Baroja, como mucha gente, no tenía suyos que no fueran amigos cercanos y familiares íntimos, y aun así ya quisieran muchos habitantes de lo suyo estudiar o fabular tanto sobre el País Vasco como ellos. Baroja había vivido muchos años en Madrid. Su regreso al aldea se produjo a los cuarenta, y probablemente se tomó al pie de la letra que lo que hacía era dejar la corte, de manera que si todo lo que le rodeaba era traducido a un lenguaje sentimental y fabuloso, el vasco incluido, es porque todos los demás elementos de su existencia en Bera también lo eran. Para Baroja el vasco era un color más de la paleta, como para muchos vascongados, que no éuskaros, como subraya Iturralde. 
Quizá lo vasco de Baroja es otra cosa. Si lees a Atxaga e Iturralde te das cuenta de que es posible que lo vasco sea solo el órdago, el ahí está, la transparencia, la brevedad, que siempre nace del oír contar, de la lengua como sonido; pero también la calidez que aporta esa prosa tan desnuda —a veces, para un castellano, bruscamente despojada de lo innecesario— da esa ilusión de empatía de la que hablábamos a propósito de Zabía
He conocido muchos testimonios interesantísimos en el ensayo de Iturralde, pero sobre todo he saboreado una estética que no sé si Iturralde la practica por vasco o por barojiano, o es que su prosa enseña, no por lo que dice sino por cómo lo dice, lo vasco que tiene Baroja.  

Bernardo Atxaga, Joxemari Iturralde, Órdago - Hor dago, Pamplona, Ipso, 2018, 119 p.



27.10.18

El encanto

La palabra encanto es difícil de definir. Al diccionario le falta alguna que otra acepción, aparte del «encantamiento», el «atractivo físico» y la «persona o cosa que suspende o embelesa», es decir, «que cautiva y arrebata los sentidos», porque cuando decimos que algo tiene su encanto nos referimos, precisamente, a que, sin llegar al cautiverio ni al arrebatamiento, sin embargo produce un placer íntimo, no unánime ni tan solo sensorial. Reservamos el encanto para aquello que no es grandioso ni perfecto ni majestuoso. Del cañón del Colorado nunca diríamos que tiene su encanto, ni de la Alhambra de Granada, pero sí de un paraje de nuestra aldea natal o de una plaza recoleta. El encanto es la belleza de lo accesible, la hermosura de lo normal. Con la palabra encanto añadimos unas cuantas emociones a la constatación de que algo es agradable, y todas ellas nos ponen al lado del objeto, no por debajo ni tampoco por encima. Junto a él no nos sentimos ni devotos ni demiurgos. Es como un lugar en el que nos encontraríamos muy cómodos porque parece hecho a la medida de nuestra humildad. Conservamos el encanto para lo subjetivamente bello, para lo que es hermoso más allá de los cánones de la hermosura, o precisamente porque no destaca, porque no deslumbra, o no a todo el mundo; porque no cautiva ni embelesa, pero acompaña, entretiene, trae a la memoria, forma parte del país del que podríamos haber venido. 
El recurso etimológico de explicarlo solo a través de su parentesco con el encantamiento (Ortega el primero) es ocurrente pero desbarra. En el encanto se necesita que el encantado tenga una posición activa, que quiera encantarse, que le parezca un lugar adecuado para transportarse, pero transportarse él, no el lugar, que para eso ya están las maravillas. En las guías de viaje, los lugares con encanto son como los hombres interesantes, agraciados dentro de sus limitaciones, como esos edificios antiguos que nos parecen demasiado cercanos como para pensar en ellos en términos de patrimonio de la humanidad. Hay una simpatía primordial hacia lo que tiene encanto, pero es una simpatía, también, compasiva, no hacia el objeto sino hacia uno mismo junto al objeto. El encanto es el decorado de la melancolía, los primores de lo vulgar, pero solo el decorado: dentro, el sujeto se deja llevar por los placeres no exaltativos, ni siquiera nostálgicos, nada dramático ni desesperante, a veces solo y simplemente entretenidos, pero, acaso por la cercanía que inspiran, con una profundidad distinta de aquella con la que los marcos incomparables se supone que nos subyugan. 
Esta noción de encanto falta en el diccionario y tendrían buenos argumentos de autoridad para incluirla. En términos literarios bastarían dos: el sentido que le da Savater al encanto de La isla del tesoro y el que da Mariano Zabía al encanto de Pío Baroja en La sensación de lo ético, que he leído con placer y no descarto volver sobre él porque da en un clavo que abre muchas puertas al pensamiento barojiano, a la ontología barojiana, podríamos decir, y de paso anula ciertos tópicos sobre don Pío que suelen ser piropos envenenados. No había visto antes el problema del encanto tan bien explicado, tan cuidadosamente argumentado como en el libro de Zabía. En Savater y en él hay un punto en común: tanto Stevenson como Baroja producen en el lector el placer del reencuentro con una parte de sí mismos que no solo no tienen por qué olvidar ni desdeñar sino que forma parte del patrimonio de sus emociones, y esa parte no se refiere exclusiva ni necesariamente a la infancia. Con ambos el encanto consiste no tanto en transportarse al mundo que presentan sino en practicar el rito íntimo de disfrutarlo como lectores. En Baroja el lector nunca deja de ser lector, pero es personaje-lector, un caso de metaficción empática que es uno de los meandros que nos propone La sensación de lo ético.
Mariano Zabía busca el origen del encanto barojiano en su muy temprano «espíritu poético». Literariamente, Baroja crece en un mundo sembrado de emociones. Hizo del simbolismo una forma de cercanía que conjuga pesimismo y serenidad. En elegante argumentación, Zabía propone que ese encanto nace precisamante del desencanto que destila el pensamiento de Baroja, pero un desencanto no melodramático, un «pesimismo jovial» hecho de estoicismo y de piedad. Baroja es, para Zabía, un misántropo de buen corazón que ha llegado a compadecerse de los otros desde la independencia y el individualismo, de ver las cosas en la intimidad del único testigo, el que es capaz de ver «lo que no queremos ver», y precisamente por ese acto de valentía, de sinceridad, también es capaz de apiadarse. 
En esa piedad radica el encanto de Baroja. Zabía describe y documenta esta visión tan poco frecuente con los libros en la mano, no con ningún lugar común. Al leerlo pensaba en lo que Baroja comparte con Machado, un virgilianismo que cubre de un paño de salvación incluso aquello que con más amargura critica. Ambos son solitarios hiperestésicos, ambos saben usar al mismo tiempo la precisión y la emoción, y desnudarla de cualquier otro añadido retórico.
El planteamiento de Zabía es filosófico y estilístico. En el 98 no se puede hablar de una separación entre ética y estética. Machado y Baroja también encontraron el tono exacto para transmitir sus sentimientos sin necesidad de mencionarlos. Hasta los insultos vienen envueltos en una película de comprensión. En Baroja hay una economía narrativa que con frecuencia deja los pequeños párrafos en el terreno de la emoción poética, y Zabía insiste, a mi juicio con muy buen criterio, en el análisis del arte descriptivo de Baroja como fundamento, también, de su actitud ética, una sinceridad genuina muy personal, moral de individuo que solo así puede ser expresada, pero que se convierte en estilo, en idioma para contar muchas otras vidas que entran a formar parte de ese terreno compartido, medio real y medio literario, en el que los barojianos nos solemos refugiar. Podemos contar nuestras vidas y describir nuestro aspecto en términos barojianos, y ello nos da una imagen penosa de la existencia pero nos alivia con la idea de haber encontrado el mejor de los refugios. Baroja es acogedor, desde luego, y esa hospitalidad está cargada de matices estilísticos que este libro también invita a considerar.
   Zabía pone a Baroja donde le corresponde, en esa tradición de pietas hacia la realidad que comparte con Cervantes y con Galdós. Ninguno de los tres es capaz de odiar a sus personajes, y por supuesto jamás de despreciarlos, por más que en alguna ocasión, sobre todo Baroja, los tilden de despreciables. No es amor precisamente lo que sienten hacia los arrieros de la venta, hacia el desagradable Torquemada o hacia el repulsivo don Cayo, pero en su manera de describirlos hay una comprensión que el odio haría imposible. Los tres acompañan a sus personajes, van detrás, no delante, como el amigo que sigue con lealtad a alguien cuya actitud le parece lamentable. Hay una fraternidad plenaria en los tres hacia sus personajes que se contagia al lector. Sin hacerse nunca el simpático (Galdós alguna vez sí), irradian simpatía, de modo que no es difícil instalarse en esa visión compasiva y solidaria y sentir hacia los personajes lo mismo que su autor, y disfrutar de lo agradable y lo íntimo de ese sentimiento.
La sensación de lo ético habla con rigor y delicadeza, y una prosa estupenda, de eso que se suele nombrar pero pasar por alto. Y sin embargo es la medula, lo que garantiza la supervivencia de Baroja. Baroja es un estar en el mundo, no ser complaciente pero tampoco desalmado, no creer en más ideología que la rutina de las pequeñas cosas. Baroja incomoda, por ejemplo, cuando echa pestes de la masa, pero despliega una sensibilidad extrema cuando tiene que hablar por separado de los individuos que la forman. Sí, ese es el principio del encanto, una rama de los estudios barojianos  cuyos sabrosos frutos estaban todavía sin recoger.

Mariano Zabía, La sensación de lo ético, Pamplona, Ipso, 2018, 75 p.
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24.9.18

Mujeres de su tiempo


2018 está siendo un buen año para Carmen Baroja Nessi. Cuando Amparo Hurtado, hace dos décadas, editó en Tusquets los Recuerdos de una mujer de la generación del 98, muchos lectores descubrimos que eso de escribir bien era, definitivamente, una marca de fábrica de los Baroja. El libro tuvo mucho éxito, no sé si de ventas, pero sí, seguro, entre aquellos profesores que por las mañanas hablábamos en clase de su hermano Pío. Mi amiga Carmen Pacheco, feminista culta, me lo presentó como una delicia literaria, no como un manifiesto ni mucho menos como una curiosidad, pero también como una pieza importante para reconstruir no solo el mundo de los Baroja sino el de la mujer con intereses intelectuales a principios del siglo XX. El resultado, durante todos estos años, y por lo que a mí respecta, es que lo he visto leer con gusto a mucha lectora joven y desprejuiciada que también había sabido disfrutar de alguna novela de su hermano. Y también se instaló un tópico sobre Pío y Ricardo Baroja que pervive en su eterna duda: hasta dónde llegaba el «egoísmo» de sus hermanos, del que habla Carmen en esos recuerdos, o, mejor dicho, en qué medida ese pasaje de su obra era un resentimiento puntual, el desahogo del momento de escribirlo, o algo que marcó su vida.
Y eso que ya entonces la introducción de Amparo Hurtado al «egodocumento» ponía, nada más empezar, las cosas en su sitio. Carmen Baroja hubiese querido formar parte del mundo de sus hermanos, pero su madre, Carmen Nessi, «tenía otros planes más tradicionales para ella», consecuencia en general de la mentalidad de la época y en particular del «etxekoak» vasco, el clan familiar, para lo bueno y para lo malo. Para lo bueno, porque, al contrario que sus hermanos, pudo ver crecer a sus dos hijos (después de perder muy niños a otros dos), y para lo malo porque se vio sometida a una vida restringida que le aburría y le impedía desarrollarse plenamente como artista. A otra barojiana posterior, Carmen Laforet, le pasó algo parecido. Pero ambas dejaron huella de su paso. 
Amparo Hurtado también llamaba entonces la atención sobre un detalle importante: el contagio de tifus que sufrió Carmen Baroja en 1903, y cómo el Pío Baroja que los lectores nos imaginamos entonces en expediciones nocturnas por el Madrid de los desposeídos o en interminables tertulias literarias con los emergentes figurones de la época, en realidad se ocupó «día y noche» de su hermana Carmen durante semanas, y pasó meses con ella en El Paular, en la sierra de Guadarrama, hasta su completo restablecimiento.
Aquel episodio sirvió a Carmen para entrar en contacto con otras mujeres cultas como ella que celebraban a sus Noras y a sus Electras y se sentían tan partícipes del desarrollo intelectual del país como los hombres que las acompañaban; entre ellos, por ejemplo, María Goyri y Ramón Menéndez Pidal. Durante los diez años siguientes, hasta cumplidos los 30, Carmen viajó a París con Pío y se arregló un taller de orfebrería en el estudio de Ricardo. Pero, desde 1913 hasta 1925, silencio. El marido de Carmen, Rafael Caro Raggio, sacó adelante la editorial con las obras, sobre todo, de los hermanos Baroja, desde 1917 hasta que en 1931 Pío firmó con Espasa-Calpe. Por aquel entonces el hijo mayor de Carmen, Julio, ya tenía 15 años, y viajaba con su tío a visitar los últimos paisajes del carlismo, o convivía, también por mediación de su tío, con los más importantes antropólogos vascos.
A partir del año 25 empiezan los dos episodios más memorables de la vida intelectual de Carmen Baroja: la compañía de teatro El mirlo blanco y el Lyceum Club Femenino, de los que Amparo Hurtado da una porción de detalles imprescindibles para una cabal reconstrucción de aquellos años. Por cierto, que habría que mirar lo que dice al respecto Rivas Chérif en sus memorias, él que fue testigo de primera mano de toda la época de El mirlo.
Aquella edición de los Recuerdos de una mujer del 98, que ya comentamos aquí, pronto se convirtió en imprescindible para cualquier canon crítico de la materia, y veinte años después Amparo Hurtado acaba de escribir un hermoso e importante ensayo, Hermana querida/Arreba maiteaque supongo que también titula en vasco por la misma razón por la que Julio Caro anunció a su hermano en vasco la muerte de Pío Baroja, por intimidad familiar. En este número 14 de la colección Baroja & yo Hurtado no solo trae al terreno personal, de lectora barojiana, aquella investigación en la vida de Carmen Baroja, sino que aporta y amplía puntos de vista muy interesantes, sobre todo el papel de Carmen en el surgimiento de la conciencia feminista en España, aunque también otros de índole muy menor que a los lectores  de Pío Baroja sin embargo nos llaman la atención, por ejemplo la condición de modelo para el personaje de María Aracil que pudo tener Carmen.
Hurtado está de acuerdo con Mainer en esta conjetura. Yo no iría tan lejos. Sí la veo, en una edad más temprana, en la Margarita de El árbol de la ciencia, pero en la María de La ciudad de la niebla encuentro más bien una sublimación del ideal erótico de Pío Baroja, imposible de desligar de la mujer de acción, aunque obligada por las circunstancias, de La dama errante; es decir, una construcción mítica. Puestos a buscar modelos, ¿por qué no María de Maeztu?, a quien Hurtado dedica en este ensayo las páginas justas y necesarias para que lamentemos que, en aquella desbarrante propuesta de cambios en el nomenclátor madrileño, nadie incluyera la posibilidad de que el Instituto Ramiro de Maeztu se llamase, por fin, Instituto María de Maeztu. Pero, aun en el caso de que fuera Carmen el modelo de María Aracil en La ciudad de la niebla, ¿a qué atribuimos su relación con Natalia Léskov, a esa fraternidad femenina que invocaba María de Maeztu y que ahora, como dice Hurtado, llamamos sororidad, y queremos decir lo mismo; o bien tiene más que ver con la atracción que en más de un libro Pío Baroja mostró por el homoerotismo femenino? Cualquiera que hoy en día lea Laura (y tenemos una flamante y definitiva edición) y haya leído La ciudad de la niebla verá que las parejas María-Natalia y Laura-Mercedes invitan a pensar en ello, y a plantearse, entre otras cuestiones, la delicadeza con que las trata, la profunda comprensión de sus sentimientos, sobre todo si lo comparamos con su aversión hacia el homoerotismo masculino. No sé, no me imagino yo a Baroja poniendo a su hermana en esas circunstancias novelescas, ahora muy avanzadas (e, insisto, muy bien tratadas por Baroja), pero entonces solo carne de sicalipsis, al menos en España.
No deja de ser una discusión bizantina, en la que también habría que incluir, como hizo a principios de los 70 Francisco Bergasa, la posibilidad de que fuera un desdoblamiento del autor, es decir, su punto de vista encarnado en el de María, Laura o Sacha Savaroff. En lo que sí tiene razón Amparo Hurtado es en que Pío Baroja no pudo dejar de ver en Londres la eclosión del Lyceum Club de Constance Smedly, y a pesar de que a algunas de aquellas escritoras las considerase cacatúas, por los personajes femeninos de su novela londinense sí se divisa esa nueva mujer independiente y solidaria por la que Carmen Baroja lucharía desde su condición de artista y escritora. 
Una parte importante de Hermana querida/Arreba maitea está dedicada a contextualizar con todo rigor este oasis de preguerra en el que se juntaban las mujeres de la época del 98 con las Sinsombrero del 27, desde su fundación inglesa y su transmisión por Europa hasta la importancia de María de Maeztu y del Lyceum de Madrid y, sobre todo, el papel protagonista que en él desempeñó Carmen Baroja. Incluso como guía bibliográfica para orientarse por aquel fenómeno, el libro de Hurtado es impecable, sobre todo porque aclara sin incriminar a nadie por sistema, en este caso a Pío Baroja, más allá de alguna que otra ironía. Al contrario, queda la imagen en el libro que siempre he considerado más certera: «…Carmen Baroja se diferenció de sus hermanos, particularmente de Pío Baroja que, a causa de su extremado individualismo, sentía rechazo ante cualquier propuesta comunitaria», pero eso no quita para que, como hace constar Hurtado, Pío Baroja asumiera siempre, aun en los peores momentos, el cuidado y la protección de su familia, particularmente de Carmen y de sus sobrinos, y fuera también, más o menos directamente, quien abriera a Carmen las puertas de una vocación intelectual que pudo desarrollar en varias facetas: la de etnógrafa (como su hijo), la de narradora (menos), o la de excelente articulista, como podemos comprobar ahora en la edición de sus colaboraciones en prensa que acaba de sacar su nieta, Carmen Caro Jaureguialzo. 
He aprendido unas cuantas cosas sobre historia del feminismo en Hermana querida, y todo con fuentes de primera mano, con cosas nuevas que el barojiano atrapa y disfruta, pero ha habido dos momentos especialmente bellos. La diferencia entre un trabajo científico y un ensayo literario es la que hay entre la breve, escueta, respetuosa crónica de cómo Hurtado dio con el manuscrito de estos Recuerdos, tal y como la contaba en aquella edición de Tusquets, y la deliciosa narración de aquel encuentro con la que se abre este otro ensayo. Su prosa limpia transmite el afecto de los Baroja y la admiración del barojiano. Su visita a la casa de Itzea es el sentimiento barojiano, una mezcla de afecto y de respeto, de pudor y admiración, de cercanía y sensibilidad. El lector siente la bondad de Pío Caro y la humanidad de Julio Caro, quizá solo posible en un hombre tan solitario como él. «Don Julio me imponía mucho», dice Amparo, y lo dice con las palabras justas para que nos hagamos cargo del complejo y hermoso y necesario contenido de aquella imposición.
Y solo una buena barojiana dejaría para el final un dato que sobrevuela el libro entero, una feliz coincidencia de fechas entre el inicio de la redacción de Desde la última vuelta del camino y el de los Recuerdos de Carmen, y un canto final que lleva también la huella de las gallardas arboladuras, en este caso el canto a las mujeres de entonces y de ahora. 
En las obras de Pío Baroja los sentimientos van envueltos en la prosa. El buen escritor no manifiesta sentimientos, acaso los transmite. Y aun cuando intente analizarlos, estará transmitiendo un sentimiento más puro y al tiempo más profundo. Es el estilo, su limpidez, lo que emociona. Y con Carmen Baroja pasa lo mismo. Pero esto Amparo Hurtado no podía limitarse a señalarlo, había que transmitirlo, y ese, más incluso que la investigación filológica sobre la que se construye, es el primer acierto de este libro.

Amparo Hurtado, Hermana querida / Arreba maitea, Pamplona, Ipso, 2018, 97 p.

15.9.18

Soledades de Madrid


Durante veintitantos años no tenía más que asomarme a la ventana para ver la Casa de Campo de Madrid, la mancha verde que se perdía en la mirada hasta los Siete Picos, jalonada, a lo lejos, por las luces de Pozuelo, y por el Manzanares a la derecha, que solo asomaba como un camino plateado a la altura de las piscinas de San Pol. Se veía, pocas veces, el chorro del lago, y siempre los reflejos de la Caja Mágica, pero todo lo demás era un alfombra de pinos y encinas, ese verde sufrido y polvoriento con el sol del mediodía, las sombras azuladas del amanecer, el verde botella que se fundía con la noche.
Por dentro, sin embargo, no la he conocido más allá de la Venta del Batán, cuando funcionaba como corral de las corridas de San Isidro, o de algún concierto en el parque de atracciones. La conocían los ciclistas y los andarines, y quienes habían indagado en la historia de la ciudad. Claro que también se podía, y quizá era el mejor vehículo, recorrerla a caballo. 
Así lo hizo Carmen Caro, amazona madrileña, cartógrafa y pintora, durante un año, del que llevó un diario con sus andanzas y visiones. Su vista preferida de Madrid es la que comprende el palacio de Oriente y llega hasta la basílica de San Francisco, en mitad justo de los cuales, en un ático de las Vistillas, estaba la terraza desde donde yo miraba. Dice que es una imagen alegre («desde aquí ya no se ve la ciudad gris de Pío Baroja»), a pesar de que la edad de los árboles que le sirven de peana no sea tanta como nos imaginamos. «En la guerra no quedó ninguno», le había dicho a Carmen su padre, Pío Caro Baroja, en una lejana visita a la Casa de Campo, a bordo de un vetusto Citroën.
Carmen cabalga a lomos de la yegua Morritos, que junto al noble Masai y al disruptivo Atreyu forman la partida expedicionaria, y recorre parajes silvestres y huellas de la guerra, fuentes históricas y cruces de caminos. Todos son buenos caballos en una segunda vida laboral, después de haber ganado carreras en el hipódromo, o servido de palafrén, hermosas cabalgaduras que sestean en los boxes de un club hasta que el mozo de campo los pasea o el dueño los saca de excursión. Aquí los caballos son los amos del relato, desde la forma de sus ojos, con visión lateral, o el delicado procedimiento que Morritos tiene de succionar las flores de los cardos sin pincharse, hasta los días de galbana comprensible, los recorridos excesivos para su edad o sus virtudes terapéuticas: «A caballo se quitan todos los males». Hay un afecto descriptivo en las costumbres de los caballos que llena con su ritmo el libro entero, todas nacidas de la observación, de los «cinco sentidos» que exige galopar por la dehesa, trotar por los bosquecillos o estar preparado para un susto.
De modo que, a lomos de Morritos, Carmen Caro escribe un ensayo de contemplación activa, una ascesis de la minuciosidad observada, el mapa trazado, la flor descrita, un espíritu virgiliano que canta a los fresnos del Meaques, la preciosa elegía a los troncos desnudos, que a mí me recordaban a las viejas lagestroemias de Itzea, o describe las plantas de la fuente del Pajarito. La autora vive una naturaleza y su historia, su condición de paisaje bucólico renacentista (entre la Guía de maravillas de fray Luis de Granada y las muchas Filis pastoriles), pero según un prisma madrileño, el de Galdós en el final de Miau, cuando Villaamil se retira a sus fantasías quijotescas, y en un lenguaje contemporáneo. "Nosotras, que somos más contemplativas y tenemos además buen apetito", dice en un descanso para catar las bayas nuevas de las zarzamoras, poco visibles para el paseante común, que a la amazona, igual que a la yegua, le llegaron por el aroma. Aquí el final es más alegre que en Galdós, claro,  porque es "la paz producida por su propia belleza", algo visto y recorrido desde niña, no ningún sueño celestial.
La amazona, además, es pintora, y encuentra en los paisajes de Aureliano de Beruete o en la luminosidad orientalista de Fortuny el reflejo de la atmósfera por la que cabalga. Incluso ve en los bosquecillos (algo que yo también veía desde arriba) un aire impresionista que es como el decorado de la soledad, de las soledades, «la sensación que tanto busco en la Casa de Campo», el espacio para descifrar los colores de las hojas, hasta trece tonos distintos con su óleo correspondiente: púrpura granza, amarillo de Nápoles, violeta de Marte…
Porque los espíritus minuciosos y contemplativos saben aislar las palabras en su intrínseca belleza. La exactitud que exhibe Carmen Caro a la hora de nombrar las cosas, de describir cómo son y cómo funcionan necesita de una corriente interior, como decía Umbral, de un amor a las palabras y al orden que mejor las hace sonar. Otra vez Virgilio. En las primeras líneas del libro, Carmen Caro nombra un título esencial de la literatura geórgica contemporánea, Las cosas del campo, de José Antonio Muñoz Rojas, libro de culto para los amantes del paisajismo literario y de la poesía de la naturaleza y de las labores del campo. En mi biblioteca de literatura campestre ocupa un sitio de honor, muy cerca del padre Virgilio, y este Diario ya está instalado en la misma sección, bien a mano, para llevar a clase la deliciosa historia de la pata acosada, o el encuentro con los mastines, de prosa galopante, o esa mirada al puente de la Culebra, o la oda al canto de la chicharra según Julio Caro. En los capítulos compartidos con otros caballos y jinetes, la prosa trota con alegría, y en los paseos en solitario la yegua camina cabizbaja, se para cuando quiere, acelera la marcha e incluso galopa por placer, o se adapta al ritmo de los pensamientos de su amazona. Pero en el fondo responde a la esencia del género: nombrar las cosas por su nombre, hacerlas vibrar, sentirlas desde la delicadeza, colocarlas con el mismo criterio con el que se pone un color en un cuadro.

Carmen Caro, Diario de una amazona en la Casa de Campo, Madrid, Caro Raggio, 2012, 218 p.

11.8.18

Más miedo que peligro


El prefacio de Catilina no es el más adecuado para que uno tenga simpatía por Salustio, cuando dice que prefiere dedicarse a la labor de historiador, una vez se ha apartado de la política, que a servilibus officiis como la agricultura o la caza. Pero bueno, Catilina siempre empezará un poco después, en L. Catilina, nobili genere natus, fuit magna vi et animi et corporis, sed ingenio malo pravoque, la frase con la que cualquier estudiante de latín dio sus primeros pasos. «Es necesario», había dicho antes, «describir brevemente el carácter del personaje antes de dar comienzo a la narración», es decir que, como luego en Jugurta, el personaje es el drama, el episodio, y cuanto le rodea la historia propiamente dicha, pero aquí el protagonista no se diluye en favor de otros, que en este caso podrían ser Cicerón, César o Catón, sino que es él el principio y el fin, desde sus intrigas a su último valor suicida. Salustio no le niega un último favor al patricio, aunque fuera un criminal.
Ese carácter es el prototipo del hombre corrompido y siniestro, el que, pasando por Jugurta, llegará al Sejano de la obra de Tácito, y que representa la decadencia de Roma, nada más lejos de aquella valerosa juventud que actuaba antes de hablar y esgrimía los valores de la generosidad, la austeridad y la fidelidad. Según Salustio el triunfo de la codicia y la ambición empezó tras las Guerras Púnicas y cuando Sila tomó el poder y el robo y el saqueo se convirtieron en privilegio del individuo, no en necesidad de la patria. El ejército vencedor corrompió a la juventud, «como si creyeran en definitiva que ejercer el poder consiste en infligir agravios», que se arrojó a la molicie y a la delincuencia.
De esta juventud se rodeaba Catilina, quien disfrutaba de «relaciones impuras» y se dejaba llevar por el amor de Aurelia Orestila, a cuyo hijastro, que podía ser un impedimento, Catilina mandó asesinar, «causa fundamental», según Salustio, de que acelerara sus fechorías. A partir de aquí, sus deseos de poder perturbaron su mente.
Otra de las grandes frases de Catilina es su célebre Quae quo usque tandem patiemini, o fortissimi viri?, de la que luego, a la cara, se mofaría Cicerón en su archiconocido Quo usque tandem abutere, Catilina, patientia nostra? La primera procede del discurso a los conjurados (algunos sospechosos de conjuras anteriores) y le siguen manejos no demasiado secretos sellados con sangre y vino. De hecho es otra mujer, Fulvia, la que se aprovechó del bocazas de su amante para denunciarlo todo. 
En Jugurta las únicas mujeres son las prostitutas que acompañan al ejército, pero aquí las mujeres mandan, intrigan y seducen. Si Fulvia, poco honesta a ojos de Salustio, es la que hizo saltar la liebre, Sempronia es el modelo de mujer perversa y viciosa que se alió con Catilina. Entre unas y otras, Cicerón se enteró de lo que pasaba, y cuando la conjura está lista ya solo queda un pequeño detalle: matarlo a él, a Cicerón, algo que no sucedió, gracias, otra vez, a Fulvia. Antes bien Cicerón llevó el asunto al Senado, pero la ciudad ya estaba conmocionada: "Cada cual evaluaba los peligros con el rasero de su propio miedo".
El discurso de Cicerón, brillante, no se reproduce aquí sino en la primera Catilinaria. Lo que sí se reproduce es la bilis de Catilina: incendium meum ruina restinguam, «apagaré mi incendio con ruinas», bramó, y bien que lo cumplió. Hemos llegado a la mitad del relato, pero ya todo conduce a su final: la alianza con Manlio, su falso repliegue a Marsella, y algo que a Salustio le dolía especialmente, que, pese a la reacción del Senado, nadie quiera denunciar a Catilina, y que la misma plebe lo apoyara, lo que sirve al historiador para dar una definición de pueblo que estremece: «…de siempre entre la ciudadanía aquellos que carecen de recursos envidian a las personas de bien, encumbran a los criminales, odian lo tradicional, ansían cambios, pretenden invertirlo todo por odio a su propia patria, se alimentan de tumultos y revueltas sin inquietud alguna, porque en la pobreza es difícil sufrir pérdidas». Entre los ruines intereses del populacho y los jóvenes tribunos agitadores (lo que viene a ser el populismo), la persecución de Catilina se retrasa, y tienen que ser los bárbaros, los celtas alóbroges, los que primero se dejan querer por el conspirador pero luego, con prudente astucia, se ponen al lado de Cicerón, quien les pide que finjan para meter a la bestia en la jaula. Bien es verdad que con tanta agitación habían producido plus timoris quam periculi, más miedo que peligro, y unos cuantos destacamentos en los lugares adecuados impedían proceder al método preferido por aquel entonces: quemar algunas casas y derribar otras para impedir el acceso. Pero los alóbroges cumplen su cometido y el plan de Cicerón funciona. Como diríamos ahora, por fin se puede imputar a Catilina.
No deja de sorprender que fueran tan meticulosos con la ley antes de echarle mano al sedicioso, teniendo en cuenta que el resultado iba a ser el mismo, pero para Salustio es buena oportunidad para plantearse un par de cuestiones. Cicerón «estaba convencido de que su castigo le acarrearía consecuencias a él; que quedaran impunes, sería un desastre para el Estado». Pero la plebe es frágil, y una vez apresado el cabecilla Léntulo, el pueblo, de pronto, se hizo partidario de Cicerón. Otra vez el mensaje de Salustio es el de un viejo republicano: la gente siempre va con los que ganan, comoquiera que lo hagan. 
Cicerón no quería implicar a César en el asunto pero Salustio sí, y de paso ilustrar las dudas del gran orador sobre el castigo a los culpables. Así, César pide a los senadores que no se dejen llevar más por la cólera que por el prestigio, y pide, después de una larga alocución algo pazguata, la confiscación de los bienes y la dispersión de los presos. César invoca la ley Porcia, la que facilitó el exilio, y se le nota mucho que, más que la magnanimidad de los jueces, va buscando el alivio del reo. 
Pero la última carta de Salustio, y la otra parte de la duda de Cicerón, estaba en el emblema de los republicanos conservadores: Catón. Su discurso es un elogio de la austeridad y el patriotismo: «mientras vosotros tomáis decisiones por separado, cada uno para sí, mientras en casa sois esclavos de los placeres, aquí del dinero y las influencias, lo que se está produciendo es el asalto a un Estado indefenso».
Catón pidió la pena capital, como así fue ejecutada en la cámara Tuliana, donde también murieron Jugurta y Vercinguétorix, y que habría encantado a Poe: «a unos doce pies bajo la superficie: lo rodea por todas partes un muro y, por arriba, una bóveda formada por arcos de piedra, pero, por el abandono, las tinieblas, el olor, su aspecto es repulsivo y pavoroso». Allí mueren ahorcados los principales cabecillas de la conspiración, pero Catilina, por su cuenta, lanza un ataque a la desesperada sobre Roma con dos legiones, incluidas las tropas de Manlio, y un total de unos dos mil soldados, aunque otros dicen que fueron veinte mil. Su ataque suicida, su arenga sobre el valor, su arrojo en primera línea con la espada le conceden una cierta prestancia, la reputación del criminal. Su cuerpo fue encontrado inter hostium cadavera, entre cadáveres de enemigos, no abrumado, asaltado y vencido por ellos, como sucedió con el resto de sus tropas. Para Salustio es, después de todo, lo único que lo dignifica: no ser valiente sino llevar sangre patricia.
Suele decirse que el final es algo abrupto, que la muerte de Catilina, a partir de su discurso final, es demasiado rápida, como si así Salustio le recortara líneas y grandeza. Queda el paisaje humeante de sangre después de la batalla, y la gente dándoles la vuelta a los cadáveres para saber si eran de amigos o incluso familiares suyos, o bien de un enemigo. El final no puede ser más frío: «De esta forma tan diversa corría por todo el ejército la felicidad, el pesar, el duelo y la alegría».

Gayo Salustio Crispo, Obras, ed. Juan Marcos Fernández, Cátedra, 2018.

7.8.18

El cura Jugurta



Para sobrellevar estos calores he estado leyendo la Guerra de Jugurta, de Salustio, en traducción de 2018 a cargo de Juan Martos Fernández. Salustio nos ha dejado dos espléndidas tragedias narrativas, Catilina y Jugurta, aparte de una porción de fragmentos de sus Historias. Había aprendido en Tucídides (y en Polibio) que hay una historia de los hechos y una historia de los personajes. Los hechos se relatan, se cuentan, se inventarían (como antes de Salustio hicieron los analistas romanos), pero los personajes se pintan, se plantan en un conflicto trágico, y necesitan de una minuciosa descripción del entorno, es decir, de la Historia, para comprender su significado. Los hechos se cuentan en prosa de campaña, llana y llevadera, aprovechando las batallas para pintar hermosos frescos narrativos, y a los personajes se les escriben discursos hondos y complejos, y se les dedican estudios psicológicos para subrayar su grandeza o su patetismo. 
Dice Polibio al principio de sus Historias que no se puede comprender lo sucedido solo con retratos parciales, porque al final no hay más que unos membra disiecta que el auditorio recompone con su imaginación. Es decir, que la historia no es tragedia, que la tragedia es particular y circunscrita a un personaje, que obvia el conjunto y distorsiona con su desproporción, y la historia es un sistema científico de causas y consecuencias. Naturalmente, los grandes historiadores, incluido Polibio, echaron mano de las dos. En la cultura clásica es muy importante el ideal del todo compuesto por partes singulares, de trabajar tanto la estructura como los excursus, de que la totalidad no merme la fuerza ni la calidad (ni la extensión) de los retratos parciales o los episodios.
Catilina y Jugurta son dos de las máximas expresiones de este modo de proceder. Por un lado exhiben la perfección del retrato trágico, pero por otro podrían encajar en una Historia de grandes proporciones. ¿No había empleado Heródoto un libro entero para hablar de Egipto en una gran Historia de las guerras entre griegos y persas? Claro que, si todo se contase con esas proporciones, con esa intensidad artística de lo particular, la obra sería interminable. Cornelio Tácito, tiempo después, demostró que no. Lo que conservamos de sus Anales cierra el círculo de la historiografía romana, pues nunca un inventario de acontecimientos llegó a tal extremo de perfección artística y con tantos espléndidos retratos parciales.
Al leer Jugurta, por ejemplo, es imposible no acordarse de Sejano, el valido de Tiberio al que Tácito pinta como enfermo de maldad, astuto, intrigante, retorcido, desconfiado, miserable y traicionero. Del otro del que me acordaba leyendo a Salustio era del cura Merino que pinta Baroja. Hace bien poco leí la biografía de Aviraneta y hay pasajes que parecen escritos por el mismo autor.
Lo bueno de este tipo de personajes es que invitan a un estudio de la corrupción moral, cómo al enfermar las entrañas se perturba la mente. Tras quedar abortada la trama del numidio Bomílcar contra el romano Metelo, 

a partir de ese instante no tuvo Jugura ni un día ni una noche tranquila: no se sentía suficientemente seguro en ningún lugar ni con ninguna persona o en ningún momento, recelaba igualmente de sus conciudadanos y de los enemigos, escudriñaba todo y cualquier estrépito le causaba espanto, por las noches descansaba cada vez en un sitio diferente, muchas veces impropio de la dignidad real; de vez en cuando se despertaba alarmado y, empuñando las armas, formaba un escándalo: tan dominado estaba por el terror, como por una auténtica locura. 

¿Cuántas veces no habremos leído o visto en el cine una escena parecida? Los ojos inyectados, el mirar ceñudo, la boca tensa, entreabierta, suspicaz, los movimientos de animal salvaje acorralado. El único problema que a un lector moderno le puede plantear es que la cosa se queda ahí. A un buen tramo del final resulta que Jugurta ha terminado con su papel trágico y queda en un segundo plano, siempre escondido tras las asperezas del paisaje (como Merino), siempre a la prudente distancia para que su presencia no desaparezca del todo, pero lejos del centro del escenario. Ahora son Mario, en nuevo cónsul, y Metelo, el patricio que lleva la primera parte de la guerra contra Jugurta, los que celebran un agón a distancia que es también un alarde de oratoria y una reflexión sobre las relaciones entre política y sociedad.
Porque, si los discursos de Metelo, más breves, más proporcionados, también más enjundiosos, se encajan en su muy profesional actuación, siempre algo soberbia pues se trata de un patricio, en cambio el único discurso de Mario, el hombre del pueblo, es largo y repetitivo, demagógico y machacón, siempre a vueltas con la idea de que él ha llegado a cónsul por sus propios medios, por su valor y por sus hazañas, y no como otros, es decir Metelo, por el capricho de un linaje. El argumento es bueno, pero su amplificación y reiteración casi literal es una manera que tiene Salustio de decir que con una sola verdad como esa, muchas veces repetida, es suficiente para convencer a una plebe servil. Ay, los antiguos. 
La pieza se termina con la aparición de un tercer romano, Sila, de quien se anuncian los desastres pero se relatan con respeto y pulcritud sus aciertos en aquella guerra, cómo su inflexibilidad y también su astucia sirvieron para terminar con el asunto de Jugurta. Mario, a fin de cuentas, venció por casualidad, concretamente porque un ligur que llevaban de soldado salió por la noche y encontró unos caracoles, y tras ellos un punto estratégico desde donde sorprender al enemigo. La ironía por bandera. 
Claro que el todo, la superestructura, la Historia, es el primer encuentro entre Mario y Sila, jefe y subordinado, posteriores protagonistas de la gran tragedia republicana, y la parte, que aquí ocupa casi toda la obra como una pieza separada, es el destino trágico de Jugurta, cuya desesperación lo difumina y banaliza, sobre todo cuando emergen esos grandes personajes que ya sabemos que son los auténticos protagonistas.
En todo caso, leer a Salustio en una buena traducción, su sintaxis bimembre reticular, tan precisa, tan equilibrada (por eso canta tanto el discurso de Mario), acaba resultando, en esta época de chicharrinas, incluso refrescante. A ver Catilina.

¿Tienes frío?


Las dos mujeres en primer plano no parecen haber caminado juntas muchas veces. La de la derecha lleva el atuendo de las campesinas, la saya, la toquilla, el pañuelo y el mandil, todavía colorido, ella joven aún, y el niño de al lado su hijo. La mujer tiene el andar ya un poco ladeado de quienes acostumbran a cargar el peso en las caderas, las cántaras, los baldes, y usa mandil grande, de no quitárselo nunca. Camina inclinada hacia el niño, al que han vestido de domingo, con su jersey estampado y sus zapatos blancos, los bombachos cortos (las piernas ateridas), y una manta recia por encima con la que el niño no se cubre entero, acaso sofocado por la caminata, y parece decirle algo a la mujer, quizá su madre, que se inclina más para escucharle, no te preocupes, ya llegamos, ¿tienes frío?
La mujer de la izquierda, en cambio, camina con el torso erguido. Da la sensación de que viste una falda más a la moda, y de que tiene bastante con una chaqueta. La manta o el abrigo lo lleva colgado del brazo, y si no fuese por el canasto que sujeta con la mano y por el lazo del delantal (más corto, más ordenado), diríamos que es una mujer que pasea por una gran ciudad, que acaba de salir de una oficina, o que va a comprar. Junto a ella va una niña, su zancada es larga para su estatura, seguramente le cuesta seguir el paso. También lleva su falda y sus zapatos blancos, y una manta que le cuelga del cuello, con la que tampoco se cubre. El más abrigado de todos es el soldado que carga con un saco. La mujer mira adelante; todos, mujeres y niños, miran adelante, sin bajar la cabeza, al frente nublado y vacío, entre las acacias escuálidas de la carretera de Valencia. Los niños caminan en silencio. Es invierno crudo, últimos de diciembre de 1937, poco antes de que las tropas republicanas y luego las nacionales terminen de destruir la ciudad de Teruel.

Revista Turolenses, nº 5, mayo de 2018

26.4.18

De culpas y caminos


Nada más terminar Camino Soria, el libro de Edi Clavo, y antes de sacar conclusiones precipitadas, leo una entrevista a Jaime Urrutia en Jot Down donde sin buscar demasiado encuentro el párrafo que acaso falta en el libro de Clavo, cuando cuenta Urrutia que, al grabar La culpa fue del cha-cha-chá, tanto Clavo como Presas dijeron que aquello era una horterada. Triunfó en las tómbolas y en las bodas, conceptualmente era un paso más en la identificación de Gabinete Caligari con lo más acendrada y denostadamente español. Edi Clavo termina su libro, al llegar a este espinoso asunto, con unos puntos suspensivos, "la culpa fue…"
Pero también dice algo Urrutia que no cuadra con el libro. Clavo pasa por encima del grunge sin mostrarle ningún afecto ni dejar huella siquiera en el metículoso índice analítico, pero Urrutia dice que, mientras él no le hacía ascos al populacho, sus compañeros de Gabinete, el batería Edi Clavo y el bajo Ferni Presas, querían ser como Kurt Kobain, y que hay alguna canción ('Viva yo', en Gabinetissimo) que suena con esos guitarreos llenos de grasa capilar, aparte de que ya a la altura de Cien mil vueltas los dos se habían dejado los pelos y las barbas…
Aquí patina Urrutia. Los dos se acusan de lo mismo. Clavo se ha dejado caer en la promoción del libro con que ahora todo es repetir lo ya hecho, volver a lo vivido, no crear nada nuevo, que es exactamente lo que, en otra parte de la entrevista, Urrutia achaca a sus excompañeros. Y es verdad: en la portada de Cien mil vueltas no parecen grunge ni por asomo, antes bien rockeros de finales de los sesenta y primeros setenta. Ahora tengo claro de qué murió Gabinete Caligari: murió de posmodernidad, de reinterpretar pasados divergentes, Urrutia el de los crooners de garito, y Clavo y Presas el de los moteros viejos que siguen ensayando en el garaje, que es, más o menos, lo que hacen ahora.
Bueno, Clavo también escribe. Y muy bien. Leí con placer aquel libro de viajes o cuentos rodados que se tituló Grasa y otros materiales nobles. Me gustó mucho entonces su minuciosidad al escribir, su deje de macarra culto, como si escribiera con un lápiz y en la postura de un tanguero, que también lo es. Componía la escritura con precisión y delicadeza, buscaba más los datos que las explicaciones, y los pulía para que brillasen al presentarlos tal y como son. Me gustó ese libro y me ha gustado este por lo mismo, por la estupenda prosa, esta vez más barroca, menos ascética, pero siempre potente y entreverada de registros, y con una retranca que el hieratismo de Grasa no se permitía.
El libro es un análisis minuciosísimo de la gestación, composición, ensayo, grabación, promoción y gira del disco Camino Soria, en un alarde de lírica de inventario, de no eludir las enumeraciones a fuer de riguroso, una exhaustividad que en la prosa de Clavo, y ahí está la gracia, resulta un modo de decir, una literatura sin resumen ni comentario, la orfebrería de la mera exposición, a veces, tres o cuatro veces, incluso con repeticiones. Por la parte estrictamente literaria, hay buenos momentos: el arranque taurino y el final pictórico, la conciencia permanente de estar contando un episodio, sobre todo durante la más bien caótica promoción, su llegada a Soria con un disco bajo el brazo que no había oído nadie, un buen capítulo de viajes, o la deliciosa disección del proceso creativo, con toda la libertad que el libro de Dylan, Crónicas, ha dado a los músicos para que hablen de sus composiciones en un registro riguroso para el profesional y curioso para el profano. Ahí es donde Edi Clavo, quizá, en algún momento, tenía que haber metido un poco la tijera, aun a riesgo de que la marca de algún baffle se quedara sin pasar a la historia del disco.
Es hasta tierna la forma que tiene de justificar que aquel disco fue un gran disco, que fueron doble platino, que acababan de triunfar por todo lo alto. Hay que contarlo con arrobo y un punto de reivindicación, de dejar los puntos sobre las íes, a ver si nos vamos a pensar que esto solo fue obra de Jaime de Urrutia, con quien, a cuenta del cha-cha-chá (y de los tres discos siguientes, progresivamente flojos, que apagaron la llama), hace un cuarto de siglo que no se habla.
Hablando de preposiciones. Clavo deja caer ese recuerdo-pulla, lo de que a Jaime Urrutia le gustaba meterse una preposición en el nombre, y lo complementa con las —magníficas— declaraciones de Urrutia cuando se les criticaba que titularan el libro Camino Soria y no Camino de Soria, cuando dijo, tirando de vanguardia histórica, que no ponían preposiciones porque las preposiciones eran como "trastos viejos" que había que ir retirando. Las páginas de Clavo al respecto son muy divertidas. Hasta el reverendo don Francisco Lázaro Carreter terció en el asunto, de mala manera, y de paso pegó un patinazo impropio de todo un presidente de la Real Academia. Porque Camino Soria, amén de que si no le quitan la preposición no cabe en la música (Lázaro era duro de oído para el pop ochentero), es una forma de decir que cumple las normas del lenguaje popular sentencioso. Orilla el río puede sonar mejor, en determinadas circunstancias, que Orilla del río, y desde luego no significa lo mismo. Camino Soria no significaba lo mismo que Camino de Soria. En ese sacrifico de la de había un oído finísimo y un perfecto resumen de la estética del disco. Sin de, era el desgarro neorrealista; con de, era una broma, y un poco cursi. Gabinete nunca se burló de sus referentes populares, que es la única manera de convertirlos en estética. Lo otro es hacer el payaso.
Y, en fin, si a los veinticinco años ibas con tacón cubano y camisa con chorreras por debajo de la chupa de cuero, la verdad es que este libro da verdadera cuenta de qué atrás ha quedado todo, por más que el disco haya sobrevivido, que ahora se remasterice o yo qué sé qué. Quedó atrás ese abuso del referente clásico reinterpretado. Y queda por delante un escritor muy estimable, quien, una vez ha echado aquí todos los sapos reivindicativos, es de desear que vuelva a los plácidos viajes en moto y a la estricta literatura, sin tantos nombres y apellidos. Aquí estaremos, a un lado del camino.

18.3.18

Gallardas arboladuras


¿Estaba Lúzaro, la Ítaca de Shanti Andía, en Motrico, como calculaba Julio Caro en su edición de la novela, o en Lequeitio, como minuciosamente argumenta Jon Juaristi en este ensayo, octavo de la colección Baroja & yo? Desde luego, la minuciosidad de Juaristi para encajar los nombres y los paisajes es una seria propuesta que raro será que no aparezca en las próximas ediciones comentadas de Las inquietudes de Shanti Andía. Buena parte del ensayo es un excelente artículo académico que cunde como el afecto. Juaristi, como yo, leyó el Shanti a los diez años, aunque mejor habría que decir, en ambos casos, fue leyendo, porque el primer libro de un niño es un mar de palabras cuyo horizonte son más páginas escritas, y en el caso de que además se convierta en un símbolo familiar, también es una huella en los escudos que adornan el corazón, palabra hablada, historias narradas, como fue cuando el padre de Juaristi le leía el libro, o cuando el propio Juaristi se lo leyó a su hijo. Queda la esperanza ("¡Oh, gallardas arboladuras…!") de que Shanti persista en su condición de acto, de rito iniciático en el pequeño mundo del amor a la literatura.
Digamos que es un estudio erudito y perspicaz, pero también una prueba escrita de hasta dónde llega el apego del autor hacia Pío Baroja, sin necesidad de manifestarlo con esa ramplonería que siempre acarrea casi toda explicitud. Es el valor de la écfrasis, la descripción minuciosa y detallada de algo, de la que aquí hemos hablado, por ejemplo, en las bernardinas sobre los bodegones de Sánchez Cotán. Igual que hay gente que no manifiesta sus sentimientos aparatosamente (y, sobre todo, desconfía de los que sí lo hacen) pero es capaz de demostrarlos en acciones silenciosas, la investigación de Juaristi sobre los lugares que pudo visitar Baroja para componer el cuadro de Lúzaro, en carro entonces, en coche mucho después, cuando recorriera la misma costa mientras escribía Los pilotos de altura, participa de la poética de don Pío en la medida en que manifiesta, y Juaristi lo recalca, su curiosidad por los lugares en términos proporcionales a las palabras que utiliza para describirlos. Es una hermosa actitud robinsoniana, la lírica del inventario, la emoción del recuento. Era el lado más poético de Baroja y un poeta como Juaristi no solo sabe apreciarlo sino, sobre todo, ponerlo en práctica. 
Empiezo con Juaristi estas bernardinas dedicadas a la colección Baroja y yo porque el libro me ha gustado(como otros de los nueve publicados hasta ahora), pero sobre todo porque es, al margen de su contenido, un libro muy barojiano, un ensayo con un prólogo que arranca de la infancia, de aquellos estímulos emocionantes que nunca se terminan de describir, y porque se arropa de breves disquisiciones cultas y datos no usados, como debe ser (Baroja ya no admite reciclajes, solo se puede abordar su vida si se aportan datos nuevos, los otros ya nos los sabemos), que Juaristi ahueca entre almohadas de versos según le van viniendo a la memoria, algunas, como la del zorzico, en forma de brillante indagación. Y es barojiano porque sigue la norma de que un ensayo es el proceso del pensamiento, no su resultado. El profesor que imaginamos hurgando en las denominaciones de los pueblos es un Sorihuela (menos misántropo), el que, muy cerca del jardín de Echepare, antecedente del de Toscanelli que cita Juaristi, se hacía el antipático para que no le obligaran a perder el tiempo y así pudiera disfrutar de la libertad. E imaginamos un poco también a Julio Caro, que en cierto modo fue una creación mejorada de las fantasías de su tío, el que es capaz de vivir en un infinito pequeño mundo. Juaristi contiende respetuosamente con Julio Caro en el asunto Motrico/Lequeitio, pero al hacerlo a la manera barojiana convierte la objeción en homenaje. 
La generación de Jon Juaristi, la que García Martín llamó La generación de los 80, conserva para siempre un gusto por la etiqueta, por el refinamiento, que unas veces se manifiesta en la delicadeza musical de la prosa y otras en bibliografías tan selectas como llamativas: Salaverría, Sánchez Mazas, Foxá, y también Blas de Otero o Savater, este último más bien de paso. Pero todos ellos gente que, prejuicios históricos aparte, siempre hemos considerado interesante, en mi caso a raíz de leer una buena novela, La vida nueva de Pedrito Andía, y una frase de Umbral en Leyenda del César Visionario sobre Agustín de Foxá. Las consideraciones estéticas o ideológicas que puedan sacarse de la bibliografía son, en todo caso, como el postre del ensayo. En su generación había otros (Luis Alberto de Cuenca, Trapiello, Villena…) que a base de rebuscar en el Rastro y en los palacetes habilitaron una especie de conservadurismo culto, un reducto en medio de la sordidez nacional-sindicalista que encontraba en el libro de Mainer, Falange y literatura, material que destajar, y que tenía su punto de contracorriente, por supuesto. 
Todo lo cual no sé si es comparable con la actitud de Pío Baroja. No estaría mal una lectura de Salaverría a la luz de Baroja, sobre todo al principio, cuando formaba parte de aquello todavía no contaminado por la ideología que se llamó Regeneracionismo. Le daría para otro ensayo. En este, Juaristi nos lo ha sacado a pasear para teñirlo de azul, de ese azul de los arranchales vascos que tomó prestado Sánchez Mazas con sus mejores intenciones. Juaristi habla en el azul de los marineros, no en el otro, claro. Baroja le ha dado una oportunidad que él aprovechó bastantes veces, dejar que su prosa se meciese con los nombres de las cosas, las enumeraciones líricas, las descripciones detallistas, y en un espíritu, el de Shanti Andía, que es ese llenarse los pulmones de una emoción que cuando aflora va teñida de melancolía. Baroja, como aquí Juaristi, no solía definirlo. Lo mostraba, lo hacía. 

Jon Juaristi, Los pequeños mundos, Ipso, 2018, 83 p.
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