Una flor de hierro ha estrenado su propio blog. Falta peinar un poco los capítulos y subsanar todos los errores que los amigos me habéis hecho notar, así como subir las dos o tres ilustraciones que le faltan a Juan Carlos. También quería sustituir las últimas líneas del capítulo 24 y último por un retrato del natural que tengo un mes largo para escribir. Pero en esencia es lo mismo.
En el Diario de Teruel, donde será publicado a partir del 1 de agosto, la novela tendrá solo 23 capítulos −los días laborables de agosto− porque el 12 quedará salvajemente mutilado y añadida su información argumental al 13, que también sufrirá algunos recortes. A mí me gusta esa larga conversación, y creo que los dos capítulos tienen sentido juntos, pero las normas son las normas.
De postre, en fin, en el Diario se ha publicado hoy esta bernardina.
Flor (Diario de Teruel, 26/7/2007)
Decía Juan Ramón Jiménez, con cuyos poemas eróticos ironizábamos la semana pasada, que el modernismo es una aspiración general a la belleza. El modernismo es la belleza sensible, palpable, visible. Hay una tradición muy rancia que desprecia los mosaicos de colores y los hierros en forma de flor: los unos, porque el modernismo era la forma de figurar de los nuevos ricos a principios del siglos XX; los otros, porque las líneas curvas siempre les parecieron poco serias, o poco castas.
Pero han pasado cien años, y aquellos edificios llamativos, aquellas rejas con forma de insecto siguen siendo tan hermosas como el primer día, por la sencilla razón de que siguen siendo, cada día más, una forma de mirar la naturaleza sin salir de casa. Gaudí estudiaba las cuevas para construir las cúpulas, y los montes para las fachadas. Pocas generaciones artísticas han mirado con tanto amor las líneas breves de la naturaleza, los dibujos de las alas de las mariposas y los colores que se identifican con la tierra. Ha pasado un siglo y ya no causa sensación una nueva reja, un nuevo edificio de ladrillo como esas deliciosas Escuelas del Arrabal, ahora un archivo, que levantó Pablo Monguió en su primera estancia en Teruel. Los peatones miramos los edificios nuevos dando por supuesto que son bellos, pero no nos producen aquella impresión universal de belleza, aquel lenguaje desmelenado que todos entendían. Resulta fascinante comprobar que todo lo más hermoso es lo que se fabricó con muy sencillos materiales, con el rojo de nuestra arcilla y con el negro de nuestros hierros. Es emocionante leer en un periódico de la época cómo el joven Javier Punter acaba de instalar su alfar en las Ollerías del Calvario, o cómo se preocupa el periodista por la salud de Matías Abad, en una época en que por lo menos había cinco fraguas en Teruel que sacaban arte a destajo.
No nos hemos repuesto de la sentencia capital que dictó el franquismo contra aquellos edificios tan sencillos como un ababol del campo, tan impactantes y tan bellos, y tan genuinos, ahora que vivimos en la permanente búsqueda de identidades materiales. “Adornos, remates y hierros absurdos”, dijeron, y con eso se han quedado.
Pero el modernismo (el modernismo a la española, el de Sorolla y el de Zuloaga, el de Rusiñol y el de Ramón Casas) no murió en el año 16, como dicen los manuales. Miquel Barceló acaba de estrenar una maravillosa pieza modernista que, por cierto, descansa entre las obras de Gaudí y de Jujol. El arte que aspira a la belleza, a gustar como nos gusta la naturaleza, sigue vivo. La arcilla sigue en su sitio, el hierro no se derrite. Sí, el modernismo es una aspiración general a la belleza, hay cuadros y edificios y poemas y sonatas y esculturas modernistas. Y también novelas.
El próximo miércoles comenzará en este periódico la publicación de Una flor de hierro, el folletín modernista que Juan Carlos Navarro y yo mismo estamos preparando para el mes de agosto. Nos hemos ido al Teruel de 1909, y hemos hecho un ejercicio de aspiración general a la belleza. Quizá el resultado sea tan absurdo como un hierro retorcido, y tan duradero como una flor de verdad. La cuestión es, como pasa con las flores, si nos da placer mirarlas, antes de que caiga la noche y se marchiten para siempre.
Mabalot me avisa de que no he colgado las últimas columnas. Por lo menos la de la semana pasada, la que se refiere a Juan Ramón, sí voy a poner. Creo que la ironía fue tan fina que sólo la noté yo.
Poemario (19/7/2007)
En 1912, mientras el poeta Juan Ramón Jiménez preparaba la edición de sus Libros de amor, escuchó al otro lado de la pared de su apartamento una carcajada que cambió su vida. Eran unos vecinos diplomáticos, amigos de fiestas y recibimientos, que sacaban al poeta de sus casillas. El momento era muy delicado: estaba ordenando poemas eróticos, algunos de muy subido tono, una especie de catálogo de conquistas fugaces. Si alguien había pensado hasta entonces que Juan Ramón era un adicto a los nenúfares y al bromuro, estaba muy equivocado. Incluso aporreaba con el bastón la pared de al lado, a ver si lo dejaban trabajar, pero de pronto, un día, aquella carcajada… era la de Zenobia Camprubí, y Juan Ramón guardó sus poemas guarros y se convirtió en un poeta esencial, y le puso la tapa al féretro del modernismo y se dedicó a mirar el cielo.
El libro ha sido editado ahora con un delicioso prólogo que es más bien una novela popular de la época pero con muy rigurosa documentación, y los poemas están escritos en alejandrinos andariegos, parientes de la prosa, de esa insuperable prosa que tenía el poeta. Tendrá éxito porque se leen muy bien y porque Juan Ramón escribe desmelenado. Claro que los desmelenamientos de Juan Ramón tienen de todo menos alegría. Son los versos de un aficionado a las mujeres altas, finas, un poco mustias, que brega por el imperio terrible de la carne desnuda; obsesionado con los detalles (Saqué sobre mis labios / un cabello de oro de su vientre de fuego), devorador (tus dos pechos desnudos, con la ardiente señal de mis labios saciados), exigente con la belleza (sus pechos blancos eran pequeños y distantes, pero duros), con ínfulas de tiranía (yo te pedía más, tú me lo dabas todo), y muy, digamos, husmeante, como en el bello poema Cuando te levantaba las faldas perfumadas, o en otro, Sexo negro, donde insiste en el mismo motivo con profusión de imágenes brillantes, hierbas de luto entre ellas.
Sorprende esta actitud, en todo caso, en un poeta tan atildado como Juan Ramón, que lavaba sus poemas con sosa cáustica para quitar las impurezas. Sorprende la cantidad de humores desatados en alguien cuya actitud poética era la de Gulliver en Brondingnag, esencialmente aprensiva. El libro, no obstante, vuelve pronto al Juan Ramón huido, levitante, enredado de símbolos. Pero qué placer las manos de un buen poeta cuando no las dirige tanto el cerebro como el recuerdo de la nariz, antes de que un oído muy fino le haga dedicarse para siempre a la suavidad de lo que casi no se toca.
En el Diario de Teruel, donde será publicado a partir del 1 de agosto, la novela tendrá solo 23 capítulos −los días laborables de agosto− porque el 12 quedará salvajemente mutilado y añadida su información argumental al 13, que también sufrirá algunos recortes. A mí me gusta esa larga conversación, y creo que los dos capítulos tienen sentido juntos, pero las normas son las normas.
De postre, en fin, en el Diario se ha publicado hoy esta bernardina.
Flor (Diario de Teruel, 26/7/2007)
Decía Juan Ramón Jiménez, con cuyos poemas eróticos ironizábamos la semana pasada, que el modernismo es una aspiración general a la belleza. El modernismo es la belleza sensible, palpable, visible. Hay una tradición muy rancia que desprecia los mosaicos de colores y los hierros en forma de flor: los unos, porque el modernismo era la forma de figurar de los nuevos ricos a principios del siglos XX; los otros, porque las líneas curvas siempre les parecieron poco serias, o poco castas.
Pero han pasado cien años, y aquellos edificios llamativos, aquellas rejas con forma de insecto siguen siendo tan hermosas como el primer día, por la sencilla razón de que siguen siendo, cada día más, una forma de mirar la naturaleza sin salir de casa. Gaudí estudiaba las cuevas para construir las cúpulas, y los montes para las fachadas. Pocas generaciones artísticas han mirado con tanto amor las líneas breves de la naturaleza, los dibujos de las alas de las mariposas y los colores que se identifican con la tierra. Ha pasado un siglo y ya no causa sensación una nueva reja, un nuevo edificio de ladrillo como esas deliciosas Escuelas del Arrabal, ahora un archivo, que levantó Pablo Monguió en su primera estancia en Teruel. Los peatones miramos los edificios nuevos dando por supuesto que son bellos, pero no nos producen aquella impresión universal de belleza, aquel lenguaje desmelenado que todos entendían. Resulta fascinante comprobar que todo lo más hermoso es lo que se fabricó con muy sencillos materiales, con el rojo de nuestra arcilla y con el negro de nuestros hierros. Es emocionante leer en un periódico de la época cómo el joven Javier Punter acaba de instalar su alfar en las Ollerías del Calvario, o cómo se preocupa el periodista por la salud de Matías Abad, en una época en que por lo menos había cinco fraguas en Teruel que sacaban arte a destajo.
No nos hemos repuesto de la sentencia capital que dictó el franquismo contra aquellos edificios tan sencillos como un ababol del campo, tan impactantes y tan bellos, y tan genuinos, ahora que vivimos en la permanente búsqueda de identidades materiales. “Adornos, remates y hierros absurdos”, dijeron, y con eso se han quedado.
Pero el modernismo (el modernismo a la española, el de Sorolla y el de Zuloaga, el de Rusiñol y el de Ramón Casas) no murió en el año 16, como dicen los manuales. Miquel Barceló acaba de estrenar una maravillosa pieza modernista que, por cierto, descansa entre las obras de Gaudí y de Jujol. El arte que aspira a la belleza, a gustar como nos gusta la naturaleza, sigue vivo. La arcilla sigue en su sitio, el hierro no se derrite. Sí, el modernismo es una aspiración general a la belleza, hay cuadros y edificios y poemas y sonatas y esculturas modernistas. Y también novelas.
El próximo miércoles comenzará en este periódico la publicación de Una flor de hierro, el folletín modernista que Juan Carlos Navarro y yo mismo estamos preparando para el mes de agosto. Nos hemos ido al Teruel de 1909, y hemos hecho un ejercicio de aspiración general a la belleza. Quizá el resultado sea tan absurdo como un hierro retorcido, y tan duradero como una flor de verdad. La cuestión es, como pasa con las flores, si nos da placer mirarlas, antes de que caiga la noche y se marchiten para siempre.
Mabalot me avisa de que no he colgado las últimas columnas. Por lo menos la de la semana pasada, la que se refiere a Juan Ramón, sí voy a poner. Creo que la ironía fue tan fina que sólo la noté yo.
Poemario (19/7/2007)
En 1912, mientras el poeta Juan Ramón Jiménez preparaba la edición de sus Libros de amor, escuchó al otro lado de la pared de su apartamento una carcajada que cambió su vida. Eran unos vecinos diplomáticos, amigos de fiestas y recibimientos, que sacaban al poeta de sus casillas. El momento era muy delicado: estaba ordenando poemas eróticos, algunos de muy subido tono, una especie de catálogo de conquistas fugaces. Si alguien había pensado hasta entonces que Juan Ramón era un adicto a los nenúfares y al bromuro, estaba muy equivocado. Incluso aporreaba con el bastón la pared de al lado, a ver si lo dejaban trabajar, pero de pronto, un día, aquella carcajada… era la de Zenobia Camprubí, y Juan Ramón guardó sus poemas guarros y se convirtió en un poeta esencial, y le puso la tapa al féretro del modernismo y se dedicó a mirar el cielo.
El libro ha sido editado ahora con un delicioso prólogo que es más bien una novela popular de la época pero con muy rigurosa documentación, y los poemas están escritos en alejandrinos andariegos, parientes de la prosa, de esa insuperable prosa que tenía el poeta. Tendrá éxito porque se leen muy bien y porque Juan Ramón escribe desmelenado. Claro que los desmelenamientos de Juan Ramón tienen de todo menos alegría. Son los versos de un aficionado a las mujeres altas, finas, un poco mustias, que brega por el imperio terrible de la carne desnuda; obsesionado con los detalles (Saqué sobre mis labios / un cabello de oro de su vientre de fuego), devorador (tus dos pechos desnudos, con la ardiente señal de mis labios saciados), exigente con la belleza (sus pechos blancos eran pequeños y distantes, pero duros), con ínfulas de tiranía (yo te pedía más, tú me lo dabas todo), y muy, digamos, husmeante, como en el bello poema Cuando te levantaba las faldas perfumadas, o en otro, Sexo negro, donde insiste en el mismo motivo con profusión de imágenes brillantes, hierbas de luto entre ellas.
Sorprende esta actitud, en todo caso, en un poeta tan atildado como Juan Ramón, que lavaba sus poemas con sosa cáustica para quitar las impurezas. Sorprende la cantidad de humores desatados en alguien cuya actitud poética era la de Gulliver en Brondingnag, esencialmente aprensiva. El libro, no obstante, vuelve pronto al Juan Ramón huido, levitante, enredado de símbolos. Pero qué placer las manos de un buen poeta cuando no las dirige tanto el cerebro como el recuerdo de la nariz, antes de que un oído muy fino le haga dedicarse para siempre a la suavidad de lo que casi no se toca.
Bueno, y, ya puestos, las dos anteriores, y así se queda en este post el mes de julio entero.
Reloj (12/7/2007)
Pocas veces se juntan en una misma ciudad dos exposiciones tan impresionantes como este verano en Madrid. La de Van Gogh, en el Tyssen, y en el Prado la de Patinir. Las dos dejan exhausto de belleza al visitante, de modo que no es en absoluto recomendable visitarlas el mismo día: a uno puede darle un cólico emocional, eso que se llama síndrome de Stendhal y que no es más que ese dulce mareo, esa sensación beatífica que, nada más concluir la visita, nos hace soportar con mejor ánimo el martillo neumático que taladra las aceras y desbarata corazones. Pero eso ya es después de haber visitado al gran fundador de la pintura paisajística moderna, Joachim Patinir, que con su ocurrencia de pintar horizontes y barquitos que navegan a lo lejos, riscos y cuevas y bosques y jardines, no sólo estaba fundando la tarjeta postal sino el decadentismo estético, no sólo profesaba el misticismo de la menudencia sino que llegó a ser la iconografía de El Señor de los Anillos.
A Felipe II le gustaba mucho, y mientras daba tajos al despilfarro nacional iba coleccionando un montón de cuadros de Patinir. Estoy seguro de que le gustaba por la misma razón por la que, según cuenta Cees Nooteboom, Zurbarán le puso un hábito a San Serapio, cuando la primera intención era pintarlo con las tripas fuera. Pero ese hábito de estameña tiene pintados, uno por uno, tantos hilos como espigas hay en los campos de Patinir, como hojas distintas y perfectas en los frondosos hayedos o en los cardos marianos de los caminos. Esa borrachera de minuciosidad sólo es posible si uno prescinde del tiempo. Nadie que calcule lo que le va a costar pintar eso se decidiría a pintarlo. No había tiempo para Joachim Patinir: tan solo había microscópica contemplación de la naturaleza. El tiempo está en la naturaleza misma, no en el reloj de arena del pintor.
Pero cruzas la calle y te encuentras la hemorragia de genio que llevó a Van Gogh a la tumba, la tumultuosa urgencia del que agota los últimos minutos de su vida. Cada día pintó un cuadro, durante dos meses, casi todos paisajes, y la sensación de que todos gritan y están vivos se superpone a la de que Van Gogh no pudo premeditar absolutamente nada de lo que pintaba. Era el médium de su genio, el instrumento de que la naturaleza se servía para mostrar su condición fugaz, y para machacar al artista.
¿En cuál de los dos está el tiempo mejor representado?, se pregunta uno junto al semáforo, todavía levitante, mientras la pedorrera sideral del martillo neumático le lleva, como en un movimiento reflejo, a mirar impaciente su reloj.
Pocas veces se juntan en una misma ciudad dos exposiciones tan impresionantes como este verano en Madrid. La de Van Gogh, en el Tyssen, y en el Prado la de Patinir. Las dos dejan exhausto de belleza al visitante, de modo que no es en absoluto recomendable visitarlas el mismo día: a uno puede darle un cólico emocional, eso que se llama síndrome de Stendhal y que no es más que ese dulce mareo, esa sensación beatífica que, nada más concluir la visita, nos hace soportar con mejor ánimo el martillo neumático que taladra las aceras y desbarata corazones. Pero eso ya es después de haber visitado al gran fundador de la pintura paisajística moderna, Joachim Patinir, que con su ocurrencia de pintar horizontes y barquitos que navegan a lo lejos, riscos y cuevas y bosques y jardines, no sólo estaba fundando la tarjeta postal sino el decadentismo estético, no sólo profesaba el misticismo de la menudencia sino que llegó a ser la iconografía de El Señor de los Anillos.
A Felipe II le gustaba mucho, y mientras daba tajos al despilfarro nacional iba coleccionando un montón de cuadros de Patinir. Estoy seguro de que le gustaba por la misma razón por la que, según cuenta Cees Nooteboom, Zurbarán le puso un hábito a San Serapio, cuando la primera intención era pintarlo con las tripas fuera. Pero ese hábito de estameña tiene pintados, uno por uno, tantos hilos como espigas hay en los campos de Patinir, como hojas distintas y perfectas en los frondosos hayedos o en los cardos marianos de los caminos. Esa borrachera de minuciosidad sólo es posible si uno prescinde del tiempo. Nadie que calcule lo que le va a costar pintar eso se decidiría a pintarlo. No había tiempo para Joachim Patinir: tan solo había microscópica contemplación de la naturaleza. El tiempo está en la naturaleza misma, no en el reloj de arena del pintor.
Pero cruzas la calle y te encuentras la hemorragia de genio que llevó a Van Gogh a la tumba, la tumultuosa urgencia del que agota los últimos minutos de su vida. Cada día pintó un cuadro, durante dos meses, casi todos paisajes, y la sensación de que todos gritan y están vivos se superpone a la de que Van Gogh no pudo premeditar absolutamente nada de lo que pintaba. Era el médium de su genio, el instrumento de que la naturaleza se servía para mostrar su condición fugaz, y para machacar al artista.
¿En cuál de los dos está el tiempo mejor representado?, se pregunta uno junto al semáforo, todavía levitante, mientras la pedorrera sideral del martillo neumático le lleva, como en un movimiento reflejo, a mirar impaciente su reloj.
Blusa (5/7/2007)
Hace diez años que, cuando paso a cierta altura del pasillo, veo el cartel de la Semana Cultural Interpeñas de 1996, una fotografía de principios del siglo XX con el toro ensogado en la plaza del Torico, o del Mercado, como se decía entonces. La he visto tantas veces que ya podría distinguir por su gesto a casi cada una de las muchas personas que aparecen en ella. El toro está en primer plano, un toro grandón, zancudo, escurrido, como eran los toros antiguos. El animal debe de estar un poco amorcillado porque la soga cae al suelo sin tensión y a menos de dos metros hay mozos que lo miran con toda tranquilidad. Por cierto, qué suelo, qué precioso suelo adoquinado de la plaza del Torico, ¡cuándo cogerán una foto de éstas y se dejarán de chiribitas y chorradas! En fin. El caso es que el toro está vuelto hacia el lado de la cámara, y por detrás lo rodean, a mayor o menor distancia, los mozos ataviados con pañuelos blancos al cuello, gorras y blusas o chalecos apretados. Todos menos uno, eso sí, llevan alpargatas blancas. Ese uno no sólo gasta zapatos negros sino la blusa negra que ahora llevamos todos, y mira desafiante y sin demasiado equilibrio, como si estuviera borracho. Un poco más atrás hay señores con sombrero y corbata, o con blusas de colores claros y grandes pañuelos al cuello, que miran con las manos en los bolsillos. Encima de ellos, en el balcón de Juderías, están las mujeres y los niños. Los sombreros amplios, llenos de plumas, que llevan dos de ellas me indican que la foto es posterior al año 12, porque en esos años los sombreros pequeños no estaban de moda. Pero casi todas van destocadas. Sujetan a los niños vestidos de marineritos que se asoman chupándose el dedo al barandado, o charlan entre ellas, como dos jóvenes que se ven a la derecha, abstraídas por completo de la fiesta, sobre todo una de ellas, que baja la cabeza y casi se ve cómo la menea, en ese gesto sin tiempo de la mujer que conferencia con su amiga. Hablan del hombre con barba que asoma por el balcón, o del borracho de los zapatos negros.
Miro esta foto y veo con ropas antiguas las caras de toda la vida. Los muchachos que le enseñan trapos al toro y se preparan para huir son como aquellos que vi cuando yo también me metía en fregados taurinos. Las dos damas que hablan en el balcón son tan insondables como entonces. Los personajes miran con una ilusión y una tranquilidad que yo también he visto en los rostros de los vaquilleros vivos. Cada año me reconozco en un personaje distinto, cada vez leo mejor las caras de la foto, y cada vez me sitúo más lejos del toro, donde aquel señor con mostacho que lleva una blusa clara.
Hace diez años que, cuando paso a cierta altura del pasillo, veo el cartel de la Semana Cultural Interpeñas de 1996, una fotografía de principios del siglo XX con el toro ensogado en la plaza del Torico, o del Mercado, como se decía entonces. La he visto tantas veces que ya podría distinguir por su gesto a casi cada una de las muchas personas que aparecen en ella. El toro está en primer plano, un toro grandón, zancudo, escurrido, como eran los toros antiguos. El animal debe de estar un poco amorcillado porque la soga cae al suelo sin tensión y a menos de dos metros hay mozos que lo miran con toda tranquilidad. Por cierto, qué suelo, qué precioso suelo adoquinado de la plaza del Torico, ¡cuándo cogerán una foto de éstas y se dejarán de chiribitas y chorradas! En fin. El caso es que el toro está vuelto hacia el lado de la cámara, y por detrás lo rodean, a mayor o menor distancia, los mozos ataviados con pañuelos blancos al cuello, gorras y blusas o chalecos apretados. Todos menos uno, eso sí, llevan alpargatas blancas. Ese uno no sólo gasta zapatos negros sino la blusa negra que ahora llevamos todos, y mira desafiante y sin demasiado equilibrio, como si estuviera borracho. Un poco más atrás hay señores con sombrero y corbata, o con blusas de colores claros y grandes pañuelos al cuello, que miran con las manos en los bolsillos. Encima de ellos, en el balcón de Juderías, están las mujeres y los niños. Los sombreros amplios, llenos de plumas, que llevan dos de ellas me indican que la foto es posterior al año 12, porque en esos años los sombreros pequeños no estaban de moda. Pero casi todas van destocadas. Sujetan a los niños vestidos de marineritos que se asoman chupándose el dedo al barandado, o charlan entre ellas, como dos jóvenes que se ven a la derecha, abstraídas por completo de la fiesta, sobre todo una de ellas, que baja la cabeza y casi se ve cómo la menea, en ese gesto sin tiempo de la mujer que conferencia con su amiga. Hablan del hombre con barba que asoma por el balcón, o del borracho de los zapatos negros.
Miro esta foto y veo con ropas antiguas las caras de toda la vida. Los muchachos que le enseñan trapos al toro y se preparan para huir son como aquellos que vi cuando yo también me metía en fregados taurinos. Las dos damas que hablan en el balcón son tan insondables como entonces. Los personajes miran con una ilusión y una tranquilidad que yo también he visto en los rostros de los vaquilleros vivos. Cada año me reconozco en un personaje distinto, cada vez leo mejor las caras de la foto, y cada vez me sitúo más lejos del toro, donde aquel señor con mostacho que lleva una blusa clara.