24.7.25

Noche

 Cuaderno de verano, 34


No corre una gota de aire, la temperatura no es tropical ni es necesario el ventilador pero la noche parece más inmóvil, como más cansada. La luna menguante apenas deja que se vean desde la cama los contornos de los árboles, todo es una masa informe que oculta las estrellas. En el silencio absoluto se oye el maullido de un gato. Es una cría, sin duda, si no recién parida, poco le faltará. Estoy a punto de levantarme, porque un gatico desvalido en mitad de la noche no tiene mucho porvenir. Cada pocos segundos lanza el mismo maullido, agudo, tierno, desesperado, pero los perros no charten, que es como por estos pagos se llama a decir algo, en este caso ladrar. Sigo escuchándolo pero si no escucho sus aullidos ni hacen retumbar las paredes con sus carreras es porque no le han hecho el menor caso, y eso puede ser porque el gatico esté más allá de la linde, y por tanto fuera del alcance de los mastines, o porque actúen igual que con cualquier cachorro, aunque sea macho, que lo huelen y se desentienden. Es posible que el maullido sirva tanto para llamar a la madre como para identificarse como un ser inofensivo, el caso es que aguardo unos momentos, aguzo el oído, contengo la respiración, y como mucho percibo el tranquilo respirar de Galán, tumbado en la hierba, esperando la brisa. El gatico maúlla unas pocas veces más y luego calla. ¿Ha venido la madre a recogerlo? Muy sigilosa ha debido de ser, porque no se ha escuchado el frufrú de las hierbas cuando se acercaba. ¿Habrá sido otra la alimaña que ha dado cuenta de la criatura? Quién sabe, pero no escuchar esos maullidos me tranquiliza, no por pensar que la madre ha venido a su encuentro sino porque se me estaban clavando en el alma. Es difícil imaginar tanta indefensión, tanta exposición a cualquier mínimo peligro. Alguna mañana, cuando bajo al río, veo alguno que no tendrá más de una semana, con los ojos que se le salen de la cara, pero ya es ágil y despierto, y mira, calcula y se escabulle, y en la noche se esconde, y ya no llama a su madre. Si ese se despista, los mastines no se lo tomarían como si tal cosa. El silencio me justifica. No voy a salir, pero sigo escuchando los sonidos de la noche.

23.7.25

Tomate

 Cuaderno de verano, 33


Todo es un poco tardío este verano (tardinero, como diría el Arcipreste), y se ha hecho esperar la ceremonia del primer tomate, el momento en que vemos uno lo bastante maduro para arrancarlo, lavarle las salpicaduras de tierra, colocarlo en un plato, abrirlo por la mitad y, como si se tratase de una ofrenda a la diosa Pomona, observar contritos si ha salido carnoso, si las pepitas tienen buen color, algo verdosas por el borde, y sin echar todavía nada de aceite ni sal, cerrar los ojos y probarlo. No es que seamos expertos catadores ni nos dediquemos a la ingeniería genética. Nos conformamos con que el tomate sepa a tomate, con su punto de dulzura y acidez, con su carnosidad jugosa, pero sobre todo con algo que podríamos llamar sabor a mata. Del mismo modo que las ostras están buenas porque son como morder el mar, los tomates lo están porque saben como si se pudiera dar un bocado al huerto sin llenarse la boca de tierra. Otros años por estas fechas bajábamos con las cestas y las cargábamos de tomates gordos, maduros, abundosos, que había que pelar para meter en conserva antes de que empezaran a estropearse, y así todos los días, triturándolos para el gazpacho, refregándolos en rebanadas de pan tierno, o simplemente metiéndonos entre las varas para escoger uno cualquiera, limpiarlo con el pañuelo de hierbas y allí mismo darle una dentellada.
Pero aunque haya habido que esperar, y no estén listos unos tomates valencianos que en principio eran los que primero recogeríamos, no nos hemos resistido a probar dos más bien pequeños, de la variedad de corazón de buey, que es la que más me gusta, tanto por lo sabrosos que salen como por su propio nombre, que cuando se hacen grandes, con estrías, entre cónicos y helicoidales, les va que ni pintado. De hecho la primera vez que los plantamos fue porque nos llamó la atención que se llamasen de un modo tan entrañable.
Todo llega. Más de una vez nos hemos lamentado de tanto trabajo, tanto cavar la tierra, tanto clavar las varas y tan minuciosamente atarlas para que ninguna rama se descolgase ni, a ser posible, dañásemos ninguna flor al agacharnos para arrancar las hierbas. Pero al final ha habido al menos una muestra con que oficiar el rito, para que, pase lo que pase, el verano no sea del todo baldío.

22.7.25

Respiro

 Cuaderno de verano, 32


Los días están dando un respiro. No hay que cerrar la casa a cal y canto nada más que regresamos del paseo, para que el calor no se cuele con la luz, y los trinos mañaneros duran por lo menos hasta mediodía. Por las noches no hace falta abrir las ventanas de par en par, sino lo justo para que corra el aire, igual que en El humo dormido decía Gabriel Miró que le gustaba escuchar el armónium de la iglesia sin las puertas abiertas del todo, porque «abrir del todo es poder escucharlo todo, y se perdería lo que apetecemos en el trastornado conjunto». Yo también prefiero esa lejanía de entretiempo, que las cosas no suenen claras del todo, que la realidad asome, se entrevea, invite a entrar en ella, pero no se exhiba ni abrume. En todo caso es preferible disfrutar del concierto de pajarillos que de las chicharras que dan la sensación de que la tierra entera se esté asando, y de los gallos que se animan a cantar hasta bien entrada la mañana y no callan como acobardados durante todo el día. Hay una temperatura que pone a funcionar la vida, como si los animales saliesen de sus guaridas con ganas de charlar. Incluso se podían ver por el camino los caballos que no vemos casi nunca porque permanecen a la sombra, resguardados en un establo con el techo de hojalata, muertos de calor. Esta mañana, sin embargo, había uno pastando en el ribazo de la acequia y espantándose las moscas con la cola. 
Llevamos una semana de canícula, podía ser peor; pero las mieses ya se han secado después de las últimas lluvias intempestivas y también han salido a pasear las cosechadoras. La vieja John Deere de la masía del Campano, que siega los campos de trigo y de cebada, ya estaba aparcada debajo de un nogal, y la tierra con espigas granadas que temíamos que con las humedad les entrara el añublo ya son unas cuantas hiladas de paja limpia y seca. A lo mejor pasa mañana por aquí la empacadora, y por la noche algún animal duerme con la cama nueva, tan a gusto como nosotros. A partir de hoy escucharemos el trastornado rumor de las cosechadoras que trabajan por la noche, con focos potentes que van a ras de tierra y al principio suelen alarmar a los mastines, pero pronto se acostumbran.


21.7.25

Caracol

 Cuaderno de verano, 31


Durante el paseo mañanero veo muchos rastros de baba que cruzan el camino. Son de caracoles que han salido por la noche para alimentarse por los setos de saúco, y al amanecer regresan a la ribera del río. No todos llegan. Para ellos esa estrecha franja es un desierto pedregoso, un cenizoso llano en el que se clavan las esquirlas de la grava y avanzan malamente por la arena. A muchos les sorprende el sol en medio de la travesía, y debe ser un suplicio sentir cómo se seca su recubrimiento mucilaginoso, pierden las fuerzas y más de uno se queda metido en su caparazón, a merced del intenso calor, cuando no es aplastado por una rueda, o incluso por alguna suela de alpargata. Yo voy mirando los hilos brillantes que dejan a su paso, y cuando encuentro alguno que ha salido tarde de su escondrijo nocturno lo dejo metido entre las hierbas a la orilla del río. «Los sin hueso», como los llama Hesíodo, han entrado a formar parte del cada vez más amplio catálogo de criaturas que nos inspiran cierta ternura, o que al menos evitamos matar por puro gusto, aunque sea para la paella. Recuerdo cuando al cesar la lluvia salíamos a buscarlos por los ribazos de los huertos, y los teníamos a dieta de romero en flor metidos en un jaulón que aún andará por ahí. Cuando ya se habían puesto finos de romero, los espanábamos, es decir los dejábamos sin comer, y ellos se aletargaban. Para que despabilaran y salieran de sus conchas había que ponerlos en una olla de agua fría, a fuego lento, y ellos sacaban el cuerpo y estiraban las antenas hasta que el calor era excesivo y se empezaban a cocer. Tuvo que evolucionar un poco más la especie, y nosotros con ella, para que esa práctica nos pareciese un crimen, pero todavía los caracoles son el plato nacional de algunos sitios que por otra parte presumen de civilizados. ¿Cómo tiene que ser un animal para que lo empecemos a respetar? Ciertas aves y los mamíferos superiores lo tienen más fácil. No tanto algunos roedores, por no hablar de los ofidios o de los insectos. Pero los caracoles tienen algo de cuento infantil que nos conmueve. Rodeamos de ceniza las lechugas porque si no se las zampan, pero no nos los comemos, ni mucho menos los aplasto cuando salgo a pasear.

20.7.25

Maíz

 Cuaderno de verano, 30


Los maizales de la vega nos superan en altura, y cuando el sol aún no está arriba del todo llenan de sombra el camino y hacen más grato el paseo. Las hojas fibrosas van acostándose y al pasar es agradable rozarlas con la palma de la mano. Por encima, bajo el cielo raso, se ve una muchedumbre de espiguillas, que son como las flores del aligustre japonés que tenemos en el jardín, un fino tallo con ramitas a los lados, como un abeto color caña en miniatura, y a mitad de tallo, que tiene ya el grosor de una garrota, han salido unos husillos envueltos todavía en hojas tiernas, con un penacho de rubios estigmas despeinados, pringosos del polen que les cae de las espigas. Dentro, por lo que se ve de alguna mazorca que un paseante, o el propio dueño del campo, peló para ver cómo iba la cosecha, se ven granillos blancos como dientes de leche. Las plantas no han tardado un mes siquiera en ponerse así de altas y de hermosas. Estos días, además, al pasar se escuchan las compuertas de la acequia, abiertas de par en par para que el agua riegue a manta los maizales y los anegue hasta un palmo por lo menos, más arriba de las raicillas que crecen por cima de la tierra. 
Las mazorcas salen de los nudos de mitad de tallo para abajo, y más de una vez he visto a nuestro vecino granjero que segaba la parte superior, cuando ya las espigas macho estaban pochas y las mazorcas fecundadas, para dársela a los animales. «Antes», me decía, «veníamos con la corbella por la vega para darles de comer a las vacas». Ahora se contenta con echárselo a las cabras, que se conoce que también las alimenta. 
Pero esta imagen de salud y productividad ensombrece al mismo tiempo los recuerdos. Los maizales y las choperas, que exprimen el terreno, hicieron desaparecer años atrás muchos huertos en los que ahora estarían creciendo los tomates y las judías, y sin embargo quedan reducidos a piezas menores junto a las casetas. Aquí en casa hubo en tiempos un mediero que un año hizo de su capa un sayo y plantó entera de maíz la tabla donde están ahora los frutales. Contaba mi padre que se pasó el invierno arrancando cañas secas, no fuese que volvieran a salir. Las gallinas del mediero lo agradecerían.

19.7.25

Protección

Cuaderno de verano, 29



Deberíamos embolsar las uvas antes de que sean, como dice Virgilio, «triunfo de los pájaros», lo que sucederá en el mismísimo momento en que bajen la acidez. Por lo menos habría que proteger las moscateles, que son las más delicadas, porque las otras tintas tienen el hollejo más áspero y más duro y los intrusos tardan más en cebarse con ellas. El gaditano Lucio Junio Moderato Columela nos aconseja enrejar las vides, «ab iniuria pecoris caueis emuniri», «defender con jaulas de los daños del ganado», y en todo caso preparar una buena cerca, para lo que recomienda levantar «un seto de varas por el que suban los arbustos» plantados a uno y otro lado de la empalizada, algo que nosotros hicimos con una tela metálica y un denso seto de madreselva que ensancha la valla y la recrece. Otro agrónomo romano, Paladio, es mucho más preciso con los tipos de cercas, sobre todo una hecha con zarzas y cuerdas de la que quizás hablemos algún día. Pero aquí no tememos al ganado, ni siquiera al de dos pies, como dice el salmo: «Ut quid destruxisti maceriam eius, et vindemiant eam omnes qui praetergrediuntur viam?», «¿Por qué tuviste que derribar sus cercas, de modo que todos los que pasan por el camino la vendimian?» Más tememos a los pájaros y a las avispas, y todavía más que a ellos al odioso mildiu, que mancha y reseca las hojas de la parra y arguella y pudre los racimos por más que los rociemos con una solución de azufre. Difícil es decir qué fue peor, si el pedrisco que reventó las uvas cuando empezaban a granar o la humedad que propagó la enfermedad, que quién sabe si este año nos dejará bailar a la pata coja sobre un boto de vino untado en aceite, como antiguamente se hacía en la fiesta de la vendimia.
La uva recia, a pesar de los bichos y de las tormentas, parece que sigue adelante. Cubriremos los racimos con papeles amarillos para que no vengan los verderones a picotearlas, aunque las avispas, como por abajo hay que dejarlos descubiertos para que respiren, merodean y se meten y se sostienen en el aire como colibríes mientras van libando el zumo que gotea por los poros de la uva, quién sabe si ellas mismas las aguijonean para chuparles el azúcar cuyo aroma debe ya de estar flotando por el aire.

18.7.25

Judía

 Cuaderno de verano, 28


Las curiosas coincidencias son a veces tan redondas que parecen una rara conjunción astral. Las plantas de las judías estaban ya con hojas (las que no segó el pedrisco nada más brotar) y me dediqué a poner las varas antes de que empezaran a salirles los zarcillos. Utilicé las cañas de otros años, que se ponen grises de la intemperie pero no se pudren con el agua, si acaso en algunas puntas con la tierra, pero son muy resistentes y lo menos llevo cinco años con las mismas. Cuántas techumbres de cañizo no habrán aguantado más que los muros que las sustentaban. 
Hincamos, en fin, tres en cada caballón, que se juntan en el extremo superior con otras tres del caballón siguiente, y quedan armadas con otra transversal que se apoya en la juntura, todas bien atadas con cordel de pita. Entre cada dos cañas clavo dos pares de varas de arce que se acoplan en la caña transversal, de modo que para cada caballón quedan siete rodrigones —entre varas y cañas— que se unen con los del siguiente caballón. Así salieron cuatro filas, es decir treinta y dos cañas (veintiocho clavadas en el suelo y ocho transversales) y otras treinta y dos varas (cuatro para cada caña transversal). La coincidencia, no obstante, no consistió en que hubiera que emplear el mismo número de cañas que de varas, sino en que no quedó una sola vara disponible de todas las que había retirado de la poda de los arces por tener la rectitud y la largura que necesitábamos. 
Eso fue hace un par de días, y como si estuvieran esperando a que las pusiésemos, han empezado a brotar los zarcillos y a enroscarse en los tutores. En poco tiempo habrán llegado arriba, se harán más gruesos y llenarán de hojas la armadura, y pasear entre cada dos caballones recogiendo judías con la manchas cambiantes del sol de la mañana será otra vez una de las más bellas estampas del verano. Luego guardaré las cañas, pero las varas ya habrán cumplido su misión y servirán para encender la chimenea. Ahora voy podando las ramas de los arces que les salen demasiado finas o caídas, y me pregunto si el día que deje de podar quedarán vivas justo las que vaya a necesitar el año que viene. Deberíamos también contar las judías mientras las arrancamos, pero eso estropearía el placer de recogerlas.

17.7.25

Ajo

 Cuaderno de verano, 27



La primera vez que intenté trenzar una ristra de ajos me salió un churro: aparte de que no tenía el empaque y la uniformidad de las que aparecen en los museos etnográficos, cada vez que iba a arrancar después una cabeza, como bolas de un abalorio al que se le hubiera roto el hilo, se caían dos o tres al suelo. Había razones varias, pero una de ellas es que no solemos arrancar la flor del ajo desde la misma cabeza, no sea que la vayamos a estropear, y por eso al secarse queda una caña dura que se parte si se dobla. Los que enseñan cómo trenzarlos lo hacen con las hojas todavía verdes y sin nada del tallo de la flor. Nosotros los dejamos unos días sin regar hasta que se secan por completo y sólo quedan hojas grisáceas, mustias y retorcidas. Cuando salen las flores, a principios de verano, que parecen anturios blancos o flamencos de fino cuello, antes de que granen las cortamos a cuatro dedos de la cabeza enterrada, lo bastante para que no crezcan (y vaya en detrimento del grosor de los dientes), pero también para que luego, limpios los ajos de tierra y de la primera capa como de papel muy fino y quebradizo, podamos atarlos en manojos de cinco con una beta y colgarlos del varal que hemos instalado en la parte más fresca y oscura de la bodega, entre dos estanterías, junto a libros que ya no hace falta que tengamos muy a mano. Los primeros manojos quedan delante de las Obras Completas de Camilo José Cela, que tampoco es mal lugar, y de una colección de vetustos vídeos VHS que no hemos tirado por apego a la juventud. Allí yacen todos los capítulos de Doctor en Alaska, que ponían los viernes por la noche y nosotros veíamos al día siguiente, tirados en el sofá. Durante el invierno la bodega huele a papel viejo y a jabón de casa, pero con los ajos empiezan los aromas cosecheros, que de aquí a tres meses serán los propios de un lagar. De momento, y eso que sólo hemos limpiado unos pocos, nada más abrir la puerta nos viene el olor fresco y picante de los ajos recién cogidos. Mientras los ataba he visto el Primer viaje andaluz, que es un libro precioso, y me lo he subido al estudio, a modo de ambientador.

16.7.25

Tresbolillo

 Cuaderno de verano, 26


Mientras sacábamos los ajos, siempre con la aprensión de que la tierra estuviese demasiado húmeda, pero también con el recelo de que vuelva a llover estos días, al ir clavando la laya para levantar los caballones pensaba que quizás este año hayan salido tan gordos y tan majos porque tomé la precaución de plantarlos al tresbolillo, el quincunce que decían los antiguos, palabra que deriva de los cinco puntos tal y como se disponen en la cara de un dado, y que van formando rombos con dos ángulos ligeramente más obtusos. Nada más poner los ajos a secar, en una disposición que parecía la de las tibias de un osario, he ido corriendo a buscar mi edición de El jardín de Ciro, de Thomas Brown, un canto al tresbolillo, orden que el gran barroco inglés defiende como el más antiguo y el más sabio, no solo para plantar árboles desde antes de Noé, sino para disponer las formaciones de combate en el ejército romano, como ya sabíamos por Julio César y también, claro, por Virgilio, cuando recomienda plantar así las vides y pone el ejemplo de las legiones, cuyas diferentes filas quedaban compactadas con sólo retroceder o avanzar unos pocos pasos, y fue así como Escipión evitó en la batalla de Zama que los elefantes cartagineses penetraran entre sus cohortes. Pero pocas criaturas de la naturaleza son ajenas al losange, desde las bardanas y la flor de los saúcos que comentábamos a la piel de los lagartos, la tela de las arañas, las protuberancias de las piñas o la espina dorsal del pejesapo. A nadie escapa que, junto a la proporción áurea, el más grande descubrimiento geométrico de la antigüedad fue sin duda alguna el tresbolillo. Pero, como dice Brown, antes fue el jardín que el jardinero, y quién sabe si los ajos no han salido así de hermosos este año por esa natural disposición, a pesar de las tormentas a destiempo, que inundaban el huerto cuando tocaba dejarlos estar hasta que la tierra se secase, y de que hubiera que sacarlos prematuramente, sin esperar a la fiesta de Santiago, aun a riesgo de que no se hubieran terminado de hacer. Vecinos hortelanos se quejaban con amargura de que este año las cabezas les habían salido blandas y pequeñas, cuando no ajas de un solo diente.  Pocos podrían aprovechar para plantarlos cuando llegue el invierno, comentaban abatidos por el desconsuelo.

15.7.25

Lagerstroemia

Cuaderno de verano, 25



Han salido ya las flores de la lagerstroemia, el árbol de Júpiter, que lucirán sus racimos de pétalos ondulados todo lo que queda del verano. Aquí plantamos una en homenaje a Julio Caro. En la fachada de Itzea, la casa familiar de los Baroja en Vera de Bidasoa, vimos dos enormes lagerstroemias que llegan hasta el tejado, arbustos de dos troncos principales que por estas fechas ya están llenos de flores. Desde el mismo balcón las cogerán para preparar un ramo que llevar al cementerio, cuando ahora en agosto sea el aniversario de su fallecimiento.
Allí no cometieron el error que ha condenado a las lagerstroemias a la condición de arbolito en casi cualquier manual de jardinería. El rosa fuerte de sus flores, su resistencia y su maleabilidad han hecho de él una especie urbana, un árbol chupachups, de copas compactas, para que no molesten a los transeúntes que caminan por las aceras ni se metan por las ventanas de las callejuelas. Las plantan en hileras en las medianas, en minúsculos jardincillos, hasta en macetas donde crecen como árboles enanos. Se adaptan a casi cualquier terreno y no necesitan más que un poco de sol, suficiente para que se las trate como si fueran de plástico.
Sin embargo, como casi todas las especies que a su aire crecen como arbustos (los avellanos o los membrillos, sin ir más lejos, porque aquí tenemos unos cuantos), cuando se las deja que formen el porte que les es propio se convierten en ejemplares imponentes, frondosos, coloridos, con ese aire desparramado, esa rubusta languidez, digamos, que les da un aire romántico a medida que las hojas van cambiando de color, del ocre vinoso de cuando van creciendo al verde oscuro y brillante de cuando están en su apogeo. 
La nuestra la hemos dejado tres o cuatro años que arraigase bien y rompiese a crecer como quisiera, hasta que ha ensanchado tanto por abajo que invade el paseo junto al que la plantamos, de modo que a finales del invierno que viene, sin domesticarla como el árbol que no es, habrá que quitarle las ramas horizontales más cercanas al suelo y dejar dos o tres mástiles derechos que crezcan hasta la ventana, desde donde ya se empiezan a ver las flores. En poco tiempo las cogeremos nosotros también con solo alargar el brazo en el balcón, y haremos también un ramo que llevar al cementerio.

14.7.25

Fiesta

 Cuaderno de verano, 24


Por la noche resonaban muy a lo lejos los zambombazos de música industrial con los que atruenan las calles durante las fiestas, pero no soplaba el viento de levante, que sube por el valle, y el jaleo solo molestaba a los mastines porque tienen muy fino el oído, y se metieron ellos solos en el invernadero, como cuando escuchan disparos de los cazadores que esperan escondidos entre los trigales a los corzos o a los jabalíes. Esta vez, como los furtivos debían de estar todos en el baile, a los perros no les molestaba el tubo de escape sin silenciador de algún cebollo, aunque ya de amanecida se oyó el motor de un coche que iba dando un rodeo por si la policía se hubiera puesto en la carretera. También se inquietan, claro, cuando asoma tras los álamos el resplandor de los fuegos artificiales, o cuando suenan los cohetes que anuncian la salida de los toros. De amanecida, mientras damos un paseo por el río, no vemos jóvenes cansados que regresan de la juerga, sino a los pocos andarines de siempre, la mayoría viejos, y algún corredor al que se conoce que no le van las bacanales. Luego, durante toda la mañana, sólo se oyen los pájaros. El personal se ha ido a dormir, los vecinos tienen unas pocas horas de descanso hasta que vuelva la matraca insoportable, el río de aguas fecales por la calle principal, y eso que estos días llueve y ha bajado la temperatura y el sol no fermenta los charcos de vino malo. 
No debería hablar así, uno también ha sido mozo verbenero, y en días como estos era inconcebible retirarse al monte. Había que disparar con escopetas de tiempo comprimido, ponerse bajo el chorro de la fiesta con la boca abierta y los ojos cerrados. Sólo al día siguiente, exhausto y magullado, pensaba uno en las delicias de la vida campestre. Pero ha salido ya una dalia muy hermosa y esta tarde hay que poner las cañas para las judías, sacar los ajos y tenderlos al sol. Si los martillazos estridentes de los altavoces lo permiten, los perros no nos perderán ojo mientras suenan las charangas y las carcajadas, los silbidos que aturden al toro, los olés prolongados y populacheros y los gritos desgarrados de la cornada grave, pero esta vez no será para mantenernos vigilados sino para que nosotros los protejamos a ellos.

13.7.25

Lluvia

Cuaderno de verano, 23



Lo bueno del calor son estas tormentas de lluvia fina, al menos para quien pueda pasarse la tarde mirando cómo cae, y no doblar el espinazo para quitar las hierbas o aporcar las cebolletas. Antiguamente, en las tierras de secano, las lluvias a principios de julio eran temibles, a veces desastrosas, si aún no se había segado la mies. La labor quedaba interrumpida porque el grano mojado podía fermentar, de modo que había que esperar a que volviese a secarlo el sol. Siempre había huertos y animales que atender en los días de lluvia, pero estos chaparrones imprevistos eran como una tregua de los cielos, inquietantes porque (hoy no es el caso) podían ir acompañadas de pedrisco y estropear la cosecha, y con ella el sustento del año. Aquí sólo significa que baja un poco la temperatura y que no hace falta regar, y que mientras dure el chaparrón tampoco se puede acudir a las otras labores que teníamos previstas. Quizá fuera tiempo de guarecerse en el cobertizo y reparar algún apero, de proseguir con las faenas aplazadas con el desparrame del buen tiempo: la estantería que quedó a medio armar, la manivela que iba dura… Pero uno se deja llevar por la tentación de un agosto anticipado, cuando las tormentas son frecuentes y estas tardes barruntan el sosiego del otoño, el flexo encendido, su luz amarillenta sobre el libro abierto y las cuartillas con caligrafía diminuta. No iremos a segar, y miramos al cielo y nos encogemos de hombros, como aquel que no se siente culpable de hacer el vago por un día.
El huerto lo agradece. Las judías han tomado un verde más intenso, se las ve más tersas, como con más ganas de medrar. Si sigue lloviendo hasta la noche, mañana ya habrán crecido lo bastante para que saquemos las cañas viejas, pero todavía resistentes, y poco después de terminar las tomateras empecemos a rodrigar judías. Hoy, además, la tormenta viene sin violencia. No apedrea ni cae tan fuerte como el otro día, es lluvia fina y constante, rumor sin salpicaduras, los chorros no golpean en las piedras, tan sólo se oyen caer las gotas en las hojas de los árboles, sin moverlas siquiera, como si las acariciasen. Los truenos no desgarran el cielo, no vibran los cristales, es un rumor inofensivo. La lluvia no sólo nos ha dado fiesta sino que también nos ha traído paz.

12.7.25

Color

 Cuaderno de verano, 22


De par de mañana el campo está lleno de nombres. El cielo amanece cubierto, corre un vientecillo suave, las espigas cabecean, hay charcos por el camino. Las últimas lluvias han hecho aflorar una segunda primavera de botánica silvestre. En los márgenes del río, entre carrizos y mirabeles, bledos, cenizos y matas de centinodia, se abren campos baldíos llenos de puntos de colores, el amarillo del diente de león, las campanillas blancas, como las sombrillicas o encajes de la reina, parecidas a la flor de los hinojos y de los saúcos. Pero lo que me llama la atención es que hay una cierta discriminación de las tonalidades, y allí donde reina el amarillo levemente anaranjado sólo se ven las flores blancas de la correhuela, y donde abundan las grandes matas de achicoria, con sus estrellas azules, solo crecen las malvas, las flores violetas de los cardos borriqueros o la púrpura de las bardanas o de las cabezuelas, que parecen alcachofas diminutas con una borla de cilios cárdenos. Es como si no se criasen juntos los colores complementarios, porque quedan pocas amapolas que manchen de rojo el verde joven de las hierbas recién regadas y de los maizales. Y desde luego que las flores cultivadas, las que no salen en los ribazos ni en los baldíos, el amarillo canario y el rojo carmín de unos gladiolos que hay plantados en un huerto, al lado de las lechugas, desentonan por completo con los tonos que salpican la espesura, como si fuesen flores teñidas con tintes artificiales.
     Aquí en casa empiezan a brotar las dalias, que son también de color violeta, más parecido a las bardanas, pero están saliendo ya las lagestroemias, de un rosa fuerte que no encuentro cuando salgo de paseo por el río, en los sitios donde nadie ha puesto sua manu semillas de ninguna clase. La naturaleza silvestre no exagera los tonos ni los contrastes, no deslumbra ni apabulla. Antes de que el viento barra las nubes y el sol vuelva a cubrirlo todo con sus centellas, los colores son vivos pero no cantan, refrescan y armonizan, cubren de frescor y de alegría, se funden pero no restallan. Qué más quisiera un pintor que ir juntando colores sin mezclarlos, mantenerlos cada uno en su matiz, delicado y nítido, y al mismo tiempo componer con ellos un solo fresco en el que nada desentone y todo parezca haber estado desde siempre.

11.7.25

Yucca

 Cuaderno de verano, 21


Las yuccas están enfermas, no las nuestras (solo algunas, y con el mal en fase inicial todavía), sino todas, parece ser, víctimas de un hongo, de algún bicho que les saca manchas marrones en las hojas y les va pudriendo el tallo hasta que las deseca. Sería una lástima, porque estas de casa son de las antiguas, de cuando llegó aquí mi familia y la yucca era entonces una de las pocas plantas de aspecto exótico que podían crecer en los jardines sin que una helada las fulminase. En esta tierra no pueden criarse magnolios ni mandarinos, y mira que lo intentan. Los hay, cada vez más, que plantan un olivo algo crecido y a la vuelta del primer invierno ya pueden hacerlo tarugos y quemarlos en la estufa. Esto no está lejos de los paisajes bíblicos, pero no tan cerca como para que aquí prosperen los palmerales. La yucca, en cambio, era planta con aires de oasis y de playas del Caribe o de valles con guacamayos, llenos de lianas en las que se columpian y dan gritos los mandriles. Tiene su gracia que una planta tropical resista bien la falta de humedad, como un lujo de terrenos pobres, como una alhaja del desierto. A mí, ya desde pequeño, me daban algo de miedo, quizá porque alguna vez me pincharía con una de esas hojas como cuchillos. Veo por ahí, de hecho, que la Yucca aloifolia también recibe el nombre de bayoneta española y planta daga, y no me extraña. Mis padres pusieron una al borde de un terraplen y con el tiempo se ha extendido hasta cubrirlo casi todo, allí convive con los álamos proliferantes, apenas protegida por un seto de aligustre; protegidos nosotros, más bien, de que al acercarnos nos pinche o nos rasgue la piel. A los mastines, a Galán sobre todo, les gusta buscar la sombra entre las yuccas, y yo me sorprendo de que en todos estos años no se haya sacado nunca un ojo con esas púas gigantescas. 
No sé si estas yuccas estarán también en sus últimas boqueadas, como tanta especie últimamente, pero este año han vuelto a dar sus grandes racimos de flores, blancas y apretadas, como capullos de nardos, con leves rastros de color púrpura. Duran poco, se elevan en un tallo florido sobre las hojas crispadas en las que el sol se refleja como en una hoja de metal.

10.7.25

Contemplación

Cuaderno de verano, 20



El verano es más activo que contemplativo. Con estos calores son pocas las horas que pueden dedicarse al huerto y al jardín, y el resto es espera, descanso, lectura, es posible que meditación, pero no actitud contemplativa. La meditación no exige un objeto exterior, una mirada, un pasearse sin hacer gran cosa. La contemplación en cambio es lentitud, salir al jardín y sentarse a mirar, a captar el ritmo de las cosas y trasladarlo al propio ritmo interior. De aquella hermosa película, El sol del membrillo, recuerdo muchos momentos, pero sobre todo uno: cuando los visitantes le dicen al pintor Antonio López si no perturba su trabajo el hecho de que el peso de los frutos y el paso del tiempo haga cambiar el árbol que está pintando. López lo niega con firmeza, y luego se explica: «Yo lo acompaño». Es una definición perfecta de la actitud contemplativa, acompañar a lo que se contempla, transcurrir con ello. Y eso es posible en las épocas del año en las que no hay urgencias y uno puede entretenerse en mirar aquellos cambios que no exigen labores inmediatas, ver cómo cambian las hojas de color, cómo reposan los árboles desnudos, incluso cómo van despertándose las flores. El verano, en cambio, te aparta de la contemplación porque sería como estar mirando al sol, y luego hay siempre demasiadas cosas que hacer como para tomárselo con calma. Todo nace y se muere al mismo tiempo, crece y se agosta, fructifica y se pudre. Cuando ya las sombras caen sobre los brotes de judía y uno decide parar (los viejos hortelanos siguen buena parte de la noche, según las lunas y los vientos, y a veces riegan a las tres de la mañana o entrecavan antes de que amanezca), la sensación es de que todo sigue por hacer. No se puede mirar lo terminado sin conciencia de lo que aún está por empezar. Hay, más que mirada, miramiento, escrúpulos y precauciones, cálculos, vanos intentos de que cunda el poco tiempo disponible. Tan solo a la mañana siguiente, antes de que el sol nos vuelva a meter en casa, salgo a ver cómo han pasado la noche los pimientos. Los veo lozanos de rocío, tersos de suave humedad, hasta que el sol asoma por cima del seto de madreselva y la luz se hace excesiva. Es tiempo de trabajar en casa, de contemplar las sombras del hogar.

9.7.25

Negrillo

 Cuaderno de verano, 19

 Hay por el jardín media docena de negrillos, olmos que vinieron en macetas de otras plantas en las que el viento dejaba la semilla. Por grande que fuera el tiesto, en Madrid no crecían mucho, pero fue trasplantarlas a esta tierra y empezar a desarrollarse como árboles de mucho porte. Los podamos todos a una altura manejable, para que la copa quedara más tupida y redondeada, salvo uno que dejamos que creciese a su sabor, y ya hemos contado aquí que en pocos años se hizo enorme y que sus ramas pujan con las nubes, por encima de los nogales y de las catalpas. Había crecido en forma de Y, pero en el tronco le salió una rama que se hizo más robusta que las otras dos. Quién sabe si por el meneo de la fronda con los vientos y las lluvias, o porque el tronco no la sujetaba, pero ayer vimos que empezaba a desgajarse, y una brecha desgarraba el nudo y amenazaba con arrancar un buen tajo del tronco hasta el suelo. Temíamos, además, que cayera de improviso, con los perros debajo, echando la siesta, o encima de la parra, o que rompiese un cristal, conque a cosa de un par de palmos de donde estaba la raja empecé a serrarlo, y no había llegado siquiera a la mitad de la rama cuando sentimos que crujía. No tardó mucho en venirse abajo y dejar un muñón astillado que ojalá no llegue a secarlo entero. La rama, un árbol en sí misma, con una viga gorda como una chimenea, cayó amortiguada por la hojarasca, sin más daños colaterales que un arriate de dondiegos que murieron por aplastamiento. Lo peor vino luego. Exagera la Biblia sin necesidad cuando para hablar de grandes números nombra los granos de arena del desierto; bastaría con que nombrase las hojas de un negrillo. A base de sierras y tijeras hubo que desnudar las ramas que bien secas aprovecharán para la estufa, las finas para encender el fuego, las gruesas para mantenerlo, y clasificarlas en montones, y recoger las que quedaron con hojas e ir llevándolas hasta la compostera. En poco más de dos horas no quedaba ni una hoja por el suelo. Tan sólo el muñón de madera tierna, húmedo de savia, que taparemos con barro, que vendaremos con un saco, algo intentaremos para que la vida no se le salga por la herida.

8.7.25

Alcorque

 Cuaderno de verano, 18


Cualquiera diría que hoy es un día de finales de agosto, la luz tamizada por nubes tranquilas, un estar agradable para pasearse junto al río; incluso, por la noche, ha habido que cerrar la ventana y ponerse una manta muy fina. Uno nunca sabe si es que se ha ido la ola de calor o es que la próxima tormenta está haciendo ejercicios de calentamiento. En todo caso hemos adecuado las faenas a la temperatura, pero en vez de aprovechar para grandes esfuerzos aplazados, hemos disfrutado de labores mínimas, clavar una estaquilla junto a los pimientos, o limpiar los alcorques de los frutales, que después de segar el césped estaban rodeados de hierbajos. Ha sido como hacerles la pedicura, arrancar primero las hierbas que nacen junto al tronco y casi llegan a las ramas bajas, hasta que solo quedasen las cortezas de carrasca con que cubrimos la tierra, y luego, con una maquinilla, ir recortando las que salían entre los bolos de río, para dejarlas a la altura del césped recién cortado. Con un rastrillo de alambre se limpia el contorno igual que el barbero, cuando termina con un cliente, barre con un cepillo los alrededores del sillón. 
No durarán muchos días. Nada dura nada. Pronto los pájaros, que ya empiezan a reunirse con voraz algarabía, empezarán a picotear las frutas más altas y el suelo se llenará de albaricoques en proceso de putrefacción que habrá que retirar si no queremos que esto se llene de bichos. Pero así, limpios y aseados, no con esa perfección artificial de los campos de golf pero sí con la irregularidad de un prado por el que ya han pasado las ovejas, uno siente también cierta limpieza interior. Ya sabemos que las praderas hay que dejarlas a su aire, que salgan las flores silvestres y vengan los insectos a libar, que el sistema de la naturaleza siga su complejo funcionamiento. Pero lo cierto es que paisaje es aquello que el paisano ha conformado, que nos sentimos más a gusto con un cierto grado de domesticación de la naturaleza, no tan excesivo y rectilíneo como en la jardinería francesa, quizá más desmañado, más inglés, pero nunca con el desconcierto del abandono. Los gruesos piedrolos que pusimos alrededor de los frutales ya van hundiéndose en la tierra, llegará un momento en que apenas se vea la superficie, pero aun entonces haremos lo posible por tenerlos arreglados.


7.7.25

Pervivencia

 Cuaderno de verano, 17


Después de la tormenta todo está otra vez patas arriba, y aunque haya salido un día radiante pero no abrasador como solía, desanima comprobar que vienen más lluvias por el horizonte, no se sabe si tan fuertes, ni si merece la pena emprender de nuevo las labores de limpieza, una vez que he conseguido ensanchar la boca del aliviadero a golpe de maza y cortafríos. Pero ahí quedan los rastros de tierra en las aceras, los cantos desperdigados, los trozos de corteza de los plátanos, las hojas verdes por el suelo. Sería el momento, con el terreno bien empapado, de arrancar los brotes de ailanto, o de sacar los ajos, que es lo que habíamos previsto y lo que habrá que posponer, porque en vez de eso me dedico a limpiar a conciencia la bajada, que se llenó de acículas del pino y hojas de los álamos, y primero la barro con un escobón de retamas y luego, tapando con el dedo gordo la boca de la manguera para que salga el agua con más presión, limpio bien los intersticios del cemento y las junturas de las losas, y aprovecho para sacar la broza que tupe la rejilla por donde se desvía el aluvión, llevarla con el carretillo hasta la compostera, para que todo quede más o menos igual que minutos antes de que se desatase la tormenta, en un interludio aseado que no sabemos cuánto durará.
Pero así son las cosas. Nos pasamos la vida haciendo lo que dentro de muy poco tiempo parecerá que nadie ha hecho. La mayor parte de nuestro trabajo se escurre por el sumidero. Son pocos los oficios que se dedican a lo tangible, a lo perdurable. Casi todo el mundo se pasa la vida haciendo cosas necesarias que no van a ninguna parte, a veces ni al recuerdo de quien se benefició de ellas. Cuando uno ve una ruina, alfombrada de moho, amortajada de yedra, es posible que imagine los días en que estuvo habitada y había geranios en las ventanas, pero no la infinidad de horas que alguien dedicó a vencer el implacable avance de la mugre, el descansado pero constante crecimiento de la dejadez. Y así será en este verano de mares calientes, aplastados por temperaturas saharianas o doblados del esfuerzo por que no queden rastros de las deshechuras que provoquen las tormentas, huellas que nieguen nuestro paso por la vida.

6.7.25

Tormenta

 Cuaderno de verano, 16


Mientras nos hacíamos un vermú, veíamos las pavorosas inundaciones del río Guadalupe, en Texas, con casas enteras flotando por la carretera, árboles descuajados y vecinos desaparecidos, cuando al pinchar una oliva sentimos descerrajarse un trueno justo encima de nuestras cabezas. Lo que hasta entonces había sido un liviano sirimiri se convirtió de pronto en un tremendo aguacero. Empezamos a ver una cortina de agua que caía de las canaleras desbordadas, cómo el huerto se inundaba y ya sólo se veían las plántulas de las judías asomando en una balsa de agua rojiza. Pero lo peor estaba en la entrada. Medimos la violencia de las tormentas por la capacidad de los desagües, y el del porche ya no daba para más: una abertura de más de un palmo de ancha no tragaba los chorros que caían del tejado, de modo que hubo que sacar agua, y daba igual que estuviéramos debajo del porche porque la lluvia era tan fuerte y racheada que nos empapaba como si estuviéramos al descubierto. Con cubos y escobones empujábamos el agua hasta el aliviadero, que salía despedida y al caer en el jardín de abajo esparcía la tierra como si hubiera caído una bomba. Nos sentíamos como marineros en mitad de una borrasca, achicando la sentina, acelerando los movimientos para no darle tiempo al agua a que alcanzara el umbral de nuestra casa. Fue un intenso trabajo, pero antes incluso de que la tormenta empezase a remitir ya teníamos controlada la situación. Luego, empapados de agua y de sudor, solo hubo que aguardar a que amainase, mientras comentábamos las obras que urgentemente habrá que acometer para ensanchar el aliviadero del rellano y reconducir las aguas del tejadillo con un canalón más capaz. Luego dimos una vuelta para ver los desperfectos. La acequia no se había desbordado, pero el agua estaba descarnando los caminos de bajada. Un reguero de cantos rodados se extendía por el césped recién segado. Unas cuantas plantas de pimiento se habían acostado. Los tomates, afortunadamente, estaban recién atados, pero los ajos ya esperábamos que se acabasen de secar para sacarlos, ojalá no los pudra tanta agua.
Al volver a casa quedaban los vasos de vermú a medio beber y los palillos clavados en las aceitunas. No había daños serios que lamentar, salvo el hecho de que una tormenta de verano ya no es un espectáculo para disfrutarlo sin que nos devore la inquietud.

5.7.25

Vestigio

 Cuaderno de verano, 15


Creo que la llaman arqueología del pasado reciente, aquellos objetos que no tienen un siglo siquiera pero no solo son rastros de un tiempo remoto sino que han adquirido cierta pátina de vetusta dignidad, de condición venerable y casi mitológica. Es el caso de esta barra de hierro que sujetaba las dos patas de una máquina de coser. A pesar de que en casa sigue habiendo una, la que usaba mi madre, que guardamos como oro en paño, por su hermosura como objeto y por su capacidad de mantener en el tiempo los momentos en que estuvo funcionando, esta otra barra de una máquina Singer lleva aquí más tiempo aún del que yo pueda recordar. Desde luego que ya estaba cuando vinieron aquí mis padres, y en las sucesivas limpiezas generales siempre se quedó apartada, si bien nunca a resguardo, siempre encima de algún muro, junto a alguna piedra, a la intemperie, aguantando la lluvia y el hielo y el calor del ferragosto de tres meses que tenemos por verano. Y siempre que limpiamos la zona, que segamos las hierbas o reparamos un murete, la volvemos a dejar ahí, a que siga desomponiéndose con lentitud, como un vestigio previo que sin duda nos ha de sobrevivir.
Otras huellas de otros tiempos han salido al desmontar un terraplen o cavar un hoyo para plantar un árbol. De vez en cuando aparecen cascotes de ladrillo viejo, macizo y esmerado, de una arcilla clara, que tardará menos que el hierro en fundirse con la tierra y aun así puede que sea más antiguo que esta barra. Otra vez, al desenterrar la antigua canal de riego, salieron unos fragmentos de cerámica tradicional, con pinceladas moradas de manganeso que parecían las alas de algún pájaro, y que podrían ser aún más viejos que el ladrillo, de cuando el antepasado mudéjar regaba sus ajos o sus coles, o quizá ya sus alcachofas y sus berenjenas, pero aún no todavía los tomates.
Esas piezas pueden haber levantado una pared o formar parte de un escombro medieval, pero la barra de la máquina de coser es de un tiempo antiguo en el que es posible que yo ya estuviera vivo. Lo intrigante es cómo pudo llegar hasta aquí, para qué quisieron emplearla, desarmar la mesa de la máquina, arrancarle las patas de hierro y dejarla tirada en un paraje donde sólo se escuchaban los silbidos de algún hortelano.


4.7.25

Achicoria

Cuaderno de verano, 14



Columella, hablando del cuidado de los pastizales, llama a la achicoria solsticialis, porque nace a principios de verano, y recomienda segarla con la hoz. Si las arrancásemos, sus raíces secas nos harían las veces de café, como en la posguerra, y sus tallos servirían para una tisana amarga, «grata a los paladares embotados», que según el doctor Laguna sienta bien después de haber comido mucho. Aquí salen en medio de la grama, y sacan esas flores como estrellas azules que antiguamente llamaban heliotropias o solsequias, porque se abrían con el sol y lo iban siguiendo durante el día. De todas formas, por mucho que se siegue —nos advierte Teofrasto, que la llama κιχόριον— resulta difícil de matar porque tiene raíces muy largas. Y es cierto que a los dos o tres días de haber segado la grama salen esos tallos esquemáticos que enseguida se hacen altos y enmarañan la pradera. Dice Virgilio que «dan mucho mal», que tienen la raíz amarga, y las compara con las grullas estrimonias y los gansos voraces, incluso con la misma sombra, como peligros que si el labrador no está muy vigilante puede incluso que le arruinen el cultivo. 
Siempre ha sido comida de pobres, y no solo por el sucedáneo del café, que en España llegó a ser el símbolo de la penuria. En la historia de Baucis y Filemón que nos cuenta Ovidio en sus Metamorfosis, aparece un menú muy sencillo con el que estos aldeanos obsequian a dos mendigos que llaman a su puerta. Primero les sacan olivas y bayas de cornejo, con achicoria, rábano, queso fresco y huevos pasados por agua, y de postre les ofrecen nueces, higos con dátiles, ciruelas, manzanas y uvas tintas. Tampoco tan austero, desde luego, sobre todo porque al centro de la mesa ponen, junto al vino, una jícara de miel. Zeus y Hermes, los dioses disfrazados de mendigos, no solo disfrutaron del banquete sino que libraron a sus anfitriones de la inundación con que más tarde habían de castigar a los demás vecinos del pueblo que se negaron a darles cobijo. Y no sólo eso, porque antes de seguir camino les dijeron que pidieran un deseo. Pero a Baucis y Filemón ni siquiera les hacía gracia el templo de mármol y oro en que Zeus convirtió su humilde choza. Ellos sólo pidieron vivir juntos muchos años, y no morir el uno antes que el otro.

3.7.25

Grosellero

 Cuaderno de verano, 13


En su precioso libro Verano tardío, que no me canso de recomendar, y que no descarto releer un día de estos, Adalbert Stifter dedica muchas páginas a pasear por un jardín en el que abundan los rosales y donde cada dos por tres, como si fuera una ocurrencia que les llena de alegría, los personajes se acercan a ver cómo maduran las grosellas. Los suyos son paseos románticos, de levita y botas altas y camisas con volantes en los puños (en un verano austriaco algo menos caluroso que los nuestros), en los que todos caminan con las manos en la espalda o dando vueltas con los dedos al mango de una sombrilla, mientras un anciano jardinero, con gorra y chaleco y un mostacho entrecano, pasa por detrás con una carretilla cargada de tierra negra.
En esta comedia nosotros hacemos todos los papeles. Es una delicia ver cómo el limpio sol de la mañana brilla sobre las esferas diminutas, que ya empiezan a colgar entre el follaje como racimos de perlas coloradas. Bajamos al jardín con una cestilla de mimbre colgada del brazo y un paño limpio extendido en su interior, y la vamos llenando con esos manjares menudos que por la tarde mezclaremos con yogur en un cuenco de porcelana antigua. Lástima que no tengamos también un hato de cabras para que el señor del bigote las ordeñe y su santa esposa cuaje la leche con flores de cardos marianos.
Mejor sin cabras, porque al lado de los groselleros a la hierba ya le va haciendo falta una pasada, y empiezan a brotar, aquí y allá, los odiosos ailantos, que habrá que arrancar sin más demora, y caminamos con cuidado porque por esa zona les gusta cagar a los mastines. Y todo hay que tenerlo limpio y arreglado, y yo soy el esteta pero también el del chaleco, y toda la faena se concentra en las dos o tres horas escasas que a la caída de la tarde se puede salir sin que te dé un vahído, la mayor parte de las cuales se consumen en regar. El banco inglés bajo la sombra en el que los personajes se sientan a gozar de la brisa de la tarde entre comentarios corteses y moderadamente jocosos, no sólo está vacío sino que si te descuidas lleva un manchurrón blanquinoso de las torcaces que anidan en las ramas, que también habrá que limpiar.

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