9.6.25

La transparencia, Cervantes, la transparencia


Por si termino esta bernardina metiéndome con lo que no me gusta de Muñoz Molina, vaya por delante que El verano de Cervantes es una preciosidad de libro, triste y brillante, en el que la prosa alcanza unas alturas que, a falta de humor, regocijan por lo que deslumbran. Muñoz Molina tiene la rara habilidad de sacar lo mejor de sí mismo de temas que si pocos los han tratado antes es porque resultaban algo manidos. Le ocurrió con el que siempre digo que es su primer gran libro, Ardor Guerrero, sus historias de la mili. No creo que haya un solo letraherido que haya hecho el servicio militar y no haya pensado alguna vez en escribir sus experiencias, y de hecho no hace falta buscar mucho para encontrar en la red largos relatos de gente que estuvo en la mili, pero solo Muñoz Molina tuvo el acierto de componer un libro que ya es un clásico. Algo parecido sucedió, hace no demasiado tiempo, con Volver a dónde, a quién no se le habría ocurrido escribir sobre los días de la pandemia, pero qué pocos llegaron a esa síntesis tan hermosa de diario y testimonio, si es que hubo alguno. Y algo parecido le ocurre ahora. Cualquier lector del Quijote al que también le guste escribir se ha imaginado un diario de lecturas, una temporada de anotaciones, un ir leyendo un capítulo diario y apuntar las impresiones y los pensamientos, la vida que pasaba por delante mientras estaba enfrascado en la lectura. Pues Muñoz Molina lo ha vuelto a hacer, ha ido a buscar en lo que todo el mundo se imaginaba pero muy pocos han sido capaces de plasmar. 
    Los tres libros que he citado (quizá junto a Ventanas de Manhattan, un libro que me desagradó por otros motivos), están, creo, entre lo mejor que ha escrito, lo que da para otra constatación menos halagüeña: el mejor Molina es el que se aleja de la ficción y se retira a sus cuarteles de paseante, a sus inviernos íntimos. Después de La noche de los tiempos, que me pareció un despropósito de novela, dejé de leerlo sin darme cuenta de que era esa vertiente narrativa la que me parecía fallida, porque la otra seguía gustándome como cuando leí Ardor guerrero con deslumbramiento juvenil. El gran escritor que reconozco en sus ensayos autobiográficos, en los que su potente prosa fluye como un río de aguas bravas, me resulta pesado y mortecino en sus novelas, como si apuntalara la falta de imaginación con un torrente de palabras. La razón, me temo, tiene que ver con Cervantes.

Mientras disfrutaba estos días del libro, 156 capítulos de variada extensión entre los que se alternan admirablemente las reflexiones sobre el arte de narrar con las experiencias infantiles, la vida del lector con la del niño que empezó a leer y los paisajes intuidos en un libro con los vividos en una infancia campesina, hice algo que por regla general me tengo prohibido: buscar en Youtube una entrevista con el autor. No lo hago porque los libros que me gustan suelen parecerme por encima de sus autores; dicho de otro modo, porque no me acabo de creer que alguien tan soso haya escrito un libro tan bueno. En este caso era una fastuosa presentación organizada por la Fundación Telefónica, nada de aquellas discotecas de pueblo de olor fétido a las que le obligaban a ir cuando ganó el Planeta con El jinete polaco. Ahora se trataba de una charla con su mujer, la escritora Elvira Lindo, quien dijo algo que dio en el clavo, pero en sentido contrario: dijo que lo que admiraba de la literatura de Muñoz Molina era «la transparencia», la claridad, algo así como la facultad de llamar a las cosas por su nombre. Y yo pensaba al escucharlo que eso está bien para ensayos como este, en el que la prosa avanza impetuosa y no hay nombre al que no acompañe su adjetivo, y cada frase guarda el ritmo como si al escribir llevara un metrónomo en las gafas que al tiempo que le marca el compás le avisa para que no repita los fraseos. 

Estamos de acuerdo en ese sentido de la transparencia, pero es que hablamos de Cervantes, el rey de la transparencia, pero de otra transparencia, no la que hace falta solo para nombrar las cosas sino la que se necesita para escribir una buena novela, la transparencia de vivir en la novela y escuchar a sus personajes, no a su autor. La prosa de Muñoz Molina tiene tanta personalidad, por así decirlo, que es imposible perder de vista ni un momento a quien la ha escrito. En sus novelas nunca veo a personajes haciendo o diciendo sino a Muñoz Molina escribiendo en su cuarto; no escucho los ruidos de la calle ni los susurros de los amantes sino las teclas de su ordenador. Las galas impecables de su prosa encubren la necesaria desnudez de una buena historia, por complicada que sea. Se pone por delante de sus personajes, por mucho que los escuche, que ande tras ellos, o que, como dice con frecuencia en este libro, vaya conociendo la historia mientras la escribe. Todo lo que dice del arte de narrar es cierto, que Cervantes aprendió a contar mientras contaba, que lo que en la primera parte es un inventario de material sobrante muchas veces, en la segunda es una solvencia que ni siquiera necesita de acontecimientos, ese ideal de novela semoviente al que aspiraba Flaubert y que, según se dice aquí, es posible que alcanzara en La educación sentimental. Todo eso es cierto y Muñoz Molina se baña en esas aguas claras siempre y cuando no tenga que inventar. En los ensayos da igual que se deslice algún descuido, algún pasaje repetido, o la insistencia con la palabra 'brutal' y sus parientes, 'brutalidad', 'embrutecido', que él emplea en sentido estricto pero demasiadas veces, en un mundo en el que se le da un sentido ridículamente admirativo. Nada de eso empece la solidez de la prosa y la belleza, sobre todo, de los pasajes autobiográficos, cuando él era niño y estaba en su pueblo y vivía en una casa de campesinos, algo que ya hizo en Volver a dónde y a mi juicio es lo mejor del libro.

Pero también hay algo muy particular, subrayado por él mismo cuando comenta su particular batalla contra la depresión, pero que tienen en mayor o menor medida todos los libros suyos que yo he leído. Me refiero a ese tono cenizo, sombrío, quejumbroso, aun cuando relata los momentos luminosos de la infancia, que siempre llevan un barniz de amargura, una nota de protesta por haberse criado en una familia pobre. Y uno siempre, tarde o temprano, acaba pensando lo mismo: de qué se quejará… Siempre a vueltas con personajes fracasados, con ilusiones perdidas, como en ese cuentecillo insertado que se nota que es ficticio por lo desangelado y tenebroso de la historia, el del figurante de Curro Jiménez. Incluso sus análisis del Quijote avanzan hacia un espectáculo de permanente humillación y crueldad, de miseria y decepción, de malos instintos y desprecios miserables. Poco a poco se va olvidando uno de que el Quijote es un libro para pasárselo bien, no la historia lóbrega de un pobre tarado.

No, no es el humor el fuerte de Muñoz Molina, o quizá él se parta de risa mientras escribe y yo no lo sé ver. En este libro, por ejemplo, solo subrayé una frase que me hizo gracia, y que voy a copiar: «Si hay algo más desorbitado en la Mancha que los cielos y las llanuras, y que las iglesias, son los salones de bodas». Bien poco, ciertamente. Bueno, también se me estiraron los labios cuando califica las esculturas de don Quijote que se fue encontrando en sus visitas al Toboso y a la Cueva de Montesinos… Y tampoco es que vaya buscando uno troncharse de risa. Ni siquiera exijo alguno de los agudos comentarios al arte narrativo de Cervantes. El Muñoz Molina que a mí me gusta es el de la prosa levantada, pero no enfática, poética, pero no cursi, precisa sin llegar a puntillosa, y por supuesto sin renunciar a la música del habla. Mientras leía este libro iba tomando notas de otro de Baroja, El escritor según él y según los críticos, y me he encontrado con dos alusiones a lo mismo, al uso del 'que'. Cervantes es un prosista oral, de la cofradía de Juan de Valdés, en una época de grandiosos prosistas, de Santa Teresa, a quien aquí se cita varias veces, a fray Luis de Granada, desde el poderoso Díaz del Castillo a quienquiera que haya escrito el Lazarillo, anteriores a los retorcimientos ya barrocos de Alemán, por ejemplo, anteriores incluso a Cervantes, pero con quienes él más a gusto se encontraba. Tanto Baroja como Muñoz Molina inciden en las virtudes del habla normal, por ejemplo en que no hay que preocuparse por los 'ques'. De hecho en el Quijote que yo leo, el de la Biblioteca Castro (cuando he de consultar algo voy al de Rico), he contado una media de dieciocho 'ques' por página, y siempre se lo he dicho a los alumnos: no temáis al 'que', es el lubricante del habla, necesario para que la prosa fluya.

También eso forma parte de la transparencia de Cervantes, esa fresca nitidez que nos regala Muñoz Molina cuando decide, como en la cita de Montaigne que, si no recuerdo mal, encabezaba Ardor guerrero, hablar de sí mismo y, añado yo, dejarse de fantasías.


Antoni Muñoz Molina, El verano de Cervantes, Seix Barral, 2025, 447 p.


Escribir como si nada


A los setenta años, y más por aceptar un encargo editorial que porque el empeño le sedujera, Pío Baroja se sienta a escribir sus memorias, y lo primero que nos cuenta es que se trata de un género que no le gusta, primero porque solo escriben memorias los hombres ilustres, cuyas vidas están«llenas de accidentes», de fechas y de nombres, y escritas con una «retórica pretenciosa», «aburrida e insoportable», que para él no tiene el menor interés; mucho más atractivo sería leer los recuerdos de un hombre corriente, «una vida vulgar contada con detalles y con sencillez», en la que se fueran intercalando dos tipos de recuerdos que se complementan, los de la memoria en soledad y los de la memoria conversada, según Baroja descubrió en Pío Baroja en su rincón, la biografía que Pérez Ferrero escribió en París.
Lo más característico de estas memorias, y de la vida de Baroja, y en cierto modo de la época que le tocó vivir y de aquellos otros escritores que no le caen en gracia, es la permanente paradoja. Baroja no tiene una sola idea a la que no se le pueda oponer otra también salida de su pluma. «Si no me gustan las memorias de los demás, ¿cómo puedo cree que las mías van a gustar a los otros?», o incluso, cabe pensar, cómo va a creer Baroja que le va a entretener escribirlas. «Yo creo en las novelas», dice, con contundencia casi altiva, y hace un repaso de aquellos libros de memorias que al menos no le han parecido mal, entre los que me alegra ver nombrado uno que en su momento me gustó, los Recuerdos del tiempo viejo de Zorrilla, del que no obstante Baroja dice que «son un poco superficiales» y que siempre se está quejando de falta de dinero, y otro que no he leído pero que por lo que dice tiene que estar muy bien, los Recuerdos de un anciano, de Antonio Alcalá Galiano, que ya está en camino.

Esto de empezar un libro declarando que no le apetece escribirlo ya es una marca de fábrica, con matices que lo corroboran y también que lo suavizan. Entre los primeros, el hecho de que casi treinta años atrás la editorial Calleja le encargase una autobiografía y Baroja le presentara Juventud, egolatría, ese libro imprescindible que el editor de entonces rechazó. Es como para que le quedase cierto resquemor, por más que el libro hubiera tenido el éxito que luego tuvo, teniendo en cuenta que ahora estamos en 1944, aunque estas memorias empezaron a publicarse en 1942, y lo que en 1917 parecía excesivo, en la primera posguerra podía resultar hasta peligroso. Y sin embargo, como buen novelista, Baroja se propone, por encima de todo, entretener, por más que rebusque recortes de periódicos viejos, algunos de los cuales copia enteros y por regla general sirven para entorpecer el delicioso ritmo de su prosa. Es curioso, por ejemplo, leer el artículo de Sánchez Mazas que Baroja copia entero porque le resulta «simpático»: son dos páginas de un buen escritor que sin embargo, comparadas con las de Baroja, resultan cargantes, infladas, excesivas. Y eso que Sánchez Mazas no era lo que se dice un escritor aparatoso…

Baroja empieza estas memorias en Itzea, de la que nos regala una descripción maravillosa, marca de la casa, quizá las más hermosas páginas del libro. Allí nos describe el entorno y al hombre que lo habita, gran madrugador y amigo de la rutina, aficionado a los tipos humildes y curiosos, cómodo habitante del matriarcalismo vasco. Casi al final del libro, en una interesantísima entrevista con su hermana que Baroja rescata de algún otro periódico, Carmen resalta su carácter metódico y «ordenado en sus horas de trabajo», así como el hecho de que todos en la familia fueran lo bastante independientes como para no opinar de los nuevos títulos que Baroja daba a la imprenta. En ese mundo apacible y libresco Baroja escucha el sonoroso rumor del Shantell-erreca, el arroyo que lamía los cimientos de la casa, y recuerda cuáles han sido de siempre sus lecturas preferidas: «Dickens, Poe, Balzac, Stendhal, Dostoievski y Tolstoi». De Dostoievski reconoce incluso haber leído «toda su obra, y hasta varias veces», y que por fuerza ha tenido que influir en él. Y, por otra parte, tiene bastante claro que «un hombre que haya leído bien la Odisea, La naturaleza de las cosas, de Lucrecio, los dramas de Shakespeare, Don Quijote o el Fausto, de Goethe, sabe lo necesario para ser escritor». No está mal, sobre todo lo de Lucrecio, que se sale de los estándares impepinables, para un hombre que había reunido, él y su sobrino, una estupenda biblioteca en la que —y eso está estudiado— no falta nada importante. En ese mundo, y aparte de los cuadros que ya tiene de su hermano Ricardo y las estampas que fue comprando, sobre todo, en las orillas del Sena, Baroja dice que, si pudiera, tendría el autorretrato del Greco, una cacería de Velázquez (probablemente se refiere a Felipe IV: la caza del jabalí), La pradera de San Isidro, de Goya, y «cuadros impresionistas» de Turner, Sisley y Van Gogh, aunque en algún otro pasaje cita también a Vermeer. La lista, otra vez, dice mucho no solo de sus gustos en materia pictórica sino en la literaria. Otros juicios resultan curiosos: al escritor que firmó unas cuantas novelas afrancesadas en su serie histórica —y en la no histórica—, de Francia le repele su «actitud petulante» y su incomprensión, algo que tampoco es de extrañar teniendo en cuenta el juicio que daba el Larousse sobre su obra: «Ses livres sont agressifs, paradoxaux, extravagants et subversifs». Proust, en fin, le parece «cursi», y no atina mucho, la verdad, al afirmar que está en decadencia y que en poco tiempo quedará en  nada. Ni siquiera un escritor como Joyce, a pesar de ser, a veces, «incomprensible y disparatado», tiene «ese aire envejecido y vulgar» que le ve a Proust. De todos modos la opinión hay que enmarcarla no tanto en su idea de Francia como en su visión de la vanguardia en general, sobre todo del cubismo, que le parece una tontería, y del que dice algo difícil de rebatir: «Las últimas conquistas del cubismo han sido los anuncios del cine y de los almacenes de modas». Y eso que no llegó a ver la época de los logotipos…

La vanguardia no le había pillado viejo (cuando empieza a publicar Proust su heptalogía, Baroja tiene cuarenta años, está dando lo mejor de su obra y así se le reconoce fuera de España), pero en cierto modo lo había hecho mayor, igual que hiciese Ortega en 1914 con Azorín en lo que podríamos llamar La conjura de Aranjuez. Es lo que tienen las generaciones, los grupos, los nombres, los cogollitos: hay quien inventa una generación para no quedarse en tierra de nadie, pero poco tiempo después se inventa otra que lo deja en el olvido. Es lo que pasó con el 98, al que Baroja dedica un buen puñado de páginas.

«Yo siempre he afirmado que no creía que existiera la Generación del 98», empieza diciendo, y lo repite unas cuantas veces. Ni leyó a Ganivet ni cree que los de su tiempo lo leyeran. Leyeron a un Nietzsche «fragmentario e incompleto», que por lo demás ya se había dejado atrás hacia 1905. En todo caso, tuvieron la suerte de haber vivido «en una época en que todo se podía inventar y decir en la esfera del pensamiento», pero eso no justifica la existencia de un grupo cuyo único rasgo en común, precisamente, es el del individualismo. Eso y el romanticismo es «lo único bueno del 98», y es algo que les vino de fuera. Pasa con ellos lo mismo que con el anarquismo: uno se hace anarquista porque reniega del poder, hasta que le llega un dirigente anarquista a decirle lo que tiene que hacer, que decir y que pensar. Dice Baroja que la iniciativa del 98 fue de Azorín y de Valle-Inclán, dentro de la campaña que organizaron contra Echegaray, pero que no pasó de ser un reflejo del ambiente literario, filosófico y estético. «He oído decir», comenta Baroja, desentendiéndose una vez más, que estaba formado por «Azorín, Benavente, Maeztu, Bueno, Valle-Inclán, Unamuno y yo».  Salvo Azorín, del que se sigue declarando amigo, al resto lo pone verde, sobre todo a Valle. De Maeztu critica sus ostentosos cambios de chaqueta (católico fervoroso, comunista exaltado, tradicionalista rígido…) y la relación distante, algo envidiosa, que siempre mantuvo con él. A Bueno (el que dejó manco a Valle-Inclán de un bastonazo, y quien seguramente puso en circulación, refiriéndose a Baroja, lo del escritor «desaliñado») lo considera poco consecuente, como poco de fiar. De Unamuno esta vez sólo se mete con sus pretensiones de novela deshidratada, poco más que un argumento teatral, pero a Valle-Inclán le dedica demasiadas páginas como para no pensar que le tenía verdadera hincha. No le hacen ninguna gracia sus fantásticas versiones sobre la pérdida del brazo ni sus cuentos de tierra caliente, o esa inclinación a mostrar «algo estrafalario o ridículo» para ser un escritor, ni mucho menos su pretendida «nobleza caballeresca», en la que colaboraba la corte de palanganeros que le reía en el café las gracias. Incluso dice de él algo que va más allá de la simple antipatía: lo acusa, por ejemplo, de haber vivido a sueldo del Estado, en concreto del subsecretario Burell, aunque, según Baroja, Fernández Almagro, que fue biógrafo de Valle-Inclán, dudaba de que alguna vez no hubiera tenido un sueldo procedente del fondo de reptiles. Lo llama maledicente, misógino, desagradecido, no entiende por qué «se le tenía miedo», se burla de su nombre aristocrático inventado, lo cita cuando hablaba de su «noble raza judía», algo que Baroja corrobora cuando lo compara con las familias judías de Hendaya: «El mismo color, la misma mirada, las mismas barbas y la misma expresión desafiadora». Lo acusa de no basarse en la verdad para escribir, en fantasiosas novelas pseudohistóricas como la trilogía La guerra carlista, y de reutilizar textos ajenos, sobre todo antiguos, práctica que hasta consideraba beneficiosa. Incluso lo critica por no haberlo visto reír, ni a él ni a Unamuno: «Y si alguno de ellos reía, era contra algo, pero nunca por algo». Tan sólo hay dos rasgos de Valle-Inclán que a Baroja le producen una cierta —y relativa— admiración: su prodigiosa memoria (bien lo sabía él de los tiempos de El mirlo blanco) y «el anhelo que tenía de perfección de su obra», esa obsesión un tanto quijotesca por evolucionar a nuevas formas, «aun a riesgo de quedar en la miseria».

Lo que le separa de Valle-Inclán es, en el fondo, lo mismo que le separaba del modernismo, la diferencia entre sonoridad y precisión, entre musicalidad y exactitud, como si se tratara de virtudes incompatibles. Pero así era, por más que Baroja se declare más de una vez impresionista, o que algunas de sus novelas, El laberinto de las sirenas por encima de todas, sean exquisitas piezas musicales, acuarelas delicadas, llenas de color, abstraídas en su sensualidad. Baroja identifica lo que ahora entendemos por modernismo con una corriente «dirigida por D’Annunzio, Maeterlinck, ecétera, y en España por Rubén Darío, Benavente y Valle-Inclán» que a él, que se entusiasmaba «con Dickens, con Stendhal y con Dostoevski», no le interesaba lo más mínimo: «Yo no creo gran cosa en los adjetivos», dice. El 98, si es que era algo, tenía que ver más bien con el rechazo de esa sonoridad como fin último y exclusivo, o lo tuvo que ver, según Baroja, hacia 1901, con el estreno de la Electra de Galdós y la fundación de una revista con el mismo título, un grupo literario «que duró lo que dura un relámpago». Y sin embargo es el propio Baroja quien, en la última parte del libro, extracta la memoria de doctorado de Helmut Demuth sobre sus ideas filosóficas y literarias, en las que ya aparece la dicotomía Dickens/Dostoevski, esencial para entenderlo, o su sentimiento del paisaje, y también un perfecto resumen de las características e inclinaciones de ese grupo inexistente que algunos dieron en llamar Generación del 98:


Se agruparon alrededor de Baroja y Azorín unos jóvenes que anhelaban volver a los manantiales del ser nacional y romper con el cuadro esquemático de la España de la generación anterior. Recorrieron el áspero paisaje de Castilla, que recogió, como en un hogar recobrado,a vascos y levantinos; se aficionaron a Gonzalo de Berceo, cuya simplicidad levantaron al nivel de los clásicos; volvieron a descubrir a Goya y el Greco. Pero fueron al mismo tiempo los primeros que se declararon dispuestos para la universalidad, captando y elaborando lo nuevo que llegaba de fuera. Vieron en Larra, sobre cuya tumba celebraron como un homenaje programático, a un consanguíneo en lo espiritual; estaban dispuestos a llevar más adelante lo que en él fue malogrado.


Después de tanto negar su existencia, nos deja, de postre, su definición canónica. Pocas cosas hay en Baroja a las que el propio Baroja no les dé la vuelta tarde o temprano.

Entre todos esos nombres que «dicen» formaban el 98, cualquier lector echa en falta uno que en este libro no se nombra: Antonio Machado, y eso que Baroja también llega a preguntarse alguna vez aquí si es clásico o romántico. Sólo lo nombrará, y de forma muy anecdótica, en el tercer volumen de estas memorias, Final del siglo XIX y principios del XX, mientras los dos andaban por París. En cierta ocasión, Machado le echó un capote poético cuando unos jóvenes algo insolentes le dijeron a Baroja que tenía cara de randa. Antonio Machado se tomó la molestia de explicarles que, de todos los allí presentes, Baroja era quien tenía «el rostro más humano».

Es un poco raro. Los unía la admiración por Verlaine («el último gran poeta del mundo»), y sobre todo una forma de entender la lengua literaria. Es sencillamente imposible que a Baroja no le gustaran los poemas de Campos de Castilla. Entonces, ¿por qué ese casi absoluto silencio en estas memorias? Uno no espera que Baroja emita juicios sobre todos los artistas de la época, pero habla de tantos que sorprende que se deje al mejor de los poetas. Habrá quien, agarrándose a las opiniones que aquí vierte Baroja, vea en ello motivos políticos. Baroja insiste un par de veces, con toda contundencia, en que él no ha sido nunca un delator y que un delator le parece «un tipo despreciable». Sin embargo también aclara que ningún miembro del presunto 98 era republicano ni socialista, que tanto ellos como los anarquistas les tenían verdadera inquina, y que la República los postergó. Le criticaban, por ejemplo, que un «explotador de obreros» como él hubiera escrito una novela como La busca… A pesar de que se declara «más bien apolítico que otra cosa», Baroja considera las revoluciones «generalmente perjudiciales», contrarias a su ideal de independencia y a la máxima de Robespierre de que la libertad de uno acaba donde comienza la del otro; pensaba que esa independencia sólo se la garantizaba la monarquía, y estaba convencido de que la República «acabaría mal y que sería un desastre». Sus palabras son de 1944 y ahora suenan bastante fuertes, pero son las que son y valen tanto para un extremo como para el otro:


Siempre he tenido recelo y poco amor por la democracia y el comunismo. Ya en todas las manifestaciones democráticas de hace años me parecía ver un peligro. Todos los públicos grandes me han producido desconfianza y, a veces, terror. No creo que una masa social pueda ir a nada bueno. Todo en ella serán apatitos un poco brutales, nunca pensamientos nobles ni juicios claros.


Si leemos esto a la luz del populismo de nuestros días, igual no nos resulta igual de reaccionario. Y en cualquier caso no se le puede negar la misma claridad que a los setenta años sigue defendiendo como norma de estilo. Piensa Baroja que «el estilo oratorio es fácil de hacer y comprender», aparte de un subterfugio pomposo que ha dado más de sí de lo que debería, que ha acaparado prestigios presentes y con el paso de los pocos años se ha disuelto en naftalina. Sin embargo, «el estilo sencillo, que explique bien, que dé la impresión bien, sin afectación, sin petulandia, eso es lo que me parece más difícil», sostiene Baroja, porque siempre es más fácil añadir adornos que quitarlos, aclarar, como se dice de las podas hortelanas. «Salir del salón sin que nadie recuerde cómo uno iba vestido», que es como George Brummel definía la elegancia.

Junto a la del estilo claro y sencillo, Baroja insiste en sus ideas de siempre sobre la novela. Igual que afirma con orgullo no haber compuesto jamás una fábula con moraleja, también recela de las novelas cerradas, escritas con partitura, porque «no presentan tipos vivos», al tiempo que se declara impresionista, porque «para un impresionista lo trascendental es el ambiente y el paisaje». Su hermana Carmen, cuando le preguntan cómo escribe su hermano Pío las novelas, dice, con la debida reserva, que ella cree que «las novelas le van saliendo», que es el acto de escribir el que determina el contenido, no las tesis ni los planes previos. Quizás alguna vez, cuando escribía «reportajes fantásticos», novelas de ambientación histórica como las que dedicó al monstruoso conde España, tenía que someterse a la información fidedigna, pero en la mayor parte de su obra, y también en estas memorias, el método se resume en ir haciendo, en sentarse y escribir. Es la forma más segura de que salga lo mejor que estaba escondido, lo interesante que uno ni siquiera imaginaba. Es el escritor en marcha, igual el que fabula que el que recuerda, el que se pone al servicio de la letra, no el déspota que manda sobre ella.


Pío Baroja, El escritor según él y según los críticos, en Obras Completas I, Círculo de Lectores, 1997, pp. 105-313

29.5.25

El tono y la medida


No suelo escribir sobre los libros que no me gustan, pero este me ha gustado tan poco que voy a hacer una excepción. La culpa es de Ferlosio. El otro día leí un texto suyo de 1972, 'Sobre el «Pinocho» de Collodi', en el que decía lo siguiente:

El modelo más caracterizado de las novelas que tienen por tema un conflicto moral es el de las que podríamos llamar «novelas de redención». Arquetípicas son entre ellas Crimen y castigo de Dostoievski y Lord Jim de Conrad; en ambas encontramos el esquema puro: un pecado original como punto de partida y, como desarrollo, el largo camino hasta la redención. (…) En Lord Jim obra y funciona exclusivamente la moral de Lord Jim y él solo es el responsble y el agente de su propia redención, mientras que en Crimen y castigo la redención de Raskólnikov es algo a todas luces querido y dirigido por la mano y la voluntad de Dostoievski. Esto hace que Crimen y castigo, a despecho de los estupendos diálogos con el juez, no pase de ser un mediocre folletón, en tanto que Lord Jim es una obra maestra.


Una vez terminada la lectura de Lord Jim, me inclino a pensar que Ferlosio no leyó de ella más que las primeras páginas, porque si hubiese llegado hasta el final habría dicho justo lo contrario, que Lord Jim, comparado con la obra de Dostoievski, es un mediocre folletón. Ya el autor se defiende en el preámbulo de la novela de las críticas que lo acusan de haberse extendido demasiado —e innecesariamente—, lo que Conrad se toma con ese punto de autocomplaciente sorna tan característico de quien no está dispuesto a poner límites a su propio talento. Pero es verdad: Lord Jim es una novela corta de 1900 cuyo tema ya había tratado en El corazón de las tinieblas, aparecida solamente un año antes, la historia de quien huyendo de sí mismo se refugia en un mundo sin civilizar. Pero así como en El corazón de las tinieblas todo está medido (y si no ya se encargó Coppola de medirlo) para que la peripecia no vaya más allá de su significado, esto es, no sea reiterativa ni se alargue gratuitamente, en Lord Jim podría haber cortado varios cientos de páginas antes de las casi seiscientas que tiene, empalmadas merced a recursos, esos sí, típicos del folletín: el escamoteo del secreto que va orlando al protagonista de un misterio que se resuelve en adoración (lo mismo que con Kurtz) y el empalme inagotable de escenas de aventuras salgarianas disfrazadas de honda prosa intelectual. Si en algo es posible que Lord Jim sea pionero, sin duda es en el artificio de usar un bastidor de literatura popular para bordar un relato con ínfulas poéticas o filosóficas, eso que, a finales del siglo que entonces comenzaba, se hartó de hacer la llamada posmodernidad. Pero el mundo de los malayos con el puñal entre los dientes y las dulces princesas amenazadas, de los viajeros reconvertidos en sumos sacerdotes y los marinos que cuentan hazañas ajenas no se termina de avenir del todo bien con el pesado discurrir de la prosa de Conrad, siempre atenta al detallismo marinero, algo que igual puede proceder de su experiencia como tripulante que de un diccionario de términos náuticos, y que a los lectores de secano como yo les cansa con tanto bauprés y tanto mastelero. 

El asunto tiene interés hasta que Conrad decide jugar a la novela de aventuras. Jim abandona un barco cargado de peregrinos, el Patna, del que es oficial, cuando tras un desperfecto la nave amenaza con irse a pique con todo su pasaje a bordo. La tripulación se salva y nadie, salvo Jim, acude a dar explicaciones cuando es acusada de abandono de su puesto y denegación de ayuda, por más que la nave siga también a flote. En ese juicio conoce a Marlow, el narrador de la historia, quien nos cuenta cómo Jim huye de sí mismo y de la vergüenza de haber abandonado el Patna, cada vez más lejos, tan lejos que se acaba instalando en otra novela distinta cuando llega a Patusán, un territorio lleno de acechanzas y malvados donde solo se echa de menos que de vez en cuando aparezca un tigre. Solo el final, la entrega voluntaria de Jim, su sacrificio por la muerte del hijo de uno de los líderes guerreros, sirve de paralelo con la expiación que no pudo cumplir por su dejación de funciones en el caso del Patna. Es como si alguien con complejo de cobarde se marcha al fin del mundo hasta que le llega la oportunidad de resarcirse y demostrar, entregando su vida, que en el fondo no lo es. El ritornelo de Marlowe sobre Jim, «es uno de los nuestros», anticipa que el héroe no pueda abandonar la novela mientras no quede limpia su mancha a base de embadurnarla de sangre, propia y ajena.

Pero volvamos a Ferlosio. Una obra maestra, cualquiera, tiene, entre otras, dos condiciones que cumplir: que su medida se ajuste a su desarrollo y que su tono se ajuste a su contenido. En Crimen y castigo la extraordinaria intensidad del relato garantiza lo primero, y la aparente despreocupación por el estilo colabora en lo segundo. Ya decía el mismo Dostoievski que la preocupación por el estilo es un síntoma de impotencia, y uno está casi seguro de que si hubiera querido repujar la novela con frases atildadas desde la primera página, ahora no estaríamos hablando de ella. En Lord Jim, la seriedad del planteamiento inicial, la culpa y la necesidad de redención, se diluye en inacabables historietas de navegantes sin escrúpulos y reyezuelos desquiciados. Para quien acababa de escribir algo tan perfecto como El corazón de las tinieblas, esta otra novela se expone a que el lector piense que le sobra por lo menos un tercio de sus páginas. El dramatismo de la historia (otra vez Dostoievski, esta vez pasado por Steiner) no se aviene con la solución narrativa. Y, en segundo lugar, poco adelantamos con decir que la novela está primorosamente escrita (al menos en la traducción de Perés, bastante antigua y con curiosos toques de prosa caribe), porque lo importante sería que estuviera intensamente narrada. Ya sabía Dostoievski que, si uno se empeña en exhibir donosuras estilísticas, puede cargarse lo que de absorbente deba tener un relato.

Lo que pasa es que en los años 70, al menos en España, las novelas pesadas tenían un prestigio extraordinario. Hay pasajes en Lord Jim, sobre todo al principio, que recuerdan el tono que luego usaría Ferlosio en El testimonio de Yarfoz, novela que no me resultó pesada en absoluto, quizá porque no incumple ninguno de los dos criterios que apuntábamos, pero me cuesta creer que todo el rollo de las tribus de Patusán y los conflictos selváticos le pudieran parecer «una obra maestra». Llegué a pensar incluso si la creciente falta de interés que me embargaba en su lectura obedecería a un cierto deterioro cognitivo por mi parte, pero luego leí unas páginas de Dostoievski para cerciorarme y no, no es problema mental mío: su prosa me sigue fascinando.


Joseph Conrad, Lord Jim, trad. Ramón D. Perés, Alianza, 2022 (=2006), 587 p.

20.5.25

La imaginación y el recuerdo, y 2


En el minucioso y con frecuencia desbordante trabajo de recopilación de testimonios acometido por Painter hay dos ideas fijas que ya vertebraban el tomo primero de su biografía proustiana: que toda su vida es un lentísimo proceso de superación del enfermizo amor hacia su madre y que esta misma obsesión fue la que determinó las inclinaciones sexuales del hijo y por supuesto el contenido de su gran novela. Ambos puntos de partida eran en el primer volumen hipótesis que en el segundo ya se dan por demostradas con toda su decoración freudiana, un tanto peculiar porque aquí se juntan Edipo y Electra, la fascinación por la madre y su necesidad de asesinarla, y en todo caso una vía de escape de los pocos pero muy aparatosos pasajes en los que Painter se desmelena en un tono distinto al muy puntilloso que determina casi cualquier afirmación. Y digo casi porque hay otra hipótesis que cubría prácticamente por entero el primer volumen y en el segundo deja paso a otros temas: la certeza de que cada personaje tiene que ver con alguien que Proust conoció en persona, por más que él defendiera su novela como una obra de creación, no como un reportaje de sociedad. Pero la vida de Proust parece dividirse en dos grandes períodos: el de la búsqueda de materiales, que le llevó, en espléndida definición del abate Mugnier (el mismo que consiguió que Huysmanns ingresara en un monasterio trapense), a ser «como una abeja que liba en flores heráldicas» (p. 431), y el del —relativo— aislamiento en el que escribió y reescribió su larguísima novela hasta el momento mismo de morir. A este aislamiento acosado por la enfermedad, y a la lucha un tanto tópica del escritor incomprendido que por fin consigue probar las mieles de la gloria literaria, está dedicado este segundo volumen.
La transición entre el primero y el segundo hay que reconocer que está muy bien trabada. El primero terminaba con la muerte del padre y el segundo empieza con los últimos amenes de la madre, pero también el primero terminaba con la entrega a Ruskin y el segundo empieza con la superación de la idolatría, algo que en términos literarios tiene que ver con Ruskin pero en lo personal se refiere a la madre de Proust. Y Painter no espera muchas páginas antes de soltar uno de esos órdagos interpretativos que a mi juicio mellan un poco la extraordinaria solidez del conjunto: «Proust, cual hiciera en otras ocasiones, puso a prueba el amor de su madre hacia él, mediante sus relaciones con otras mujeres, y al mismo tiempo la castigó con evidente sadismo, impulsado por el temor de una real o imaginada denegación de su afecto» (30). En descargo de Proust, no obstante, Painter alega que su madre «pertenecía al tipo de mujeres que utilizan el propio sacrificio para ejercer su dominio sobre los demás» (81), algo que por otra parte dibuja perfectamente un tipo universal. Para ella, Proust seguía siendo un niño de cuatro años, como decía la monja que la estuvo cuidando en sus últimos días. Cuando el niño mimado, ya mayorcito, recurrió a un psiquiatra con la extravagante intención de que le curara el asma, al menos consiguió que le quitara la pesadumbre. Pero la madre siguió siendo la frontera entre la vida y la muerte, o más bien entre una existencia activa y la entrega total a su relato: «A un lado, Proust veía el lejano tiempo perdido en que su madre seguía otorgándole y denegándole su infinito amor; y al otro lado, veía la soledad de un presente irreal, fantasmagórico y, en cierto modo, póstumo, que sólo podía adquirir significado mediante la recuperación del tiempo perdido». A esto se le llama arrimar el ascua a la sardina crítica. Por mucho sentido que tenga, resulta demasiado claro para ser verdad. Quizá llevado por ese afán de que todo encaje, Painter llega a decir que «fue su propia madre quien le sirviera la mágica bebida, en un acto de reparación del beso denegado…» (231). Se refiere al té, desde luego, el de la dichosa magdalena, que en realidad parece ser que le sirvió la sirvienta Céline (a la que poco después despidió, por cierto), pero que en la novela, si no recuerdo mal, se lo ofrece la tía Leonie, no su señora madre.

De modo que la idolatría es el Tiempo Perdido, y la verdad oculta detrás de las imágenes es el Tiempo Recobrado (27). Pero la muerte de la madre produjo una liberación perniciosa, algo también bastante común, que en el caso de Proust supuso incluso un ataque de mala suerte: le dio por invertir en bolsa, como aquel que juega en el casino, y cuando vio que lo estaba perdidendo todo, vendió sus acciones, un día antes de que comenzaran otra vez a subir como la espuma. En otros casos, como su afición, en principio trivial, de dedicarse a escribir parodias de grandes escritores (a propósito de una célebre estafa de diamantes falsos), el pasatiempo le sirvió para encontrar uno de los caminos que le llevarían a Swann, o para darse cuenta, como escribió en el prólogo a Contra Saint-Beuve, de que «lo que la inteligencia nos devuelve bajo el nombre de 'pasado' no es el pasado…» (205). Ya había emprendido la empinada y pedregosa cuesta que, como a Virgilio, le llevaría hasta la fuente Castalia.

El proceso implicaba ir recortando sus relaciones sociales. Su gran amiga Marie Nordlinger, una de las pocas que no hizo otra cosa que ayudarle (y que no quiso aparecer como traductora en su versión de Ruskin, por más que ella era la única de los dos que sabía inglés), dejó de ver a Proust en 1904 y ya solo lo vería, por última vez, cuatro años después. Su antigua beligerancia en favor de Dreyfus fue convirtiéndose en una tibieza que al final, al menos por lo que se desprende de la novela, casi se puede considerar equidistante. En novembre de 1909 incluso empezó a despedirse de sus amigos para centrarse por completo en la novela. Da la sensación de que desde entonces sólo tuvo verdadero trato con aquellos que le animaban a proseguir con su proyecto catedralicio, viejos amigos como Lucien Daudet, o nuevos como Cocteau, que difundió su obra entre las nuevas generaciones, o el gran crítico Ernst Robert Curtius, que hizo lo propio con el público alemán. En otros casos, lamentablemente, la vanidad o el desinterés impidió relaciones que podrían haber sido fructíferas, como es el caso de James Joyce, con quien Proust coincidió pero apenas cruzó cuatro palabras de desabrida cortesía. Algunos, como el conde Greffulhe, se lo quitaban de encima cuando Proust se presentaba en su casa con la sola intención de sacar material que añadir a su novela, y otros viejos conocidos, como el desbordante Montesquiou, estaban dispuestos incluso a pronunciar conferencias para él solo, en esa curiosa mezcla de narcisismo y lealtad que luego, en la novela, no vemos en Charlus, «el chivo expiatorio en el que Proust deposita sus pecados» (419). Por ejemplo, cuando su protegido Yturri estaba ya deshauciado y Proust le pidió que no se lo dijera, Montesquiou, sacó su vena más cínica: «Tendré que decírselo porque quiero que lleve al otro mundo varios recados míos» (71). Sin embargo, él mismo atendió a Yturri hasta el último momento, y lo despidió con auténtico dolor. Proust le confió la verdadera identidad de alguno de sus personajes, sin decirle quién era él, claro, para lo que solía valerse de la argucia de nombrar al personaje real en la misma escena que al personaje en clave, como si fueran diferentes. Montesquiou, que además debía de ser tan ególatra como inocente —mezcla bastante común— no pareció darse cuenta. Se pasó la vida mostrando a todo el mundo sus dotes para pasar a la historia, y a la hora de la verdad escribió unas memorias  que «hubieran podido ser una obra maestra de brillante venenosidad», pero «resultaron tan sólo una obra con la que un hombre frustrado pretendía superar sus sentimientos de fracaso». Se publicaron en 1923, cuando los dos amigos ya estaban pudriendo malvas.

Montesquiou importa por su relación con Proust, pero sobre todo porque es la vía de acceso a otro de los temas que más ponen a prueba la ecuanimidad de Painter. Tanto si habla de la madre como de la homosexualidad, podríamos decir que Painter se pasa de rosca con cierta frecuencia, sobre todo cuando las vincula: «Es de advertir que en sus relaciones homosexuales con hombres socialmente inferiores a él, debido a un esnobismo en sentido invertido —en todos los aspectos—, procuraba mancillar la imagen de la madre muerta» (108). De hecho, para Painter «la muerte de su madre le había abierto las puertas de Sodoma» (111), como si antes no estuviesen ya de par en par. A veces Painter se agarra a casualidades rocambolescas, como cuando cuenta el caso del joven Blarenberghe, con quien Proust trabó contacto poco antes de que el joven matase a su madre, un relato tan siniestro que casi es cómico pero que a Painter le parece una prueba real de lo que también a Proust le sucedía, la necesidad de eliminar la figura materna. Y eso que el autor reconoce que quizá Proust siempre fue un asiduo cliente de burdeles homosexuales (eso que Murat cuenta como si lo hubiera descubierto ella), y cuenta con tono sombrío cómo el escritor fue capaz de amueblar el prostíbulo de Albert con los muebles heredados de sus padres, algo necesario para el escritor porque «Albert me proporciona la información que necesito» (414). Algo parecido sucede con el caso Eulenburg, sobre el círculo de homosexuales que rodeaba al emperador alemán Guillermo II, «una de las primeras causas menores e indirectas de la Primera Guerra Mundial» (170), nada menos, comparable con la pasión y muerte de Oscar Wilde y, según algún crítico exagerado (Vigneron), origen de À la recherche. Y todo ello en medio de la aparente repulsa de Proust a esa «raza maldita», al amparo de cuyos más sórdidos ambientes, según el inflexible Painter, «hacía experimentos con la maldad (…) y probaba si era capaz de vivir rodeado de maldad sin quedar contaminado» (413). La guinda de esta inclinación hacia el sadismo la pone el célebre episodio de las ratas, del que Painter nos da pelos y señales…

Otros aspectos de la sexualidad de Proust llegaban a sorprenderle incluso a él mismo, como el hecho de reencontrarse, allá por 1908, en Cabourg (más o menos el trasunto de Balbec) con ciertos placeres perdidos: «Como si la vida no fuera ya bastante complicada de por sí, ahora resula que las muchachas son los únicos seres hacia los que tengo tendencia» (186). En esta época Proust llegó a pensar incluso en el matrimonio, pero nada de eso fue más allá de la curiosidad y la aventura ante la aparición del que parece haber sido el gran amor de su vida, Agostinelli, «el joven mecánico», «honrado y afable muchacho» (145) con el que mantuvo relaciones durante siete años, al que vio y dejó de ver (desapareció en 1908 y reapareció en 1913, a pedir trabajo) cuando el joven se volvía a Mónaco con su mujer, y cuando Proust lo tuvo viajó a la velocidad de los primeros vehículos por los territorios de su novela, como haría en el papel con Albertine, de quien, junto con la misteriosa «muchacha de Caubourg», Painter dice que Agostinelli fue modelo, no solo como compañero de andanzas mecánicas sino como prisionero, e incluso algo más: «À la Recherche es una obra con carácter sagrado, en curtud de dos sacrificios humanos, es decir, la muerte de madame Proust y la de Agostinelli, de las que Marcel Proust fue, en parte, mental y materialmente responsable» (326). Esta afirmación no deja de ser una forma gratuita de atar cabos hipotéticos, pero sirve de preámbulo al impactante relato de la muerte de Agostinelli, víctima, más que de Proust, de su propio afán de progreso y aventura, mientras hacía prácticas de vuelo sobre el mar: «Los horrorizados espectadores en tierra vieron que el joven aprendiz de piloto, puesto en pie en la cabina del aparato que se hundía rápidamente en las aguas, agitaba los brazos en petición de auxilio. Agostinelli no sabía nadar» (331). El duelo de Proust se tradujo, al parecer, en una colosal ampliación de Le Côté de Guermantes, que pasó de tener 72000 palabras a 235000, lo que, según Painter, es «un monumento» a la memoria de Agostinelli.

Pero en su novela Proust también trataba la homosexualidad femenina, los celos que puede producir quien no elige a otro sino una forma distinta de relacionarse, quien no cambia de persona sino de actitud. Proust había conocido mujeres homosexuales, desde luego, aunque quedó fascinado con lo que podría llamarse «el club de Safó», un grupo de escritoras y artistas, muy en la onda de Bloomsbury, entre las que destacaba Natalie Barnie, quien, según Painter, se merece «un lugar entre las grandes escritoras de su tiempo» (506). Pero Barnie se encontraba lejos de Proust. Ella hablaba de églogas prerrafaelitas mientras Proust le sacaba unta al verso de Vigni: «La femme aura Gomorrhe et l’homme aura Sodome». Barnie consideraba a Albertine y sus amigas «más irreales que encantadoras». Painter, en este punto, defiende a Proust alegando que lo suyo no es ignorancia sobre las relaciones lésbicas sino «un esencial símbolo del misterio del amor y de los celos», una justificación sospechosamente parecida a la que esgrime Murat en Proust, novela familiar, y eso que ella se declara homosexual.

Pero ya decíamos que, así como el primer volumen de esta biografía se centra en la búsqueda de personajes, por así decir, el segundo está ocupado por la redacción de la novela, por más que a partir de cierto punto la propia vida de Proust mientras corregía las pruebas de los libros servía para ampliarlos. El proceso es muy largo. En 1903 ya se había empezado a alejar del estilo de Ruskin, «un profeta, un guía y un padre» (24), en este caso literario, del que se tuvo que deshacer. Su traducción de La Bliblia de Amiens había servido para confirmar «la reputación de aficionado, de escritor de salón», y colocarlo en la, entonces, algo reaccionaria y exquisita postura de quien se manifestaba a favor de que continuara el culto en las catedrales. Se había entregado a Ruskin durante cinco años, desde que abandonara Jean Santeuil, hasta que, allá por su ensayo Sur la lecture vino a declarar la independencia respecto del esteta inglés. Se acordaría de él mucho después, en plena Guerra Mundial, cuando los alemanes se afanaron en bombardear los sagrados lugares ruskinianos: Amiens, Laon, Rheims, Senlis…, por los que Proust había peregrinado con fervor más que artístico y literario.

La biografía deslumbra en este sentido por el encaje de bolillos que practica Painter para ordenar las distintas redacciones de la heptalogía, ese jaleo de cambios de orden, ampliaciones desmesuradas, correcciones inacabables, caligrafía desesperante y al añadido señorial de ir tirando al suelo los papeles que escribía tumbado en la cama para que un criado los fuera recogiendo y ordenando como pudiera… «He escrito un libro totalmente nuevo sobre las pruebas», llegó a decir (303). Esta parte es admirable, así como el fino olfato para detectar qué parodias influyeron en el estilo que luego traslado a En busca del tiempo perdido, por ejemplo las de Balzac, en quien, aparte del método de ir sacando y metiendo personajes en novelas diferentes, encontró un modo de describir «las sinfónicas complejidades de un hecho social» (164), o el rastreo de su evolución en textos como Contra Saint Beuve y en los diferentes borradores hasta que en julio de 1909 empezó una novela que había ya intentado escribir dos veces y que ha había vivido, o en las lecturas en las que Proust encontró el tono en el que quería pensar mientras la escribía. A Mme. Scheikévith, además de hablarle de «la ignorancia de las gentes de la alta sociedad» (284), le confiesa que adoraba a Dostoievski, quizá —pensaría Painter— por el tratamiento de la culpa en el que insistió el maestro de San Petersburgo. O, por ejemplo, cuando en Le Temps Retrouvé «evoca a Chateaubriand (…) por ser el predecesor de la memoria inconsciente; y también recuerda a Saint-Simon, cuando el narrador decide escribir 'las Mémoires del Saint-Simon de otra época'» (194).

Pero el gran asunto crítico de la novela sigue siendo en qué medida se trata de una obra de «imaginación creadora», que es como siempre la consideró Proust, y hasta qué punto podía Proust «evitar que los críticos y lectores superficiales cometieran el error de considerarla un roman à clef» (200), y eso que disentía de Saint-Beuve cuando este dijo que la obra de un escritor es inseparable de su personalidad, que no es posible la distancia necesaria para crear una obra de arte. El norteamericano Berry, con quien Proust trabó buena amistad, metió el dedo en la llaga cuando citó delante del escritor la frase de Remy de Gourmont: «Uno tan sólo escribe bien acerca de aquellas realidades que no ha vivido», algo con lo que Proust, al menos en apariencia, no podía sino estar de acuerdo: «Esa es la base de toda mi novela» (352). La distancia es, pues, el meollo de cualquier interpretación de Proust, así como «ese flujo subterráneo» (Umbral) que desparramó la novela más allá de lo previsto, porque conviene recordar que en un principio fue concebida para publicarla en forma de folletón, pero su extensión ingobernable y lo escabroso de algunos episodios le quitaron la intención de la cabeza. Aun así, sobre todo al principio, seguía adelante animado por el entusiasmo de amigos como Reynaldo Hahn cuando leían las primeras redacciones, y se desanimaba cuando leía obras como La bienamada, de Thomas Hardy, que leyó en 1910 y donde encontró algo muy parecido a lo que él estaba escribiendo, el hombre que se enamora de tres generaciones de mujeres, abuela, madre e hija, en su caso Odette, Gilberte y Mlle. de Saint-Loup, y la calidad de lo que leía le daba ganas de abandonar. Pero Proust iba a lo suyo, y su meta la resume Painter con bastante nitidez:


«La memoria voluntaria, al ser función de la inteligencia y del sentido de la vista, tan sólo puede proporcionarnos la engañosa superficie del pasado, pero, en cambio, un aroma o un gusto involuntariamente recobrados hacen revivir en nosotros su inmortal esencia; el libro es una secuencia de recuerdos inconscientes; el artista debe buscar solamente en los recuerdos involuntarios los materiales de su obra; y el estilo no es una cuestión de técnica, sino de visión» (291)


Pero los recuerdos sensitivos dieron paso a la propia vida tras las muertes de Agostinelli y de su viejo amigo Fenelon. En Le Côte de Guermantes abundan más que en cualquier otra sección de la novela las alusiones a hechos de la vida privada del autor correspondientes al período de corrección de pruebas. Llegó al extremo de adjudicar sus propios padecimientos a los personajes: «Ahora que estoy en el mismo estado que Bergotte», le dijo a su asistenta Céleste, «quiero añadir algunas notas al relato de su muerte»(558). Proust pasaba meses y meses sin salir de la habitación, o se limitaba a acercarse al Ritz para que le dieran de comer y husmear algún detalle que incluir en su novela, hasta que en 1918, con el capítulo sobre la guerra de Le Temps Retrouvé, añadió el último fragmento importante de la novela.

Pocos episodios hay en la vida de Proust que no resulten novelescos, lo que complica todavía más la discusión sobre si la novela es o no una obra de creación, en la medida en que su propia vida se rigió más por patrones literarios que vitales. El de la edición, cómo no, compone una novela aparte. Desde que un joven Gallimard quedó deslumbrado por la memoria de nombres propios de Proust hasta que, poco antes de morir, se convirtió, por fin, en una gloria literaria, el escritor pasó por todas las etapas de una novela sobre cómo alcanzar la fama. En Le Figaro desestimaron la publicación por entregas por la densidad de la prosa y la escasez de la acción. También lo intentó en una revista, pero la hipertrofia del manuscrito lo hizo desistir. La Nouvelle Revue Fran-çaise, con Gide a la cabeza, rechazó la novela. El propio Gide la arrojó (otra vez Umbral) cuando leyó aquello de «las vértebras de la frente», y la sirvienta Céleste repitió el tópico (quizá lo inauguró) de que las cintas con las que había sellado el manuscrito seguían sin abrir cuando se lo devolvieron. Otro editor, Humboldt, que hoy haría carrera, se excusó con sinceridad: «Por mucho que me esfuerce, no puedo comprender que un tipo necesite treinta páginas para describir las vueltas que da en la cama, antes de caer dormido» (296). Y en este calvario no podía faltar una coda de ironía. Grasset, quien finalmente decidió publicarla, lo hizo sin molestarse en leerla, pero poco tardó en darse cuenta de que había dado en el clavo. Los críticos (la mayoría, todo hay que decirlo, amigos de Proust, como Lucien Daudet o Cocteau) ensalzaron la novela como el advenimiento de una gran obra maestra, e incluso los que no hablaron bien de ella, caso del crítico Sonday, atrajeron todavía más lectores, hasta el punto de creer que habían sido sus descubridores. No ganó el Goncourt, ese premio que tradicionalmente ganan escritores mediocres, con Por el camino de Swann, el año en el que también se presentó El gran Maulnes, pero sí con A la sombra de las muchachas en flor, lo que redobló el éxito de Swann, que, en contra de lo que dice la tradición, nunca fue un fracaso editorial. Gide y sus colegas de la NRF se dieron cuenta de su colosal metedura de pata, «las escamas cayeron de sus ojos» (318), pidieron perdón a Proust, le doraron la píldora de todas las formas posibles y finalmente lograron birlárselo a Grasset, que se portó mejor con Proust que Proust con él. 

Painter da muchos datos y cifras sobre el éxito de la novela, pero basta con que anotemos dos detalles: uno es que el viejo Henry James «la devoró», y, según Edith Warthon, descubrió en ella —en el primer volumen— «una nueva visión y un nuevo arte de novelar» (390); no dice Painter si la leyó en francés o en la gran traducción de Scott-Moncrieff, que a Proust no le gustó, sencillamente porque no la entendía. El otro detalle es que la NRF contrató al joven André Breton para corregir las erratas, trabajo que hizo muy mal pero que compensó divulgando la obra de Proust entre los jóvenes dadaístas que por entonces él pastoreaba.

Intoxicado de gloria y de veronal, forrado de corcho y de piropos, estragado por el asma y por la literatura, Marcel Proust murió anotando en letra ya ilegible, enferma y sin pulso, las últimas correcciones de su obra, los últimos detalles de la muerte. Desde que muriera su madre, su cuerpo estaba habitado por un fantasma que le dictaba una de las obras más estimulantes, más famosas y menos leídas de la literatura universal. Pero su gloria es así: también todo el mundo quería tener a Proust en su salón, y pocos escucharlo mucho rato.


George D. Painter, Marcel Proust 2. Biografía 1904-1922, Alianza Lumen, 1972, 619 p.



5.5.25

La imaginación y el recuerdo, 1


Debo agradecer al ensayo autobiográfico de Laure Murat el haberme decidido a emprender otra lectura largamente postergada, la biografía de Marcel Proust de George Painter, en una edición del año 72 que debí de comprar a principios de los 80, cuando empezaba yo a leer en los bancos del parque la traducción de Por el camino de Swann de Pedro Salinas. Han tenido que pasar varias décadas y todos los tomos de En busca del tiempo perdido, algunos varias veces, para que me pusiese con el Painter, la biografía canónica, al menos hasta que apareció la de Diesbach.
    El edificio de Painter, las 1127 páginas entre los dos volúmenes, se construye sobre la base de que toda la obra de Proust es una versión mejorada, como diría Umbral, de su propia vida, y de que no hay personaje en las siete novelas de À la recherche ni en sus proyectos narrativos previos, algunos abandonados como Jean Santeuil, que no se correspondan con personas de carne y hueso que pasaron por la vida de Proust, casi siempre como resultado de combinar rasgos y caracteres de distintos individuos. Así, la vida de Proust es el permanente pajareo por el Faubourg Sant-Germain, la alta sociedad parisina, de un joven enmadrado, enfermizo y derrochador, que tuvo que cargar con el sambenito de parvenu, de snob, y de quien su propio padre, el doctor Proust (famoso por haber luchado para que el cólera no se adueñara de Europa a finales del XIX) «nunca pudo comprender la pasión de Marcel por la vida en sociedad, ni la pasión de los círculos sociales por Marcel» (p. 504).

Painter dedica prácticamente todo el primer volumen a desenmarañar esos referentes reales de sus personajes, un trabajo de investigación tan deslumbrante como sorprendente, porque resulta difícil de imaginar que todos los conocidos de Proust tuvieran su sitio en la novela o que ningún personaje fuera simple ficción. La «memoria involuntaria» a la que tantas veces hace referencia nos suele remitir a episodios impenetrables hasta para uno mismo… Pero es el método de trabajo de Painter, la tesis de la que parte, del mismo modo que fundamenta su análisis del carácter de Proust en la morbosa relación que tuvo con su madre, «hipersensible y excesivamente amante» (44), de la que Proust llegó a creer, «no sin cierto resentimiento», que «le amaba más intensamente cuando estaba enfermo» (26). El hecho de que Proust tratara de reproducir en sus relaciones sociales ese tipo de vínculos insanos que le unían a su madre lo hizo sufrir más de la cuenta, como si el beso que su madre no le da al principio del ciclo novelesco fuera el trauma que guiara su existencia hasta el final. Esta biografía se publicó en 1957, y las explicaciones freudianas, por más que con frecuencia Painter las mencione con ironía, no dejan de sustentar sus argumentos, por ejemplo para explicar su temprana atracción por mujeres mucho mayores que él o la complicada relación que mantuvo con su padre, un hombre tolerante que sin embargo tenía la sensación de que el verdadero problema de Marcel era «la falta de fuerza de voluntad» (82), y que tomó la decisión de mandarlo al ejército, a ver si se despabilaba, con el curioso resultado de que Proust se sintió en la gloria entre literas y uniformes, pero no recondujo su disipada vida, hasta el punto de que, para poner freno a sus despilfarros, le impuso una asignación fija «¡a los treinta y un años de edad!» (468), lo que produjo a Marcel una vergüenza infinita, además de incontenibles celos por la generosidad que sus padres le seguían prodigando a su hermano Robert. Quizá producto de ese resentimiento, Proust trataba a la profesión médica con tanta admiración como desprecio, lo que se pondrá de manifiesto, sobre todo, en el segundo volumen de la biografía, cuando Proust se convierte en un enfermo profesional y la muerte de su madre marca el final de su vida de recogida de materiales, digámoslo así, para ponerse a buscar, metido en la cama, su Tiempo Perdido. Painter termina este primer volumen con la muerte del padre y comenzará el segundo con el final de la madre, pero, así como la muerte de la madre está narrada desde el morbo freudiano, aquí dedica al padre un epitafio contundente: «Los dos desilusionaron a sus respectivos padres, y los dos alcanzaron la fama muchos años después de la muerte de sus progenitores; cada uno de ellos dedicó su vida a una gran empresa, y cada uno murió en el momento en que acababa de darle cima» (505).

Pero el grueso del volumen, como decíamos, está dedicado a la identificación de personajes. La alta sociedad parisina no parece haber estado tan cerrada como quizá uno pueda pensar leyendo a Proust, sino «siempre abierta a quienes poseyeran talento» (112), como sin duda era el caso, por más que entre los grandes salones menudearan los zopencos, si bien, claro, eran zopencos de alta cuna. Y no era como para sentirse orgulloso ser considerado un escritor de la alta sociedad, y mucho menos un esnob, pero eso es lo que para todos aquellos círculos fue Proust hasta poco antes de morir, aunque sigue sin quedar claro «por qué el novelista los frecuentó, y por qué un joven burgués, oscuro y medio judío, fue admitido en ellos» (263). Quizá todo era por «demostrarse a sí mismo que no era un paria» (264), aunque su actitud, por ejemplo, en el caso Dreyfus, fuera muy gallarda y nada servil: se decantó desde primera hora con el militar judío falsamente acusado (y condenado) en contra de la postura de las damas que tanto frecuentaba, y eligió «la facción de los judíos y los intelectuales progresistas». Aun así, Proust tuvo que soportar que se lo obviara en algún manifiesto que otro de apoyo a Dreyfus, y que, cuando la injusticia empezó a ponerse al descubierto, un batallón de oportunistas se subieran al carro. 

Este juego de identificaciones parte de los propios lugares. A veces los retocaba un poco por razones de simple eufonía (Méséglise en vez de la real Méréglise), pero tampoco modificaba tanto como para que, por ejemplo, no resulte evidente que «el verdero paisaje de Illiers se parezca tanto al mítico, inventado y universal paisaje de Combray» (70), el paisaje «de un sueño infantil». La identificación ya llega a lo fotográfico cuando se trata de vagar por los salones de París siguiendo la pista a sus más o menos sinceros amoríos: Jeanne Pouquet, Mme. Straus, Laure Hayman, la condesa de Chevigné o Marie Finaly. Después de la Chevigné, Marcel no volvió a enamorarse de una mujer mayor que él, y después de Finaly, pasaron muchos años hasta que se enamorara, es un decir, de una mujer joven. Con Pouquet, pareja de su amigo Gastón, los amores terminaron por falta de interés. Hayman, veinte años mayor que Proust, cuenta, como Léonie Closmesmil y alguna que otra más, entre los modelos de Odette de Crecy, pero «inteligente, con buen sentido, ingeniosa y culta». La Chevigné y la condesa Greffulhe sirvieron de modelo para la duquesa de Guermantes, y la Greffulhe, que «llevaba un tocado de cattleyas de color malva» (231) la primera vez que Proust la vio, también para la princesa. De la Chevigné, Proust sacó el color de ojos y de pelo, la ronquera de la voz, el ingenio, el modo de vestir y el apasionamiento del narrador por ella; de la Greffulhe, la posición social, las relaciones con el bobo de su marido, primo de Montesquiou (modelo, a su vez, de Charlus). El caso de Chevigné todavía es más curioso por dar más idea de la endogamia de la historia. Esta mujer contaba entre sus antepasados no solo con el marqués de Sade, de cuyo parentesco, al parecer, se sentía muy orgullosa, sino de la mismísima Laura, la dedicataria del Cancionero de Petrarca. 

De Mme. Lemaire, según Painter, surgió Mme. de Villeparisis,  que también está inspirada en la condesa Sophie de Beaulaincourt, el tipo de mujer que «poco a poco y con grandes esfuerzos recupera la posición social que los excesos cometidos en su juventud le habían hecho perder»; pero más aún Mme. Verdurin, cuyo modelo principal, no obstante, era Mme. Aubernon, aunque también haya que contar con Mme Hochon.… Y Albertine, por su parte, estaría inspirada en Marie Finaly, con quien Proust también tuvo sus escarceos durante un verano en la costa de Normandía y un invierno en París, todo demasiado simétrico entre la realidad y la ficción, y eso que solo hablamos de la alta sociedad, porque hasta las sirvientas, empezando por Ernestine, «quedaron fundidas en la figura de Françoise; y su ama quedó convertida, sin apenas modificaciones, en tía Léonie» (47).

Por lo que a los personajes masculinos atañe, la madeja no está tan liada. El real Montesquiou, que debió de cundir mucho, fue modelo de dos importantes personajes, no solo del barón de Charlus en la obra de Proust, sino del exquisito y misántropo Des Essentes del A rebours de Huysmans. Incluso parece que lo de engastar joyas en el caparazón de una tortuga ya lo había hecho Montesquiou, que por supuesto se cargó al pobre quelonio. Pero, volviendo a Proust, el Charlus de la novela parece inspirarse no solo en Montesquiou sino en el aparatoso Doasan, que exhibía sus relaciones con un joven violinista polaco, mientras que Montesquiou era más discreto en sus amoríos con el pianista Delafosse, «uno de los principales modelos de Morel» (230), quien tanto hizo sufrir a Charlus, cuya homosexualidad debió de ser exclusiva, porque una vez se acostó con la actriz Sarah Bernhardt y «pasó una semana vomitando» (208).

Los modelos de Swann, según Painter, fueron Emile Straus y Charles Haas, amante también del escritor. Proust suele dar pistas porque junto al nombre ficticio a menudo coloca un detalle que lo vincula con el verdadero, en este caso un sombrero que, nos dice el narrador, solo fabrican para Swann y para Haas. Y en cuanto a Saint-Loup, en fin, la cosa se complica hasta el refinamiento. Para Painter, Proust casó a Saint-Loup con Gilbert «debido, en parte, a que uno de los modelos de Saint-Loup casó, en la vida real, con uno de los modelos de Gilberte» (74), pero lo creó antes incluso de conocer a quienes serían sus modelos, un grupo de amigos aristócratas entre los que figuran Gabriel de La Rochefoucauld, Antoine Bibesco y Bertrand de Fenelon, con quien tuvo relaciones de distinta intensidad y celos de diferentes clases, tormentosos con el lenguaraz y cruel Bibesco y más distantes con el acaparador Fenelon, y eso que se pasaba el tiempo en tierras exóticas. A este Fenelon atribuye Painter el «descenso a Sodoma» de Saint-Loup y su «redención al morir en el frente de guerra» (471). Algunos pasajes con estos alegres muchachos son particularmente divertidos, por ejemplo el calamitoso estreno de Proust como cliente de un lupanar: «las muchachas no eran tan atractivas como él había esperado, y la calefacción central todavía dejaba más que desear; fue preciso revolver el establecimiento de arriba abajo para encontrar botellas de agua caliente y más mantas para tan friolero cliente» (455).

Expresiones como «descenso» y «redención» dan idea del tratamiento que, sin salirse de los hechos (y con criterios científicos, como asegura en la introducción), Painter da al tema de las inclinaciones sexuales de Proust, quien, según él, «estaba condenado a la homosexualidad (…) si no en virtud de una predisposición innata, sí por las tensiones sufridas en su primera infancia» (91). Es el único asunto en el que Painter no deja de cargar las tintas. Con frecuencia habla de la «perversión sexual» de Proust, o de que sus fracasos heterosexuales eran deliberados cortes con todo aquello que no lo dirigiese hacia su propio sexo. Painter pasa revista a sus primeros amores, de 1894, con Robert de Billy, y más tarde con Edgar Aubert, Willie Heath o Reynaldo Hahn, con quien duró dieciocho meses, hasta que fue sustituido por Lucien Daudet, hijo del célebre escritor. Aunque resulta ciertamente revelador el tono en el que habla, por ejemplo de Oscar Wilde, que también en 1894 visitó París «por última vez antes de la condena, por él mismo buscada…» (267), e incluso apunta que en Charlie Morel, que lleva loco a Charlus, hay algo del «peligroso y apuesto» Lord Alfred Douglas. Especialmente sarcástico se muestra Painter con otros famosos saturnianos como Jean Lorrain, un sujeto repulsivo al que Proust retó a duelo por decir era «uno de estos niños bonitos de la alta sociedad que han logrado quedar embarazados de literatura». Fue un duelo a pistola, de los muchos que había entonces y que nunca teñían de sangre el río.

Pero cuando Painter moja su pluma en tinteros melodramáticos que poco se avienen con la investigación meticulosa es en el momento de interpretar su relación con Reynaldo Hahn (276), hasta la que Proust, que había tenido devaneos con mujeres, «todavía podía considerarse como un ser básicamente normal», pero a partir de la que ya  era «uno de los exiliados, desperdigados, forajidos ciudadanos de Sodoma, un miembro de una raza todavía más trágica y despreciada que la judía», y poco le separaba de «la estirpe de Doasan y su violinista polaco, de Montesquiou y Delafosse, de Wilde y Lord Alfred», aunque lo peor, como siempre, le esperaba en casa, «obligado a realizar un constante esfuerzo, durante toda su vida, para esconder a su madre su verdadero modo de ser». Quizá por eso, apunta Painter (y el inicio del segundo volumen termina de explicarlo) «Proust escribió una narración en la que mataba a su madre y luego se suicidaba, cual si esta fuese la única solución a su dilema». El libro, insistamos, se escribió en 1957, pero la pluma de Proust, en el más amplio sentido de la palabra, no creemos que pudiera sorprender tan trágicamente a su querida madre.

El libro, por lo demás, ahonda en el largo y agotador camino que le llevó hasta su gran obra, desde sus preferencias literarias (Verlaine antes incluso de ser simbolista, o Lecont de Lisle «el más grande de los parnasianos»), o musicales (Wagner ante todo, pero también Fauré, Saint-Saëns o un entonces poco conocido Debussy). Varias veces aparece Middlemarch, bien porque se lo pidiera a su madre en su retiro de Fontainebleau (306) o porque él mismo se sintiera como Casaubon, entregado a una obra que se sentía incapaz de terminar. En sus principios, Proust trató y se vio influenciado por Anatole France, entonces en la cima del éxito, de quien, según Painter, tomó «la irrealidad del mundo fenomenológico, el de la poética naturaleza del pasado, en el cual se esconde una única realidad verdadera, el de la imposibilidad de conocer a otra persona, el del constante proceso de alteraciones en el propio ser, sentimientos y recuerdos, el de su pesimismo…» (121). France, por su parte, ejerció su influencia personal para que Proust encontrara editor, e incluso, sin mostrar demasiado ojo clínico, pensó en él como candidato para casarse con su hija Suzanne. 

Y así el personaje de Bergotte es una mezcla de Anatole France, por su relevancia social, y de John Ruskin, su principal modelo, al que, con la ayuda de su gran amiga Nordlinger y de su madre, que sí sabían inglés, se ocupó de traducir, y con el que compartía una estética que nos recuerda a la del medium de la literatura clásica: «el poeta era una especie de escribano que, siguiendo el dictado de la naturaleza, hacía constar una parte más o menos importante del secreto de esta; y el primordial deber del artista es no añadir nada suyo al divino mensaje». Su influencia, ya presente en Jean Santeuil —cuya trama se basa en la vida de Proust hasta 1895, es decir, el que utilizó en la primera mitad de su heptalogía—, tiene que ver con la típica especulación del sentimiento que cobra cuerpo en À la recherche, por ejemplo cuando el protagonista habla de Marie, que luego sería Gilberte: «Medía el placer de contemplarla con la medida inmensa de su deseo de verla, y de su dolor al despedirse de ella; y, en realidad, muy poco era el placer que experimentaba merced a su presencia real» (89). Del mismo modo, Los placeres y los días son «depósitos que contienen el Tiempo Perdido» (298), una «inmensa cuba de la que, tras larga fermentación, saldrán los personajes de En busca del tiempo perdido» (298). Jean Santeuil fue una gran novela fallida, un enorme esfuerzo baldío, un desperdicio de «casi trescientas mil palabras» (383). Pero en ella divisó lo que sería, al cabo, su gran obra, una novela «en la que escriba únicamente sobre el pasado resucitado por un olor o una visión» (390), y con ella recorrió los «dos falsos caminos», los «Nombres de personas» y los «Nombres de lugares», que «representan, el primero, la carrera de Proust para ser aceptado en la alta sociedad, y el segundo, su periplo siguiendo los pasos de Ruskin» (425). En todo caso, casi nos sirve de consuelo pensar que si Jean Santeuil le hubiera salido bien, muy probablemente Proust se hubiera dado por satisfecho hasta el punto de no escribir aquello de «Durante años me acosté temprano», que es a lo que Painter dedicará el segundo volumen de su biografía.


George D. Painter, Marcel Proust 1. Biografía 1871-1903, Alianza-Lumen, 1972, 509 p.

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