La vendetta, tercera entrega de La comedia humana, es quizá su primera novela redonda en el sentido que le damos ahora: una trama de estructura compensada, unos personajes bien desarrollados y un final muy elocuente. El argumento le habría bastado a Zola para pensar en L’Assomoir, pero también a Lorca para plantear sus Bodas de sangre. Pero esta novela tan bien hecha es algo más: un ejemplo meridiano de la transición del romanticismo al realismo. Igual que hiciera con los temas clasicistas, Balzac desarrolla una novela de aventuras que con gusto habrían firmado los Dumas, pero, justo donde la novela romántica termina, Balzac añade un epílogo casi naturalista.
Pero quince años después las tornas han cambiado y vuelto a cambiar y Napoleón ha sido desterrado a Santa Elena. Los bonapartistas son proscritos, los realistas los hostigan, todo ello representado en un taller de pintura en el que señoritas realistas murmuran y malmeten contra señoritas sospechosas, a la cabeza de ellas Ginebra, un típico producto corso: «Educada como en Córcega, Ginebra era en cierto modo la hija de la naturaleza, ignoraba la mentira y se entregaba sinceramente a sus impresiones, las confesaba, o más bien las dejaba adivinar sin el artificio de la pequeña calculadora coquetería de las jóvenes de París». Más adelante, Balzac nos dice de ella que era «inflexible en sus caprichos, vindicativa y colética como lo había sido Bartolomé en su juventud». Ese exceso de sangre es el que desata la trama. Porque el maestro del taller de pintura, Servin, esconde en un cuartucho a un joven bonapartista que se recupera de un tajo en el antebrazo. Ginebra, apartada por las niñas bien a un rincón del taller, lo descubre, se deja llevar por la curiosidad y habla con él. «¡Aquel proscrito era un hijo de Córcega, y hablaba su lenguaje querido!», lo que, claro está, es suficiente para que se enamore.
Pero su sanguíneo padre no está por la labor. Quiere a su hija para él, incluso le reprocha que lo traicione, con esa cerrilidad egoísta y aldeana por la que se daba por hecho que una hija, sobre todo si solo hay una, no tiene derecho a fundar su propia familia sino solo a cuidar de los viejos. Balzac aquí carga las tintas: el viejo es un bestia, incluso amenaza de muerte a Ginebra, pero siempre quedan las pacientes maniobras de su esposa para que al final acceda, de muy mala gana, a conocer al pretendiente. La novela está madura para proceder a una anagnórisis en toda regla, bien montada porque Balzac ha sabido barrer a los centrales, es decir, llevar la intuición del lector por otro lado para meter el gol por donde desde el principio había que meterlo, y estas notas no pretenden estropear a nadie su lectura sino registrar la mía, de modo que las almas sensibles al spoiler deberían dejar de leer aquí, porque… ¡resulta que el novio, Luigi, es un Porta, precisamente el niño que Piombo ató a la cama, allá en la salvaje Córcega, para socarrarlo junto a toda su familia! ¡La venganza no había culminado! Pero son corsos, y también la hija, que planta a sus padres y se larga con el muchacho.
Hasta que llegó Balzac, este tipo de novelas, tan entretenidas, se acababan en semejante final feliz. El romanticismo llega y sigue llegando hasta ahí, pero, otra vez, Balzac da un paso más. Los novios se casan, se aman, son dichosos, viven en un piso muy bonito, pero tienen que subsistir. Los románticos no contaban con este detalle, y el nuevo realismo los pone a los dos a trabajar, a ella pintando retratos y a él caligrafiando escrituras. Viven per sua mano, como cualquier hijo de vecino, por mucho que ella sea hija de un barón y él consiguiera la Legión de Honor. Tienen un niño y otra vez Balzac nos vuelve a despistar: ¿volverán los sicarios corsos a cumplir con la venganza? No, la venganza es otra.
Y aquí empieza Zola: la competencia los deja sin faena, tienen que trabajar como posesos, se abandonan al desánimo, pasan hambre y frío, hasta el punto de que Luigi decide venderse como carne de cañón por un puñado de monedas. Pero ya es tarde. El niño ha muerto y la madre, poco después, también. A Luigi solo le queda un mechón de pelo que su amada Ginebra le encarga llevar a su padre, como recuerdo de la hija que perdió. Y así lo hace, y en el mismo instante de cumplir la última voluntad, Luigi, delante de los padres de Ginebra, caer muerto. La vendetta, finalmente, se ha cumplido, pero no ha sido la sangre sino el mercado laboral. Digo Zola porque este final es el que alargaría en L’Assomoir hasta el hastío, no con corsos sino con otras víctimas menos ilustres de la realidad, y de paso fundaría el naturalismo tal y como lo habríamos de conocer. Claro que su impresionante novela no dejaría un regusto tan divertido como esta, tan romántico.
Honoré de Balzac, 'La vendetta', La Comedia humana, I, traducción (actualizada) de Aurelio Garzón del Camino, Hermida editores, pp. 181-265.