13.8.17

El buen profesor


Me gusta contar la anécdota de Torrente Ballester, cuando, con un pie ya en el estribo, le hicieron una entrevista y a la primera pregunta (“usted, como escritor…”) saltó antes de que terminaran de formulársela: “No, perdone, yo no soy un escritor; yo soy un profesor, y un buen profesor”. Y eso lo dijo el mejor narrador de su generación. Quizá por eso lo dijo.
Algo parecido sucede con George Steiner. “Carezco por completo de la inocencia y la sencillez de un gran creador”, dice en las últimas páginas de Un largo sábado, el libro de conversaciones con Laure Adler. Quizá es eso lo que nos atrae de Steiner. Sus libros siempre vienen bien en clase: sus citas, sus anécdotas, sus reflexiones. Viaja siempre en primera clase, claro, rodeado de los grandes genios que en el mundo han sido, a los que cita como si los acabara de explicar. Pero eso mismo, ese género del ensayo literario anglosajón, puede hacerse pesado cuando lo firma, por ejemplo, Harold Bloom, cuyo tomazo sobre Shakespeare es uno de los peores libros de crítica que yo haya leído, todo lleno de esto me gusta, este es el mejor, como un constante y gratuito juicio sumarísimo de quien (por algo será) tiene que repetir cada pocas líneas lo mucho que lee. Steiner no es así. Tiene ideas más brillantes, trae mejor las citas y parte de su propia humildad y de lo que podríamos llamar la obligación de comprender, que en Bloom brilla por su ausencia y que paradójicamente es la única que legitima para lanzar después opiniones incluso más contundentes y vidriosas. 
Steiner es demasiado listo como para no saber que cualquier fenómeno cultural o social es comprensible porque, sencillamente, ha sucedido. Y eso le libra de la peste moderna de la descalificación en bloque. Heiddeger, un nazi de primera hora (anterior a la eugenesia, pero que se hizo el sueco cuando echaron a Husserl, su maestro), es, para empezar, un gran filósofo, y luego un nazi, y aun así un nazi movido por la certeza de que el capitalismo americano y el comunismo soviético se iban a comer a la vieja Europa. Steiner es judío, y no le van las medias tintas cuando habla de la Shoah, pero nos enseña a distinguir el grano de la paja. Cèline es un salvaje, pero, junto con Proust, el creador del francés moderno. Hay que leer incluso a los que te caen mal, porque hay que saber que la bondad o la maldad de un creador no tiene por qué afectar a su obra, y si le afecta, señal de que no es del todo buena. Si antes de leer La náusea repasamos la trayectoria política de Sartre, correremos el riesgo de no tomarla demasiado en serio. Si yo supiese que Quevedo fue una humilde y buena persona sin ambiciones arribistas, es posible que sus versos me gustasen más de lo que me gustan; si, al contrario, hubiera leído que Góngora fue un verraco desalmado, falso, resentido y lameculos, tendría que seguir reconociendo que su poesía es pura luz. 
Steiner insiste en este punto porque ve lo que está pasando. La fama no la da la buena prosa sino los acontecimientos añadidos. Los libros ya no son preguntas sino reafirmaciones, la autoayuda le ha ganado la partida a la especulación. Y Steiner pasa de los autores-idea. Ama profundamente a Tolstoi y a Dostoievski pero habla con desdén de Solzhenitsyn, un autor tan sesudo que impide a sus personajes respirar y que practica con la obra literaria lo mismo que denuncia de la situación política (esto lo digo yo, no Steiner). Recuerdo, dicho sea de paso, que cuando yo era pequeño vino a vivir al bajo de mi escalera un joven matrimonio sevillano, él un guardia civil recién ascendido —y pasaportado— que leía por las tardes Archipiélago Gulag. Un día, desde mi cuarto, escuché que la mujer le decía a mi madre, en voz baja, con su delicioso acento, que, con tantas preocupaciones, “una no tiene un hombre en la cama”. No me extraña. 
Y el peor síntoma es que todo esto hay que aclararlo, que ya no se da por supuesto. Un judío entusiasta del judaísmo como Steiner tiene que explicar por qué es importante leer a Heiddeger y por qué Freud es un cantamañanas. Eso del pensamiento transversal que ahora se vende como necesidad debería lamentarse como pérdida. La alta cultura siempre ha consistido en eso, desde sus adorados griegos y romanos, desde la fundación de un mundo que se acaba. Para él el judío es el viajero, el huésped que pasa unos días en nuestra casa y de paso nos enseña a arreglar la calefacción. El que va dejando algo, un poema, una teoría matemática. Si hay algo que nos echaría para atrás en Steiner es esa defensa de la excelencia intelectual del pueblo judío. Pero Steiner la sostiene en datos, no en bravatas. Cuando en Presencias reales, un libro que me fascinó, habla de la creación contemporánea como nacida del rezo especulativo del Talmud, uno disfruta de la claridad con que defiende aquello que otros considerarían inconveniente. Y es verdad. Siempre es verdad. Este anciano venerable siempre tiene razón.
Y además este libro, para quienes no conozcan otros de más enjundia como Antígonas o Tolstoi o Dostoievski o Errata, es perfecto como vestíbulo de su obra. Es su forma de hablar, Steiner sabe contagiar el entusiasmo, que es en lo que consiste el oficio de profesor. Ciertos temas (la eutanasia, las opciones políticas modernas —¡y aún no había aparecido Trump!—) exigen contundencia sin fisuras, pero sus opiniones han sido maceradas por muchas horas de clase durante las que su expresión se fue perfeccionando y se hizo más clara, más amena, más profunda. 
   El título, como todo en Steiner, no es lo que parece: no se refiere al momento perfecto para leerlo sino a la metáfora de los tres días, el viernes de Pasión, el sábado de incertidumbre y el domingo de Resurrección. Vivimos en la incertidumbre pero ya no esperamos nada del domingo. Es el signo de nuestro tiempo.

George Steiner, Un largo sábado (Conversaciones con Laure Adler), Siruela, 2016, 139 p.
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