Cuaderno de invierno, 40
Los habitantes de los valles no suelen ser muy conscientes de qué hay más allá de las montañas. Es difícil imaginar que detrás de esa muela de faldas calizas, tapizadas de pinos bajos, no hay otro río con su bosquecillo de sargas y de álamos ni sotos de ribera donde bajan las ovejas a pastar, sino barrancos de arcilla surcados por ramblas y escorrentías, gargantas impracticables, desiertos de polvo y de barro. Al norte hay un páramo ventoso y al sur un delta de muelas terciarias, en cuya superficie se cultivó en otro tiempo vid suficiente para regar de vino peleón la comarca entera. Desde el cielo parece un archipiélago seco, salvo por el ancho y tendido desfiladero por donde baja el río.
La idea del paisaje con la que nacimos era el monte pelado y la chopera. Las estribaciones y otros elementos del paisaje fotogénico estaban muy lejos porque había que acceder a ellas por carreteras descarnadas que culebreaban en las paredes de los barrancos, o remontar el río hasta su nacimiento, entre bosques de pinos y peñascos rojizos, pero las vías principales, las que nos llevaban a las grandes capitales de provincia, eran un valle de secano y un monte de carrascas truferas. El viajero no veía más que bancales llenos de piedras y antiguos sabinares convertidos en pasto ralo. Las escenas de feracidad, colorido y un carro de heno se reducían al merendero junto al balsón, y solo traían imágenes de un calor achicharrante o de un frío estremecedor. Con el mal tiempo solo iban al monte los cazadores y los buscadores de rebollones, y en invierno ni eso. El resto lo identificábamos con lo desapacible. Lo que entonces podría habernos parecido fascinante, las calles de los pueblos cubiertas de lodo rojo, las encinas inclinadas a favor del viento, las masías perdidas, nos parecían el escenario del atraso, una asociación demasiado simple entre lo seco, lo pobre y lo feo.
Nos quejamos de despoblación, pero es precisamente a partir de esa inmensidad sufrida, de esas asperezas arañadas por el viento desde donde uno empezó a recomponer el gusto por el campo que tenía al lado de casa, al otro lado de aquellas muelas. Cuando paras el coche en la carretera en mitad del Campo de Visiedo y lo que ves te parece muy hermoso, es que has empezado a comprender este paisaje.