30.11.09
La fiambrera de Muñoz Molina, 1
29.11.09
28.11.09
¿De qué casa es esta aldaba?
24.11.09
22.11.09
16.11.09
Y, en fin, el final, por fin más Pombo que pombiano. Un final muy similar al de El cielo raso, el duelo al sol simbólico, con aquel Esteban, creo recordar, de disimetrías emocionales. A estos finales Steiner los llamaba hegelianos, de igual a igual en contrafiguras de uno mismo, dialécticas de amor y odio en seres que ya están muertos antes de morir. Lo siento, no remonto. Me parece un libro gratuito, redundante. La impresión malévola que queda es que Pombo no se va a poner ahora a armar una historia que bien contada habría sido fascinante. No es que le saque la médula y la ponga a secar en cursiva, sino que, al no haber más que médula, y estar siempre a la intemperie, sin huesos ni mucho menos carne, fluctúa entre la esencia y el despojo, y ya no hablemos de la sangre (por mucha sangre que, yo no sé si involuntariamente, utilice al estilo un poco de Tirant lo Blanc, quien aprovecha la grandeza del momento para explicar con detalle cómo le saca un ojo al enemigo, en este caso una muerte por bayonetazo que en el fondo hace gracia porque te imaginas –horribile visu– a Pombo matando a alguien sin saber cómo se mata, o sea, a Pombo matando sin saber matar, y, claro, arrepintiéndose en la siguiente línea con un final de pietas guerrera que no aclara tampoco nada).
Dejemos de una vez este insistente apedreo, que parezco yo también al de la bayoneta. A estas alturas uno quiero otro Pombo más macizo. Un Pombo estrictamente contemplativo irradia más voluntad y más aventuras que estos juegos metaficcionales. Un Pombo de verdad, unamuniano, de carne y hueso, un Pombo como el que sale, al poco del final, exponiendo franciscanamente sus intenciones novelescas y sus sentimientos desabridos. Su encuentro con la soledad. Esas páginas reconstruyen mejor la novela entera con las pocas líneas claras en las que el escritor se queda solo con el móvil que lo mueve todo, el estar solo.
Siempre me han parecido ridículos los fans que critican a sus ídolos porque no les consienten apartarse lo más mínimo del trono ideal. Hablar así de Pombo me hace sentirme un poco como ellos. Abro sus libros buscando algo concreto, y ahora yo creo que quería un De vita beata, con el equilibrio de discursos narrativos que exhibió en la descomunal El metro de platino iridiado y que luego se fue inflamando asimétricamente por el lado especulativo, como un flemón reflexivo que poco a poco ha ido unamunizando sus novelas. Pero lo bueno de Unamuno, lo que queda de Unamuno, no es la metanovela, qué va. Queda su compulsiva prosa, contagiosa como la de Pombo, prosa que vive y culebrea y que después de leída sigue viviendo en tu cerebro porque no era un mensaje sino un método de pensamiento hablado, una manera de estar. Quizá escribo tanto sobre ese tipo de prosa, la de Pombo en este caso, porque me concentro en sorber la estela de belleza incriticable, inmensurable y absoluta que, aunque no me gusten, siempre me dejan sus libros.
Metaventura del señor Pombo, 2
15.11.09
Metaventuras del señor Pombo, 1
El mismo día que compré en la Casa del Libro La previa muerte del lugarteniente Aloof estaba también, en sorpendentes montones como los que se usan para vender piensos compuestos literarios, la biografía de Unamuno que acaba de publicar en Taurus el matrimonio Rabaté. Es curioso que Unamuno no vaya a parar a la mesa de novedades de crítica literaria del subsuelo, que esté casi con la presencia industrial de los Planeta en el piso de arriba.
El caso es que Unamuno aguardaba a que me terminara el libro de Pombo y con cierta frecuencia le echaba un reojo comparativo. Hay algo en este Pombo reciente que me recuerda a Unamuno. De momento nos alegramos mucho de que haya dejado el estilo Planeta, que amenazaba con ser una repetición sin gracia de algunas de sus más célebres novelas, y que vuelva al estilo Anagrama, esta vez el de algunas de sus mejores piezas breves. Y este Pombo no industrial, este Pombo lírico menudo, siempre da las claves de un Pombo más radical y en cierto modo más transparente. Esto de Aloof no llega a la gracia narrativa en grado máximo de Aparición del eterno femenino, pero tampoco se desangra en esas novelas grisáceas e inculpativas (El cielo raso y por ahí) que precedieron a la catarsis de Contra natura, punto redondo de una especie de terapia literaria y enajenación lírica que se amansó y enterneció con las novelas de oficio, de recurso, que escribió después para Planeta (y eso que en Planeta había escrito uno de sus libros mayores, la paráfrasis de San Francisco). Se diría pues que vuelve ahora el Pombo más ocurrente, menos entenebrecido, pero es el caso unamuniano que esta novela es solo un esqueleto de novela, un rimero de papeles sobre una novela, un cuento no muy consistente despedazado y glosado por unas páginas que vuelven casi sin disimulo al Pombo escritor cotidiano que piensa heideggerianemente sobre el hecho de estar escribiendo. Es un tema que me pone malo, el del escritor que escribe, en este caso el narratólogo que lee, pero a Pombo se lo paso todo porque su prosa siempre me compensa.
Lo malo es que la narración propiamente dicha, el manuscrito encontrado, no tiene toda la vaselina de momentos quietos que necesita una aventura. No tiene el mundo pictórico en el que nos imaginamos la aventura, ni su autor se detiene en los rudimentos del oficio de contar aventuras: un hecho importante va después de otro y es minuciosamente triturado por las alturas líricas de Pombo. No es en absoluto creíble que alguien lea un texto que tiene exactamente el mismo estilo que el supuesto lector que medita sobre él. La radicalidad de Pombo, tan unamuniana, consiste aquí en dejarse de artificios, o en darles una vuelta de tuerca, en presentarlos como son, como artificios, e iluminar la cortina para que la silueta del demiurgo se vea mover los hilos.
Una novela de aventuras es un catálogo de convenciones. Se pueden hacer muy originales novelas de aventuras, pero no se puede renunciar a ellas. No se puede hablar de una guerra que no se sabe qué guerra es y redactar escaramuzas paratácticas en el más puro estilo imitativo de quien declara que no disfruta del género que está ensayando. Es pura esencia, puro esqueleto, un primer borrador de un cuento barajado con unas interesantísimas notas autobiográficas que nos llevan a la Cuesta de Moyano o a su camarote de Martín de los Heros y que nos hacen desear un libro entero de trivialidades cotidianas del señor Pombo. Con qué alegría leería un libro suyo no de memorias sino de contemplaciones, del ser diario y renqueante, de las escenas que podrían meterse en algodón mojado para que germinen algún día en una historia. De lo primero que se le ocurriera.
Digo, pues, que no me gusta el libro como novela, pero sí lo disfruto como disfrutaría un cartapacio con sus notas y divagaciones. Disfruto a un Pombo cuyo proyecto no me resulta convincente. Tiendo a pensar lo mismo que con Unamuno, que llegó un momento en que dejé de disfrutar sus novelas y me preguntaba por qué no había hecho con ellas un ensayo. Y, al mismo tiempo, empecé a disfrutar del torrente novelesco de El sentimiento trágico de la vida, del personaje Unamuno, igual que ahora disfruto del personaje Pombo, pero no de los personajes creados por Pombo, anegados todos de una sombra pombiana que los reduce a espectros sintéticos y tópicos reconsiderados en su esencia huesuda.
8.11.09
Ópera y zarzuela
Aprovecho el fin de semana largo para ver en el Liceu de Barcelona la ópera El rey Roger, de Szymanovski, basado en Las Bacantes de Eurípides: Penteo (el rey Roger), alarmado por la presencia revolucionaria de Dioniso (el pastor), se viste de mujer para ver a las bacantes entregadas a sus ritos vitivinícolas. El rey Roger sale aquí triunfante, como si el fin de la tragedia fuera reconciliar a Apolo con Dioniso, algo nietzscheanamente imposible, pero en Eurípides las bacantes matan a Penteo, que se sube a un abeto para fisgar y las bacantes arrancan el árbol de cuajo (tengo que mirar si ese abeto es el mismo en el que luego, en la Eneida, se apoya un Polifemo ya tuerto).
Cuando voy a una ópera, más que espectador me siento curioso. Hay muchas cosas que ver y oír simultáneamente, y como tampoco está estipulado que sólo se disfrute de ella viéndola como un todo (es decir, ajustando las dosis de atención a las jerarquías de importancia), yo viajo por los detalles: paso un rato mirando al del trombón, y luego me detengo en un miembro del coro y sus evoluciones por una escalera semicircular blanca por donde se desparramaba el sangriento vino, o sigo un acto entero a las bailarinas, magníficas, o miro a la soprano reptar mientras no canta, o vuelvo al del violón, o me detengo en los descomunales cráneos de vaca y de carnero que portan las danzantes, o incluso en la sombra de los pajarracos modernistas de las lámparas.
Quizá llevado por el prejuicio fácil de que estuviera cantada en polaco, veía con más frecuencia de la necesaria símbolos cristianos oscurantistas, pero también el rojo sangre sobre el blanco frío permanente, y cierta rigidez en la locura que afortunadamente compensaba la coreografía, sin duda lo que más me gustó, teniendo en cuenta que la sustancia de todo está en la danza dionisíaca, más ardiente y enloquecida que la palidez de gestos de la soprano. De que cantasen bien o mal no tengo nada que decir. Y de la música, que me pareció impactante y digerible. Wovon mann nich sprechen kann…
Pero la ópera no terminaba en el escenario. No había estado nunca en el Liceo, ni antes de pegarse fuego ni después de reconstruirlo milimétricamente. Recuerdo la broma que escribió Mendoza cuando se discutía si levantar un Liceo moderno o reconstruirlo en plan Dresde, como si no hubiera pasado nada: “Yo quería mucho a mi abuelo”, escribió, “pero cuando se murió no pensé en tener otro exactamente igual”. Al final se optó por que fuera el mismo por dentro y distinto por fuera, aunque la fachada de cine de pueblo permanece porque sin ella el símbolo no funciona: la burguesía catalana no era ostentosa por fuera; sólo lo era por dentro. En eso se diferencia Barcelona de Valenca: los valencianos sólo son ostentosos por fuera. El caso es que si estás en el palco tienes una perspectiva similar a la del que tiró la bomba, o a la de cualquiera de las familias de monóculo que en la época del marqués de Ut se enseñoreaban por dentro del club privado, y algo menos por fuera. Y si sales del palco estás en cualquier teatro moderno, rectilíneo, enmoquetado y de maderas claras.
La reconstrucción semi-exacta la pagó la Generalitat, pero una de las primeras dependencias que reconstruyeron fue el club privado, en el primer piso de una entrada un poco peterburguesa, con ese verde tan ruso que parece el óxido de cobre de las estatuas portuguesas y esos adornos atestados de ángeles inflagaitas y guirnaldas de flores gordas repintados de purpurina. El club, por supuesto, sigue siendo privado.
Pero bueno, estos detalles mendozianos también son entretenidos, sobre todo si uno no viaja para ver defectos ajenos sino para disfrutar de sus virtudes. Barcelona me pareció una ciudad mucho más limpia y relajada, mucho menos histérica y agresiva que este Madrid asalvajado en el que a veces da grima vivir. Pero eso ya no es de la ópera. A ese tema le dedicaremos una zarzuela.
4.11.09
Amar en martes
De Piel de lagarta, otro libro de cuentos de Angélica Morales, ya comenté lo que me había impresionado su desparpajo surrealista. Aquellos cuentos obedecían a metáforas verbales, su mundo era el de un ramonismo brillante y femenino. Los cuentos eran coherentes con su estética, que exigía constantes hallazgos poéticos, fugaces bengalas de palabras. No era, ni es, lo más habitual, entre otras razones porque exige un dominio del idioma y un oído demasiado bueno para que pueda sostenerse más allá de los márgenes del poema.
Angélica Morales publica ahora Amar en martes, en la misma colección, Cantela, y otra vez todo el libro responde a una misma estética, pero en este caso es la apuesta estética contraria a la de Piel de lagarta. Digo contraria en un sentido estrictamente metafórico: si en aquel libro las metáforas nacían de las palabras, aquí nacen de las imágenes narradas, que suelen ser descritas sin más ornamento que la intensidad vivísima de su exactitud.
Son dos formas diferentes de acercarse a la literatura. Esta segunda forma, la descripción objetiva de lo imaginado, no la imaginación verbal, me parece incluso más exigente, y por supuesto coherente con el tono general de lo narrado. Es imprescindible que el estilo cree la atmósfera necesaria para vivir lo que se nos cuenta. Es como el estado de ánimo de la historia. En el caso de Amar en martes se trata de una elegía, y los diez cuentos son imágenes distintas de un mismo motivo, sublimado en fábulas, destilado en escenas. Se trata de la pérdida de alguien cercano, de los muchos ángulos en los que pueden reaparecer, en ensoñaciones dulces o en pesadillas desasosegantes, los añicos del espejo roto. Pero la tarea de la ficción es no abordar el asunto en abstracto ni en la primera persona herida que lo lamenta, sino representarlo en cuentos independientes, en añicos con autonomía. Tampoco el dolor se manifiesta siempre con quejidos. A veces es una forma de mirar más cruda, o en la renuncia al cascabeleo de la trama. El narrador acompaña en el sentimiento, pero no se apodera de la ficción.
Quizá por esto sean los cuentos que más me hayan gustado aquellos en los que la nitidez de día nublado es absoluta, la poda consciente, necesaria, y la intensidad provenga de la sencillez con que se enuncian los detalles y en su ritmo intenso, en su frío desasosiego. En este sentido, el relato central y el más largo de todos, ‘Rosas robadas’, es una pieza estupenda. Reconozco que a esas alturas ya había leído todos los cuentos, aparte de por el placer de lo bien contado, de lo bien resuelto, alérgico a cualquier cliché, fijándome en la proporción de piel de lagarta que aún quedaba en algunos de los cuentos, y que era como una alegría secundaria. Aun cuando la autora hila con habilidad los resultados de la trama, como en el cuento Aquella perra, el resultado estalla en un significado que no es solo resultado de la pericia argumental, ciertamente diestra, sino más bien el reflejo del ánima, del dolor valiente que lo impregna todo.
Incluso me atrevería a decir que hay un personaje que con diferentes encarnaciones marca la unidad del libro, la mujer hundida y salvada por sí misma, dentro de sí misma y sus ensoñaciones. La mujer a la que duele la intemperie, y sin embargo unas veces se arroja a ella, otras la padece y otras la silencia para siempre. En este catálogo de fragilidades no podían ensayarse relatos en forma de respuesta sino acaso en forma de pregunta. El realismo descarnado no es cualquier imagen del mismo modo que una buena fotografía no es cualquier parte de la realidad. Angélica Morales nos propone encuadres, situaciones concretas, escenas extirpadas de la continuidad y colocadas en la vitrina de los fenómenos. El ánima que les da vida es ese estilo riguroso, ese brillante ejercicio de constatación, narrado a la velocidad del desconsuelo.
3.11.09
Los finales tan esplendorosos como el de En la frontera significan en más de un sentido una forma de redención. La trama se tensa hasta el dolor de ojos y se destensa en una escena imponente que te reconcilia con los sentimientos heridos, y culmina con una concatenación de breves escenas en las que da la sensación de que todos los personajes hablan desde el otro mundo, desde una emoción superior que es lo que muy pocas novelas consiguen con semejante maestría. Pero, en general, en todo lo que la novela significa, la redención estética se ve forzada a mantener la envergadura del dolor narrativo.
Y toda la historia, todas las cuatrocientas páginas de apretada belleza, de una nueva redención de las cosas merced a las palabras, a su exactitud y a su tersura y al veloz y austero ritmo de la narración, cuentan una historia muy sencilla. Un chico sale a buscar una loba. Cuando regresa, han matado a su padre y les han robado los caballos. De modo que sale con su hermano a buscarlos, y los encuentra, pero en la refriega le meten a su hermano pequeño tres balazos muy cerca del corazón. Después, como si las balas hubieran modificado su itinerario, su sentido de la orientación o su destino, el hermano menor se marcha con una muchacha desamparada que aparece por el camino. Billy recupera, al menos, al caballo de su padre y se decide a buscar a su hermano. Lo encuentra, muerto y enterrado, sin rastro de la ninfa que se lo llevó, y decide llevar sus huesos a la casa donde una familia, la suya, casi ha desaparecido por completo. Aquí empieza el impresionante final, el portentoso cierre de una historia que por fin cobra sentido, un sentido también superior, una idea del ser humano suficiente, mítica, intemporal, reconocible.
Hay toneladas de piedad en esta novela, una piedad al estilo, más que homérico, virgiliano. Es verdad que Billy parece a veces un Héctor en busca de su hermano de Paris, pero aun en ese caso la solución de McCarthy es la opuesta, y desde luego no menos desgarradora que la de Homero. Es como si Paris muriese y entonces Héctor se convirtiera en Eneas, el héroe que debe continuar, que no espera conseguir nada personal sino seguir el dictado de sus instintos, o más bien de la parte incólume de su alma, la que todavía lo reconoce como ser humano. Eneas y Billy son héroes a pesar de sí mismos. Sus deberes son muy simples: los de Billy, recuperar el caballo de su padre muerto, traer a casa los huesos de su hermano muerto. Ambas tareas son además prescindibles. Billy no va buscando venganza sino atender a leyes divinas, como Antígona cuando derrama un puñado de tierra sobre el cadáver de su hermano, consciente de que esa piedad irreprimible le va a costar la muerte. Son prescindibles para la supervivencia física, pero no tanto para la supervivencia moral.
Hablo de los antiguos porque a veces perdemos de vista que ciertas necesidades morales no son meros ritos supersticiosos. No pasa nada por no enterrar a los muertos, salvo la supervivencia interior de quien los deja sin enterrar. Es irrelevante que esa necesidad sea o no razonable o útil. Su utilidad es la autoconciencia. Más que eso, es la capacidad de aplicar la voluntad y la determinación en medio del dolor y de la muerte para vencerlos y reafirmar la propia vida. Sin embargo eso no implica ninguna victoria, ninguna satisfacción. Eneas está siempre triste. No tiene motivos, después de todo lo que ha visto y ha sufrido, para dar saltos de alegría, ni siquiera para sentirse, digamos, realizado. Ha cumplido una misión. Ha sido, como la de Billy, una misión elemental, absurda y peligrosa, y él la ha cumplido con la resistencia inagotable de la loba preñada, con las ganas de vivir del caballo herido, con las últimas fuerzas de ese perro siniestro que se le aparece en las últimas páginas para desgarrarte con unas últimas líneas estremecedoras.
Muchas veces me planteo esto. La nobleza de Billy, su condición de héroe, es más pura y más humana cuanto más se parece a la bondad sin pensamiento de los animales. Diríase que somos más humanos cuanto más radicalmente nos despojamos de las consecuencias de nuestra humanidad. Veo humanidad en cómo me mira mi perro, pero no en cómo mira casi ninguno de los personajes que uno va encontrándose por el desierto.
La novela sucede (un dato que se intuye por los medios de locomoción y los pavimentos de las carreteras pero que no se explicita hasta muy al final) en los años cuarenta del siglo XX, en la frontera entre México y Estados Unidos y también en la frontera entre el atraso y el progreso, entre una vida bárbara de far west mexicano y los rumores lejanos de un mundo nuevo donde ya no hay cuatreros ni necesidad de morir ni de arriesgar la vida por curarle una herida a un caballo, o por enterrar los huesos de tu hermano.