18.6.14

Pluma de halcón

             

Mientras atravesaba la jungla de exámenes, y después de un pacífico y algo tedioso trayecto por el río Concord de la mano de Thoreau, he ido abriéndome camino por los bosques de Connecticut y el valle del Hudson, tras el rastro de Ojo de halcón, el explorador de El último mohicano. Sucede con esta clase de novelas que de niño uno leyó una versión con santos (la novela gráfica que dicen haber inventado ahora) de aquellas que publicaba Bruguera ilustradas por Francisco Darnís, y pese a recordarlas con el placer con el que se reconstruyen las infancias muy felices siempre las había dado por leídas, como guardadas en el desván de la literatura juvenil. De hecho, ahora mismo no caigo en dónde las puedo tener.
            Así que, como ha pasado en general con Robinson Crusoe o con Gulliver, uno debe llegar a la edad adulta para regresar a la falta de prejuicios de la infancia y darse cuenta de que lo que estaba resumido en su propio mito, esculpido en forma de muñeco, es en verdad, como decían los manuales, una obra de primera categoría. Pero eso tiene que descubrirlo uno. De James Fenimore Cooper sabía lo que recordaba y lo que tenía que saber, el padre de la épica norteamericana, el Walter Scott de las colonias, etc., etc., pero no que la novela estuviera tan excepcionalmente bien compuesta y que no solo fuese un vivero de mitos sino un arsenal de técnicas narrativas. Y no ha estado nada mal leerlo después de El trampero para calibrarlo en su justa medida. Frente a Cooper, Vardis Fisher es, más que un trampero, un tramposo, alguien que cifra la utilidad de los resortes narrativos en su mero efectismo y que no se molesta en cincelar aristas en los personajes. El último mohicano, leído ahora, es un modelo de distribución narrativa que va de los cuentos populares a la prosa de Tito Livio y a un tipo de imaginación que ya nos suena, en 1824, del todo cinematográfica.
            Sam Maynard, el héroe de El trampero, es, como David, uno de los personajes de Cooper, un amante de la música clásica, pero mientras Fisher lo utiliza como argamasa de nombres célebres para mantener el contrapunto (el joven de Boston en el salvaje oeste), Cooper le da a la música una utilidad narrativa mucho más eficaz y una simbología mucho más rica: aquí el melómano es un inadaptado, un profesor de canto metido en la selva, un pichón que reclama a sus depredadores, y sin embargo, sin embargo, sus cánticos son el arma más útil para impresionar a los indios y sus gorgoritos de loco un salvoconducto incomparable, desde el momento en que los nativos reverencian a los locos y los dejan estar, como si estuvieran poseídos por los espíritus.
Los indios buenos de Fisher, por otra parte, son en realidad pusilánimes, pero en Cooper los delaware y los mohicanos tienen una atronadora presencia moral, son indios nobles, sabios, que no atacan tapándose la boca mientras gritan sino por un elevado y reflexivo sentido del honor. Los indios malos de Fisher son bestias salvajes de cartón, pero el Magua de Cooper, el jefe de los hurones, es un malo malísimo de reglamento, artero, rastrero, pero también con un fondo de ira vengativa narrativamente bien justificada, un desclasado, un reintegrado a su propia tribu, carcomido de rencor. Cooper tampoco tiene necesidad de llenarlos de sangre el sillón, y no por pacato, desde luego, sino sencillamente porque no hace falta. Cooper no tiene la necesidad de Fisher de contarnos cómo es un cráneo recién despellejado, con diminutas burbujas de sangre sobre el hueso, sino de avisarnos, de hacérnoslo temer, sin más (ni menos).
Y Ojo de halcón, Natty Bumppo, el explorador, el modelo de trampero (el gorro de castor lo llevaba Daniel Boone; él usa un sombrerito más Errol Flyn que otra cosa), no es ningún nostálgico exiliado de la civilización. Su tez no es ni la roja de Uncas ni la pálida de Merton, el anciano militar inglés: es un rostro nuevo, incluso una raza nueva, la raza del blanco americano, la raza autóctona, algo en lo que Cooper pone extremo cuidado porque en el fondo, como dicen los manuales, se trataba de encontrar un lenguaje épico norteamericano. “¿Qué tengo que ver yo, un guerrero del bosque, un hombre de pura raza, con los libros?”, dice Ojo de halcón, que tiene, desde luego, la puntería folletinesca de Robin Hood, pero también esa orgullosa inocencia que a los europeos tanto nos cuesta comprender. ¿Cómo se pueden tomar en serio esas puerilidades?, nos preguntamos muchas veces aquí, en nuestra ruina culta, y nos reímos de las dentaduras de galán y de los gestos de saltimbanqui. Nos reímos de lo que ellos se toman en serio con franqueza roussoniana, y la verdad es que no les ha ido del todo mal. Si no nos han evangelizado, al menos han decorado nuestras paredes con sus mitos.
Ojo de halcón no es, tampoco, un Sam Maynard ubicuo. En realidad es un personaje secundario, porque el verdadero protagonista es Uncas, el joven mohicano, que ni siquiera es el último. Uncas es ese personaje que Vardis Fisher mata en media página pero luego hace que Sam Maynard se duela de haber degollado a un guerrero tan noble y tan valiente. Cooper no nos explica que es noble y valiente. Cooper, como los grandes escritores, nos lo hace ver, nos lo cuenta. Y con él nos cuenta un mundo conocido de primera mano, el de los indios dignos, respetuosos con sus tradiciones, dueños de un lugar en el bosque. La palabra salvaje, en Cooper, no suena jamás tan agresiva como en Fisher, del mismo modo que la palabra nigger, en Mark Twain, no resulta en absoluto ofensiva (y a pesar de ello los propios norteamericanos casi estigmatizan al gran patriarca de su literatura). Nada hay ofensivo en un buen narrador. Es, en todo caso, descriptivo, pero los personajes siempre son más complejos de lo que dice su nombre, más incluso, a veces, de lo que quisiera el propio narrador, porque el genio verdadero siempre es involuntario.
Cooper demuestra, como suelen hacer los grandes, que la acción no es ninguna limitación literaria. Se puede mantener un ritmo indeclinable, un acontecimiento tras otro, idas, venidas, raptos, batallas, juicios, reencuentros, sorpresas y estratagemas, hasta un oso falso que luego resulta bien justificado, sin perder el sentido del entretenimiento pero tampoco de la buena prosa, y así suena de lo más natural, dentro de las aventuras absorbentes, encontrarse un párrafo como este:

Pero mientras ofrecía sacrificios a favor de asuntos más generales, Magua nunca perdió interés por sus ambiciones personales. Estas se habían visto frustradas por los inesperados acontecimientos que le hicieron perder el control sobre sus prisioneros; y ahora se encontraba con que tenía que pedir favores a aquellos que recientemente había halagado.
Varios de los jefes habían propuesto estratagemas crueles y despiadadas que les permitiesen sorprender a los delaware, con el fin de hacerse con su campamento y, de paso, recuperar a sus prisioneros. Todos estaban de acuerdo en que por su honor, sus intereses y el eterno descanso feliz de sos compatriotas, tenían la imperiosa necesidad de cobrar una rápida venganza a través de las vidas de algunas víctimas dedicadas a su recuerdo. Pero Magua consiguió que se descartasen tales empresas, basándose en lo peligrosas y poco efectivas que podrían resultar. Con su gran facilidad de palabra expuso lo arriesgadas e inútiles que serían; y al desechar una tras otra, utilizando opiniones contrarias, logró sacar adelante su propia propuesta.

¿No es este el Sejano de Tácito, el Yugurta de Salustio? La misma densidad narrativa tiene mucho de relato clásico, generoso en las acciones intensas, pero nunca prolijo. Cooper reúne a los viajeros ingleses para llegar a territorio amigo (cerca del fuerte Tinderoga, por cierto, como los lápices que utilizo para subrayar) y a partir de entonces se nos viene a la memoria un aluvión de historias y películas que partieron de la misma base: los civilizados occidentales en mitad de la jungla salvaje y el asalvajado occidental que los lleva por buen camino. Pero no tan asalvajado como para no parecer un Auguste Dupin anticipado, un antepasado de Sherlock Holmes: “A partir de tan innegables puebas, el experimentado cazador llegó a la verdad, con una certeza y una precisión tales que parecía que hubiera sido testigo ocular de los hechos, gracias a su instintiva capacidad de deducción”.
Sí, es posible que esta inteligencia natural de Ojo de halcón fuera el prototipo de la nueva raza, el nuevo Ulises trasatlántico (Ulises no era tan buena persona), pero el protagonista no es él. El protagonista, esta vez sí, es el bosque, el río, y no porque Cooper se demore en describirlo (Cooper no se demora en nada) sino porque está presente. Uno está en el bosque, y eso es algo que no depende de la escrupulosidad descriptiva sino del aire que refresca las palabras. No obstante, para mi colección de descripciones campestres me he guardado alguna que otra prueba más de que la poesía no está en las metáforas sino en las imágenes poéticas de la realidad, y no en los adjetivos ornamentales sino en el ritmo, en la dicción. Si cito tanto a Vardis Fisher es porque lo acabo de leer y porque se nota que tomó mucho de Cooper, e igual que entonces celebré la divertida intensidad de su prosa, con Cooper celebro que esto sí es, sí sigue siendo gran literatura.
La traducción de Javier Vallina, por lo demás, es estupenda (esto es, te permite olvidarte de ella), por más que utilice mal dos veces el verbo infringir, que escriba el horrísono “delante suyo”, que hable de “designada responsabilidad” o de “expectaciones” en vez de expectativas; poco, ciertamente, en el caudal de las más de 500 apretadas páginas del libro. 

James Fenimore Cooper, El último mohicano, trad. Urbano Viñuela, Cátedra, 1997, 510 p.



8.6.14

Los ojos de Thoreau


Dejé a medias El último mohicano, que me estaba gustando, porque llegó el cartero con Musketaquid, la traducción de A week on the Concord and Merrimack rivers que ha publicado Errata naturae con el buen gusto que la caracteriza, y eso que en esta ocasión habría que ponerle un par de peros. El primero, que las notas no son “de los editores”, como se dice en la primera de ellas, es decir de los editores de esta traducción, sino de Robert F. Sayre, el autor de Thoreau and the American Indians, quien en 1985 preparó la edición de las obras de Thoreau para The Library of America que Errata naturae ha usado para esta traducción.
            El asunto no es menor. A week (o Musketaquid, el nombre indio del río Concord) es un libro de libros, un canto de amor a la poesía de todos los tiempos y lugares, la griega, la romana, la hindú, la anglosajona; un libro escrito entre libros, una prosa detenida para buscar una cita exacta o para traducir unos versos de Simónides de Ceos. Si nos quedásemos con las páginas del libro que solo hablan del viaje por el río, calculo que no pasaría de la tercera parte. Se trata, como el río Concord, de una prosa desparramada, remansada por el constante esfuerzo poético, detenida en gentes que llevan a libros, acampada en praderas llenas de versos. Casi constantemente se nos está citando, casi siempre sin nombrarlo, a un poeta menor del siglo XVIII, a un geógrafo aficionado de su época o a un libro de versos que publicó un amigo suyo. En esas circunstancias, averiguar de dónde procede cada cita es una minuciosa labor de especialistas que en este caso resulta imprescindible.
            Por el mismo motivo, y puesto que han copiado las citas a su sabor, también podrían haber calcado el estupendo índice y los tres mapas antiguos que vienen en la edición de Sayre, que a los buscadores de libros viejos nos habrían resultado la mar de útiles.
            El otro pero hay que ponérselo, como casi siempre, a la contraportada. En ella se nos habla largamente del viaje que emprendió con su hermano, de que ambos estaban enamorados de la misma mujer y de que, al regreso de la excursión, el hermano de Thoreau se cortó afeitándose y a raíz de aquella herida murió poco después, de modo que este libro sería un homenaje al hermano muerto y “un ensayo de primer orden sobre la amistad y el amor”.
            En el libro de Thoreau no se dice una sola palabra de eso. Al hermano ni lo nombra, por más que a veces diga que “uno de nosotros” fue a por leña o cazó una paloma. Y el río, como digo, tampoco aparece mucho. Está allí, se lo nombra, y con frecuencia, como si se decidiese a remar, Thoreau nos regala una descripción de altura, tan elevada que con frecuencia flota y sube al cielo de las ideas poéticas, que siempre son felices coincidencias. A un lector de Juan Ramón Jiménez este libro le encantará, pero el que busque la emoción de la amistad y del hermano muerto se va a quedar con las ganas. Los que buscábamos río y nada más que río, en cierto modo, también.
            Pero la edición, ya digo, es de continente delicado, y la portada de David Sánchez merece mención aparte. Me gustan los dibujantes de línea clara, entre Hergé y Clowes, maestros confesos de David Sánchez, y ojalá que siga por ahí. En este caso, el retrato de Thoreau y su hermano dice bastante más del autor del libro de lo que cabría esperar.




            El hermano está como aparece en el libro, transparente, con esa cara de bondad transida que tienen los muertos prematuros. Pero Thoreau, inspirado en la clásica fotografía en la que se inspiran todos (la que aparece en la wiki) es una interpretación del personaje. En la fotografía original, los ojos de Thoreau son ojos de poeta, grandes, claros, levemente caedizos, como estragados de ver tanta belleza. Los labios, el superior bien delineado y el belfo inferior, le dan al personaje toda la carga de fe en sí mismo que en el libro sale por toneladas. Es ese rictus de quienes están convencidos de lo que acaban de decir; son, también, un elegante principio de puchero, el gesto no de impaciencia sino de quien suele ser impaciente, o incluso de quien tiene siempre el verso en la flor de los labios, como Antonio Colinas, que en todas sus fotos parece a punto de emitir una observación muy honda. La foto de Thoreau es, en fin, foto de poeta, porque Thoreau se siente un poeta, un ensayista lírico. Los poemas saltan por la prosa como burbujas, como si las aguas alcanzasen su punto de emoción. Así, cuando habla del “gusano nativo”, de la orgullosa nostalgia, deja una pieza como esta:

Hough all the fates should prove unkind,
Leave not your native land behind.
The ship, becalmed, at length stands still;
The steed must rest beneath the hill;
But swiftly still our fortunes pace
To find us out in every place.
The vessel, though her masts be firm,
Beneath her copper bears a worm;
Around the cape, across the line,
Till fields of ice her course confine;
It matters not how smooth the breeze,
How shallow or how deep the seas,
Whether she bears Manilla twine,
Or in her hold Madeira wine,
Or China teas, or Spanish hides,
In port or quarantine she rides;
Far from New England's blustering shore,
New England's worm her hulk shall bore,
And sink her in the Indian seas,
Twine, wine, and hides, and China teas.

Que en la traducción de Miguel Ros dice así:

Aunque todos los hados se muestren ingratos,
nunca dejes atrás tu tierra natal.
El barco, sosegado, termina por detenerse;
el corcel ha de descansar bajo la colina;
mas pronto nuestro destino de nuevo se encamina
y acaba por atraparnos.
La nave, aunque de mástiles firmes,
alberga bajo su cobre un gusano;
rodea el Cabo, cruza el Ecuador,
hasta que su ruta encuentra campos de hielo;
no importa cuán tranquila sea la brisa,
si son o no profundos los mares,
si transporta cuerda de Manila,
o si lleva vino de Madeira,
o cueros de España, o tés de China,
entrará en puertos o en cuarentena;
lejos de la violenta costa de Nueva Inglaterra,
el gusano nativo perforará su casco,
y la hundirá en los mares de la India,
junto a la cuerda, el vino, el cuero y el té de China.

La verdad es que, pese a que cuente una travesía en río, el libro no sé si cabe en la serie de literatura campestre. Tiene una limpidez sobrecargada, una sucesión de frases definitivas, muy musicadas, muy alicatadas de versos impecables. Pero esa trabajada simplicidad debe ser también sencilla, y este es el verdadero asunto de este libro, la lucha de Thoreau entre sus libracos para pintar acuarelas del río Concord con los versos más higiénicamente puros.

Y aun así la poesía, a pesar de ser el resultado último y más refinado, es un fruto natural. Con la misma naturalidad con que el roble alberga una bellota, y la vid un racimo de uvas, el hombre alberga un poema, ya sea hablado o escrito. Se trata del éxito principal y más memorable, pues la historia no es más que un relato en prosa de acontecimientos poéticos…

Y así podríamos seguir citando frases bruñidas, pensamientos etéreos, ideas modernas, pero cada vez que Thoreau llega a una escena, a un cuadro, al paisaje sin pensamientos, sin cellisca filosófica, se nota que no le concede más que lo imprescindible para componer una hermosa pastoral, pero de inmediato vuelve a sus libros. Más que flujo es abalorio: reflexiones ensartadas en el río, sobre literatura antigua, sobre la historia del país, sobre unos paisanos a los que Thoreau parece tratar siempre de lejos, distanciado, encaramado a su minarete poético, y ahí es donde creo que acierta el dibujo de David Sánchez, que no ha insistido en el belfo pero sí en los labios dibujados (muy parecidos a los de John Banville, por cierto) y en un detalle que no está en la fotografía original. En el dibujo, Thoreau tiene ese gesto de subir las cejas y bajar los párpados que tienen los intelectuales muy pagados de sí mismos. Lo que en la foto es un estrago poético, en el dibujo es conciencia de superioridad moral, un detalle que flota por el libro como un hedor a hierbas del año anterior. Demasiadas auroras, demasiado poeta en sí. En cierto modo, demasiada literatura.
            Nada criticable, en cualquier caso. Los libros tan bien escritos, por lentas que sean sus aguas, siempre son de agradable travesía. Si lo contextualizamos, es un gran libro. Si prescindimos del culto waldénico, de lo que significó en su tiempo la obra (incomprendida por adelantada); es decir, si prescindimos del aparato histórico literario, el libro no deja un poso tan profundo. Un libro cargado de ideas filosóficas deja menos limo que un libro donde solo se hable de un río. Esto es lo que uno le reprocha. Compartimos las odas a los antiguos, su sentido de la sencillez homérica, etc., pero no hasta transigir con la prolijidad. Thoreau escribe palabra por palabra y no parece importarle la totalidad de cauce. Ve las aguas y los avetoros y las ratas almizcleras, pero los lectores no viajamos en el río. Y no es por lo que dice, ni siquiera por lo que se repite. Es por esa actitud un poco sabionda que David Sánchez supo ver, aunque para ello, como buen artista, tuviera que traicionar el original.
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