Mientras atravesaba la jungla de exámenes, y después de un pacífico y algo tedioso trayecto por el río Concord de la mano de Thoreau, he ido abriéndome camino por los bosques de Connecticut y el valle del Hudson, tras el rastro de Ojo de halcón, el explorador de El último mohicano. Sucede con esta clase de novelas que de niño uno leyó una versión con santos (la novela gráfica que dicen haber inventado ahora) de aquellas que publicaba Bruguera ilustradas por Francisco Darnís, y pese a recordarlas con el placer con el que se reconstruyen las infancias muy felices siempre las había dado por leídas, como guardadas en el desván de la literatura juvenil. De hecho, ahora mismo no caigo en dónde las puedo tener.
Así que, como ha pasado en general
con Robinson Crusoe o con Gulliver, uno debe llegar a la edad adulta para
regresar a la falta de prejuicios de la infancia y darse cuenta de que lo que
estaba resumido en su propio mito, esculpido en forma de muñeco, es en verdad,
como decían los manuales, una obra de primera categoría. Pero eso tiene que
descubrirlo uno. De James Fenimore Cooper sabía lo que recordaba y lo que
tenía que saber, el padre de la épica norteamericana, el Walter Scott de las
colonias, etc., etc., pero no que la novela estuviera tan excepcionalmente bien
compuesta y que no solo fuese un vivero de mitos sino un
arsenal de técnicas narrativas. Y no ha estado nada mal leerlo después de El trampero para calibrarlo en su justa
medida. Frente a Cooper, Vardis Fisher es, más que un trampero, un tramposo,
alguien que cifra la utilidad de los resortes narrativos en su mero efectismo y
que no se molesta en cincelar aristas en los personajes. El último mohicano, leído ahora, es un modelo de distribución
narrativa que va de los cuentos populares a la prosa de Tito Livio y a un tipo
de imaginación que ya nos suena, en 1824, del todo cinematográfica.
Sam Maynard, el héroe de El trampero, es, como David, uno de los
personajes de Cooper, un amante de la música clásica, pero mientras Fisher lo
utiliza como argamasa de nombres célebres para mantener el contrapunto (el
joven de Boston en el salvaje oeste), Cooper le da a la música una utilidad
narrativa mucho más eficaz y una simbología mucho más rica: aquí el melómano es
un inadaptado, un profesor de canto metido en la selva, un pichón que reclama a
sus depredadores, y sin embargo, sin embargo, sus cánticos son el arma más útil
para impresionar a los indios y sus gorgoritos de loco un salvoconducto incomparable,
desde el momento en que los nativos reverencian a los locos y los dejan estar,
como si estuvieran poseídos por los espíritus.
Los
indios buenos de Fisher, por otra
parte, son en realidad pusilánimes, pero en Cooper los delaware y los mohicanos
tienen una atronadora presencia moral, son indios nobles, sabios, que no atacan
tapándose la boca mientras gritan sino por un elevado y reflexivo sentido del
honor. Los indios malos de Fisher son
bestias salvajes de cartón, pero el Magua de Cooper, el jefe de los hurones, es
un malo malísimo de reglamento, artero, rastrero, pero también con un fondo de
ira vengativa narrativamente bien justificada, un desclasado, un reintegrado a
su propia tribu, carcomido de rencor. Cooper tampoco tiene necesidad de
llenarlos de sangre el sillón, y no por pacato, desde luego, sino sencillamente
porque no hace falta. Cooper no tiene la necesidad de Fisher de contarnos cómo
es un cráneo recién despellejado, con diminutas burbujas de sangre sobre el
hueso, sino de avisarnos, de hacérnoslo temer, sin más (ni menos).
Y
Ojo de halcón, Natty Bumppo, el explorador, el modelo de trampero (el gorro de
castor lo llevaba Daniel Boone; él usa un sombrerito más Errol Flyn que otra
cosa), no es ningún nostálgico exiliado de la civilización. Su tez no es ni la
roja de Uncas ni la pálida de Merton, el anciano militar inglés: es un rostro
nuevo, incluso una raza nueva, la raza del blanco americano, la raza autóctona, algo en lo que Cooper pone
extremo cuidado porque en el fondo, como dicen los manuales, se trataba de
encontrar un lenguaje épico norteamericano. “¿Qué tengo que ver yo, un guerrero
del bosque, un hombre de pura raza, con los libros?”, dice Ojo de halcón, que tiene, desde
luego, la puntería folletinesca de Robin Hood, pero también esa orgullosa
inocencia que a los europeos tanto nos cuesta comprender. ¿Cómo se pueden tomar
en serio esas puerilidades?, nos preguntamos muchas veces aquí, en nuestra
ruina culta, y nos reímos de las dentaduras de galán y de los gestos de
saltimbanqui. Nos reímos de lo que ellos se toman en serio con franqueza
roussoniana, y la verdad es que no les ha ido del todo mal. Si no nos han
evangelizado, al menos han decorado nuestras paredes con sus mitos.
Ojo
de halcón no es, tampoco, un Sam Maynard ubicuo. En realidad es un personaje
secundario, porque el verdadero protagonista es Uncas, el joven mohicano, que
ni siquiera es el último. Uncas es ese personaje que Vardis Fisher mata en
media página pero luego hace que Sam Maynard se duela de haber degollado a un
guerrero tan noble y tan valiente. Cooper no nos explica que es noble y
valiente. Cooper, como los grandes escritores, nos lo hace ver, nos lo cuenta. Y con él nos cuenta un mundo
conocido de primera mano, el de los indios dignos, respetuosos con sus
tradiciones, dueños de un lugar en el bosque. La palabra salvaje, en Cooper, no suena jamás tan agresiva como en Fisher, del
mismo modo que la palabra nigger, en
Mark Twain, no resulta en absoluto ofensiva (y a pesar de ello los propios
norteamericanos casi estigmatizan al gran patriarca de su literatura). Nada hay
ofensivo en un buen narrador. Es, en todo caso, descriptivo, pero los
personajes siempre son más complejos de lo que dice su nombre, más incluso, a
veces, de lo que quisiera el propio narrador, porque el genio verdadero siempre es
involuntario.
Cooper
demuestra, como suelen hacer los grandes, que la acción no es
ninguna limitación literaria. Se puede mantener un ritmo indeclinable, un
acontecimiento tras otro, idas, venidas, raptos, batallas, juicios, reencuentros,
sorpresas y estratagemas, hasta un oso falso que luego resulta bien justificado, sin perder el sentido del entretenimiento pero
tampoco de la buena prosa, y así suena de lo más natural, dentro de las
aventuras absorbentes, encontrarse un párrafo como este:
Pero
mientras ofrecía sacrificios a favor de asuntos más generales, Magua nunca perdió
interés por sus ambiciones personales. Estas se habían visto frustradas por los
inesperados acontecimientos que le hicieron perder el control sobre sus
prisioneros; y ahora se encontraba con que tenía que pedir favores a aquellos
que recientemente había halagado.
Varios
de los jefes habían propuesto estratagemas crueles y despiadadas que les
permitiesen sorprender a los delaware, con el fin de hacerse con su campamento
y, de paso, recuperar a sus prisioneros. Todos estaban de acuerdo en que por su
honor, sus intereses y el eterno descanso feliz de sos compatriotas, tenían la
imperiosa necesidad de cobrar una rápida venganza a través de las vidas de
algunas víctimas dedicadas a su recuerdo. Pero Magua consiguió que se descartasen
tales empresas, basándose en lo peligrosas y poco efectivas que podrían
resultar. Con su gran facilidad de palabra expuso lo arriesgadas e inútiles que
serían; y al desechar una tras otra, utilizando opiniones contrarias, logró
sacar adelante su propia propuesta.
¿No
es este el Sejano de Tácito, el Yugurta de Salustio? La misma densidad
narrativa tiene mucho de relato clásico, generoso en las acciones intensas,
pero nunca prolijo. Cooper reúne a los viajeros ingleses para llegar a
territorio amigo (cerca del fuerte Tinderoga, por cierto, como los lápices que
utilizo para subrayar) y a partir de entonces se nos viene a la memoria un
aluvión de historias y películas que partieron de la misma base: los
civilizados occidentales en mitad de la jungla salvaje y el asalvajado
occidental que los lleva por buen camino. Pero no tan asalvajado como para no
parecer un Auguste Dupin anticipado, un antepasado de Sherlock Holmes: “A
partir de tan innegables puebas, el experimentado cazador llegó a la verdad,
con una certeza y una precisión tales que parecía que hubiera sido testigo
ocular de los hechos, gracias a su instintiva capacidad de deducción”.
Sí,
es posible que esta inteligencia natural de
Ojo de halcón fuera el prototipo de la nueva raza, el nuevo Ulises
trasatlántico (Ulises no era tan buena persona), pero el protagonista no es él.
El protagonista, esta vez sí, es el bosque, el río, y no porque Cooper se
demore en describirlo (Cooper no se demora en nada) sino porque está presente.
Uno está en el bosque, y eso es algo que no depende de la escrupulosidad
descriptiva sino del aire que refresca las palabras. No obstante, para mi
colección de descripciones campestres me he guardado alguna que otra prueba más
de que la poesía no está en las metáforas sino en las imágenes poéticas de la
realidad, y no en los adjetivos ornamentales sino en el ritmo, en la dicción. Si cito tanto a Vardis Fisher es porque lo acabo de leer y porque se nota que
tomó mucho de Cooper, e igual que entonces celebré la divertida intensidad de
su prosa, con Cooper celebro que esto sí es, sí sigue siendo gran literatura.
La
traducción de Javier Vallina, por lo demás, es estupenda (esto es, te permite
olvidarte de ella), por más que utilice mal dos veces el verbo infringir, que escriba el horrísono “delante
suyo”, que hable de “designada responsabilidad” o de “expectaciones” en vez de
expectativas; poco, ciertamente, en el caudal de las más de 500 apretadas
páginas del libro.
James Fenimore Cooper, El último mohicano, trad. Urbano Viñuela, Cátedra, 1997, 510 p.
James Fenimore Cooper, El último mohicano, trad. Urbano Viñuela, Cátedra, 1997, 510 p.