28.12.21

Fragmentos de un hombre enfadado


Rafael Chirbes escribió buenas novelas, pero este tomo de Diarios no es un buen libro, y eso que algunas cabeceras de tronío lo califican de mejor libro de 2021. Influirá, supongo, ese amor post-mortem que hace hurgar en lo que los escritores escribían cuando no escribían. Chirbes murió hace unos años y yo escribo sobre él como sobre todos los escritores que me interesan, como si estuviera vivo. 
   Estos Diarios  de Chirbes en realidad no son diarios sino cuadernos. Uno compra un cuaderno y esa noche carga la estilográfica y pasa un rato acariciado por el rumor del rasgueo, escribe algunas páginas de golpe y lo abandona varios meses, hasta que otra tarde mustia invita a recogerse otra vez con la pluma. Son, en el mejor de los casos, fogonazos, ocurrencias, y en el peor un ejercicio de escritura obligatoria, cuando no se tiene nada que decir. De esto último hay mucho en este libro.

Estos membra disiecta son interesantes al principio, cuando el autor merodeaba los 40, divertidos en su empeño de ser duros (empiezan con una minuciosa descripción del dolor que produce un grano en el culo) y de practicar esa literatura de la mugre, de verlo todo sucio, incluida su propia y desaforada vida sexual, que relata con el rictus amargo que ponía Juan Goytisolo para contar lo mucho que sufría pasándoselo bien. Pero bueno, tiene su interés. La parte dedicada a sus amores parisinos es casi una buena nouvelle, lo que pasa es que el diario también se presta al vómito, hay gente que solo escribe cuando está deprimida o no tiene a nadie a quien dar la lata, pero si se lo está pasando bien piensa en otros entretenimientos, y así resulta que todos esos momentos turbios dan un conjunto muy negro, pesada, demagógica, falsamente negro. Quejarse es de mala educación, y en este libro no creo que haya una sola página que se libre de la queja, de un mundo cruel, de una lengua aprendida «manu militari», de una odiosa tierra natal, de los críticos, de sus colegas novelistas, de la comida, de la bebida, de la lenta putrefacción en la que para Chirbes parece consistir la vida.

Las reseñas van directas al otro grano del cotilleo: qué contemporáneos son malos, o compraron un premio, o se lo ganaron a él. Casi todas citan los mandobles a Pérez Reverte y ninguna habla de la ternura que produce que alguien se haya molestado en subrayar las macarradas anacrónicas del folletinista cartagenero. Tampoco he leído ninguna que llamara la atención sobre la tirria que le tiene a Belén Gopegui. La sensación es que Chirbes da bofetadas a Bértolo en la cara de Gopequi, pero no termina de hablar mal de él, de quien le separan los chanchullos editoriales de siempre. Otro caso parecido es el de Atxaga, pero aquí poniendo verde a Echevarría, el crítico que dijo lo malo que era El hijo del acordeonista,  en una página más de aquella estrepitosa salida de El País de un crítico que a Chirbes, por algo será, le parece un sujeto endiosado, brillante y cruel. 

   Más me interesan, siempre, aquellos de los que Chirbes habla bien, en su caso, sobre todo, dos: Carmen Martín Gaite, que fue la que llevó a Chirbes de la manita al despacho de Jorge Herralde (y a Chirbes le honra que lo reconozca) y Pombo, a quien tan solo menciona un par de veces y quien también contribuyó, y no poco, a divulgar su obra, aunque a esto Chirbes no se refiere. Y por supuesto la larga lista de autores alemanes que Chirbes cita cada dos por tres, de Thomas Mann, Alfred Döblin, el gran Hermann Broch y Walter Benjamin a Ernst Junger o Tilman Spengler, por citar a los que, mucho o poco, he leído. Por cierto que no me extraña que le guste Mann: en sus diarios también se pasa las páginas hablando de la dentadura postiza y las veces que va al váter. Mucho más interesante me resulta lo que dice de Döblin, sobre todo en cuestiones de escritura, de cómo enfrentarse a la escritura, en casos como el de Chirbes en los que da la impresión de haberse pasado media vida viajando y follando y la otra media tumbadazo en un sofá, fumando un ducados detrás de otro y dándole al vidrio, esa imagen, siempre, del artista que se autodestruye, y se queja, y la vida le huele mal. Me acordaba leyéndolo de un libro que hubo muchos años en una vitrina de La Trastienda, el bar de Las Vistillas que yo frecuentaba. Era una tapa negra con la foto de un cenicero lleno de colillas y un vaso de whisky. El título, que echaba para atrás casi tanto como la foto, era Las miserias del héroe, y apuesto a que me sé el argumento de solo haber visto la portada.

En la generación de Chirbes, una parte especialmente tediosa de la queja es la que se refiere al tópico del ubi sunt, al yo sí me acuerdo, al dónde está la izquierda en la que yo creí. Lo siento, pero hace muchos años que cuando me encuentro algo así pienso lo mismo: a otro perro con ese hueso, y eso no me hace comulgar con esos cachorros del Babelia que jugaban a esa cosa tan antigua de matar al padre. Pero no creo en la estética de la decepción cuando procede de uno de los beneficiarios de aquello que les amarga la memoria. Es una cuestión de carácter, supongo, pero el caso es que todos, incluso los que no triunfaron como sí triunfó Chirbes, tienen esos momentos malos que sin embargo muchos cubren de ironía porque lo principal es salir adelante. Es curioso (igual se me ha escapado) que no nombre Chirbes a Bernhard, a quien me recuerda mucho, y también es una lástima, entre tanto alemán, que no aparezca el austriaco Josef Winkler, que yo creo que a Chirbes le habría gustado.

Mucho más interés tienen, a mi juicio, dos pasajes cerca ya del final: su viaje alemán para presentar una novela (esbozo en sí mismo de otra novela, esa variante de la novela de campus que es la novela del escritor en promoción), y un encuentro con antiguos compañeros de colegio que, después de haber leído Hervaciana, también suena, como algunos otros pasajes, a inicio de novela, a argumento, a tema, a lo que sea, pero a novela que no se terminó por escribir. Y es una lástima, porque las páginas más hermosas de este libro son las dedicadas a esos mismos paisajes de la infancia que el tiempo y el regreso le han hecho mirar con amargura. 

En fin. Yo es que, lo siento, de veras que lo siento, no pude con En la orilla, precisamente por eso, por esa severidad sin excepciones, por ese tremendismo compacto, pelín rosariero. Pero el problema es mío: siempre me ha parecido más difícil hablar de lo que amas a hacerlo de lo que odias, siempre más comprometido describir la felicidad, o la lucha por conseguirla, que rebozarse en la retórica del cieno. Qué vamos a hacer, no le doy valor a la lástima, no lo puedo remediar. Mi problema con los francotiradores es que su pretendida condición de marginales les sirve de coartada, y su ideologismo muchas veces castra el vuelo literario. El libro lo he terminado porque (salvo en algunas páginas prescindibles en las que juega a la sintaxis filosófica y se queda en mera cháchara) la verdad es que está muy bien escrito, y porque me sumo a esa búsqueda de la novela como artefacto artístico sin trampas ni adiposidades, eso que hizo en sus primeras novelas pero no en la que le dio fama internacional. Lo que son las cosas.

    


Rafael Chirbes, Diarios (tomo I), Anagrama, 2021, 465 p.

20.12.21

La novela inmóvil


Mi edición de Paradoja del interventor llevaba un marcapáginas en la 74, de cuando, hace casi veinte años, fue novedad y la traje a casa y empecé a leerla, pero por alguna razón entonces no llegué hasta el final. Ahora sí, y de paso he sabido la razón por la que entonces interrumpí la lectura y por la que ahora no lo he hecho. Entonces (2004), dos amigos poetas, Luis Alfonso Díez y Manuel Villalba, con quienes comparto la afición por la lectura de Ferlosio y de García Calvo, me hablaron de él con entusiasmo, y aún faltaban cinco años para que triunfara sin reservas entre la crítica más refinada con El espíritu áspero, obra que tiempo después me divirtió y me aburrió a partes iguales. 

La razón por la que Paradoja del interventor no me acabó de absorber es que entonces yo disfrutaba más de la prosa oral, de una voz narrativa verosímil o reconocible, en todo caso escuchable, e Hidalgo Bayal prescindía deliberadamente de los elementos de mímesis en favor de una prosa fantasmal,  como esos cuadros en los que las figuras son hieráticas y estilizadas y por la ventana solo se ven líneas rectas. Ahora que veo con más nitidez sus partes ferlosianas (el monólogo, casi al final, del mozo de la cantina es el caso más evidente, y una de las mejores páginas del libro) y ese aire de desolación onírica, de espíritus deshidratados y personajes inmóviles (que solo dos años después, por ejemplo, y con más mímesis y sentimentalismo, emplearía Cormac McCarthy en La carretera) me gusta ahora no por lo que significa sino precisamente porque el tono de épica triste, tan ajeno, tan literario, es el que mejor le va no solo a la historia que se nos cuenta sino a lo que la sustenta, en este caso la kafkiana historia de alguien que pierde un tren en la estación de un páramo y se apodera de él el efecto, digamos, exterminador, dicho sea en su acepción buñuelesca, la pesadilla de quien no puede abandonar un sitio y nunca termina de saber por qué, y se obsesiona con búsquedas inútiles (quizá de sí mismo) y entra en esa otra realidad. 

Porque el interventor había decidido al fin comprender que la realidad es un arcón con doble fondo, que junto a la realidad de la superficie, generalmente aceptada como normal, hay otra realidad oculta, secreta, subterránea. El interventor había sido arrojado por los dioses a la segunda realidad, la subterránea, como un cadáver con mortaja de viajero, de forastero, incluso de interventor, pero a la postre, inmóvil, sustraído a la acción.


Es decir, el viajero interviene en el círculo vicioso de la podredumbre, pero su intervención consiste en no intervenir, en ser testigo estupefacto de su propio viaje a los infiernos, que al mismo tiempo es un camino de perfección, un aprendizaje atónito pero resignado. A su alrededor danzan los desposeídos, pero también las alimañas, como en esas afueras por donde vagan mendigos que han perdido el alma, borrachos iracundos y estrepitosos que se ensañan con quienes pueden, caricaturas expresionistas de seres abstractos y corrompidos, delineados por la economía de los sueños. Mucha literatura dentro de la literatura, como siempre en Bayal, para hablar de la desorientación y de la crueldad, de lo irreversible del mal, en términos tan hondos como ajenos al ventajismo de lo trepidante. Son las adscripciones de los seres las que permanecen, pero no quienes las encarnan, que son desalojados o quemados vivos; permanece el mito pero su interior, lo que está vivo, es pasto de sacrificios con que se sacian la soberbia y la locura.

No sé si es o no peyorativo que Paradoja del interventor me parezca un buen libro de poesía pero una novela con carencias, por la planitud de los personajes, varados en su condición simbólica, o por una estructura que atornilla sin desarrollar, y que podía haber terminado donde termina o cien páginas antes o cien páginas después. Bien es cierto que cuando disfruto de un libro me pongo más exigente que cuando simplemente me entretiene. Rafael Conte, leo por ahí, saludó la novela como la mejor que había leído en las últimas décadas (algo parecido dijo en el 89 de Juegos de la edad tardía, de Landero, muy amigo de Hidalgo Bayal), lo que abunda en mi visión como novela poemática y metaliteraria, lejos de los cauces narrativos al uso, pero cerca de los métodos de vanguardia histórica. Me recordaba a El día menos pensado, la primera novela de Enrique de Hériz (fallecido muy prematuramente hace un par de años) y al Camino de perdición de Mateo Díez. Novelas muy elaboradas y reflexivas, atentas al detalle sonoro y al hondo pensamiento, serias, oscuras, que no invitan a ser devoradas sino degustadas, porque, a pesar de los hitos incendiarios, leyéndola no vamos a ninguna parte, permanecemos en el mismo lóbrego lugar, como si nos concentramos en un juego de visiones que nos proporcionan la misma imagen desasosegante. La apariencia de progreso argumental es como el drama del protagonista, avanzar y no moverse, temer y no escapar, como esos héroes trágicos que de lejos ven la pira en la que se van a consumir pero siguen caminando hacia ella con la cabeza baja. 


Gonzalo Hidalgo Bayal, Paradoja del interventor, Tusquets, 2004, 229 p.

4.12.21

El origen del desastre


Desde fuera, el
Brexit fue una metedura de pata de David Cameron de la que se aprovecharon los borrachos del UKIP y sobre todo el fantoche de Boris Johnson, especialista en Pepa Pig, y con él todos aquellos que durante décadas creyeron que con ser inglés ya era suficiente para vivir bien. En varios pasajes del libro de Coe se alude a 1979 como el principio del desastre, es decir, la llegada de Thatcher al poder. Para la generación de Coe, aquello significó que ser inglés ya no bastaba. Quienes tuvieron su misma educación de primera clase consiguieron buenos empleos y pudieron ejercer de ingleses en el pub, pero muchos otros que habían decidido que lo primero era vivir (en un país que te dejaba hacerlo) se enfrentaron al hecho incuestionable de que no tenían cualificación para aspirar a empleos british, y que los empleos más modestos (esos que a ellos les parecían poco) estaban llenos de extranjeros, primero solo de la Commonwealth, pero pronto de cualquier parte del mundo. Ahí empezó a cocerse ese resentimiento de parte de la población: ¿por qué tengo que malvivir como un paquistaní si soy inglés de Inglaterra?, se preguntaban muchos los sábados por la noche, cabeceando delante de una pinta de London Pride medio vacía. 
    Thatcher aniquiló ese resto de fair play que había en la sociedad inglesa, pero las cosas siguieron su curso, y ni siquiera su primer ministro, treinta y tantos años después, se enteró de que las aguas bajaban contaminadas. Para Jonathan Coe, el referéndum del Brexit fue la ocasión ideal para que algunos sectores sociales sacaran ese insano rencor: trabajadores que compiten con otros menos ingleses pero más eficaces (Ian), que se aferran a un mundo perdido (la madre de Ian), que aun teniendo un trabajo miserable se engríen de supremacismo (el payaso malo), que aprovechan para inocular el liberalismo más despiadado (los asesores de la Fundación), o que salen a la calle con un cuchillo para terminar el trabajo con los que no confían en el Brexit. Frente a ellos está esa sociedad culta y demócrata que representa Benjamin, el protagonista, o su amigo Doug, el periodista especializado en cloacas ideológicas. El trabajo de Jonathan Coe para desplegar un catálogo de tipos anti y pro Brexit y plantear situaciones en las que aquel referéndum dividió familias, amigos y vecinos es tan convincente como la propia historia de lo sucedido, si bien funcionan en la novela como estereotipos sin capacidad de cambio (salvo, quizá, Ian y Sophie, dos mundos opuestos que acaban congraciándose) y, más que su persona, muestran su condición política. En este empeño de exhaustividad, de novela coral con clases y edades (Dickens, a fin de cuentas), los personajes tienen poco margen para el desarrollo: son lo que socialmente representan. Uno encuentra reflejos de McEwan (esa escena del armario es una versión igual de inverosímil que la de Solar, el tratamiento de la inseguridad de las parejas es igual de descorazonador) e incluso de Ford, desde el momento en que este Benjamin es alguien tan inclemente consigo mismo como Bascome, y se dedica a algo parecido. Pero Coe sacrifica la profundidad de las escenas y las situaciones en aras de la agilidad narrativa, que es mucha y solo se detiene en media docena de descripciones algo tópicas y en un final más largo de lo necesario, una apoteosis de personajes buenos, antibrexit todos, que dicen adiós a su vieja y querida Inglaterra y se instalan en la Provenza francesa, a una vida idílica y multicultural, lo cual, no sé si voluntariamente, implica una amarga ironía: quizá el problema es que hay demasiada gente que está enfadada con su país pero no puede retirarse a vivir a la Provenza. En la novela, los trabajadores extranjeros que empezaron a sufrir el acoso de las hordas nacionalistas terminan siendo los guardeses de la casa provenzal; es decir, para llevarse bien no es necesario alterar las jerarquías, tan solo ser amable y civilizado. Benjamin, el protagonista, es un sentimental indolente que no renuncia a su estatus, del mismo modo que su hermana o su sobrina no abandonan el entorno universitario, por más que la sobrina cruce la raya y se case con un vulgar profesor de autoescuela. 

Coe quiere tocarlo todo y encarnar cada característica de la situación social en un personaje bastante plano, aunque supongo que es lo que requiere la narración para resultar así de absorbente y veloz. Coriander, por ejemplo, la hija de Doug, es un ejemplo de adolescente pija que sustituye la empatía por el integrismo ideológico, en su caso de la izquierda callejera. Su padre podría haberla incluido en sus investigaciones, pero el personaje no pasa de ahí. Es lo malo de la novela sociológica, que la sociología no entra en las personas sino en lo que representan políticamente, y es, también, lo malo de la novela de tesis, que si algo cansa de su lectura es que no hay posibilidad de no estar de acuerdo. Los anti-Brexit son gente con sensibilidad estética, los pro-Brexit crían cerdos. Unos tienen conflictos emocionales, otros piensan con la entrepierna. Unos son individuos vulnerables; otros, animales asalvajados.

    Quizá sea lo que menos me convence de esta novela, el hecho de que las cosas estén claras desde antes de empezar, los buenos sean retratos y los malos caricaturas. La novela entra en las raíces históricas del resentimiento pero no en las actuales, en cómo se puede hacer vivir a la gente realidades falsas, cómo se puede convencer a la mayoría con instrumentos científicos, en este caso animándola como a los gallos de pelea. Cameron pensó que abría un barril de cerveza y en realidad era una espita de gas. El más urgente problema actual de la democracia radica en cómo luchar contra su propia esencia, que amenaza con devorarla. No es algo particularmente inglés. Inglaterra fue, sencillamente, uno de los primeros lugares de Europa donde atacó la epidemia de populismo. Describir esta época es, supongo, ver cómo funcionan esos mecanismos propagandísticos que son capaces de sacar lo peor de cada cual. Para eso, me temo, se necesitan personajes más complejos.


Jonathan Coe, El corazón de Inglaterra, trad. Mauricio Bach, Anagrama, 2019, 519 p.

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