Cuida que a poniente las viñas no te miren |
ni plantes avellanos por medio de las vides, |
ni escojas los vástagos más altos, o bien, |
no podes los esquejes de la copa (tanto es |
su amor a la tierra), ni con el romo podón |
los pámpanos lastimes, ni plantes intercalados |
troncos de acebuche. Pues más de una vez |
a los pastores cuando están desprevenidos |
se les escapa el fuego, que se mete primero |
escondido debajo de la untosa corteza |
y se propaga todo alrededor del tronco |
y la llama al saltar a las hojas más altas |
provoca un tremendo estallido en el cielo; |
sigue desde allí y se apodera de las ramas |
y reina por las altas copas y el bosque entero |
envuelve con las flamas, y al cielo negra nube |
arroja engordada de espesa resina, |
sobre todo si se echa encima la tormenta, |
y se revuelve el viento que aviva los incendios. |
Cuando esto sucede no se nutren las vides |
de la raíz ni pueden si se podan revivir, |
ni salir otras nuevas en esa misma tierra; |
se salva, con sus hojas de hiel, el acebuche. |
30.3.11
Hojas de acebuche
27.3.11
Profundidad de los hoyos
Quizá preguntes cómo de hondo es el hoyo. |
Yo me atrevería incluso a plantar cepas |
en un surco liviano; el árbol que es alto |
se hunde más en tierra, y el que más la encina, |
que se estira tanto al cielo con la copa |
como a la región del Tártaro con la raíz. |
Así no la arranca el invierno, las lluvias, |
las ráfagas de viento: inmóvil permanece, |
a muchos descendientes sobrevive, ve a muchas |
generaciones de hombres pasar mientras perdura, |
y extiende por doquiera sus ramas vigorosas, |
y en el centro sostiene una sombra inabarcable. |
Creación de un viñedo
Con estas previsiones, recuerda dejar |
la tierra que se cueza, romper los montes grandes |
con hoyas y las glebas volteadas exponerlas |
al viento Aquilón, mucho antes de que plantes |
la estirpe poderosa de la vid. Blando suelo |
reclaman las mejores cepas. La escarcha fría |
y el viento lo procuran, y el recio cavador |
que mueve de la tierra deshecha las yugadas. |
Pero aquel labrador al que nada se le escapa |
busca con tiempo un sitio donde plantar luego |
sarmientos en hilera, un suelo parecido |
a aquel en que arrimó a los árboles plantones, |
para que no extrañen el cambio de la madre. |
En las cortezas marcan la orientación del cielo |
y restauran así la posición de cada una, |
la parte que aguantaba los calores del sur |
y la que vuelta estaba de espaldas al norte: |
hace mucho el hábito cuando están tiernas. |
Has de averiguar primero si es mejor |
poner la vid en faldas o en terreno llano. |
Si en campos de tierra crasa quieres vendimia, |
planta los brotes juntos, que no es más lento Baco |
en cepas apretadas; si el suelo se empina |
en lomas y colinas de cuestas muy tendidas, |
espacia las hileras, ponlas al tresbolillo, |
que cuadre al cortarse la hilera con la calle. |
Así ocurre a menudo en las grandes batallas, |
cuando una legión que formaba en columna |
despliega las cohortes y las tropas ocupan |
las anchuras del campo, y las rectas escuadras |
y la tierra entera se ensancha y se ondula |
de bronces que al abrirse resplandecen, en tanto |
aún no se han revuelto en terrible combate, |
y Marte, indeciso, pasea entre las armas. |
Que la separación se ajuste entre las calles |
a la misma medida, no por que alimente |
la hermosa perspectiva un corazón vacío, |
sino porque la tierra no de otra manera |
dará la misma fuerza a todas, ni los sarmientos |
podrán desparramarse por el espacio libre. |
25.3.11
Historia de la ciencia ficción
Juan Carlos Navarro me envía este vademécum (obra de Ward Shelley) del que habría que preparar una versión hispana... en forma de mula. Pincha en la imagen para explorarla.
24.3.11
Río viejo
Después de terminar La escapada, y teniendo en cuenta las noticias del Japón (con qué sencillez, con qué verosimilitud sucede lo nunca visto), me puse a leer El viejo, una de las dos historias que, barajadas en orden alternante, componen Las palmeras salvajes. Hasta allí me ha llevado la riada porque también sucede en un desbordamiento del río en Mississippi, algo como el Katrina, y porque me acordé, al ver, la otra noche, el final de True grit, del viejo presidiario acompañando a la mujer parturienta en medio de la ciénaga, entre cadáveres de mulas y cascotes de barcazas naufragadas, igual que nada más empezarlo a leer me viene la certeza casi absoluta de que sin esta narración de Faulkner Cormac McCarthy no habría escrito nunca La carretera.
Aprovecho, además, que el texto íntegro de El viejo viene recogido en The portable Faulkner para leerlo en inglés al tiempo que la traducción de Borges ahora reeditada por Siruela, no tanto para aclararme con lo que decía Faulkner como para saber lo que Borges a veces quiere decir. Estas traducciones deberían publicarse sin el nombre del traductor. Sólo de ese modo sabríamos si su presencia es inevitable con independencia de que sepamos de ella, porque así resulta imposible, en ocasiones, no leer a Borges en vez de a Faulkner; y en casi todas ellas, cuando me acerco a compararlo con el original, veo que en el flujo de sintaxis viscosa y potente de Faulkner se cuelan con demasiada frecuencia las apreciaciones típicamente borgianas, los adjetivos que sólo usaba él, las construcciones deliberadamente anglófilas, esa tendencia a la perfección serena y brillante que parece siempre quedarse así para siempre, como una larga sucesión de frases lapidarias, de versos pulidos y felices combinaciones. Parece el Borges que al describir la naturaleza la despoja de toda sombra de vida real y la barniza con sustancias abstractas. Sí, es un Faulkner poético y abstracto, con una prosa sin lamparones, planchada, inmaculada, la prosa de un experto de Naciones Unidas que acude a visitar el territorio devastado y lo mira todo con un rictus de úlcera sangrante. En Faulkner uno está metido en las aguas turbias y poderosas de la inundación, en el olor a naturaleza descompuesta. En Borges hay hallazgos léxicos, rarezas idiomáticas, interpretaciones perspicaces, giros oportunos, soluciones curiosas. O sea, en Borges, escriba, traduzca o respire, hay siempre mucho Borges.
Y entre sus peculiaridades una en particular que ha hecho mucho, pero mucho daño a la narrativa en español. Suele decirse que esta traducción de Las palmeras salvajes inició a muchos jóvenes escritores latinoamericanos en la degustación de William Faulkner. No me extrañaría: a algo tendrían que deberse las insoportables series de oraciones de gerundio yuxtapuestas que nos marearon en España de Luis Martín Santos en adelante. En inglés son, en efecto, largas ristras de subordinadas adverbiales que empiezan todas por un verbo en gerundio. En inglés ya suena excesivo (a los ingleses), pero en castellano resulta insoportable. Debería ser obligatorio sustituirlas por oraciones con conjunciones y verbos en forma personal o por oraciones de relativo, mucho más flexibles y menos monótonas que los dichosos gerundios.
Así que, cuando el presidiario con la mujer recién parida en la barcaza (el esquife) sube a bordo del barco lleno de gente que huye y se empeña en que los vuelvan a dejar por donde iban, en mitad de un río sin orillas, fangoso y lento, y se encuentra con un lugareño que habla en francés y le da cobijo y ropa limpia y le enseña a cazar caimanes, la prosa de Faulkner, en el más reflexivo y desgarrado, en el tono más lírico posible, enlaza frases como centellas que en la exquisita traducción de Borges se quedan en rastros de un arado donde crecieron curiosas especies botánicas.
22.3.11
La estrategia del hipopótamo
14.3.11
Los randas, 2
La historia es la siguiente: Lucius Priest[1] cuenta, cincuenta y seis años después (esto es, en 1962, año de la publicación de la novela), el viaje que emprendió con Boon Hogganbeck y Ned McCaslin a Memphis en el coche, un último modelo de 1905, del abuelo de Lucius. El abuelo marcha con la familia a un entierro y a Boon se le ocurre tomar prestado el automóvil para irse de putas y volver a tiempo de que nadie se entere de la sustracción. Pero con ellos va, agazapado, el negro Ned, a quien descubren por razones, digamos, escatológicas. Sin embargo, cuando llegan a su destino (las putas, todo ello contado con una mezcla de retranca e inocencia por un Lucius ya viejo), a Ned se le ocurre cambiar el coche por un caballo, con la idea de ganar una carrera, con sus apuestas correspondientes, y liberar el coche a tiempo de que nadie se entere.
Un buen resumen de la trama nos lo da el propio Faulkner en la página 332 de la traducción española. “¿Qué sentido tenían tantas molestias y tanta ansiedad? Camuflar y disfrazar a Lightning (el caballo) a medianoche para atravesar el barrio de peor reputación de Memphis y llevarlo a la estación de ferrocarril; utilizar sin escrúpulos un combinado de encantos femeninos y nepotismo para secuestrar un furgón del sistema ferroviario y trasladarlo a Parsham; y no digamos nada de todo lo demás: tener que vérnoslas con Butch, el diente de Minnie, la invasión y el atropello del hogar del tío Parshham y la falta de sueño y (sí) la morriña y (en mi caso, también) la ausencia de una muda para poder cambiarme de ropa; todo aquel esforzarse y forcejear y trampear para celebrar una carrera con un caballo que no era nuestro, a fin de recuperar un automóvil que no teníamos por qué haber tocado como primera providencia, cuando bastaba con enviar a una de las personas de color de la familia para que lo trajera”.
Los que se guían por los resúmenes y las solapas piensan que The reivers es una novela sobre automóviles (“el inevitable destino mecanizado, motorizado de los Estados Unidos de América”), cuando en realidad se trata de una novela sobre caballos y mulas, sobre todo mulas, de las que Faulkner escribe un par de encendidos elogios, tal y como hiciera en Sartoris (debería ir compilándolos para juntar una especie de Faulkner on mules), y gracias a las que Ned gestiona sus apuestas, puesto que desde el primer momento se dio cuenta de que ese penco inútil, Lightning, tiene el mismo discernimiento que su mula, y también le gustan las sardinas.
A partir de ahí, uno va disfrutando de opiniones citables, chistes, chácharas multitudinarias, un fluido discurrir que con frecuencia, en medio del placer que produce leerlo, genera dudas razonables de a dónde quiere Faulkner ir a parar con semejante comedia tumultuosa. En cierto modo, el putiferio de Memphis es como la venta del Quijote: todos aparecen y desaparecen, se descubren y se encubren. El propio narrador hace de Quijote desde el momento en que trata a las colipoterras con toda consideración, e incluso se enamora de una, Everbe, y provoca los celos del bruto de Boon, que casi mata a Butch por haber llamado puta a la que ya considera su esposa.
También podríamos ver la novela como un relato iniciático. Es el propio Lucius quien habla de pérdida de la inocencia, mientras su versión en negro, el joven Otis, se dedica a robar un diente de oro a la prostituta Minnie. En cierta ocasión, la madama se queja incluso de que hayan traído niños al prostíbulo, uno para robar y armar camorra y otro para guiar a las prostitutas a la redención, como es el caso de la propia Everbe.
Y eso es todo. Lucius lucha contra la No-virtud (“si la gente no se negara, con rapidez y firmeza, a pensar en el lunes siguiente, la Virtud no tendría por delante una tarea tan dura y tan desagradecida”) en medio de un bosque de minuciosidades aparentemente irrelevantes y, en ocasiones, ciertamente irrelevantes. Pero el gran personaje de esta novela es Ned, un criado negro que, después de leer Sartoris, recuerda a Simon en su sagacidad un poco surrealista, su capacidad para salir bien librado de las situaciones más embrolladas y su curiosa forma de dopar caballos, a base de sardinas. Es Ned quien formula la poética de la novela entera: no se trata del dinero que puedas ganar con la carrera sino de ganar la carrera; no se trata del provecho sino del proyecto. El narrador, Lucius, es fiel a esta enseñanza, más que el propio Ned, que acaba apostando contra su propio caballo. Pero incluso es fiel el propio Faulkner, para quien la carrera es la propia novela, según se deduce de fragmentos como este: “Sólo sabía que no lo había hecho por dinero; que el dinero habría sido lo último de todo; que una vez que lo habíamos empezado, yo tenía que seguir adelante, terminarlo, Ned y yo solos aunque todos los demás hubieran abandonado; era como si sólo logrando que Lightning corriera y que llegara el primero pudiéramos justificar (no evitar las consecuencias, tan solo justificar) todo lo sucedido”. Es decir, la propia novela, escrita con la maestría del escritor que va sobrado, pero también con la duda razonable de quien no cree ya en más motor narrativo que el puro placer de narrar.
[1] Para no enredarse con la genealogía de los personajes, lo mejor es consultar una página como esta: http://www.mcsr.olemiss.edu/~egjbp/faulkner/glossary.html
13.3.11
Los randas
Sartoris era la primera novela de Yoknapatawpha, de 1929. Pensaba regresar a los últimos Cuentos reunidos que me faltaban por leer antes de la excursión, pero antes de salir de Jefferson para marcharme a las trincheras europeas he leído la última, The reivers, de 1962, con la que Faulkner, ya Nobel, ya célebre y a punto de morir, consiguió el premio Pulitzer. Tenía sesenta y cinco años.
La razón por la que me he ido tan lejos es que el mero orden cronológico lineal no es más que un orden, uno más, y no siempre el más lógico. Tanto Sartoris como The reivers comparten su condición de historia, de relato, y prescinden de cualquier forma de exceso que no esté dentro de los ritmos narrativos. Son excesivas en otros sentidos, pero no en el que podemos atribuir a novelas como Absalom, Absalom. Las dos son formalmente clásicas, y si trazamos círculos concéntricos a partir de ellas es posible llegar al centro del exceso, a lo más aparentemente difícil o poco habitual, escrito casi treinta años antes que esta novela.
En castellano, José Luis López Muñoz traduce el título como La escapada, y las justificaciones que aduce en la nota previa no me convencen lo más mínimo. En anteriores traducciones se la llamó Los rateros, pero dice el traductor, con razón, que no va exactamente de rateros. Sólo se roba un coche, un caballo y un diente de oro; se roba la virtud, el nombre, la decencia, las carreras; pero, a pesar de eso, no va exactamente de rateros. Lo que no entiendo es por qué no acudió a otras palabras menos inexactas que no sólo se acercan a lo que significa reiver y sino a la sustancia general de la novela. Yo la llamaría Los randas, por no llamarla Los bergantes, Los rufianes (en este caso, el título sólo hablaría de Boon Hogganbeck, el que mató al oso en Desciende, Moisés), Los granujas o, más sencillamente, Los pícaros, algo que tampoco habría estado nada mal, porque, si no una novela picaresca, sí es una narración, un relato picaresco.
Digo que no es una novela porque a mi modo de ver, desde aquí, desde ahora, desde esta manera no reverencial que tengo de leerlo, con la mitad del texto habría llegado a la espléndida tensión de sus relatos sin perder un gramo de humor ni ninguna de sus preferencias narrativas, empezando por esos diálogos que más bien son chácharas que circulan como el aire, parándose, avanzando, remansadas en situaciones intrascendentes o en una breve corriente dramática que las lleva por los dormitorios. Aun con todo, creo que la historia, la anécdota, está un poco sobreexplotada, y ese alargamiento no innecesario pero sí prescindible creo que se debe a la voz narrativa. Faulkner escogió a uno de sus narradores de siempre, un muchacho de once años que representa, y así se sugiere al principio, a un cruce de los Compson con los McCaslin, es decir, a uno de esos hijos de Huckleberry que Faulkner adoptó y con cuya voz escribió páginas de bronce. En este caso no habla el chico, sino el chico cuando tiene… 62 años. Y esa diferencia de edad es la responsable del –seguramente deliberado– exceso que inflama una narración hasta convertirla en novela. Es como si, en vez de barajar dos narraciones para escribir Palmeras salvajes, hubiera escogido una sola, la del viejo, por ejemplo (que viene íntegra en The portable Faulkner), y la hubiera estirado minuciosamente, a veces con chácharas y otras con alardes de precisión, de verosimilitud, esa manera de nombrar los objetos y describir los espacios que es lo que yo más disfruto de Faulkner, ese ir sobrado que hace de la escritura un bajo continuo sobre el que el artista va improvisando tranquilamente. Vemos a Faulkner divertirse con sus reescrituras y sus remolinos narrativos y sus siestas en la suerte, pero la novela, definitivamente, es un traje demasiado grande, demasiado arrugado para el cuerpo de la historia.
En otra bernardina cuento la historia de Los randas, pero no quisiera perder de vista el año, la fecha, la cifra. En 1962 se publicó en España Tiempo de silencio, y cinco años después Faulkner ampliaría, con su imitador Benet, el territorio de Yoknatapatawpha a la provincia de León. Es decir, cuando el Faulkner de 65 años reúne a sus viejos amigos, los que quedaban vivos, de su mítico condado, y les cuenta una historia como cuentan los viejos las historias, alargándolas innecesariamente, conscientes de que no merece la pena el tiempo, ni siquiera la anécdota, y que lo que se recuerda es el estar escuchándola y lo que se vive es el estar contándola; cuando Faulkner renuncia a cualquier forma de extravagancia narrativa que no hubiese aprobado el mismísimo Mark Twain, en esa paz que da volver a lo inmutable, a lo clásico, entonces en España se empezaba a leer a Faulkner, a no entenderlo y a llenar las novelas de rollos macabeos con aspecto de historias graves. Es curioso que ninguno de sus imitadores fuera especialmente bueno en el arte de la narración, el relato, la novella. Y aun así no cejaron en el empeño.
12.3.11
Gotas de ficción
Aún no había visto True grit, el western de los Coen que arrasó en las taquillas norteamericanas y pasó sin pena ni gloria en los penosos y gloriosos Oscar. Sí vi El discurso del rey, un telefilme sobredimensionado, un docudrama social sobre cómo vencer las discapacidades, con actuaciones que no valen por su hondura o su versatilidad sino porque hay uno que hace bien de tartamudo.
Lo peor de aquella película (salvada por esa factura teatral tan británica) era, por lo que a mí respecta, que no confiaba en la ficción. No me canso de repetirlo: estoy harto de esa obsesión estúpida por la verdá. Creo que socapa de una infección periodística se ha colado en la literatura de ficción una turba de incapacitados para imaginar que sin embargo habrían hecho una buena tesis doctoral o un buen libro de reportajes, pero que no tienen talento para la ficción. Siempre han sido muchos más los que eran capaces de investigar un asunto histórico que de inventarse una historia. Las historias, las buenas historias, son difíciles, siempre lo han sido, con el agravante de que cada nueva buena historia no amplía la posibilidad de imaginar otras sino que en cierto modo la reduce. Si alguien no quiere copiar nada de la Odisea y quiere escribir una buena novela de aventuras, va a tener que exprimirse el cerebro, o tener –más bien– una buena temporada de inspiración genuina y casi permanente. Porque la ficción trabaja para crear mitos estables, amén de para entretener. Es decir, trabaja para construir mentiras que sean capaces de explicar la verdad. Yo no me identifico con Baroja sino con sus personajes falsos. Manuel Murguía es un amigo mío que a veces pienso si no he sido yo también, pero su creador es un señor que se estudia en los manuales y cuyo rastro se sigue por un fetichismo que a veces desrealiza la verdad, hasta el punto de que si algo me atrae de Baroja es que él mismo acabó convertido en uno de sus personajes. En un ente de ficción. En un mito.
Por eso nacieron los géneros, porque imaginar es difícil. Exijo mucho a la ficción (en los libros y en el cine) porque conozco su dificultad, la he visto. Otra cosa es que no haya podido escalar hasta ella, que me pase la vida mirándola desde el principio, y así llevo las cervicales. Pero es difícil porque narrar también es más fácil que imaginar, aunque infinitamente más difícil que redactar. Espléndidos narradores sin imaginación se han agarrado a unos arquetipos que sabían manejar con destreza, y que les permitían, en el transcurso de su artesana imitación, lograr brotes de belleza nueva, tersa, original. Otras veces el género es pábulo del virtuosismo, y se sustituye entonces la imaginación por la interpretación de un mito compartido, o su parodia.
El caso del western es doblemente paradigmático. Por una parte se ha construido sobre una torre de ladrillos delgados y flexibles, de pulp fiction acostumbrada a barajar unos cuantos mitos y combinarlos adecuadamente. El consumidor del género no quiere un western ex nihilo, impermeable a los tópicos, porque son esos tópicos los que amueblan su imaginación de espectador. Dentro de ellos, sin embargo, exige una buena historia. En pocos géneros es tan alta esa exigencia, y esa es la razón de que los aires épicos le sienten tan bien. En la novela detectivesca, por ejemplo, no hay necesidad de una buena historia sino de una deducción interesante. Resolver un crimen es una plantilla donde no suelen caber los paisajes de la épica. Habría que dedicarle, no obstante, una bernardina a Gambito de caballo para hablar de todo esto.
Luego podremos hablar de subgéneros: western clásico, crepuscular, posmoderno, espagueti, y en todos ellos, y me gustan todos, busco aquello que pueda ser llamado ficción, no solo tópicos de un arquetipo. Tendría que mirarlo en el libro de Fernández–Santos (aunque, como decía Umbral, no voy a levantarme ahora), pero, por el poco cine que yo he visto, creo que la genealogía se puede resumir así. El western clásico fue un manantial de buenas historias que allá por los sesenta y setenta sufrió una degeneración aparente que sin embargo fue su garantía de continuidad. Me refiero a que, frente a westerns cool como Billy the Kid, posmodernos en tanto que daban el género por revisitable, es decir, por acabado, los spaghetti supieron mantener una esencia valiosísima: la posibilidad de seguir imaginando cosas y no solo parodiar u homenajear imaginaciones ajenas. Y así hay películas como La balada de Cable Hogue que es como los cantes de ida y vuelta: un western clásico que se fue a Europa, comió espaguetis y volvió con el lirismo renovado. Así que, cuando se habla de Sin perdón como western crepuscular, tengo la sensación de que era una forma de regresar a Peckinpack como si Peckinpack nunca hubiera comido espaguetis.
Los Coen, en esta línea, han vuelto a darse un atracón de pasta, pero pasta pulp, no italiana. Tarantino sí dicen que prepara un spaghetti no crepuscular y lo que iremos a ver será exactamente eso, no una meditación lírica ni algo tan ancho y profundo como Warlock, de la que, por cierto, no sé si se ha hecho versión en cine. En True Grit había una buena historia (ajena), un gran personaje y todo un mito de la cultura popular americana. Con estos mimbres (ajenos) los Coen han pintado una película con siluetas de cómic, con hiperrealismo cómico, han dado brillantes versiones de tópicos de toda la vida (las serpientes en el cadáver, la broma de lo poco que pesan los huesos), o de algo que yo ya empiezo a llamar el efecto Simpson, los cameos de clásicos de la literatura. Digo el efecto Simpson porque últimamente, cada vez que hablo en clase por primera vez de Poe, de Stevenson, de Melville o de Mark Twain, es inevitable que más de un alumno diga: “Ah, sí, eso sale en los Simpsons”. En True grit sale el cuervo que le come las mejillas al cadáver de Arthur Gondon Pym y el territorio donde van a buscar al malo es de la nación choktaw, de la que hablé aquí hace unos días a propósito de Ikkemotubbe, o sea Faulkner. Y eso por no hablar de Jeff Bridges, que cuando habla parece a veces una canción de Bob Dylan, o de esa justa medieval en que convierten un tiroteo. Es decir, hay una galería de ilustres tópicos de la cultura popular, como hacen siempre los Coen. Algo muy 90, por otra parte, así como la cháchara interminable, afilada, con divertidas subidas y bajadas de registro (los americanos no creen en esa estupidez de que en las películas hay que hablar como si fuese verdad). En un western debe haber una proporción bastante considerable de frases lapidarias. En los páramos del mito no se dice pues yo es que.
También es marca de la casa Coen el no dejarse llevar por el sentimentalismo. Recordaré de esta película esa última cabalgada de Jeff Bridges echando el bofe, convirtiendo en grandeza épica cualquier forma de emoción blandengue. Ese caballo, Negrito (buena, faulkneriana broma la del mozo de cuadra, también negrito), está por encima de todos los furias que en el mundo han sido, y en su condición, otra vez, hiperrealista (“reventó el caballo”, leíamos en Marcial Lafuente Estefanía), sabe crear una atmósfera emotiva y espectral, cercana y alejada, esto es, emocionante y puramente estética, exenta. En todos los personajes hay este toque tétrico que nos impide simpatizar con ellos de inmediato. Serán sus hechos los que nos convenzan, pero no hasta el punto de ser lo que no son, seres difíciles, incómodos, escasamente amables.
9.3.11
Huesos de metal
I
Raquel está buscando metralla por los cerros de Santa Bárbara. Su figura alta, desgarbada de mirar al suelo, se recorta en un paisaje pardo y pedregoso, con suaves montículos de tierra caliza, grisácea, que en ocasiones, donde un tractor labró un bancal, toma tonos más rojizos, como si al labrarlo le volviera la color. Raquel ha recogido ya un obús destripado que dejó en un mojón a pocos metros de la camioneta. Le gustó porque estaba entero, abierto como un libro, con picos dramáticos y retorcidos en la parte de la espoleta. Parece un trapo de hierro, una bandera corroída. También ha encontrado en las trincheras del pico Muletón el trípode de una ametralladora, que parece el esqueleto de un paraguas, y un tornillo junto a un hueso. Es poco probable que el hueso sea humano, setenta y tantos años después, pero sí es seguro, porque ha encontrado muchos, que la tuerca sea metralla. El orín ha derretido las muescas espirales, hay grumos de óxido verdoso y rojizo, un poco como el paisaje. No es improbable que esa tuerca hubiera estado un invierno entero alojada en los hígados de un cadáver cuyos huesos serían muy parecidos a esa costilla de cabra o de burro que tiene a su lado.
Raquel practica el arte del objeto encontrado. Arma esculturas con chatarra, principalmente, aunque también trabaja en ocasiones con el reciclado de objetos pop, sobre todo con los botes de pimientos, cuyo tono turbio y brillante, como de caldo de espárragos, y sus hendiduras circulares paralelas le dan siempre mucho juego porque son muy fáciles de moldear a martillazos. Ella los considera, no obstante, dos mundos distintos. El de la chatarra de la guerra civil es más serio, más hondo. Raquel nació en Concud, muy cerca de aquí. Sus padres vinieron al mundo bajo una lluvia de metralla, porque Concud está en un valle entre la ciudad de Teruel y el pico Muletón, que es donde, respectivamente, tenían sus frentes el ejército republicano y las tropas de Franco. Sus abuelos murieron en la batalla, y su padre siempre se dedicó a recoger chatarra para venderla, como una hormiga que fuese retirando las migas del festín. El corral donde tiene Raquel ahora su taller estuvo en tiempos lleno de ferralla. Las gallinas ponían huevos en cascos de soldados muertos, o se posaban a dormir encima de un obús vacío. El padre llenaba un rincón del corral con los hierros, hasta que tenía bastante para llenar el carro y bajarlo a Teruel a la chatarrería. Gracias a ese sobresueldo Raquel estudió Bellas Artes en Valencia, en un piso que su padre le había comprado con los despojos metálicos de la masacre.
Lo que en su padre fue un recurso doméstico, el tramo de un ciclo ecológico, en ella se ha convertido en arte del recuerdo. El tiempo ha reciclado la batalla. Cada vez que Raquel vende una escultura, piensa que si ahorrase todo el dinero que gana con el arte durante toda su vida laboral, quizá, cuando se jubile, podría comprarse otro piso en Valencia. Su padre, además de chatarrero, fue agricultor. Y ella, además de artista del hierro, trabaja en una empresa de artes gráficas: carteles para las fiestas de los pueblos, trípticos para la novena de la Milagrosa, logotipos para empresas cárnicas, cosas así.
Su amiga y maestra, Remedios Clérigues, la que la inició en el arte del objeto encontrado y con quien ha compartido muchos sábados de invierno buscando hierros en las trincheras y muchas tardes de verano montando instalaciones de arte efímero en las plazas de los pueblos, la ha animado a que se presente a un concurso que tiene revolucionado al mundillo artístico de la capital. Se trata de una escultura para el futuro Museo de la Guerra Civil, sobre una idea que diseñó Raquel en sus bocetos, aunque Remedios la ayuda en todo lo que le pide y muchas de sus discretas sugerencias luego han resultado ser grandes hallazgos. Pero Raquel no siente más que su compañía, no que la esté dirigiendo en modo alguno. Es la misma relación, pero a la inversa, que cuando Remedios forró la fuente de la Plaza del Torico con pañuelos de colores, uno de las más hermosas acciones que se recuerdan, y también una de las últimas. Parecía una paleta de colores frescos, valencianos, que estuviera dando vueltas en torno al sumidero como el agua que se vacía.
La escultura de Raquel es una madre con su hijo en brazos, un poco en la actitud clamante de las obras de Pablo Serrano, pero no con volúmenes fundidos sino con trozos de chatarra bélica. El diálogo entre la evidente procedencia de las piezas y la delicadeza de la imagen que componen es lo que más ha trabajado Raquel. Era importante que la flexión del brazo que sostiene al niño fuese la de una madre, y su forma de apoyarlo en las caderas, y también el rostro dormido, o muerto, no se sabe, de la criatura, insinuado todo con piezas recompuestas, con líneas que guían la mirada. Las piernas de la mujer están sacadas del armazón de un búnker de cemento, las faldas son jirones de bombas destripadas, las líneas del mandil aún se insinúan con alambres que proceden de los muelles de un colchón que apareció en una trinchera, colocado en un reser, sostenido por unas piedras, y que quizá tampoco fuese de la guerra, pero sí de alguien que también tuvo que dormir al raso.
Raquel carga los dos capazos de hierro en la camioneta y vuelve al taller del pueblo. Todavía no ha encontrado la expresión del niño. Con las dos virutas de obús que soldó sobre un plato abollado da la sensación de estar dormido, pero no es eso lo que quisiera. Ha probado a soldar dos tuercas como dos pupilas asustadas, pero falta algo, está mudo, sin boca, sin llanto, sin miedo, sin nada. Quizá esté muerto. Estos últimos detalles le están costando más de lo que pensaba. No le llevó mucho tiempo encontrar la estructura viva de la mujer, los dedos de balas largas, la lengua de bayoneta. Había en todo una excesiva corrección, como una pleitesía con los grandes maestros, un zurzido de homenajes diminutos, de opciones ya resueltas en otra escultura. Había jugado excesivamente con el agradable impacto que siempre produce en el espectador el hecho de que se haya podido representar el dolor con una lata de sardinas. Había sido muy hábil usando aquel cascote de oruga blindada como pañoleta. Pero faltaba algo.
La escultura está en medio del corral. Tiene tres metros y medio de alta, la mujer de hierro asoma por encima de la tapia. Raquel deja los capazos y se sienta en la leñera. Está a punto de llover. Ha pensado que no va a darle ningún tipo de protección al hierro, que la lluvia lo vaya estilizando con el tiempo, y finalmente lo disuelva. El algo que faltaba sigue sin faltar, aunque añada otro centón de bomba rota, aunque ponga en el ojo del niño la tuerca que encontró junto a unos huesos. Lo que falta es el concepto, el todo. Falta la obra. Raquel se lía un cigarrillo, se lo enciende y cierra los ojos mientras saca el humo. La obra es correcta. Como dice su amigo Ernesto Utrillas, que es como el cronista oficial de todo el grupo, “está bien engarzada en el recuerdo”, una frase a la que Raquel lleva dándole vueltas desde hace días. Ernesto no deja de animar y nunca se entromete, pero tampoco miente. ¿En qué recuerdo? ¿En el recuerdo de la guerra? ¿En el recuerdo del escultor Julio González? ¿En el recuerdo de una estética obsoleta, demasiado setentera? ¿En el artificio fácil e ingenioso?
Llueve sobre la madre y el hijo. Las nubes cárdenas que venían de la parte de Celadas han empezado a caer de lleno. En la mano suplicante se forman goterones de agua, chorrillos en la punta de los dedos. El agua rebota en el rostro del niño con un sonido hueco de gotera. No está viva. Esa escultura no está viva. Cuanto más tiempo tarde en reconocerlo, más tiempo perderá, porque el plazo de presentación termina pronto. Tiene la sensación de que en cuanto deje de llover o apague el cigarrillo tiene que hacer algo, y de debajo del esófago le sube un impulso clarividente, placentero, que la anima a desarmar la escultura.
Su padre la saca de sus cavilaciones. Acaba de entrar por la portón del corral por donde entraban y salían los mulos con el carro cargado de chatarra. Lleva al hombro una rama de chopo de un palmo de diámetro y dos metros de larga. En la mano libre sostiene un paraguas. A Raquel le sorprende verlo, no le había dicho que también iba a subir al pueblo. Padre e hija hablan con la atonía que da la confianza.
–¿Dónde vas con eso? Trae que te ayude –dice Raquel, y aplasta el cigarro contra el suelo de cemento de la leñera.
–Deja, no pesa. Está seca –dice su padre.
El padre apoya la viga contra la tapia y se refugia junto a Raquel en la leñera, mientras pliega y sacude el paraguas mira el cielo, como si calculase los litros de agua. El padre de Raquel se llama Pascual, tiene setenta años. Después de jubilarse arrendó las tierras de labranza y se quedó solo con una pieza para huerto y un cuello con una docena de chopos cabeceros. Padre e hija viven en Teruel, en un piso del Ensanche que el matrimonio compró cuando Raquel ya tenía edad de ir al instituto, y donde se quedaron a vivir.
–¿Ya está acabada? –dice el padre, mirando la escultura.
–La voy a desmontar –dice Raquel, muy seria y pausada, como si ya se hubieran calmado todas las dudas.
–¿No te gusta?
–No.
El padre duda un poco, no sabe qué decir.
–Espérate a que escampe y la verás mejor. Así con este día tan feo seguro que te gusta menos.
Luego vuelve a mirar al cielo.
–Lo menos va a estar lloviendo un par de horas. Espérate a que salga el sol. Si la desmontas ahora te vas a mojar. Ayúdame a meter la viga, anda. Voy a cambiarme los zapatos.
El padre se mete por la puerta de la cocina y Raquel se levanta del tarugo donde se había sentado y se sacude con palmadas el serrín y las virutas que se le han pegado a los vaqueros. Ella misma coge la viga, que en efecto pesa poco, para meterla en el gallinero. Su padre está reformando las cuadras a la antigua usanza, con vigas que cría el mismo en los chopos cabeceros. Desde que se jubiló vive como si no hubiera pasado el tiempo, como si aún viviera en el pueblo y no tuviera tractor. Más de una vez ha dicho que le gustaría tener un mulo, pero Raquel y su madre se han opuesto porque lo veían capaz de labrar con arado romano. El hombre está fuerte y conserva todos los dientes, pero ya tiene una edad.
Para cuando baja su padre con las chirucas de ir al monte (llevaba unos zapatos negros, con el molde de los callos, que se ha puesto perdidos de barro) ya ha dejado de llover y por la sierra Palomera empiezan a abrirse algunos claros. Estamos a mediados de octubre, acaba de pasar la Virgen del Pilar.
–¿Me ayudas a desmontarla?
–Lo que tú digas, hija. Voy a por la radial.
–La radial está ahí, papá.
–No, que me la he subido yo antes, que tenía que hacer una ñapa en la falsa. Ahora bajo.
Sale el sol. Sobre la herrumbre húmeda de la escultura brillan gotas de colores. Se ha recogido un poco de agua en el regazo de la madre, que ahora gotea sobre el suelo del corral. Es como si la lluvia la hubiera desnudado y el nuevo sol sacara su mediocridad a relucir. Raquel está desencantada. Ya no hay ninguna posibilidad de que le vuelva a gustar. La parte del cerebro que sostenía la ilusión a golpe de martillo se ha quedado vacía, silenciosa, y no ve nada. Aparte de mucho arte enciclopédico, no hay en esa escultura nada intenso. Es un alarde de bricolage, llega a pensar Raquel, pero poco más. De las mil maneras en que podrían haberse combinado esas piezas corroídas por la historia, Raquel piensa que ha elegido la más tópica, la más correcta, la más obvia, la más cobarde.
El padre, después de un buen rato, baja por fin con la radial, pero ni siquiera le da tiempo a Raquel a conectarla al generador porque aparece por la puerta del corral Remedios Clérigues, envuelta en un forro polar y con el pelo amarillo cogido en una coleta. Remedios Clérigues saluda como si fuera una visita de cortesía. De inmediato se fija en la escultura, da por hecho que ya está terminada. La manera de alabar el trabajo de la compañera Raquel que utiliza Remedios Clérigues está llena de agasajos y expresiones sonrientes y abrumadas. Eso lo hace siempre, y solo si las circunstancias son muy favorables introduce sugerencias que no suenan jamás a descalificaciones.
–Es una pasada –dice, convencida, juntando mucho los labios y entornando la mirada.
–¿Me ayudas a desmontarla?
–¡Pero niña!, ¿pero qué dices? ¿Por qué la vas a desmontar?
Raquel sonríe. No es una sonrisa triste sino resignada.
–Te ha llamado mi padre, ¿verdad?
Remedios abre mucho los ojos. Le está costando encontrar las palabras.
–Pero mujer, ¿por qué no esperas unos días? Está recién terminada, todavía no has tenido tiempo de alejarte de ella. Dale tiempo. Date tiempo tú también. Yo te soy sincera cuando te digo que me parece buena. Es muy expresiva, es emocionante. Es la madre y el hijo en la puerta del museo de la guerra. ¿Qué más quieres?
Mientras Remedios habla, Raquel se calza unos guantes y conecta la radial al generador. Remedios habla y mira al padre de Raquel, que está en un rincón de la leñera repitiendo con los labios las palabras de Remedios y diciendo que sí con la cabeza. Raquel, después de incorporarse, se quita el pelo de la cara con el dorso de un guante.
–¿Te acuerdas de Ramón el del psiquiátrico? –dice Raquel–. El otro día, mientras estabas en el taller de escayola, me enseñó su cuaderno. ¿Nunca te lo ha enseñado? Es tremendo. Dibuja cosas que solo pueden salir del más absoluto sufrimiento. Todo lo que dibuja, y no dibuja mal, son como gritos desgarrados. Pueden estar más o menos bien, pero son, no sé cómo decirte, perturbadores.
–Y obscenos.
–Eso es. Obscenos. Remedios, la guerra es obscena. Esta escultura no es obscena. Es amable, es hasta tierna si tú quieres. Pero no es perturbadora. Parece una virgen pobre, pero nada más.
–Si eso es lo que te parece, yo no tengo nada que decir. Lo único que intento es que seas tú la que lo decida y no la que acaba de terminar la escultura. Esto es como un trauma posparto, y no te lo digo como madre sino como enfermera. Yo creo que tienes que esperar, te lo digo de verdad, Raquel. Y tu padre piensa lo mismo que yo. ¿Verdad, Pascual?
–Ya le he dicho yo que con este día tan feo no era el mejor momento –dice el padre.
Raquel los contempla con atención pero está pensando en otra cosa. Mientras se coloca la máscara autógena y acerca la escalera, le resulta hasta voluptuosa la certeza de que el camino de esa escultura no ha hecho más que empezar. Necesita tiempo. No importa el museo, ni la guerra. Le importa llegar a donde quiere llegar. El disco negro de la radial empieza a dar vueltas. Raquel se sube a la escalera y lo acerca a la mano de robot antiguo de la madre, la que clama al cielo. Saltan chispas de la misma soldadura con que la había unido al cañón de un fusil que sirve de antebrazo. Cuando la termina de serrar, se gira y llama a su padre.
–¿Me la guardas, papá?
En el centro despejado hay una mesa alta de unos dos metros de ancha y seis de larga, un largo tablero forrado de hule blanco y apoyado sobre caballetes de madera. Allí se imparten los talleres de jardinería y también de pintura y escultura. Por las luminarias entra la luz intensa y pálida de las mañanas invernales. Encima de esa mesa se cosieron seis mil trapos de colores para forrar la fuente del Torico, y se moldearon figuras de barro para un belén que daba miedo, o por lo menos inquietud.
Remedios Clérigues se dio por vencida cuando Raquel ni siquiera quiso escanear la escultura para reproducirla en un futuro. No sirvieron ni sus opiniones de artista ni las de su padre, que llegó a decir que aquella mujer le recordaba a la suya, a la madre de Raquel. No hubo manera. Al contrario, Raquel trató de convencerla de que llevasen esas piezas al psiquiátrico, que las dejasen en manos de los enfermos. Raquel aún no tiene claro si lo que ve en esos talleres le parece atormentado o simplemente ajeno, perturbado, pero sí que su trabajo debe investigar en la perturbación. La guerra es perturbadora, le insistía una y otra vez a Remedios mientras esta trataba de oponer algún inconveniente, por ejemplo el hecho de que se trataba de objetos arrojadizos, punzantes y oxidados. De ningún modo les dejarían trabajar con semejante material.
Pero Raquel había entrado en una ruta necesaria, con la suficiente convicción para no importarle las molestias ni el tiempo que acarrearía. Allí mismo cogió el móvil y llamó a la ceramista Reyes Esteban, que vive en Celadas, para preguntarle qué tenía que hacer para sacar unos moldes en escayola de los objetos y qué material necesitaría para rellenarlos. Media hora después, la propia Reyes, una mujer menuda de unos cuarenta, muy activa y sonriente, entraba en el corral con un saco de terra sigilata.
Estos berenjenales son frecuentes entre el grupo de artistas contemporáneos que viven y trabajan en Teruel. Se ayudan a montar sus instalaciones, colaboran en proyectos ajenos sin plantear en ningún momento el valor de las ideas, antes bien argumentándolas para que parezcan más interesantes de lo que son. En realidad su vida artística consiste en cargar a toda prisa unos sacos de tierra sigilata para materializar una idea antes de que la soledad o las dudas la dejen en agua de borrajas. En cada encuentro, en cada excursión, en cada proyecto alguien termina encontrando un hilo del que quizás a solas no se atrevería a estirar. Si a eso le sumamos la urgencia con que se prestan los favores en esta parte del mundo, esedesvivirse por cumplir, es lógico que una ocurrencia tan estrambótica se hubiera puesto en marcha pocos minutos después de ocurrírsele a Raquel.
Al final no lo hicieron con tierra sigilata. Reyes propuso utilizar un compuesto más ligero y resistente, el que se usa para las prótesis óseas. Reyes había tenido hace tiempo una idea para trabajar con ese material, pero, así como vino, así se esfumó. Las ideas hay que cogerlas cuando te miran, dice Reyes, que lee mucha literatura espiritual. A Raquel le pareció que un material hecho para ser llevado dentro del cuerpo debería tener una fuerza suplementaria, interior, de modo que cargaron toda la chatarra de la madre y el hijo salvajemente troceados en la camioneta y se marcharon a Celadas, a convertirla en osamenta sintética.
Tanto Remedios como Reyes interrumpieron sus respectivos proyectos para meterse en uno de esos asuntos que, precisamente porque no les acababan de convencer, exigían un apoyo más decidido, una forma más precisa de subrayar la amistad. Lo bueno es que cada proyecto dudoso lleva aparejadas unas cuantas cenas opíparas regadas con copiosos caldos. Ser artista no es haber hecho sino estar haciendo, y esa certeza está tan arraigada entre los miembros del grupo que les ha liberado de cualquier forma de existencialismo creativo. Y se lo pasan en grande.
Sobre la mesa de hule del invernadero del hospital psiquiátrico yacen las piezas amputadas de una escultura. El vaciado salía de plástico gris, y Raquel se tomó unos días en pintar las piezas con el tono de la herrumbre original. En esas largas noches sintió una voluptuosidad creativa que la alejó de cualquier otra preocupación. Se sentía dentro de la obra, con el horizonte despejado durante unos días, hasta que hubiera que tomar la siguiente decisión. Sorprendentemente, nadie puso ningún reparo, y el ejercicio consiste en que los internos escogen una pieza y la dibujan, o juntan varias sobre el hule, o las apilan en equilibrio. Ella pensaba que todos los enfermos sacarían papel y boli y se dedicarían a auscultar las formas de los objetos y trasladarlas al papel. El resultado es que les han regalado una baraja con la que ellos, en vez de jugar sus bazas estéticas, levantan sus castillos de naipes, y se ríen o se enfadan cuando la última pequeña pieza los derrumba. Raquel siente una pequeña decepción, pero a Remedios le hace mucha gracia. Quizás es ella en estos momentos la que más interés tiene en el proyecto. Desde su punto de vista, las formas nacen más libres cuando se las ha creado con otro propósito. Apenas pueden juntar más de cuatro o cinco piezas antes de que se les hundan todas, pero Remedios trata de llegar a tiempo para fotografiarlas.
En esto, como en todo, hay variedad de pensamiento. Unos enfermos no pasan de apilarlas como si las fuesen a quemar. Otros se empecinan en equilibrios imposibles hasta que el monitor les anima a que cambien de ejercicio, cuando lo han mecanizado de tal modo que parecen una máquina que se hubiera atascado. Lo interesante es que en esos momentos la repetición imposible del mismo equilibrio no los desespera. Al ver la pulcritud con que se entretiene una mujer de aspecto generalmente crispado, Raquel diría que los tranquiliza. Al principio les ha dicho a todos, aunque sin insistir demasiado, en qué consistía el ejercicio, de dónde venían las piezas, para qué habían servido. Nombró dos o tres veces la palabra guerra, pero no está segura de que nadie le haya hecho caso.
Da igual porque el resultado es satisfactorio. Esas miradas ensombrecidas, como devoradas desde dentro, a veces un poco idas contrastan con la sonrisa de diversión o de concentración extrema con que manejan los retales de bomba, los tubos rotos de fusil, las cantimploras melladas, los alambres que salían del cemento pobre de un refugio como los huesos de las fracturas, la chatarra que en sus manos trémulas se encarna en cuerpos insostenibles. Remedios Clérigues y Raquel intervienen poco, y siempre para conseguir lo que el paciente intentaba, nunca para sugerirle nuevas posibilidades.
Durante la primera media hora el proceso ha consistido en prescindir del arte para dedicarse al juego, pero luego sucede algo imprevisto. Poco a poco los internos dejan de intentar nuevas formas con sus escombros sintéticos y se acercan a un extremo de la mesa, al sitio donde uno de ellos ha conseguido mantener en equilibrio una figura de grandes dimensiones. Incluso recogen sus pecios y se los acercan, a ver si es capaz de utilizarlos todos. Su idea ha sido excelente: con las largas piernas de la madre y unos tubos de lanzagranadas empalmados ha conseguido instalar un trípode y sellarlo con una pieza que le sirve de gancho en el que va colgando una cadena de eslabones, los cilindros abiertos que Raquel había utilizado para armar los brazos de la madre. Está en el momento en que tiene que armar un nido de alambres, una crisálida ferruginosa en la que quepa el plato mellado que sirvió para la cara del niño.
El artista se llama Manuel, y lo sorprendente no es que haya sabido levantar ese artefacto para guisar migas de pastor con tanta delicadeza, sin anclajes ni ataduras, por el puro juego de fuerzas y de apoyos. Quizá lo más llamativo es que consienta ser el centro de atención de sus compañeros. Él siempre está detrás, sonriendo, ayudando. Es extremadamente servicial y circunspecto, nunca destaca por hablar ni tampoco por no hablar. Se diría que es un hombre semitransparente, y algo de ello hay en su rostro de color eslavo, de piel muy pálida y pecas diminutas, los ojos claros, acuosos, y el pelo y la barba lacios y escasos. No obstante, su mirada no transmite dolor. No hay signos físicos de sufrimiento psíquico, una leve descoordinación de intenciones entre los ojos y la boca, una mayor o menor apertura de los párpados, una cierta tensión maxilar. Se diría que Manuel funciona por el hospital psiquiátrico como esos huérfanos sin muchas luces que se quedaban a vivir en los conventos, con más aire de fragilidad que de enfermedad.
Y en el fondo tiene más motivos que ninguno para no estar tranquilo. Tiene alrededor de treinta y cinco años, no es mucho mayor que Raquel. Su enfermedad es una combinación explosiva de agorafobia y acrofobia. No necesita medicación y cualquier psiquiatra del mundo atestiguaría que se encuentra en perfectas condiciones para salir a la calle, pero una vez en ella se lo come la angustia, sufre un pánico desesperante a su propia debilidad, a la atracción que producen en él los mismos espacios abiertos y las mismas alturas a las que tiene pánico. A las pocas horas de salir a la calle, es fácil encontrárselo agazapado en el rincón de una callejuela, tembloroso, jadeante, con el amargo rictus de quien está ya exhausto de suplicar que cese una tortura. Se arrastra como puede, mirando al suelo, frotándose por las paredes, hasta que llega al hospital y conforme atraviesa el umbral de las instalaciones le vuelve el color a la cara y la tensión normal a las arterias. Ya no necesita más remedio que estar allí.
Estos casos han sido y serán muy frecuentes, no el del pánico ingobernable sino el de sentirse curado de uno mismo por la protección que brinda un hospital, o un convento. Pero en el caso de Manuel, además, está ocupando una plaza, su manutención corre a cargo de la Diputación Provincial, porque no tiene familia. Los trámites de la invalidez permanente acelerarían una solución a su caso, pero entretanto no sean aprobados Manuel ocupa una plaza sin necesidad legal. El hospital es consciente de que hace la vista gorda, pero también es verdad que, en los tiempos que corren, no serían pocos los ciudadanos que aceptarían vivir en un hospital sin preocuparse de comprar comida. Su situación, en fin, es tan frágil como el nido de cables retorcidos y carcasas de metralleta que pende de los eslabones inseguros. Pero él sigue colocando piezas con sus manos muy blancas y los compañeros observan el leve cimbreo de la cadeneta, disfrutan de la tensión divertida de lo que está a punto de derrumbarse.
Ahora Manuel está introduciendo en la balanza enmarañada que pende de los eslabones piezas pequeñas, trozos de bomba, balas que fueron dedos, rejillas de mortero abiertas como latas de escabeche, y las va colocando en otro juego de equilibrios que reposa sobre el platillo. Remedios Clérigues no cesa de hacer fotos. Se ha ido el sol y al utilizar el flash hay un pequeño revuelo porque instintivamente varios enfermos mandan callar, como si la luz soplara, y otro manda callar a quienes mandan callar, y todos se quejan de que tanta palabra terminaría por tocar el artefacto y derrumbarlo.
Manuel dispone unos tornillos retorcidos en el centro del plato abollado sobre los que apoyar varias piezas que parecían cascotes de un ánfora perdida mil años bajo el mar. Pronto sus rasgos empiezan a ser reconocibles, es el rostro terso y redondo de un niño, una cabeza muerta que alguien hubiera dejado como prueba siniestra después de la batalla. Los mofletes son carcasas de obús, la frente abultada un trozo de caldero, los labios fruncidos una espoleta. Entre la urdimbre de hierros y cascotes es evidente que se trata de un niño, y de que está muerto.
Todos contemplan la pieza con admiración y extremo cuidado. Manuel se aparta de ella y dice que ya no cabe ningún trozo más. Remedios saca un reportaje desde todos los puntos de vista. Los enfermos no sólo no tocan la escultura sino ninguna de las piezas que quedaron esparcidas por la mesa. Tienden a no moverse, imbuidos de la certeza de que cualquier perturbación acabaría con la escultura. Y llevan razón: un celador abre la puerta del invernadero y la corriente de aire desbarata el precario equilibrio del montaje, que retumba sobre el hule y organiza un estrépito de plásticos por las baldosas del que los enfermos se retiran en una oleada como las del público que asistía a las ejecuciones cuando una cabeza salía rodando por los adoquines hasta donde estaban ellos.
Manuel contempla la batahola con la sonrisa resignada de quien ya está hecho a que ese frágil equilibrio no resista ni siquiera la apertura de una puerta, la entrada del aire que se necesita para vivir, pero de inmediato se apresura a recogerlo, como si se le hubieran reventado las bolsas de la compra en mitad de una plaza pública. Es el único momento en que Raquel detecta una sombra de agobio, de azoramiento, de acaloro, pero nada que se pueda llamar angustia ni ansiedad. No le duele que se haya roto sino la perturbación que ha producido su rotura. Perdón, perdón, va diciendo cuando se agacha servilmente a coger de al lado de los pies de sus compañeros los tornillos derretidos que han ido rodando hasta ellos. Todos miran al celador con mala cara, un hombre de grandes barbas blancas que en la cabalgata de Reyes hace todos los años de rey Melchor y que no tiene culpa de nada.
–No te preocupes, Manuel –dice Remedios, para quien la obra es el estar haciéndola, y los trozos que no se pueden caer al suelo son los corazones de los enfermos–. La he fotografiado entera. Yo creo que la puedo reconstruir ya con enganches y cola y lo que haga falta para que no se caiga y la podamos transportar. Es una pieza preciosa, Manuel. ¿Verdad que sí, chicos? Es una lástima que no la hayas visto –le dice Remedios, sonriente, al rey Melchor–. Era una verdadera obra de arte.
Remedios ya había salido a la carretera de Zaragoza y Raquel sintió que de algún modo está estafando a Manuel. ¿Qué esperaba de ella? ¿Qué se puede esperar de ella? Aún no ha conseguido nada, o bien todo, según se mire. Tiene un empleo en el que puede, aunque mínimamente, estar en contacto con las artes gráficas. El verano pasado presentó una instalación en Villarquemado, a veinte kilómetros de Teruel, una serie de piezas conceptuales que tuvo gran aceptación entre los vecinos del pueblo, aunque ella sospecha que aquel entusiasmo era una forma de agradecimiento, pero que aquellos monolitos mellados no habían llegado al corazón de los vecinos, sus auténticos destinatarios. Aparte de eso, su amigo Ernesto Utrillas, profesor en la Escuela de Arte, le ha pedido una pieza para la próxima exposición colectiva Desde la sombra, donde aparecerá una nutrida muestra del arte contemporáneo turolense actual. Eso es todo. Esa es toda la sabiduría y todo el apoyo que puede ofrecer a Manuel. Le duele que aquel acrofóbico habilidoso con cara de ruso la haya tomado por una artista y haya puesto en sus manos todo lo que tiene, un cuaderno de dibujos y poemas. Al recibirlo se sintió algo nerviosa, un poco avergonzada. En la rotonda de la calle de San Francisco tuvo que detenerse y aprovechó para hojear el cuaderno abierto en el asiento de al lado. Manuel dibuja bien, dibuja mejor que ella. Cuando se paró a mirar la cara desgarrada de una anciana, un dibujo que le recuerda un poco a los de Joseph Beuys, un coche le pitó por detrás y tuvo que cerrar el cuaderno y seguir. Quizá, pensó entonces, Manuel no le ha dado el cuaderno para conocer su opinión, sino para saber si hay algún modo de que Raquel lo coloque en el sitio adecuado, lo dé a conocer.
Ahora, ya de noche, Raquel recoge los platos de la cena mientras su padre mira la televisión y se limpia los dientes con un palillo. Tiene prisa por encerrarse en su cuarto. Con rapidez automática vacía las peladuras de manzana y los restos de huevo y de migas de pan en la basura y mete los tres platos, los dos vasos y los cubiertos en el lavavajillas, guarda la botella de vino en la despensa y la jarra de agua en la nevera, recoge el mantel, lo sacude en la galería de la cocina, lo pliega y lo deja encima del salvamanteles, al lado del frutero.
–Me voy adentro, que tengo mucha faena –dice.
Su padre ha apoyado el brazo en el respaldo de la silla, el mismo brazo con cuya mano maneja el palillo, y está viendo las noticias de Telearagón. Raquel se mete en su cuarto. Sobre el escritorio, junto a la pantalla del ordenador y el escáner, está el cuaderno de tapas negras.
Es un dibujante minucioso, eso es todo. Se diría que calca fragmentos de la realidad. Casi siempre respeta el tamaño natural de los objetos que dibuja, de modo que sólo aparecen cosas que en realidad cabrían en las dimensiones de la página, que es de 21 x 13 centímetros. Eso significa que como mucho, y a doble página, puede dibujar una mano. Y lo mismo sucede con los otros miembros del cuerpo, sobre todo con las heridas y las cicatrices, de las que hay decenas, minuciosamente reproducidas.
Raquel ha abierto el cuaderno mientras le daba vueltas a la infusión convencida de que iba a encontrar la obra de un demente. Pero podría ser el cuaderno de bocetos de cualquier dibujante. El dibujo es tosco, pero no elemental. Reproduce el objeto íntegro, pero sabe insinuar la sombra y el volumen. En cierto modo, parece un cuaderno de campo, los dibujos son los que haría un antropólogo del siglo XIX que estuviera estudiando una raza desconocida y a quien solo sirven los recursos del arte cuando ayudan a perfeccionar la exactitud. Hay bocas, codos, dedos, tobillos, vaginas, rodillas, secciones del antebrazo, de la cara, de la pantorrilla, de los muslos, de los glúteos o del torso.
Lo primero que se le ocurre a Raquel es comprobar si se trata del cuerpo entero de una mujer, y si está viva o está muerta. El rictus de la boca, por ejemplo, siempre el mismo, que enseña un poco los dientes pero no tensa los maseteros, no significa nada mientras no encuentre los ojos. La misma sonrisa es de felicidad o de amargura según como mire su dueño. Las manos se le van al escáner, el instinto la lleva al ordenador. Necesita juntar, descomponer, agrandar, empequeñecer, velar, remarcar, iluminar, es como si ya sólo fuera capaz de ver algo buceando dentro de ello. Sólo con el primer dibujo, un trozo de cuello, percibe Raquel su extraordinaria perfección, cómo se ha detenido en las líneas de la piel, las protuberancias, las pilosidades que a primera vista, al natural, pasan desapercibidas. Es el cuello de una mujer madura, tiene esas arrugas horizontales muy finas que parecen las curvas anuales de los troncos, esa piel de gallina que aparece con el tiempo. En ese momento se va la luz.
Raquel sale disparada de su estudio. Seguro que su padre ha enchufado el microondas mientras estaba funcionando el lavavajillas. El padre, que la ve venir, levanta las manos y encoge los hombros en medio del pasillo.
–Yo no he hecho nada, hija mía.
Tenía preparada la breve retahíla de reproches domésticos, tampoco muy larga: Raquel está en la etapa de no saber si a su padre se le olvidan las cosas porque no se fija o porque es viejo. Son tantas las enfermedades que nos acosan que cualquier descuido puede ser un síntoma fatal. Raquel vuelve a su sitio los disparadores de la luz, pero la luz no viene. El padre se ha asomado a la ventana.
–Tiene que ser el barrio entero. Las farolas están apagadas.
Raquel se siente un poco huérfana cuando no puede usar el ordenador. El padre se ha metido en la habitación de matrimonio y sale con un cirio. Raquel no sabía que hubiera un cirio en casa, un cirio viejo, grueso y bulboso, el cirio que empleaban sus padres en la época en la que era normal quedarse sin luz.
–Toma. Yo me voy a la cama, que me da igual no ver nada –dice el padre.
Pero también sería normal que entonces y ahora hubiera una linterna. Para un chatarrero una linterna es como un bolígrafo para un administrativo, en el caso de que los administrativos todavía utilicen bolígrafo. Ya en su cuarto, al acercar el cirio al cuaderno el resplandor encarnado sobre las páginas de color hueso da una cercanía especial a las imágenes. No solo todo está más vivo, sino que las líneas de tinta brillan más que con la luz artificial. Se da cuenta entonces Raquel de que todo está escrito con tinta casera, huevo y carbonilla, y por la torsión de los trazos ella diría que casi todos están dibujados con un alfiler mojado en esa tinta tan pretérita, que sin embargo parece más fresca que el bolígrafo del administrativo. Desde ese punto de vista, la perfección de las mínimas arrugas, la sensación de volumen aun en los pliegues más filamentosos es algo que consigue, muy probablemente, inclinando más o menos el alfiler hacia el papel. Y eso ya no es labor de aficionado.
El tamaño natural de los objetos no se reduce a partes de un cuerpo femenino. Hay todo tipo de figuras en sus dimensiones exactas, pero no planas, aunque no necesita Raquel usar una calculadora para darse cuenta de que las perspectivas también se rigen por cálculos reales. En un mundo en que casi es de mal gusto no utilizar perspectivas falsas, esta fidelidad al modelo le resulta graciosa, como una terapia de monje chino. Hay encendedores, mecheros, colillas y todo un surtido de botes de conserva, botes transparentes en cuyas paredes se aplastan las caras de los caracoles muertos o de las olivas rellenas. Le sorprende a Raquel comprobar que es posible pintar un bote de habas tiernas sin que al resultado se le pueda llamar pop. Estas conservas, a la luz del cirio, son perfectamente comestibles, pero también tienen algo de testimonio claro, de labor etnográfica. No es que su representación de los reflejos del cristal sea tirando a burda, sino que ha prescindido casi por completo de los efectos visuales del mismo modo que se ha prohibido cualquier distorsión de la medida real.
Es verdad. También la balanza de hierro con la cabeza del niño en el plato tenía dimensiones reales. La mujer folklórica que ideó Raquel no era de tamaño natural. Las balanzas, las carruchas sobre el brocal de un pozo, las trébedes para asar animales grandes son o pueden ser de esas mismas dimensiones, y quizá fue eso lo que le impresionó, que se trataba de un equilibrio real, y que, si todas las piezas hubieran estado soldadas, habría parecido un objeto mudo, vulgar, cotidiano, por mucha cabeza de niño que hubiera en el plato.
Pronto aparecen páginas escritas tan solo, sin dibujos o sin más dibujos que algún detalle por los márgenes (un anillo, un punto de sutura, un lacrimal). No está escrito por renglones, ni tampoco en un solo sentido. Las hojas se dividen en recuadros que son como parcelas de cultivo, y en cada una de ellas el sentido de los renglones es distinto. Teniendo en cuenta que la letra es diminuta, y que para leer una página hay que darle varias vueltas, Raquel decide dejarlo para más adelante, y sigue pasando páginas en busca de las partes del cuerpo que le quedan, sobre todo de los ojos.
Los motivos van variando, entremezclándose, pero siempre reaparece un fragmento de cuerpo humano, como si fuera una melodía recurrente. Primero son los botes de conserva, luego monigotes que caen al vacío, figuras, esas sí, diminutas, cuerpos desmadejados que se han caído de la parte de arriba de la página como caían los oficinistas de las Torres Gemelas. Todo ello se va mezclando con más textos escritos en pequeños bancales de palabras y más fragmentos a tamaño natural del cuerpo humano, un dedo del pie, las venas del dorso de la mano, una clavícula que traspasa las dos hojas abiertas, aparte de las pequeñas heridas que jalonan los márgenes de cuando en cuando, pequeñas costras de sangre seca, cicatrices como espinas, e incluso, en algún caso, el labio de la carne abierta, antes de la sutura.
Más adelante van apareciendo moscas de tamaños diferentes, pero siempre del tamaño de una mosca. Otra vez echa de menos la luz eléctrica, las manos se le van al escáner como las de un fumador a la cajetilla. Su padre, que de lejos ve perfectamente, usa para leer, sin embargo, una lupa. Allá va Raquel a buscarla. A oscuras atraviesa el pasillo y toca con los nudillos en el dormitorio de su padre. Pasa, pasa, suena una voz clara, no la voz del que está dormido, ni siquiera la del que está tumbado. ¿Tienes la lupa por ahí? Sí, toma, está aquí en la mesilla. Raquel ve moverse un reflejo hacia ella, quizá un reflejo del resplandor que apenas ilumina el arranque del pasillo, porque las calles siguen a oscuras. Su padre no está tumbado. Está sentado a oscuras en el borde de la cama, como se sentó durante años, cuando era fumador, a echar el último pitillo. Ahora no fuma pero hace lo mismo. Raquel vuelve con la lupa y la pone encima de la mosca. No le falta detalle, ni de líneas ni de reflejos ni de las nervaduras de las alas de las moscas. Es una foto de una mosca pintada con tinta de carbonilla y una punta de alfiler a tamaño natural. Hay páginas enteras dedicadas a ellas, mezcladas con los hombres que se caen, con los ajos en conserva, con las notas recuadradas, con las falanges de los dedos y con las cicatrices. En una ocupan casi toda la página. Desde cierta distancia es una página pintada de negro con trazos irregulares, un tanto enrojecida por el resplandor del cirio. Desde cerca se ve que es un montón de moscas. Raquel está segura de que debajo hay pintada una herida, porque en la página anterior se notan más marcadas sus líneas de planta trepadora.
Le tienta pensar que es la ocurrencia de un demente, pero se acuerda de la exposición de millones de pipas de cerámica pintada que vio el año pasado en la Tate con Carmen Escriche, que también es escultora, un puente de Todos los Santos que se fueron a Londres las dos. Raquel es entusiasta de la obra de Ai Weiwei. En su estudio hay un ánfora romana que lleva el cartel de Coca-cola rotulado con pigmento rojo, recuerdo de la exposición que trajo a Madrid en el 2009 y que también fue a ver, esa vez sola. A su regreso, habó de Ai Weiwei con tal entusiasmo que Reyes Esteban le modeló, pintó y coció para su cumpleaños una pieza idéntica. Las moscas del cuaderno de Manuel le han recordado a Raquel la grandeza del arte chino contemporáneo y aquellos pocos ratos en que se ha sentido artista de verdad. Luego vuelven los escritos, cada vez más apretados, poesías que Raquel no se detiene a leer. Hasta que no encuentra los ojos no deja de pasar páginas, y cuando los encuentra vuelve a pensar en el escáner, pero se da por satisfecha con la luz amarillenta, precaria y temblona del cirio, al que tampoco puede acercarse mucho si no quiere quemarse las puntas del cabello. En principio parecen inexpresivos, bien dibujados pero inexpresivos; no planos, sino como si mirasen a otra parte, como cuando depositamos la mirada en un objeto y nos parece percibir el tiempo en otra dimensión. Es un mirar de susto resignado, de aceptación de la derrota, un mirar clarividente y cansado, sereno y sin esperanza, como miraría alguien a quien ya no se puede engañar y para quien ya han pasado los momentos de la desesperación. Es la mirada, piensa Raquel, de quien está a punto de morir.