Llevo
días sin traer aquí nada más que las traducciones que tenía ya embastadas. He
escrito, bastante, sobre Güino, con esa sensación de urgencia y miedo a olvidar
que se nos instala cada vez que perdemos un ser querido. Seguiré con ello, no a
ver qué sale, no a ver si sale algo interesante, sino a ver si digiero su
muerte. Son catorce años con todos sus momentos, porque llegó, muy pronto, el
día en que no estaba del todo tranquilo si no lo sabía cerca de mí. Y luego
está, claro, este puritanismo moral que tenemos los ateos: por eso no cuelgo
aquí, de momento, nada de lo escrito, porque mi luto no es un lucimiento. El
luto no se luce. El luto se guarda.
Y mi
alivio luto, cómo no, están siendo los antiguos: Tito Livio en las horas del
tren y de la siesta, y Virgilio en el tiempo de escribir. El uno, como ya conté
el día que empezaba, elimina los ruidos de la ciudad. Voy por el libro V
(segundo volumen de Gredos, traducido por José Antonio Villar Vidal), y
disfruto de sus discursos y sus descripciones bélicas lo suficiente como para
que, más que apetecerme leerlo, no me apetezca dejar de leerlo. Los que solo
leen novedades no saben lo que es la gran prosa en castellano hasta que no leen
traducciones de clásicos. Recuerdo que cuando estaba estudiando a Tucídides
había ocasiones en las que, más que mirar la traducción de Adrados (ahora
reeditada) para resolver las dudas del texto griego, leíamos el texto griego
para resolver las dudas de la traducción de Adrados, escrita en sintaxis
literal, estropajosa y plúmbea, sin asomo de lustre. Los mismos fragmentos de
Tucídides, en cambio, traducidos por José Alsina, eran una sinfonía de precioso
castellano, grande, preciso, sinuoso. Esta traducción de Villar Vidal también
está muy bien, por más que a veces sacrifique la música en aras de la exactitud
gramatical. Es un excelente castellano que, cuando se junta con algún pasaje
brillante, cuaja en literatura integral, arrebatadora, suficiente. A mí me
arrebata del momento, que es lo que le pido, y no leo, como cuando era
estudiante, pensando siempre en el haber leído, en que anidasen en mi cerebro
datos y pasajes, sino despreocupado de lo que pueda quedarme en la memoria más
allá de lo que ya sabía.
Entonces,
cuando estudiante, pensaba que Tito Livio era el historiador entretenido, y
Cornelio Tácito el gran historiador. Del uno me apartaba su presunta
charlatanería, el dar cobijo a episodios inverosímiles y abrillantar los
verosímiles hasta lo mosqueante, y el hecho de que su sistema narrativo, año
por año, podía resultar a veces un poco plasta, siempre que no hubiese ocurrido
nada interesante durante aquel invierno. Del otro, de Tácito, me atraía casi
todo, en especial ese aire afilado, inclemente, riguroso. Tácito es el hombre
más serio del mundo, sus bromas están disimuladas en las penumbrosas entrañas
de su sintaxis. Tácito no perdía el tiempo en niñerías.
Ahora lo
veo de otro modo. Tito Livio es el viejo republicano que desconfía del
partidismo. A los patricios los pinta como interesados y desaprensivos, y a los
plebeyos como demasiado expuestos a dejarse convencer por cualquiera. A los
unos y a los otros los retrata igual de avariciosos. No así, empero, a los particulares
de ambas castas. Siempre hay individuos
que le dicen a la patria del mal que tiene que morir, pero las masas, los
grupos, los clanes, las castas, en tanto que entidades colectivas, no le hacen
al historiador ninguna gracia. Y, en medio de su prosa suntuosa, es a veces tan
escéptico como pudiera serlo Tácito: “La naturaleza dispuso las cosas de forma
que el que habla a la masa buscando su propio interés cae mejor que quien piensa
únicamente en el interés público”. O bien, un poco antes, en medio de las
luchas entre patricios y plebeyos por acaparar más cuota de poder: “Tan difícil
resulta la moderación en la defensa de la libertad: mientras se simula
pretender la igualdad, cada uno se encumbra a sí mismo a costa de rebajar al
otro, y mientras se busca evitar el temor, uno se convierte a sí mismo en
temible, y la injusticia que rechazamos de nosotros mismos se la infligimos a
otros, como si no hubiera más alternativa que cometerla o padecerla”.
Se
podrían escribir muchas entradas del género la
historia nos enseña con la zaragata secular entre tribunos de la plebe y
senadores, o dulcificar la transigencia de Tito Livio con casi todo lo que
suene a dictadura (estoy ahora con el libro casi entero que le dedica a
Camilo), o hablar de la transparencia de Rajoy comparándola con la proposición
Terentilia, etc., etc., pero mi instinto me lleva, cómo no, a la fantasía, a la
historia de Coriolano, célebre por Shakespeare, o a la no tan célebre historia
de Virginia, que a Lope de Vega, sin ir más lejos, le dio tema para, por lo
menos, tres piezas mayores: Peribáñez y
el comendador de Ocaña, Fuenteovejuna
y El castigo sin venganza, ninguna de
las tres, por cierto, con el terrible final de Virginia, asesinada por su padre
para limpiar la deshonra que le infligiera Apio Claudio, uno de esos personajes
malos que, andando el tiempo, serán el bastidor en el que Tácito borde, por
ejemplo, la figura de Sejano. Pero Lope era más complaciente que Tito Livio:
Casilda, Laurencia o Elvira, respectivamente, y sobre todo esta última, tienen
mejor final que la pobre Virginia (III, 44-48).
En fin,
ahí estamos, hasta que se pasa la hora de dormir y volvemos a Virgilio.