Habría sido antológico que ambas fotografías coincidieran en un periódico el mismo día: una con los vecinos vestidos de época que se preparan para celebrar el Fin de Semana Modernista, con coches antiguos y paraguas viejos, y ese amor por la vida virtual, por el disfraz histórico que caracteriza nuestra época. Antes la gente leía libros de historia, leía la letra y miraba los santos, las fotografías. Ahora se viste de fotografía y conmemora.
Pero en la otra página del mismo periódico podría verse la imagen del antiguo asilo de la carretera de San Julián, el que levantó con cuatro piedras Pablo Monguió, que resistió una guerra y las condiciones insalubres de la miseria y la vejez, pero no a las excavadoras que lo han reducido a escombros, y no tanto porque Patrimonio lo condenase a desaparecer cuanto porque a alguien le pareció que aquello no se sostenía, y sin necesidad de papeles ni requerimientos lo destruyó por completo. Bueno, han dejado la fachada, o eso dicen.
De modo que esta ciudad celebra su semana modernista reduciendo a polvo uno de nuestros edificios modernistas más interesantes. La excusa de los daños estructurales no justifica en absoluto su derribo. Por ese proecedimiento, podrían haber tirado las Escuelas del Arrabal, el claustro de San Pedro, e incluso las torres mudéjares cuando sufrieron verdaderos daños estructurales, durante la guerra civil. Pero el asilo no. Una Dirección General de Patrimonio con sentido de la historia local habría obligado a reconstruir el edificio, si es que no se sostenía. A reconstruirlo como era, sobre todo con esas humildes galerías asomadas a los huertos. No era el palacio de los marqueses de Tosos, que también estaba hecho una ruina. Era el palacio de los desposeídos, lo que un arquitecto con sentido ético y estético de su trabajo hizo con cuatro perras para dar cobijo a los que no tienen a nadie. Y consiguió la más alta recompensa a la que puede aspirar un artista, que lo más humilde, lo más despreciado adquiera sentido estético, alta poesía. En otro lugar he comentado que ese asilo tenía un delicioso aire a gallina clueca, a madre superiora, y que forma parte de esos edificios que están tocados de un encanto recogido, como si Monguió hubiera utilizado las proporciones de la piedad.
Todo eso se ha ido a la mierda. Y los vecinos, encima, están encantados. Ya sueñan con sus cubos gigantescos de hormigón, porque el primer terreno libre donde colocar un centro cívico les queda demasiado lejos para ir andando. Le hemos hecho al edificio de Monguió lo mismo que le hicieron a sus habitantes. Hemos perdido para siempre una de las postales más hermosas de Teruel. Visto desde el Viaducto, el asilo eran unos brazos extendidos, unas cristaleras para los últimos rayos de sol de las últimas mañanas de la vida. Lo relevante no era que el arco de la capilla estuviera o no dañado. No me creo que no pudiera rehabilitarse tal y como fue, aunque hubiera que levantar las estructuras nuevas. No me creo que no pudieran guardar las tejas venerables para ponerlas otra vez.
Lo importante no era dejar la fachada, la huella, sin más. Lo importante, la raíz de su hermosura, era lo que se veía desde el Viaducto. Aquello solo podía ser un asilo, con su patio recoleto, como el de un convento, aprovechando el abrigo de la curva, sacándole partido a las limitaciones del solar. El más difícil ejercicio modernista es crear algo que parezca surgido del entorno y que sea una mirada poética a su utilidad. Monguió interpreta la burguesía turolense con los ojazos de la azotea de Casa Ferrán, y es capaz de pensar como los arquitectos medievales para que la portada de la Catedral no parezca un añadido, y al mismo tiempo resulte de su época.
Ya sé que los músicos necesitan un conservatorio y que los vecinos de San Julián necesitan un centro cultural. Pero otros vecinos necesitábamos que no se mutilase una imagen hermosísima de la ciudad como si fuera una muela vieja. La ciudad no fue capaz de conservar el mercado modernista, pero eso lo achacábamos entonces a ignorancia. Ahora se han publicado libros muy instructivos sobre el Modernismo y se organizan recreaciones históricas. Todo el mundo empieza a saber quién fue Pau Monguió, y qué hizo aquí. El Modernismo ha entrado en la oferta histórica y artística, y a una pieza que podía verse desde una perspectiva tan poética le han dado la puntilla, como si estuviera ya tardando en morir. Las almas de aquellos ancianos no estaban en la fosa común donde finalmente arrojaron sus restos, sino en las galerías desde las que habían visto irse la vida, desde los huertos que año tras año les entretenían las mañanas. Por allí vieron pasar riadas de barro y de soldados, carros y carretas. ¿Por qué nos cargamos de ese modo a los testigos de nuestra historia? ¿Por qué renunciamos a ver lo que otros vieron, a estar en la misma ciudad en la que otros estuvieron?