Acabo de leer el discurso de ingreso de Javier Marías y la contestación de Francisco Rico. Poco antes había apañado la bernardina del ingresante para que salga mañana en el Diario de Teruel, de modo que, entre pitos y flautas, llevo toda la tarde metido en el Reino de Redonda.
El discurso de Marías es una hermosa pieza literaria pero bastante floja para tratarse del tema del que trata: la imposibilidad de describir la realidad para cualquier escritor y las ventajas de la novela en tanto que se trata de una realidad en sí misma, un mundo cerrado con principio y fin. Desde el momento en que la realidad es infinita (y, si no lo es en absoluto, sí para la finita, disgregada y cambiante percepción humana), ningún retrato podrá ser perfecto, es decir, completamente acabado.
Eso es decir bien poco, la verdad, y Marías emplea muchas y muy hermosas e interesantes páginas en decirlo, matizarlo y repetirlo, aparte de nombrar a los amigos. Y Rico, después, de puro tiquismiquis, tampoco colabora en profundizar mucho. Quizá la ocasión sólo exigía el género de la literatura de circunstancias a la que tampoco puede exigírsele un docto tratado de epistemología.
Pero sin necesidad de acudir tan lejos sí podría haber avanzado algo más.
El discurso de Marías es una hermosa pieza literaria pero bastante floja para tratarse del tema del que trata: la imposibilidad de describir la realidad para cualquier escritor y las ventajas de la novela en tanto que se trata de una realidad en sí misma, un mundo cerrado con principio y fin. Desde el momento en que la realidad es infinita (y, si no lo es en absoluto, sí para la finita, disgregada y cambiante percepción humana), ningún retrato podrá ser perfecto, es decir, completamente acabado.
Eso es decir bien poco, la verdad, y Marías emplea muchas y muy hermosas e interesantes páginas en decirlo, matizarlo y repetirlo, aparte de nombrar a los amigos. Y Rico, después, de puro tiquismiquis, tampoco colabora en profundizar mucho. Quizá la ocasión sólo exigía el género de la literatura de circunstancias a la que tampoco puede exigírsele un docto tratado de epistemología.
Pero sin necesidad de acudir tan lejos sí podría haber avanzado algo más.
Marías parte de la idea clásica de que las palabras son la primera forma de traducción, es decir, la primera forma de distorsionar el conocimiento. No nombramos las cosas para conocerlas sino para, a través de la traducción, hacernos una idea de lo que representan. Como muchas veces acertamos (sobre todo en cuestiones prácticas), damos la versión por buena. Lo que buscamos en una novela no es que nos represente la realidad, porque la realidad ya la conocemos, sino alguien que mire esa misma realidad, alguien que nos deje su agujero como cuando los niños o los ancianos se acercan a mirar una obra desde las vallas cubiertas con toldos o con chapas: todos sospechan que desde otro agujero distinto al suyo se ve mejor, por la sencilla razón de que en todos ellos se ve poco y mal. Es la visión de la hostia, por citar una ocurrencia de Vila-Matas, los que nos mueve a curiosear, a querer saber (uno de los temas favoritos de Marías, por cierto, es el de no querer saber), a ver lo que otros han visto y que por la sola presencia del agujero nos reclama. Leemos una novela para mirar por un único y espléndido agujero, situado y abierto en la lona de la valla por alguien con más perspicacia o más arte para contar que nosotros.
Las verdades informan, pero las ficciones invitan a fingir. No hay instrumento más secreto y menos sospechoso que un libro, a pesar de que sirva para luchar contra la tediosa realidad-real, para desatar los delirios de grandeza, para prestar nuestro pensamiento, para ser otro por momentos, para ser testigos de la gran obra que se construye al otro lado de la valla. Igual que los niños y los ancianos quedan atraídos menos por el edificio ya hecho que por el edificio en construcción, nosotros nos sentimos atraídos por ver las entrañas de alguna historia, el relato que no supimos ver, y cuando está terminada nos damos cuenta de que el placer era estar leyéndola, mucho más que haberla leído.
Eso es, y nada más, un novelista: un placer presente, un edificio en construcción. Los libros de historia y la inmensa mayoría de nuestras deleznables noveluchas hablan de lo ya sabido, de la historia ya vivida, de la dichosa guerra civil, de una experiencia memorable, de su adolescencia, de sus adulterios o de sus fracasos, por decirlo en el tono más acumulativo y mariano posible. Y son pocos los novelistas que respetan la condición ficticia de su trabajo; pocos los que, sin idear ni planear, ni tampoco copiar de los libros de historia, o recordar, se arrojan a la ficción con una mano delante y otra detrás, son cronistas de su imaginación y no testaferros de sus memorias; pocos dejan que sean las palabras y, sobre todo, el arte de narrar, lo que vaya dando forma a ese mundo alternativo y falso, que sin embargo sirve como ninguno para entender el mundo real. La novela es la éntasis de las columnas, esa ondulación (ese fraude) que ayuda a que parezcan rectas. Ser o no buen novelista no depende sólo del oficio. Bucear en una novela, escucharla, transcribirla, traducirla, es más parecido a asistir al parto que a parir, en el hipotético caso de que diésemos forma al destino según pusiésemos de un modo u otro nuestras manos para extraer a la criatura; pero exige la bizarría literaria de no empalmar cosas de otros, ni recurrir a tópicos ni a escenas de probado efecto. En ningún ámbito es tan ostentoso y desagradable mentir como en la pura ficción. Qué mal rollo nos dan esos novelistas a los que de pronto se les nota que se lo están inventando todo, y sin embargo qué placer suponen aquellos otros que saben de lo que va a ocurrir lo mismo que tú que los estás leyendo, pero ellos lo saben contar.
Marías lo sabe contar. De todos los experimentos con la realidad que llevamos padeciendo en las dos últimas décadas, de la glorificación de Sebald a la insoportable vulgaridad de las autobiografías encubiertas, el de Marías ha consistido en usar la realidad no más que como referente de un mundo completamente ficticio. La prestancia de un novelista se mide en su capacidad de apropiarse de esa realidad sin ser fiel a nada previsible por él, no por la historia. La carga real de su última trilogía es una simple conversión al universo del Redonda, una traducción que admiramos por la pericia del traductor y por la perspicacia del traducido. Yo he ido a muchas librerías como la que salía en Negra espalda del tiempo, pero verlas así exigiría recordarlas al tiempo que las veo. Son tiempos distintos, no tanto como los de Stern, que cita en el discurso, pero casi. Forma parte de la realidad el que no te dé tiempo a comprenderla sino retrospectivamente. Aunque seas un lince, el piélago de hipótesis y alternativas y suposiciones por el que navega Marías no puede ser vivido, y por lo tanto no es real. No se puede vivir así. Su carácter ejemplar procede de su éntasis, de su falsedad.
Y de esto, en lo que Marías me sigue pareciendo muy superior a la media y a la altura del mejor (Pombo), Marías no habló. Su hermoso discurso fue tocando las cosas, tanteándolas más bien, como si también navegara por ellas, como si también su pieza oratoria se hubiese atenido a las exigencias del ensayo: pensar por escrito, sin saber muy bien adónde se va a parar, como han hecho siempre los descubridores, porque iban a la ventura.
Eso es, y nada más, un novelista: un placer presente, un edificio en construcción. Los libros de historia y la inmensa mayoría de nuestras deleznables noveluchas hablan de lo ya sabido, de la historia ya vivida, de la dichosa guerra civil, de una experiencia memorable, de su adolescencia, de sus adulterios o de sus fracasos, por decirlo en el tono más acumulativo y mariano posible. Y son pocos los novelistas que respetan la condición ficticia de su trabajo; pocos los que, sin idear ni planear, ni tampoco copiar de los libros de historia, o recordar, se arrojan a la ficción con una mano delante y otra detrás, son cronistas de su imaginación y no testaferros de sus memorias; pocos dejan que sean las palabras y, sobre todo, el arte de narrar, lo que vaya dando forma a ese mundo alternativo y falso, que sin embargo sirve como ninguno para entender el mundo real. La novela es la éntasis de las columnas, esa ondulación (ese fraude) que ayuda a que parezcan rectas. Ser o no buen novelista no depende sólo del oficio. Bucear en una novela, escucharla, transcribirla, traducirla, es más parecido a asistir al parto que a parir, en el hipotético caso de que diésemos forma al destino según pusiésemos de un modo u otro nuestras manos para extraer a la criatura; pero exige la bizarría literaria de no empalmar cosas de otros, ni recurrir a tópicos ni a escenas de probado efecto. En ningún ámbito es tan ostentoso y desagradable mentir como en la pura ficción. Qué mal rollo nos dan esos novelistas a los que de pronto se les nota que se lo están inventando todo, y sin embargo qué placer suponen aquellos otros que saben de lo que va a ocurrir lo mismo que tú que los estás leyendo, pero ellos lo saben contar.
Marías lo sabe contar. De todos los experimentos con la realidad que llevamos padeciendo en las dos últimas décadas, de la glorificación de Sebald a la insoportable vulgaridad de las autobiografías encubiertas, el de Marías ha consistido en usar la realidad no más que como referente de un mundo completamente ficticio. La prestancia de un novelista se mide en su capacidad de apropiarse de esa realidad sin ser fiel a nada previsible por él, no por la historia. La carga real de su última trilogía es una simple conversión al universo del Redonda, una traducción que admiramos por la pericia del traductor y por la perspicacia del traducido. Yo he ido a muchas librerías como la que salía en Negra espalda del tiempo, pero verlas así exigiría recordarlas al tiempo que las veo. Son tiempos distintos, no tanto como los de Stern, que cita en el discurso, pero casi. Forma parte de la realidad el que no te dé tiempo a comprenderla sino retrospectivamente. Aunque seas un lince, el piélago de hipótesis y alternativas y suposiciones por el que navega Marías no puede ser vivido, y por lo tanto no es real. No se puede vivir así. Su carácter ejemplar procede de su éntasis, de su falsedad.
Y de esto, en lo que Marías me sigue pareciendo muy superior a la media y a la altura del mejor (Pombo), Marías no habló. Su hermoso discurso fue tocando las cosas, tanteándolas más bien, como si también navegara por ellas, como si también su pieza oratoria se hubiese atenido a las exigencias del ensayo: pensar por escrito, sin saber muy bien adónde se va a parar, como han hecho siempre los descubridores, porque iban a la ventura.