Capítulo primero
Un poco de sangre
Si no se ha curado del todo, piensa Bernardo, mejor no salir. El domingo pasado el podenco se acercó más de lo debido a una cerda con crías. Bernardo se mantuvo a distancia, pero los vientos le venían al perro y tampoco hubo manera de pararlo. El animal se acercó ladrando, apenas pudo esquivar la embestida del jabalí. Bernardo disparó entonces a una de las crías. Marró el tiro, pero la cerda no se cebó con el podenco, y huyó.
Después, en Alfambra, en la casa de sus padres, que ya solo sirve para guardar el perro y curar los jamones, Bernardo cosió al podenco con cuidado, una raja de seis centímetros de larga que por lo menos no había interesado las entrañas. Ya es la tercera dentellada que le tiene que coser. El perro tiene demasiada sangre, si le vienen los vientos no se sabe sujetar.
Bernardo apaga los faros del jeep junto a la puerta de la casa, en lo que durante décadas fue el final del pueblo. Ahora las casas llegan hasta más allá de la piscina y más allá de la estación en ruinas, hasta el silo, en la carretera de Teruel. Cuando Bernardo era niño esa casa era nueva. Oye ladrar al podenco tras la tapia del corral, y a cuatro o cinco perros del contorno que se despiertan. Todavía es de noche. A Bernardo le gusta salir temprano de Teruel, antes de que se haga de día, y preparar el fuego para que cuando vuelva del campo se pueda estar en la cocina.
El podenco rasca con la pata en la puerta del corral. Aunque la casa lleva muchos años deshabitada y daría lo mismo que el perro pudiera entrar, Bernardo suele cerrar mucho siempre todo, como si hubiese algo de valor o una familia errante pudiera instalarse sin su permiso. El perro está despierto y muy nervioso, caracolea entre las piernas de Bernardo mientras él comprueba si ha mermado la tolva del pienso y el agua no está helada. Dentro, en la pocilga donde duerme, encima de algunas pajas, Bernardo enfoca con la linterna y busca rastros de sangre fresca. Pero el perro parece haber cicatrizado bien. Ya sabe lo que le toca si se arranca los puntos, así que la herida está sucia de barro y de paja pero parece que no está infectada. Bernardo vuelve a rociarla con un spray cicatrizante de color violeta.
El perro está bien. Bernardo entra en la cocina para cambiarse. Nadie de su familia va nunca por allí, pero todos le regalan para su cumpleaños alguna prenda de caza que compran en el Corte Inglés cuando bajan a Valencia y de algún modo le exigen que se las ponga. Bernardo sale del jeep disfrazado de cazador, pero entra en la cocina y cambia el Barbour por un tabardo, y las botas Geox por unas chirucas corrientes, y el chaleco enguatado verde por un jersey de lana con cremallera. Bernardo prefiere pasar por el camerino antes que encontrarse a alguien del pueblo mientras caza. Si pudiera cambiar el jeep por el cuatro latas viejo que guarda en el corral, también lo cambiaría.
Bernardo conduce hasta un altozano desde donde se ven las faldas de los Montes de Camañas. El día nace despejado. El terreno avanza en pequeñas lomas, la carretera sube y baja por bancales en barbecho y oteros llenos de piedras. Hasta casi Sierra Palomera no se divisa el gran valle amarillo del Jiloca, todo está lleno de horizontes cercanos que se sobrepasan y se desdibujan. Bernardo conoce el terreno, pero prefiere dejar el jeep donde lo pueda ver. Saca al perro de la jaula rodante y la escopeta de la funda de cuero repujado, que cambia por una de loneta verde. También saca el almuerzo de una especie de neceser de Ralph Lauren y lo mete en el morral de cuero que llevaba su abuelo cuando era pastor, bastante cerca de allí, en las lindes de Camañas con Alfambra. Después comprueba que el jeep queda cerrado y echa a caminar, pronto se oye sólo el crujir de las botas sobre los rastrojos.
Bernardo no espera que la mañana se dé bien o mal. La mañana es escuchar sus pasos sobre los terrones de tierra recién labrada y los cañutos de cebada seca, caminar hasta los pinos de Camañas y allí debajo fumarse un cigarro, recorrer un par de veces una ruta paseable y si sale una perdiz o un conejo apuntar y no darle casi nunca. Bernardo empezó cazando solo porque casi nunca cazaba nada, y luego, cuando aprendió las distancias y apuntaba justo al encuentro, dejó de interesarse por el hecho de cazar, pero no por el de ir de caza. Juzga las piezas antes de dispararles. Aun así, de vez en cuando, caza una perdiz despistada, o el perro le vuela una parva de codornices ante las que lo milagroso habría sido no acertar ninguna.
El podenco suele ir a su lado, aunque a veces se adelanta y corre hasta más allá de la siguiente loma, y por unos momentos desaparece. Cuando Bernardo corona el repecho, el perro ya está allí, avanzando en círculos hasta que llegue su amo. Mientras la mañana se mantiene quieta puede soportarse el frío, pero a eso de las diez se gira un cierzo recio que desviaría los perdigones. Como no remite, y Bernardo empieza a sentir en la cara los alfilerazos de la matacabra, decide volver al pueblo cuanto antes. En vez de jornada de caza, habrá jornada de hogar. Llama al perro pero el viento también se le lleva la voz. Después de silbar en vano varias veces, Bernardo aprieta el paso hasta la siguiente loma, pero salva el repecho y el perro no aparece, ni en esa vaguada ni por las crestas blandas que se dibujan por detrás como los niños dibujan las montañas. Es posible que alguna de esas ráfagas de cierzo le haya llegado con toda la violencia del instinto y haya ido a parar otra vez al amín del jabato. Las cerdas recién paridas son muy peligrosas, aquella vez Bernardo se acercó más de lo debido, más allá de la línea del miedo, en la jurisdicción del bicho, supo el riesgo que corría pero siguió caminando, la carne de los jabatos no es jasca como la de los animales adultos.
Es inútil seguir llamando al animal con esta ventolera. Bernardo se refugia junto a una sabina petrificada, que sin embargo creció hacia el sur, no porque buscara el sol sino empujada casi cada día por el cierzo. Tampoco es bueno que camine mucho. Lo mejor sería quedarse allí hasta que el podenco regresase, con los vientos así de cruzados es fácil que el animal se desoriente. Desde la sabina se ve la masada de Palomera. Son cuatro paredes rellenas con escombros que se hunden del tejado, Bernardo tiene muchas fotos de esa masía, casi todas hechas por la tarde, cuando el sol tiñe de naranja meloso, de un tono amarillo cadmio, tostado de bermellón, los bancales que todavía guardan sin recoger rulos de paja. Lo que más le impresionó de aquella ruina la primera vez que entró fue lo grande que era la casa y lo pequeño que era todo, las ventanas diminutas para protegerse del frío, el hogar estrecho sin respiración, o los cubiles que aún no se han desmoronado del piso de arriba, que Bernardo ve desde la escalera porque piensa que las vigas podridas y el suelo de cañizo y barro ya no podrían soportar el peso de una persona. A veces ha pensado en la posibilidad de alquilar una grúa para meterse sin peligro en aquellos dormitorios diminutos que durante el invierno sólo recibían el abrigo de las cuadras, los vahos de las bestias y de las ovejas que subían por los intersticios de las tablas, el aroma del fiemo.
Bernardo aprieta el paso porque la matacabra está degenerando en ventisquero. Estamos a últimos de octubre. Hay un cobertizo en la pared oeste de la casa levantado con ladrillo y cubierto con vigas de madera reciente y tejas nuevas que no amenaza ruina. Si arrecia la tormenta, se puede refugiar allí sin que le caigan encima los cascotes. Bernardo intenta silbar pero el cierzo suena mucho más potente que su voz.
La masía está en las faldas de la sierra que flanquea el valle del Jiloca, a treinta kilómetros de Teruel, encima de uno de sus últimos montículos, por los que serpentea, de este a sur, el barranco de la Cañada Seca. La sierra dibuja un entrante, una especie de ensenada fluvial en un enorme cauce vacío que sirve como abrigo de los vientos. Está muy bien situada, pero el frío y el viento en esta época del año es igual allí que en Patagallina, en la misma cresta de la sierra.
Bernardo sube la cuesta que separa el camino de la masía. La visión de la casa se esconde y poco a poco reaparece mientras el frío y el sofoco le van cortando la piel. Nota cómo se le secan los labios y le pican y la piel es más tirante, cuando se pasa la lengua por ellos es como pasarla por una herida. Cuando sube al alto, que en realidad es una especie de era, la matacabra es una nube de humo que se arremolina y entra y sale por los muros derruidos del corral y por la puerta oscura. Pero entre el ruido de órgano de la ventisca escucha un ladrido. Bernardo asoma con cuidado la cabeza por la puerta, empieza a llover de firme y el ladrido no parece haber salido desde dentro. Vuelve a escucharse otro ladrido, que Bernardo no sabe si es ladrido o gañido, demasiado agudo, como un brote de aullido, y suena en la parte de atrás de la casa. Bernardo da la vuelta, pasa por delante del cobertizo, que está cerrado con una cadena, y se asoma por el murete del corral. Y allí ve al podenco, clavado a una hermosa perra blanca.
Los perros ya han copulado y miran en sentidos opuestos, pero llevan unidos los cuartos traseros, el tejido cavernoso que los ata no se ha desinflado aún. Pero los perros no pueden moverse coordinadamente y les está cayendo la lluvia encima, un chaparrón con litines que arañan en la cara. La perra es más alta que el podenco y eso hace que esté como encogida, como en la posición de iniciar un salto con los cuartos traseros. Parece una perra de raza, como una galga peluda de hocico largo y acarnerado, más alta y más robusta que los galgos.
Lo primero que siente Bernardo es un fastidio mezclado de temor. Esa perra tan rara es de caza sin ninguna duda y los dueños de las hembras son los que deciden cuándo las quieren montar. No debería representar ningún problema, también el podenco es de raza, pero hablamos de hombres que van armados. Están en mitad de una ventisca, en las faldas de un inmenso valle vacío, escondidos en el esqueleto de una casa. Los perros miran cada uno por su lado, aún están enganchados y miran como cuando saben que por detrás les va a venir un castigo, cuando acude el amo después de haberlos hecho parar con malos modos, con voz demasiado aguda, o demasiado bronca. Miran con ese no mirar al ser temido que se acerca. Y sin embargo el podenco lo llamaba.
Bernardo se está empapando. La gorrilla de la Caja Rural que se puso en lugar del gorro Barbour está calada y el tabardo no lleva capucha. Junto a la pared no les cae toda la lluvia, pero a veces el viento se vuelve contra ellos y la lluvia estalla contra el muro. Sabe que no hay nada que hacer, ni siquiera refugiarse en el cobertizo, y mucho menos dentro de la casa. La lluvia cambia de intensidad por momentos, es una lluvia convulsiva que arrecia con la misma frecuencia que la ventolera. Bernardo decide buscar un abrigo más eficaz y dejar solos los perros, pero entonces es la perra la que ladra, un ladrido que Bernardo no sabe si es ladrido o gañido o brote de aullido, un ladrido raro que se parece a todos los ladridos pero él no ha escuchado jamás, y también aparece, ascendiendo por la cara norte de la loma, un enorme paraguas negro que camina hacia la casa contra el viento y que tapa el torso y la cabeza de la figura pero no las piernas. Son piernas de anciano que caminan firmes pero lentas, como más atentas a no caerse que a caminar deprisa. Las piernas tienen el andar trabajoso de las caderas descoyuntadas. Bernardo no ve colgando junto al muslo la culata de la escopeta.
A pocos metros de los perros, que tirando el uno del otro se han salido hacia la era y la lluvia les está cayendo de lleno, el individuo levanta el paraguas y en efecto ve a un anciano con chaquetón de cuero negro, grandes bigotes de moco y una gorra como de marinero. De la cintura lleva colgada una liebre. Bernardo no ve asomar por ningún hombro el cañón de la escopeta. El viejo sonríe y señala a los perros y se acerca a Bernardo. Gesticula mucho pero no habla nada. Bernardo sabe por su forma de vestir y por sus gestos que es un anciano de pueblo, pero no de este pueblo. Bernardo se queda quieto al arrimo de la tapia, y el anciano hace lo posible por caminar más rápido. Llega a la altura de Bernardo y lo cubre con el paraguas y se ríe. Es una risa como todas las risas pero es una risa en otro idioma. El anciano dice ¡frío! varias veces y se ríe. Por la manera de decir ¡frío! Bernardo deduce que el anciano es eslavo. El anciano, sin dejar de reírse, con esa risa con que nos enfrentamos a la lluvia, como si fuera una tragedia divertida, se aleja de Bernardo y acude al lado de los perros, y llama desde allí a Bernardo con una palabra eslava que entre el viento suena como pishki. Bernardo acude a refugiarse en el paraguas, junto a los perros que no se han terminado de soltar. El anciano acaricia la cara de la perra, la limpia de bolisas, y Bernardo se siente un poco en la obligación de hacer lo mismo, de modo que se vuelve de espaldas al anciano por un momento y se agacha sin salirse del paraguas, y al acariciar al podenco por la barriga nota que la herida está fresca, y al mirarse ve que lleva un poco de sangre en la mano.
El anciano eslavo de largos bigotes de moco se percata. De inmediato le ofrece a Bernardo el mango del paraguas para que lo coja con la mano limpia. Se agacha y acerca sus ojos muy pequeños a la herida, con esa solicitud de las personas que no saben cómo agradar hasta que de pronto sucede algo en lo que son especialistas. Al agacharse se ha salido del paraguas, la lluvia cae sobre su espalda. Bernardo lo cubre y de la vuelta para estar los dos al mismo lado del podenco, y se agacha también un poco, y ve cómo el anciano recoge lluvia con el hueco de la mano para limpiar la sangre de la herida. De vez en cuando levanta la cabeza hacia Bernardo, parece que sonríe. Una de las veces se mete la mano en el bolsillo interior del chaquetón y saca un bote parecido al bote donde se vendía el ungüento Cañizares, de letras negras sobre fondo rojo. Es una especie de pomada marrón brillante que el viejo rebaña con un dedo y aplica en la cicatriz abierta del podenco. El perro acude a lamerse pero el olor de la pomada le repele.
El viejo se incorpora. Quiere decir algo mientras guarda la pomada pero sólo le salen gestos y risas, amén de una palabra que Bernardo identifica como pietsch. Han cedido las ventoleras. Ahora es solo lluvia fina lo que cae. La perra se inquieta y afirma en el suelo las patas traseras. El podenco no colabora, se deja incluso arrastrar y ambos salen fuera del refugio del paraguas. Bernardo y el viejo los miran porque tampoco tienen nada mejor que hacer. A unos metros, en medio de la lluvia, la perra consigue arrancarse y galopa unos metros, como si todavía le quedase viva la intención del susto, o del mismo pudor.
Entonces Bernardo indica con un gesto al viejo que ate a la perra y vayan al coche. El gesto de atar a la perra, el de llevar el volante de un coche. Juntos bajan con sus perros por la vereda. Ya en las inmediaciones del jeep, Bernardo dice Alfambra varias veces. El viejo asiente y sonríe. Pero antes de subirse al coche saca una navaja cabritera de un bolsillo del pantalón y luego descuelga el conejo que lleva en la canana. El cuchillo lo coge por el filo, como cortan el queso los pastores, y de un tajo limpio le abre la piel al conejo. Después, con señas, indica que ese conejo es para Bernardo. El viejo señala a la perra y luego el conejo y finalmente a Bernardo, y sonríe. Bernardo no sabe con qué gestos no aceptar. El viejo lo ha dado por hecho, sería un desaire, hace frío y Bernardo quiere volver a Alfambra cuanto antes. El viejo limpia la sangre en la hierba y le arranca la piel al conejo. Bernardo ve los hilos blancos de las telillas despegarse con la piel. El viejo, con el mismo cuchillo, le saca un ojo al conejo y lo sostiene para que le caigan las últimas gotas de sangre.
Después, en Alfambra, en la casa de sus padres, que ya solo sirve para guardar el perro y curar los jamones, Bernardo cosió al podenco con cuidado, una raja de seis centímetros de larga que por lo menos no había interesado las entrañas. Ya es la tercera dentellada que le tiene que coser. El perro tiene demasiada sangre, si le vienen los vientos no se sabe sujetar.
Bernardo apaga los faros del jeep junto a la puerta de la casa, en lo que durante décadas fue el final del pueblo. Ahora las casas llegan hasta más allá de la piscina y más allá de la estación en ruinas, hasta el silo, en la carretera de Teruel. Cuando Bernardo era niño esa casa era nueva. Oye ladrar al podenco tras la tapia del corral, y a cuatro o cinco perros del contorno que se despiertan. Todavía es de noche. A Bernardo le gusta salir temprano de Teruel, antes de que se haga de día, y preparar el fuego para que cuando vuelva del campo se pueda estar en la cocina.
El podenco rasca con la pata en la puerta del corral. Aunque la casa lleva muchos años deshabitada y daría lo mismo que el perro pudiera entrar, Bernardo suele cerrar mucho siempre todo, como si hubiese algo de valor o una familia errante pudiera instalarse sin su permiso. El perro está despierto y muy nervioso, caracolea entre las piernas de Bernardo mientras él comprueba si ha mermado la tolva del pienso y el agua no está helada. Dentro, en la pocilga donde duerme, encima de algunas pajas, Bernardo enfoca con la linterna y busca rastros de sangre fresca. Pero el perro parece haber cicatrizado bien. Ya sabe lo que le toca si se arranca los puntos, así que la herida está sucia de barro y de paja pero parece que no está infectada. Bernardo vuelve a rociarla con un spray cicatrizante de color violeta.
El perro está bien. Bernardo entra en la cocina para cambiarse. Nadie de su familia va nunca por allí, pero todos le regalan para su cumpleaños alguna prenda de caza que compran en el Corte Inglés cuando bajan a Valencia y de algún modo le exigen que se las ponga. Bernardo sale del jeep disfrazado de cazador, pero entra en la cocina y cambia el Barbour por un tabardo, y las botas Geox por unas chirucas corrientes, y el chaleco enguatado verde por un jersey de lana con cremallera. Bernardo prefiere pasar por el camerino antes que encontrarse a alguien del pueblo mientras caza. Si pudiera cambiar el jeep por el cuatro latas viejo que guarda en el corral, también lo cambiaría.
Bernardo conduce hasta un altozano desde donde se ven las faldas de los Montes de Camañas. El día nace despejado. El terreno avanza en pequeñas lomas, la carretera sube y baja por bancales en barbecho y oteros llenos de piedras. Hasta casi Sierra Palomera no se divisa el gran valle amarillo del Jiloca, todo está lleno de horizontes cercanos que se sobrepasan y se desdibujan. Bernardo conoce el terreno, pero prefiere dejar el jeep donde lo pueda ver. Saca al perro de la jaula rodante y la escopeta de la funda de cuero repujado, que cambia por una de loneta verde. También saca el almuerzo de una especie de neceser de Ralph Lauren y lo mete en el morral de cuero que llevaba su abuelo cuando era pastor, bastante cerca de allí, en las lindes de Camañas con Alfambra. Después comprueba que el jeep queda cerrado y echa a caminar, pronto se oye sólo el crujir de las botas sobre los rastrojos.
Bernardo no espera que la mañana se dé bien o mal. La mañana es escuchar sus pasos sobre los terrones de tierra recién labrada y los cañutos de cebada seca, caminar hasta los pinos de Camañas y allí debajo fumarse un cigarro, recorrer un par de veces una ruta paseable y si sale una perdiz o un conejo apuntar y no darle casi nunca. Bernardo empezó cazando solo porque casi nunca cazaba nada, y luego, cuando aprendió las distancias y apuntaba justo al encuentro, dejó de interesarse por el hecho de cazar, pero no por el de ir de caza. Juzga las piezas antes de dispararles. Aun así, de vez en cuando, caza una perdiz despistada, o el perro le vuela una parva de codornices ante las que lo milagroso habría sido no acertar ninguna.
El podenco suele ir a su lado, aunque a veces se adelanta y corre hasta más allá de la siguiente loma, y por unos momentos desaparece. Cuando Bernardo corona el repecho, el perro ya está allí, avanzando en círculos hasta que llegue su amo. Mientras la mañana se mantiene quieta puede soportarse el frío, pero a eso de las diez se gira un cierzo recio que desviaría los perdigones. Como no remite, y Bernardo empieza a sentir en la cara los alfilerazos de la matacabra, decide volver al pueblo cuanto antes. En vez de jornada de caza, habrá jornada de hogar. Llama al perro pero el viento también se le lleva la voz. Después de silbar en vano varias veces, Bernardo aprieta el paso hasta la siguiente loma, pero salva el repecho y el perro no aparece, ni en esa vaguada ni por las crestas blandas que se dibujan por detrás como los niños dibujan las montañas. Es posible que alguna de esas ráfagas de cierzo le haya llegado con toda la violencia del instinto y haya ido a parar otra vez al amín del jabato. Las cerdas recién paridas son muy peligrosas, aquella vez Bernardo se acercó más de lo debido, más allá de la línea del miedo, en la jurisdicción del bicho, supo el riesgo que corría pero siguió caminando, la carne de los jabatos no es jasca como la de los animales adultos.
Es inútil seguir llamando al animal con esta ventolera. Bernardo se refugia junto a una sabina petrificada, que sin embargo creció hacia el sur, no porque buscara el sol sino empujada casi cada día por el cierzo. Tampoco es bueno que camine mucho. Lo mejor sería quedarse allí hasta que el podenco regresase, con los vientos así de cruzados es fácil que el animal se desoriente. Desde la sabina se ve la masada de Palomera. Son cuatro paredes rellenas con escombros que se hunden del tejado, Bernardo tiene muchas fotos de esa masía, casi todas hechas por la tarde, cuando el sol tiñe de naranja meloso, de un tono amarillo cadmio, tostado de bermellón, los bancales que todavía guardan sin recoger rulos de paja. Lo que más le impresionó de aquella ruina la primera vez que entró fue lo grande que era la casa y lo pequeño que era todo, las ventanas diminutas para protegerse del frío, el hogar estrecho sin respiración, o los cubiles que aún no se han desmoronado del piso de arriba, que Bernardo ve desde la escalera porque piensa que las vigas podridas y el suelo de cañizo y barro ya no podrían soportar el peso de una persona. A veces ha pensado en la posibilidad de alquilar una grúa para meterse sin peligro en aquellos dormitorios diminutos que durante el invierno sólo recibían el abrigo de las cuadras, los vahos de las bestias y de las ovejas que subían por los intersticios de las tablas, el aroma del fiemo.
Bernardo aprieta el paso porque la matacabra está degenerando en ventisquero. Estamos a últimos de octubre. Hay un cobertizo en la pared oeste de la casa levantado con ladrillo y cubierto con vigas de madera reciente y tejas nuevas que no amenaza ruina. Si arrecia la tormenta, se puede refugiar allí sin que le caigan encima los cascotes. Bernardo intenta silbar pero el cierzo suena mucho más potente que su voz.
La masía está en las faldas de la sierra que flanquea el valle del Jiloca, a treinta kilómetros de Teruel, encima de uno de sus últimos montículos, por los que serpentea, de este a sur, el barranco de la Cañada Seca. La sierra dibuja un entrante, una especie de ensenada fluvial en un enorme cauce vacío que sirve como abrigo de los vientos. Está muy bien situada, pero el frío y el viento en esta época del año es igual allí que en Patagallina, en la misma cresta de la sierra.
Bernardo sube la cuesta que separa el camino de la masía. La visión de la casa se esconde y poco a poco reaparece mientras el frío y el sofoco le van cortando la piel. Nota cómo se le secan los labios y le pican y la piel es más tirante, cuando se pasa la lengua por ellos es como pasarla por una herida. Cuando sube al alto, que en realidad es una especie de era, la matacabra es una nube de humo que se arremolina y entra y sale por los muros derruidos del corral y por la puerta oscura. Pero entre el ruido de órgano de la ventisca escucha un ladrido. Bernardo asoma con cuidado la cabeza por la puerta, empieza a llover de firme y el ladrido no parece haber salido desde dentro. Vuelve a escucharse otro ladrido, que Bernardo no sabe si es ladrido o gañido, demasiado agudo, como un brote de aullido, y suena en la parte de atrás de la casa. Bernardo da la vuelta, pasa por delante del cobertizo, que está cerrado con una cadena, y se asoma por el murete del corral. Y allí ve al podenco, clavado a una hermosa perra blanca.
Los perros ya han copulado y miran en sentidos opuestos, pero llevan unidos los cuartos traseros, el tejido cavernoso que los ata no se ha desinflado aún. Pero los perros no pueden moverse coordinadamente y les está cayendo la lluvia encima, un chaparrón con litines que arañan en la cara. La perra es más alta que el podenco y eso hace que esté como encogida, como en la posición de iniciar un salto con los cuartos traseros. Parece una perra de raza, como una galga peluda de hocico largo y acarnerado, más alta y más robusta que los galgos.
Lo primero que siente Bernardo es un fastidio mezclado de temor. Esa perra tan rara es de caza sin ninguna duda y los dueños de las hembras son los que deciden cuándo las quieren montar. No debería representar ningún problema, también el podenco es de raza, pero hablamos de hombres que van armados. Están en mitad de una ventisca, en las faldas de un inmenso valle vacío, escondidos en el esqueleto de una casa. Los perros miran cada uno por su lado, aún están enganchados y miran como cuando saben que por detrás les va a venir un castigo, cuando acude el amo después de haberlos hecho parar con malos modos, con voz demasiado aguda, o demasiado bronca. Miran con ese no mirar al ser temido que se acerca. Y sin embargo el podenco lo llamaba.
Bernardo se está empapando. La gorrilla de la Caja Rural que se puso en lugar del gorro Barbour está calada y el tabardo no lleva capucha. Junto a la pared no les cae toda la lluvia, pero a veces el viento se vuelve contra ellos y la lluvia estalla contra el muro. Sabe que no hay nada que hacer, ni siquiera refugiarse en el cobertizo, y mucho menos dentro de la casa. La lluvia cambia de intensidad por momentos, es una lluvia convulsiva que arrecia con la misma frecuencia que la ventolera. Bernardo decide buscar un abrigo más eficaz y dejar solos los perros, pero entonces es la perra la que ladra, un ladrido que Bernardo no sabe si es ladrido o gañido o brote de aullido, un ladrido raro que se parece a todos los ladridos pero él no ha escuchado jamás, y también aparece, ascendiendo por la cara norte de la loma, un enorme paraguas negro que camina hacia la casa contra el viento y que tapa el torso y la cabeza de la figura pero no las piernas. Son piernas de anciano que caminan firmes pero lentas, como más atentas a no caerse que a caminar deprisa. Las piernas tienen el andar trabajoso de las caderas descoyuntadas. Bernardo no ve colgando junto al muslo la culata de la escopeta.
A pocos metros de los perros, que tirando el uno del otro se han salido hacia la era y la lluvia les está cayendo de lleno, el individuo levanta el paraguas y en efecto ve a un anciano con chaquetón de cuero negro, grandes bigotes de moco y una gorra como de marinero. De la cintura lleva colgada una liebre. Bernardo no ve asomar por ningún hombro el cañón de la escopeta. El viejo sonríe y señala a los perros y se acerca a Bernardo. Gesticula mucho pero no habla nada. Bernardo sabe por su forma de vestir y por sus gestos que es un anciano de pueblo, pero no de este pueblo. Bernardo se queda quieto al arrimo de la tapia, y el anciano hace lo posible por caminar más rápido. Llega a la altura de Bernardo y lo cubre con el paraguas y se ríe. Es una risa como todas las risas pero es una risa en otro idioma. El anciano dice ¡frío! varias veces y se ríe. Por la manera de decir ¡frío! Bernardo deduce que el anciano es eslavo. El anciano, sin dejar de reírse, con esa risa con que nos enfrentamos a la lluvia, como si fuera una tragedia divertida, se aleja de Bernardo y acude al lado de los perros, y llama desde allí a Bernardo con una palabra eslava que entre el viento suena como pishki. Bernardo acude a refugiarse en el paraguas, junto a los perros que no se han terminado de soltar. El anciano acaricia la cara de la perra, la limpia de bolisas, y Bernardo se siente un poco en la obligación de hacer lo mismo, de modo que se vuelve de espaldas al anciano por un momento y se agacha sin salirse del paraguas, y al acariciar al podenco por la barriga nota que la herida está fresca, y al mirarse ve que lleva un poco de sangre en la mano.
El anciano eslavo de largos bigotes de moco se percata. De inmediato le ofrece a Bernardo el mango del paraguas para que lo coja con la mano limpia. Se agacha y acerca sus ojos muy pequeños a la herida, con esa solicitud de las personas que no saben cómo agradar hasta que de pronto sucede algo en lo que son especialistas. Al agacharse se ha salido del paraguas, la lluvia cae sobre su espalda. Bernardo lo cubre y de la vuelta para estar los dos al mismo lado del podenco, y se agacha también un poco, y ve cómo el anciano recoge lluvia con el hueco de la mano para limpiar la sangre de la herida. De vez en cuando levanta la cabeza hacia Bernardo, parece que sonríe. Una de las veces se mete la mano en el bolsillo interior del chaquetón y saca un bote parecido al bote donde se vendía el ungüento Cañizares, de letras negras sobre fondo rojo. Es una especie de pomada marrón brillante que el viejo rebaña con un dedo y aplica en la cicatriz abierta del podenco. El perro acude a lamerse pero el olor de la pomada le repele.
El viejo se incorpora. Quiere decir algo mientras guarda la pomada pero sólo le salen gestos y risas, amén de una palabra que Bernardo identifica como pietsch. Han cedido las ventoleras. Ahora es solo lluvia fina lo que cae. La perra se inquieta y afirma en el suelo las patas traseras. El podenco no colabora, se deja incluso arrastrar y ambos salen fuera del refugio del paraguas. Bernardo y el viejo los miran porque tampoco tienen nada mejor que hacer. A unos metros, en medio de la lluvia, la perra consigue arrancarse y galopa unos metros, como si todavía le quedase viva la intención del susto, o del mismo pudor.
Entonces Bernardo indica con un gesto al viejo que ate a la perra y vayan al coche. El gesto de atar a la perra, el de llevar el volante de un coche. Juntos bajan con sus perros por la vereda. Ya en las inmediaciones del jeep, Bernardo dice Alfambra varias veces. El viejo asiente y sonríe. Pero antes de subirse al coche saca una navaja cabritera de un bolsillo del pantalón y luego descuelga el conejo que lleva en la canana. El cuchillo lo coge por el filo, como cortan el queso los pastores, y de un tajo limpio le abre la piel al conejo. Después, con señas, indica que ese conejo es para Bernardo. El viejo señala a la perra y luego el conejo y finalmente a Bernardo, y sonríe. Bernardo no sabe con qué gestos no aceptar. El viejo lo ha dado por hecho, sería un desaire, hace frío y Bernardo quiere volver a Alfambra cuanto antes. El viejo limpia la sangre en la hierba y le arranca la piel al conejo. Bernardo ve los hilos blancos de las telillas despegarse con la piel. El viejo, con el mismo cuchillo, le saca un ojo al conejo y lo sostiene para que le caigan las últimas gotas de sangre.