23.7.16

Manos


         En la hondonada de los alfares, dos hombres iban colocando tejas de barro a secar al sol. Las disponían en filas muy rectas por toda la explanada. Era invierno, allá por la Purísima, pero al levantar el día el sol bañaba las lomas de arcilla, las laderas pedregosas del Cerro de Santa Bárbara y las casas bajas de las Ollerías del Calvario. A mediodía la tierra era de un rojo descolorido y polvoriento. Los dos hombres entraban y salían del obrador con pilas de tejas que les llegaban a la barbilla, caminaban con las piernas muy abiertas y al llegar a la era doblaban lentamente el espinazo para depositarlas en el suelo con cuidado. Llevaban pantalones de tela basta con remiendos y una chaqueta de lana. Uno de ellos, el más alto y huesudo, usaba boina, pequeña y echada hacia detrás. Después de dejar las pilas desdoblaban el cuerpo con las manos en la riñonada, y cuando recuperaron la postura uno de ellos se sacó un paquete de Celtas cortos del bolsillo de la camisa. No corría una mota de aire. Casi sobraba la chaqueta. 
Era sábado y los chiquillos del barrio, con pantalones cortos y verdugos de punto en la cabeza, corrían calle abajo y jugaban a perseguirse. Se metían detrás de los monotes, altas y estrechas figuras de arcilla, ogros bermejos, rebañados por la lluvia y por los picos y las palas de los alfareros. Otras veces cambiaban de juego y de sitio y se acercaban hasta las eras todos juntos, en un trotecillo alegre que no era andar ni era correr, o echaban carreras calle del Rosario abajo hasta tocar los muros de la iglesia de la Merced. Uno de ellos tenía una pelota y se pusieron a dar patadas al lado casi de los hornos del alfar. Las niñas estaban sentadas en el poyo de un portal. Una pelota rebotó en la cúpula horno, en una esquina de la era, y fue rodando hasta las hileras de tejas frescas. El hombre de la boina la devolvió con cierto estilo, golpeándola suavemente con el interior de la alpargata. 
—¡Andaros de aquí, muchichos, no vayáis a darles a las tejas! 
Los niños recogieron la pelota y echaron a correr.
—¡Qué no tenís escuela o qué! —gritó el otro.
—Nooo… —decía un muchachico, el más gordo de todos, que perneaba mucho y se quedaba retrasado—. ¡Que hoy es sábado! —decía.
El alto con boina se puso a toser de la risa y sostenía el cigarrillo con la brasa dentro del puño, como si lo protegiera del viento. 
—¡A ver si te enteras —le dijo a su compañero—, que en sábado solo trabajamos los tontos!
—Mañana que no tengamos que venir —asentía el otro.
El de la boina cruzó los brazos, adelantó un pie para estar más cómodo y des-pués de un breve silencio mirando al suelo se sorbió la nariz en gesto de resignación.
—¿Y el tuyo qué hace que no viene a echarte una mano? —dijo.
—Uy ese, échale un galgo a ese.
—Pues alguna vez te lo has traído, que ya va siendo mozo, ya.
—Calla, chico, calla, que estamos teniendo con él unos disgustos tremendos. Ahora me sale con que él aquí no viene, que se va allá arriba al Ensanche, a un taller de mecánica. 
—¡Pues se os ha jodido la tradición! —dijo el de la boina, con el gesto del experto que certifica un óbito.
—Si se entera mi pobrecico padre se vuelve a morir. Lo que gozó él aquí con los hornos. Este Tomasín mío era un renacuajo y me padre le cogía las manicas y decía este pardal tiene manos, decía, tiene manos…
—¡Pues como se le queden como a nosotros, ya va bien, ya! —bromeaba el de la boina, y se enseñaba el dorso de la mano como si fuera una pieza de cerámica, los dedos estragados por la artrosis, los callos de las falanges, las venas moradas, las manchas oscuras.
—Sí, anda, que te crees tú que los que se tumban debajo de los autos las tienen más majas, y encima con las uñas negras —porfiaba el otro, que cuando creía tener razón en algo lo decía arrugando la cara.
—Sí, eso también es verdad.
En la mañana inmóvil se escuchó un ruido de motor, agudo y estridente, que hendía el aire con una pedorrera sostenida.
—¿Lo ves? —dijo el más bajo, los ojos tristones, los labios requemados— .Ya están otra vez con los amotos. Hay que joderse.
Los niños se habían reunido todos en la acera y al oír la moto se levantaron como una bandada de estorninos al sonido de un disparo, y se iban corriendo hacia la era más alta por el camino alfombrado de cascotes, al otro lado de la cantera, a ver si se veía desde allí la moto subir y bajar los barrancos y dar saltos y derrapar. A escape cruzaron la explanada de detrás de los hornos, y ya subían unos por el caminacho hasta lo alto de la era y otros trepaban por las regatas que abren las aguas en la arcilla, agarrándose a las matas, porque la tierra cedía.
El hombre más bajo arqueó los labios y miró a lo lejos como miraría venir un avión de la guerra poco antes de identificarlo.
—Los amotos de los huevos —dijo, negando con la cabeza—. Este mío está ciego con ellos. Por eso quiere meterse a mecánico, por eso, para saltar como las cabras, que aún no sé yo si no se habrá subido a alguna, fíjate lo que te digo.
Los dos hombres tiraron al suelo la colilla y la aplastaron con la suela de cáñamo de la alpargata, y marchaban otra vez al obrador. Y así volvieron a entrar y salir varias veces, sacando pilas de tejas y brazados de birlos, mientras el sol subía a lo alto de un cielo sin nubes y a las tejas les iban saliendo corros de rosa pálido conforme iban absorbiendo la humedad. La ruidera de la moto subía o bajaba según se alejase o bajase o subiese las rampas de polvo rojizo hasta casi Santa Bárbara, por detrás de las canteras, entre los pinos recién plantados. 
—Estos sí que machacan bien la arcilla, mejor que los mulos con el rulo, ¿eh? —dijo el de la boina.
—Estos machacan la tierra, los pinos y la madre que los parió. Y no lo digas muy alto, no sea que nos manden a recogerlo con la pala.  
Rieron la gracia brevemente, y ya iban a entrar a por otro rimero de tejas cuando el petardeo de la moto calló en seco. Los ruidos de la calle volvieron a ocupar su espacio, el gallo perezoso y el tintineo de la paleta de un albañil, que silbaba una jota con parsimonia, los ecos de las vecinas, los cascos de un mulo, a ráfagas los niños, a lo lejos, entre débiles ladridos desganados de perrillos que iban sueltos por la calle, el piar escueto de un pardal y el trino desesperado de las cardelinas. 
—¡Y qué gusto que da cuando se callan! —dijo el de la boina.
Su compañero se quedó muy quieto, con la vista perdida por detrás de los monotes, como si quisiera estirar el campo de visión, tensando las mandíbulas.
—Ese se ha dao una hostia, te lo digo yo —dijo, y se ponía una mano de visera.
El de la boina se detuvo cuando ya estaba entrando al obrador y se dio la vuelta.
—¿Y eso tú por qué lo sabes?
—Los motores solo se paran de golpe cuando se rompen. Si solo se paran, pedorrean —dijo el otro, elevando un poco la voz. El de la boina volvió a acercarse mientras se subía los pantalones, lentamente. 
—Cuando éramos muchichos tú y yo no íbamos corriendo a verlas, ¿eh? ¿Te acuerdas las italianas aquellas negras? Aquello sí que eran amotos, y con sidecar y todo. Si los rojos llegan a tener esos amotos, ganan la guerra.
—¡Ssssh! —chistó el otro. Había visto a una muchacha bajar corriendo por las lomas que daban al circuito de motocrós, cerca ya de las canteras de cal, por detrás de unos alfares pequeños, la mayoría vacíos con su pequeña era en la puerta, cubierta de cascos de botijo y de hierbajos. La niña bajaba por el caminacho con los brazos en alto y frenándose apenas con los pies, y al llegar abajo echó a correr hacia los alfares. El hombre la vio salir y entrar en un reflejo del sol sobre las tejas húmedas. La niña llegó jadeante y colorada, llevaba un abrigo que le venía un poco raquítico y un gorro de lana blanca con una borla en la coronilla.
—¡Qué ha pasao! —dijo el hombre, muy tieso y muy serio, con la mirada firme de quien está preparado para lo que tenga que ser. 
La niña llegó a la explanada del alfar caminando algo encorvada, con una mano en el costado, como si tuviera flato. 
—¡Qué ha pasao! —repitió el de la boina, que ya se había puesto a la altura de su compañero y tenía los brazos caídos y las manos muy abiertas.
—¡Nada! —pudo al final decir la niña.
—¿Y el amoto?
La muchacha sonreía y se encogió de hombros.
—¡Qué me sé yo!
—¿Pero no estabas allí viéndolo?
—Sí…
—¿Y estaba mi Tomasín?
—No…
—¿Y por qué se ha parao la moto?
—Pues se habrá quedao sin gasolina…
—¿Y los muchichos? —dijo el de la boina.
—Están esbarizándose.
—¡Pues se van a poner buenos…! ¿Y tú no juegas, Azucena, hija mía?
La niña recuperaba el aliento, asintiendo a base de sonrisas y cabezazos, hasta que se lanzó a hablar.
—Que es que me ha dicho mi madre que le pregunte si mañana puede usté venir a casa a matarnos el cerdo y he venido no sea que me se olvide —dijo la niña, todo seguido, en la medida en que el resuello se lo permitía.
—¿Mañana? —contestó el hombre bajo, ya menos tenso, otra vez con esa sonrisa de falsa seriedad, enarcando mucho las cejas, como si fuera imposible.
La niña, ya recuperada, lo miraba sonriente. Tenía la boca grande y los dientes desordenados. Era pelirroja, lo que aquí se dice roya, con la piel muy blanca y los ojos muy claros y en los pómulos una sombra violácea de capilares rotos por el frío. Llevaba llenos de polvo los zapatos y los calcetines de ganchillo. 
—¿Lo ves? —le dijo el hombre bajo al de la boina—. Otro domingo que no voy a misa.
El compañero rió la gracia con la risa exagerada y lenta que acompaña ese tipo de bromas dichas para que no las entiendan los niños.
—Dile que sí, chatica, dile que sí. ¡Pero dile que a las ocho la mañana que tenga hirviendo el caldero! ¿Te acordarás?
—Sí.
—Hala pues.
Los hombres se volvieron a la faena pero la niña permanecía quieta, forzando la sonrisa, con los pies muy juntos y las manos a la altura del regazo, como si estuviera en misa. Los hombres no se dieron cuenta de que la muchacha no se había ido. Ya enfilaban la puerta del obrador cuando la oyeron a sus espaldas.
—¡Señor Felipe! —alzó la voz la niña, una voz menuda que al gritar se le quebraba.
Los dos hombres se volvieron.
—¿Qué pasa, hija mía?
La niña sonreía, con cara de buena.
—¿Es verdá que va a quitar de escuela a Tomasín?
El hombre se quedó un poco parado, con la boca entreabierta, como si hubiese ido a decir algo antes de que la niña terminara de hablar, pero ya no tuviese sentido; como si la hubiera escuchado con la boca puesta para reír, pero no fuese ninguna broma.
—Pues claro, chatica —dijo al fin—. ¡Hay que aprender un oficio!
La muchacha tampoco había dejado de sonreír. Era la sonrisa de quien quiere agradar, de quien tiene que decir algo y conseguir que quien lo oiga no tenga valor para enfadarse.
—¡Pero si es mu listo! 
—¡Uy!, ¡y yo también soy mu listo, tú que te crees! —dijo el hombre, sobreponiéndose, con una sonrisa que no le terminaba de salir.
—¡Y sabe dibujar el que mejor! ¡Los dibujos suyos los tenemos en las paredes y la señorita Loli dice que Tomasín tiene mano!
—¿Que tiene qué?
—Que tiene mano. Dice que tiene mano. 
—¿Ah, sí? —dijo el hombre, frunciendo los labios, como disgustado—. ¿Y qué más dibuja?
La niña empezó a nombrar dibujos y ponía la cara que puso la primera vez que los vio, y al nombrar las caricaturas la sonrisa era festiva, de ojos casi cerrados y un poco encogida de hombros, como compartiendo un secreto, y cuando nombró los paisajes abrió muchos los ojos e infló los carrillos y abría los brazos abarcando una cosa muy grande. 
—Nos pinta unos monigotes que son más graciosos…, esos son los que tenemos en la pared que la señorita Loli dijo que eran los mejores, y también puso uno así de grande que dibujó un día que fuimos al cerro todos con la señorita, ¡más bonito…! Ese lo dibujó con el carboncillo, y los otros con el lapicero —dijo, y se quedó mirando hacia arriba como se se le estuviera olvidando alguna cosa más.
El hombre la escuchaba hablar con la boca entreabierta, asintiendo conforme se hacía cargo de lo que iba diciendo la muchacha.
—Así que pinta mucho bien —dijo, y volvió a arrugar las facciones, con cara de disgusto. 
—¡Mucho…! —dijo la niña, y agitaba una mano como para dar idea.
El hombre se acercó unos pasos, hasta donde ya no tuviera que gritar, pero sí hablar claro.
—¿Y entonces por qué no quiere ser alfarero como su padre, lo sabes tú? ¿Tú sabes por qué quiere ser mecánico? ¿Te lo ha dicho a tú, eh? ¡Pues a mí ni esta boca es mía! ¡Venga, corre, pregúntale a ver qué te dice, a ver si a tú te dice más que a mí!
La muchacha escuchó con cara de susto las voces del señor Felipe. La sonrisa le temblaba, estaba casi a punto de llorar. El hombre había subido la voz sin querer, como si las verdades hubiera que decirlas bien altas. El otro intentó templar gaitas.
—Hala, venga, dile a tu madre que mañana iremos a matar el cerdo.
El hombre callaba, pero se quedó mirando a la niña con un gesto de desengaño. La chiquilla se dio la vuelta y se marchó con los brazos caídos y la cabeza baja. Los dos hombres la vieron alejarse por la calle del Rosario y meterse en un portal. 
El tubo de escape volvió a romper el silencio, más cerca todavía, justo detrás de la cantera, y por un momento, mientras descargaban en silencio el rimero de tejas, vieron pasar a lo lejos, entre dos mogotes de arcilla, una Montesa con ruedas de tacos. El piloto iba con casco y un mono de colores que parecía una armadura, con refuerzo en las rodillas, en los hombros y en los codos, y unas botas altas con hebillas. Dejaba tras sí una nube de polvo naranja que primero flotaba en el aire y luego iba disipándose mientras el sonido del motor se hacía más agudo al subir la rampa, y volvieron a ver arriba la moto salir volando de la cuesta y posarse otra vez más por detrás del montículo, fuera ya de sus miradas. El hombre bajo todavía se quedó mirando, con la boca igual de entreabierta y haciéndose visera con la mano. El de la boina le acercó el botijo de agua con cazalla, a ver si se animaba. El alfarero dio un trago, el sol del invierno brillaba en el chorrillo. Luego se secó los labios con el dorso de la mano y los dos hombres reanudaron su labor. El sol estaba en lo alto. La arcilla lo reflejaba en las dentelladas de las máquinas excavadoras, en las roderas y en los cantos de cascajo. Era como un mar vacío, al pie de las murallas, islotes rojos y caminos de polvo anaranjado, y algunos matojos pardos.


[A principios de año me pidieron un relato para un libro que supongo que estará a punto de publicarse o se habrá publicado ya sobre los antiguos alfares de Teruel, un paisaje arcilloso lunar de donde salían los ladrillos de las casas y las cerámicas de las cocinas, y que con la llegada del desarrollismo quedó abandonado. Esto es lo que envié hace un par de meses. La foto, que también aparecerá o habrá aparecido en el libro, es de Juan Carlos Navarro.]

10.7.16

Como nunca


El toro como nunca lo has visto en Teruel, se leía en el cartel de toros de las Fiestas del Ángel, al pie de un ejemplar santacolomeño, cárdeno claro, sobre un fondo azul cielo, uno parecido al que mató ayer a Víctor Barrio. 
     Todos hemos leído su trayectoria. Empezó con 20 años. Triunfó de novillero en San Isidro y ganó un buen puñado de esos premios que conceden los jurados ortodoxos, buscadores de la esencia de la fiesta, no de las palmadas en la espalda. Este año Víctor Barrio volvió a San Isidro, con toros de Baltasar Ibán, ganadería dura, y obtuvo silencio en su lote. Sin embargo, todo parecía indicar que se trataba de un torero del gusto de Madrid, es decir, que se le esperaría, pero también que a partir de entonces, si no ya antes, tendría que formar parte de ese grupo de grandes matadores que han tenido que construir su carrera lidiando corridas duras. Luis de Pauloba, Manili, Domingo Valderrama, o ahora el murciano Rafelillo, la verdadera élite de la tauromaquia, porque siempre se enfrentan con toros que no los dejarán lucirse y que los pueden matar. El gran José Tomás tuvo un gesto en Madrid lidiando una corrida del Conde de la Corte, y ya no lo volvió a repetir, aunque, eso sí, y de ahí su prestigio, nunca fingió torear. Y así, o con alguna pose de más, lo han hecho muchos otros que sin llegar a las alturas de Tomás han sido ricos y famosos, y algunos lo siguen siendo.
Por eso lo primero que hay que decir en la muerte de Víctor Barrio es que lo mató un santacoloma, fuera de Los Maños-Buendía o de Ana Romero, que completaba la corrida; un toro difícil, encastado, un toro de verdad, y que no lo mató por error o impericia sino porque una ráfaga de viento lo dejó al descubierto. Era el toro como nunca lo has visto en Teruel, acostumbrado, como tantas plazas, algunas de primera, a los olés de largas oes, al populismo pinturero y los brindis al sol, salvo aquellos años en los que Adolfo Martín hizo que los aficionados estuvieran orgullosos de su plaza. Los toros peligrosos, los toros de verdad, los Cuadri, los Miura, los Saltillo, los otrora Pablorromero, que también estuvieron en Teruel, solo admiten olés muy secos, embebidos de la complejidad de la faena, del riesgo patente, de la emoción del hombre ante la bestia.
Hace muchos años algún que otro aficionado planteó que la mejor manera de llenar de nuevo la plaza de Teruel y dotarla de interés era programar ferias a la francesa, más pendientes de la autenticidad de los toros que del oropel de los toreros. Con las corridas duras (encastadas, no de marrajos imposibles) la lidia no tiene desperdicio, y uno aprende de forma natural cuándo es necesario doblarse con el toro, cuándo desparrama la vista, o se duerme en la suerte, o tira gañafones, o decenas de matices más que con el toro aguado se resumen en una sola estampa continuada, en un recuerdo pobre.
Los Santacoloma tienen cuernos como cuchillos, más cortos y afilados, tirando a veletos, que esas grandes y poco manejables cornamentas que sin embargo tendemos a considerar más peligrosas. La cornada del toro de Los Maños no fue un topetazo casual, primero lo volteó y en el suelo se ensañó con él. No, Lorenzo no era un toro de revista rosa, y por eso hoy resultará irritante leer a quienes acuden al tópico de que en cualquier plaza, con cualquier toro, la tragedia puede suceder. Ayer la de Teruel no era una plaza cualquiera, una corrida de toros baldados o borrachos o casi amaestrados, ni Víctor Barrio un matador de tantos. Uno y otro, toro y torero, formaban parte de lo más grande de la tauromaquia, de aquella que brilla más en un domingo plomizo del ferragosto madrileño que en el día de las damas de honor. Los toros son una metáfora cruel de nuestro mundo. Los grandes hombres solo salen en los papeles cuando triunfan con una fiera del Averno, o caen heridos o los matan. Los triunfadores ensayan posturas frente a enemigos falsos mientras los héroes mal pagados se juegan la vida.
Sobran, pues, los que quieran apropiarse ahora de un mérito (un riesgo) que no tienen, y también los que empleen la tragedia para dar la matraca de siempre. Víctor Barrio quiso ser torero sin hacerle ascos a las corridas duras. Los toros se van a terminar porque si la fiesta es falsa y corrupta solo mueren los pobres animales, pero si la fiesta es verdadera aún resulta peor, porque también mueren los hombres. Los tiempos han cambiado y discutirlo es tontería, pero uno que ha sido aficionado muchos años sabe que el mejor tributo que se le puede hacer a Víctor es reconocer que ha muerto en el campo de batalla, no en la sala de armas ni en el salón de baile; allí donde, además de valor, hay que llevar el oficio muy adentro, y la afición y la entrega y las ganas de triunfo. La muerte de Víctor Barrio no tuvo ni la mancha de un descuido. Fue el viento, lo único que el maestro no podía dominar. 

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