Entre las muchas satisfacciones y regocijos que me ha proporcionado la lectura de Nuevos gongoremas ha habido dos pasajes que sirvieron para reafirmarme en una vieja comparación, un cierto vínculo entre la fascinación que me producen Luis de Góngora y Johan Sebastian Bach. En ambos casos disfruto de su luminosa perfección, ajena por completo al alarde gratuito, a la demostración o al desparrame, al fraude de la emotividad desmelenada. Esa detención serena me parece lo más intensamente poético de uno y de otro. Como decía Cernuda (y cita Carreira, p. 554), uno de los rasgos más característicos del estilo de Góngora es «la exclusión de pasiones y sentimientos», que para mi gusto disfrazan de grandiosidad más que engrandecen. En otro lugar dice Carreira: «Góngora no abre sino que cierra, espléndidamente, una epoca de gran poesía española —como un siglo más tarde J. S. Bach cerrará más que abrirá, asimismo genialmente, otra de gran música germánica» (p. 381), y poco después añade: «A Bach le sucedió, no le siguió, Mozart, que sí inauguró una nueva época en la música (…). A Góngora, en cambio, le siguieron muchos pero no le sucedió nadie».
De modo que la lectura de estos Nuevos gongoremas es un volver a territorio amigo, por más que sea un libro, a mi juicio, excesivo en el sentido de que deberían haber sido dos, uno de tono más filológico, el compuesto por los trece primeros estudios, y otro más dedicado a las reseñas críticas y, sobre todo, a la huella de Góngora en otros poetas menores, sobre todo hispanoportugueses. Cualquiera de las dos partes, sobre todo la primera, habría tenido la extensión y la enjundia de aquellos célebres Gongoremas, a los que no dejo de volver.
Entre las confusiones que entre ambos libros Carreira no ha dejado de aclarar está la de deslindar artificialmente lo que durante demasiado tiempo se ha llamado conceptismo y culteranismo, y que se debe, aparte de al desprecio que el siglo XVIII le dedicó a Góngora, a la fijación que Menéndez Pelayo («el montañés henchido por sus dogmas», dijo de él Cernuda) tuvo con el gran poeta, a quien no entendió o no tuvo paciencia para entender, acostumbrado como estaba a leerlo todo a toda velocidad. Góngora no es poeta de lecturas diagonales (ni siquiera horizontales, si me apuran) sino de una verticalidad consecuente con la «densidad, o concentración» de su lenguaje poético. Su conceptismo puede ir más allá, por la vía de la paronomasia, de la semejanza, de la alusión o de cualquiera otro recurso, que el de cualquiera de los tópicamente llamados conceptistas, y el supuesto gongorinismo no es más que una forma un tanto hipertrofiada de imitar (o de detestar) el conceptismo del cordobés.
Y de todo hubo. Del mismo modo que su humor tiende a lo jovial, no a lo esquinado (a lo epicúreo, no a lo neoestoico), a Góngora se le reprochó en su tiempo —Jaúregui en su Antídoto, por ejemplo, «porque dedica al paisaje y a la vida rústica todas las galas entonces reservadas para los temas sublimes» (p. 74)—, uno de los rasgos más sobresalientes, porque «lo difícil es hacer alta poesía con materiales deleznables; Góngora lo consigue, y en ello estriba buena parte de su modernidad, según notó Robert Jammes» (p. 62). De su modernidad, añadamos, y de su clasicismo, porque no en otra labor consistió la revolución poética de Virgilio en sus Geórgicas, libro que asoma una y otra vez por la obra de Góngora. Buena muestra es el estudio ‘El sentimiento de la naturaleza en Góngora’, que arranca con un una declaración del todo virgiliana: «Decía Unamuno que hay dos actitudes literarias ante la naturaleza: la primera consiste en describirla minuciosamente; la segunda, en transmitir la emoción que ante ella se siente» (p. 64). Estos paisajes virgilianos de Góngora son «fruto de su ausencia, de la nostalgia» (p. 68), como disfrutamos en el soneto «¡Oh fértil llano, oh sierras levantadas!». Y todo ello por no hablar de la estética del bodegón y del topos de la Cornucopia que el poeta desarrolló en el Polifemo y que por sí mismo constituye un género literario, el de los productos humildes que ofrece el pastor envueltos en la más alta poesía.
Son muchos los pasajes en los que Carreira nos lo vuelve a recordar, pero baste con uno (p. 72). Hablando del momento en el que Polifemo asusta y espanta a Acis y Galatea y lo compara con el labrador que asusta sin querer a una pareja de liebres encamada, dice: «Góngora no solo era buen observador, sino también amante del campo y sus productos, como lo manifiesta ocasionalmente en su epistolario. Si lo evoca tan a menudo en sus mejores momentos es porque lo considera, como Lope de Vega, digno de figurar en lo más alto de la lírica: el ejemplo es para él, más que Horacio, Virgilio en sus Bucólicas y sobre todo en las Geórgicas». Y, más contundente aún, añade:
«No hay en toda la poesía clásica española nada comparable a las Soledades, tanto desde el punto de vista formal como desde el pictórico, ecológico o como queramos denominar esa paleta que reserva sus colores más vivos, sus matices más delicados, para pintar cuadros de la naturaleza en la que viven hombres sencillos como los de la edad dorada. En este sentido Góngora es el Virgilio español, y las Soledades, sus Geórgicas. En la poesía posterior hay imitaciones, influencias, pero tampoco nada comparable, porque con Góngora ocurrió lo que con Cervantes: la literatura española tardó siglos en asimilar la novedad de sus creaciones». (p. 78)
Otra de las facetas de la falsa distinción entre lo conceptista y lo gongorino es el confundidor y artificial enfrentamiento entre Góngora y Quevedo, que Carreira desautoriza en dos de estos trabajos. Al menos uno de ellos, ‘Presencia de Góngora en la poesía de Quevedo’, debería leerse como aperitivo de cualquier incursión académica para no iniciados, para darse cuenta de que, primero, y por una sencilla cuestión de edad, los dos poetas no podían enfrentarse. Para Góngora, Quevedo no pasa de ser un neófito con puntas de pipiolo; para Quevedo, Góngora no puede dejar de ser un maestro sin igual. Y esa bandería de lo quevedesco-conceptista y lo gongorino-culterano, tan abonada por la impaciencia desdeñosa de don Marcelino, no solo no es cierta sino acaso del revés, como muestra Carreira en ‘El conceptismo de Góngora y el de Quevedo’. El propio Gracián saboreaba con delectación las sutilezas gongorinas, auténticos conceptos en cuanto a relación entre desemejantes, más fáciles (y demagógicos, como siempre) en el caso de Quevedo. Pero este es un asunto casi personal: conforme pasa el tiempo y se sigue agrandando la figura de don Luis, don Francisco, sin dejar de ser un gran escritor, es cada vez más falso y chapucero, más rastrero y ventajista, más solemne que profundo. Solo faltaba, para darle la puntilla, poner de manifiesto, como hace Carreira, que el recurso de entrelazar el sentido de los versos en los tercetos de Amor constante más allá de la muerte ¡también está tomado de Góngora!
La diferencia entre ellos llega lejos, más a lo incompatible que a lo enfrentado, pero no dejaron de practicar la misma estética de su tiempo. Dice Carreira (p. 392):
Góngora y Quevedo fueron muy distintos, todo lo distintos que pueden ser dos personas: Góngora, epicúreo y vividor, amante de la música, de los gustos y los colores, de cuanto el mundo ofrece de placentero. Quevedo, sombrío, amargado, ceniciento, obsesionado con la muerte, encadenado a la ortodoxia, despreciador del género humano y de la vida misma, al menos de labios afuera. Pues bien, hombres tan contrarios practicaban una misma estética: el conceptismo, una de cuayas vertientes es el llamado culteranismo, ya que las bases culturales de uno y otro eran comunes.
Una segunda parte de estos Nuevos gongoremas es la dedicada a cuestiones de ecdótica, de transmisión textual y canon poético, asuntos en los que Carreira es un consumado especialista. Su trabajo, por ejemplo, sobre la ‘Difusión y transmisión de la obra gongorina’, o, sobre todo, ‘Manuscritos y ecdótica: en torno al corpus de las décimas’, de abrumadura erudición, dan buena prueba de ello. De distinto signo son otros como ‘La musicalidad del Polifemo’, muy escéptico en cuanto a las tradicionales conjeturas sobre la coloración de los versos (y el ejemplo, que tantas veces hemos puesto, de infame turba de nocturnas aves le sirve a Carreira como prueba tan seductora como poco convincente), o dos, excelentes, sobre cuestiones históricas gongorinas. El primero, ‘Fuentes históricas del Panegírico al duque de Lerma’, aparte de subrayar la fidelidad de Góngora en su obra a la historia de su tiempo (salvo en las fábulas mitológicas o en la poesía sacra, naturalmente), rastrea las circunstancias en las que Góngora se planteó, desarrolló y dejó sin acabar el Panegírico, entre otras razones porque su destinatario, muy probablemente, no lo entendió, si bien las propias circunstancias del duque pudieron desanimar al poeta, siempre errado en su afán (poco afán) de idolatrar señores.
El otro artículo de asunto histórico es ‘El conde duque de Olivares y los poetas de su tiempo’, otro caso más de lo desalentador que tuvo que ser Madrid para Góngora y el poco caso que sintió que a pesar de todo se le hacía. Claro que, tratándose del conde duque, el hombre más ocupado de su tiempo (un Menéndez Pelayo de la política), era imposible abarcarlo todo, contentar a todos o siquiera saber quién se acercaba a sus dominios, por más que en ocasiones fuera tan cordial con el poeta. Carreira recorre, sobre todo, la biografía de Marañón, con quien discrepa en algún momento, y la de Elliott, y en todo caso deja claro que, a pesar del torbellino vital del conde duque, no se debe «acusar a Góngora de doblez e ingratitud con quien más lo protegió, le concedió mercedes y le mostró afecto. Si hubiera habido entre ellos la menor diferencia, don Antonio Chacón, amigo de ambos, no habría dedicado al prócer el precioso manuscrito que recoge la obra del poeta y que probablemente fue la mayor joya de su biblioteca desde 1628».
Completa esta primera mitad del libro un estudio de acaso menos fuste sobre los romances de Las firmezas de Isabela, pieza singular en la obra de Góngora que, por lo que dice Carreira, sigue sin estrenarse, y que incluso en su época era de obligada lectura previa (estudio incluso) si es que uno quería enterarse de algo, ya fuera la trama o el contenido de los versos. Con ella Góngora cumplió una de esas obras maestras imposibles que permanecen precisamente por su radical extravagancia, por su extremosa dificultad, teniendo en cuenta, como bien sabía Lope, que el teatro está hecho, por encima de todo, para ser escuchado y entendido, y no solo por los más cultos.
Hasta aquí (p. 274), una primera parte de tono estrictamente filológico, dicho sea en un sentido que viene a justificar el hecho de que la segunda sea, a mi juicio, contenido para otro libro. Carreira es ese tipo de filólogo científico que se ocupa de aclarar el sentido literal de los textos clásicos, buscar sus más fieles lecciones y explicar sus contextos históricos y literarios, es decir, presentar las obras limpias y ordenadas, que es el trabajo más difícil para un historiador de la literatura, porque lo otro, la interpretación, tiende a lo errante y peregrino si no se sustenta sobre bases estrictamente comprobables.
De manera que esta segunda parte se dedica sobre todo a la reseña de trabajos sobre Góngora, algunos admirados por Carreira, otros despreciados con tanta razón como poco rebozo. Entre los primeros están los dedicados a los «estudios complementarios» de Robert Jammes, para cuyo elogio no excluye Carreira sus disensiones; el de Mercedes Blanco, en uno de los últimos grandes libros sobre el poeta, Góngora o la invención de una lengua, sobre todo en lo que atañe al conceptismo de Góngora, sus manantiales clásicos, su sentido de lo popular (otra vez lo humilde en las alturas de la poesía) o cuestiones de más detalle, con frecuencia mal interpretadas, como la relativa a los obeliscos en Góngora; o, finalmente, a Sánchez Robayna, aparte de cuya Siva gongorina publicó unas Nuevas cuestiones gongorinas de las que se ocupa Carreira y que abordan temas relativos a la recepción, a la lectura personal, no cultural, de la obra del poeta, incluida la traducción o la puntuación, asunto este último que sigo considerando una asignatura pendiente de las ediciones gongorinas, incluidas las de Carreira, más pendientes muchas veces de señalizar la sintaxis que de desatascar el flujo de los versos. En otro sitio ya conté que, de la dedicatoria del Polifemo según la editó Alonso, sobran casi todas las comas sin que el sentido se resienta en absoluto.
No todo, sin embargo, son elogios. El divertido capítulo ‘Las Soledades y la crítica posmoderna’ es una sucesión de mandobles a todos esos críticos a la violeta (Beverley, McCaw, Chemris, Baena, Collins) que, casi siempre desde universidades norteamericanas, se han dedicado en las últimas décadas del siglo XX y primeras del XXI a la crítica gratuita, generalmente basada en prejuicios a cuya horma someten cualquier caprichosa interpretación. Lo que empezó siendo una lectura psicoanalítica, o marxista, o deconstructiva o de cualquier otro pelaje, no generó más que libelos cantamañaneros en los que todo cuadra menos el rigor de los datos con que se sustenta. Fue una plaga, ciertamente, y hoy en día el virus de la cancelación no creo que haga que flojee. En el caso que nos ocupa, aparte de lo divertido de los dardos que lanza Carreira, queda la duda de por qué tan excelente filólogo ha perdido el tiempo en leer libros tan malos.
Caso aparte, que tampoco se libra de las pullas, es el de la prestigiosa Margit Frenk, empeñada en afear la monumental edición de los romances gongorinos de Carreira sobre bases de tradición oral, no escrita. Carreira documenta que la transmisión musical es esencialmente deturpadora, y que no es lo mismo una variante que una errata. En resumen, para Carreira, «el trabajo de M. Frenk (…) tiene algunos puntos débiles: cree válidos para la poesía culta criterios que rigen en la popular, aplica a la poesía áurea conceptos más bien apropiados a la medieval, y atribuye a las versiones musicales un valor textual del que carecen» (p. 371), algo que se molesta en argumentar con la rigurosa minuciosidad que preside toda su obra filológica.
Saberse a Góngora de memoria tiene estas cosas, que no se le escapa detalle, por más que a veces, de tan abundantes, dé la sensación de que el objeto de su crítica es un pobre aficionado (y en ocasiones así es). Pero otras veces la virtud redunda en espectáculo de erudición. Carreira pasa el escáner gongorino por la obra de Pedro Espinosa, de Quevedo, de Francisco Manuel de Melo («el inventor nada menos que del verso libre en las lenguas romances», p. 419), sobre cuyo romancero español y portugués también se extiende el autor; de Antonio de Solís, de Ovando y Santarén, de Gregorio de Matos…, en una larga y documentadísima parte, tan amirable como agotadora, que traslada a Góngora al otro lado del océano, en convivencia con la lengua portuguesa.
Los últimos trabajos de Nuevos gongoremas nos acercan a la influencia de Góngora en los siglos XX y XXI, a través de una décima de Jorge Guillén, y la diferencia entre el Guillén gongorista y el gongorino, entre el estudioso y el emulador, y sobre todo del Poema del agua de Manuel Altolaguirre, uno de los asobrinaditos del 27 al que los propios del 27 tampoco tomaron demasiado en serio, siendo como era uno de los mejores, y este poema en concreto uno de los más decididos acercamientos a la poesía gongorina, porque lo demás, empezando por Alberti, no son más que pastiches (claro que, ¿alguna vez escribió Alberti algo que no fuera un pastiche?). Es cierto que, salvo la antología de Diego y los trabajos de Alonso, además de algún estudio de Cernuda y acercamientos como el de Altolaguirre (y eso sin hablar de Hernández), la conmemoración de Góngora fue más aparente que sincera, lo celebraron más que lo entendieron, Neruda el primero, pero también Lorca, y su influencia, como siempre, fue penetrando como el agua que humedece a pesar de que la tierra no ponga de su parte.
El libro se cierra con dos trabajos bien distintos. El uno, a propósito de Cisne andaluz, la antología de Carlos Clementson de 2011, incide en los textos que no están pero deberían estar y en los que ni están ni deberían, aunque también alguno que aparece por los pelos. La nómina es abundante y da idea del profundo conocimiento que tienen Carreira de la poesía contemporánea (de la que en 2022 apareció una estupenda colección de estudios en la editorial Renacimiento), y también del mal genio que se le pone con los oportunistas y los cantamañanas, que son legión y están muy bien situados, desde los que traducen a lenguaje modelno versos manidos de Góngora hasta los que presumen de modernizar el Quijote, ignorantes, ay, de que «lo que está dicho de forma inmejorable no tiene sentido decirlo de nuevo» (p. 553).
Dejaría un poco en sombra semejante libro esta última sarta de despropósitos de aficionados si el colofón no fuera un breve texto sobre, esta vez sí, uno de los más grandes homenajes que se tributaron nunca a Góngora, el de Sor Juana Inés de la Cruz en su Primero sueño, editado junto a las Soledades en 2009 por Carreira y Alatorre, un ejemplo de hasta dónde llegó desde muy pronto el magisterio de Góngora cuando se topó con mentes tan lúcidas y tan sensibles.
Antonio Carreira, Nuevos gongoremas, Universidad de Córdoba, 2021, 605 p.