Hago un alto en Guerra y paz para leer La sensualidad pervertida, de Pío Baroja. En noviembre siempre toca hablar de don Pío, y este año me he salido de las novelas célebres y de las itzeanas, las de Aviranetas y Zalacaínes, para recordar viejas aficiones y buenos momentos. Guardo un recuerdo inmejorable de aquella primera lectura de Las ciudades, la trilogía que, junto con César o nada y El mundo es ansí, incuye también esta novela. Me recuerdo adolescente deslumbrado por la nitidez con que se explicaba el mundo tal y como lo veía yo y tal y como lo quería ver. Por un lado, me identificaba con esa manera de ir por la vida sacándole defectos a todo el mundo, pero no para difamarlos o fastidiarlos, sino como aquel que sopesa las consecuencias antes de meter la pata. El problema de Luis Murguía con las mujeres era la explicación a por qué yo, por más esfuerzos que hacía, nunca conseguía que un proyecto amoroso fuera más interesante que la independencia. El adolescente tiende a ser excesivo, y la alternativa a la soledad era ir siempre detrás de las tías, domar a palos la timidez y, una vez cumplida la sagrada misión, sentir una decepción morrocotuda. El don Juan español se lava las manos y corre a por la siguiente. El Baroja que a mí me llegaba tanto cambia de amistades y se aleja de reproducir los tópicos perejiles a tan temprana edad.
A Luis Murguía también le daba miedo ligar con aquellas mujeres que luego no paraban de exigirte cosas, ese florero tiránico que yo veía en algunos de mis amigos. En otros veía la pareja perfecta, pero siempre lo consideraba una cuestión de suerte, no de actitud. Sin embargo, más allá de las hormonas, lo que me apasionaba era ese pesimismo de Baroja que jamás llegaba al nihilismo, precisamente por lo que esto tiene de pose, de falsedad. Siempre salía, a la vuelta de alguna página, un aldeano tierno, una mujer fresca y sonriente, un abuelo que lee a Virgilio, tipos que ribeteaban el relato de razones para seguir amando la vida.
Pero era esa vida, la vida de principios del siglo XX, un mundo de vagones de tercera y cafés llenos de humo, de tipos pintorescos que vivían sin trabajar pero su ocio les costaba dedicarse a tareas románticas y extrañas. La vida como un viaje de invierno, como mirar las vacas desde el tren, pasar la noche en una pensión de gente huida, cada uno de cuyos huéspedes tiene al menos media docena de líneas novelescas que contar; mirar desde el balcón el bulevar de una ciudad extranjera, meterse a leer a Schopenhauer o charlar con un pintor polaco al que sólo se le despierta el talento cuando se muere de hambre. Me sentía cómodo viviendo entre aquellos personajes de grandes bigotazos, oyendo hablar a las modistillas o a los chicos de la calle, sentándome a observar mujeres elegantes en los veladores de un hotel, damas rusas que iban recorriendo Europa y vivían la única vida que merece la pena ser vivida, la vida del viajero, del que viene al mundo a echar un vistazo y escribir la siguiente página de su diario. Baroja excluía de mi mente las largas horas de angustia, las miserias hormonales y esa pregunta desabrida que dejamos de plantearnos cuando no nos apetece volver a escuchar la respuesta.
La sensación era un poco rara, porque yo me sentía cómodo en un mundo desagradable. Baroja, el estilo de Baroja, consiste precisamente en algo que nunca consiguió. Una novela escrita con semejante concepto de la humanidad, donde el que no es tonto es un facineroso, tan desesperanzada, tan triste, sin embargo a mí me parecía el lugar adonde habría querido vivir. Lo ves esforzándose en describir lo desagradable que es el ser humano, pero sus palabras te llenan de afecto a la humanidad, no esos afectos filantrópicos y grandilocuentes, sino un afecto de mesa camilla, de cristales mojados y paisajes verdes, de mujeres posibles y libros antiguos. Lo mismo que me reafirmaba en mi misantropía me hacía sentirme feliz y, si la expresión tuviese sentido, más humano.
Pero aún había otro rasgo en los protagonistas barojianos, y sobre todo en este, en Luis Murguía, que me parecía como esas definiciones de ti mismo jamás tan bien explicadas y que aguardan en un libro a que las leas. La gran perversión de Murguía era su incapacidad para obviar. La gente es feliz porque olvida, porque no se plantea las cosas como son, porque no sopesa las catástrofes ni teme a los disgustos, porque se recupera de las heridas y no le importa volverse a subir al coche. Había un grado de inconsciencia general en los demás que es lo que a ellos les hacía felices y a mí me los representaba como seres limitados, insensibles y en el fondo peligrosos. Alguien con semejante capacidad de recuperación y de olvido debe hacer sufrir a los demás. Al mismo tiempo, esa conciencia absoluta de lo pringaos que somos todos actuaba como relajante, como certeza que servía de excusa para mantenerme a prudente distancia de los otros. De los unos para que no me hiciesen daño, y de los otros, la mayoría, porque me resultaban insoportables. Baroja me enseñó que ir a tu aire no es un problema de insociabilidad sino de coherencia y de amor propio.
Ahora, muchos años después, leo a Baroja con la inercia taxonómica que había cogido con Tolstoi, y lo primero que me sorprende es su método, algo que entonces para mí era imposible de detectar, tan embebido como estaba con la novela. Ahora rastreo las causas técnicas de aquel embebimiento, y lo primero que me encuentro es una cuestión de medida. La novela es como el argumento de cien novelas. Los personajes reciben una descripción eficaz para el conjunto, para el ambiente, no porque nos vayamos a acordar de ellos si vuelven a salir. De cada uno se nos cuenta una historieta, se le exprime en pocas líneas su epopeya en esta vida, se emite un juicio rápido y se pasa al siguiente personaje, y luego a la siguiente ciudad. A veces lees páginas de las que ahora se sacarían tres o cuatro novelas de quinientas páginas. Baroja va pasando de los tipos a las casas, de los rumores a las pensiones, de los pensamientos breves a las descripciones, muchas de ellas hilarantes por malhumoradas. Hay una docena de recursos, de topica, que va alternando con la minuciosidad de un artesano y la improvisación de un artista: aquí falta una sonrisa, aquí vamos a relajarnos contando un cuento, ahora este personaje lo aguanto una página, ahora una de señoras gordas, y así hasta que, por una razón interior, invisible, ajena a los entramados argumentales, porque no hay ninguno, va creciendo en el lector la idea de la novela, la impresión final, el recuerdo matizado de un viaje que, a estas alturas, si no es posible, por lo menos es comparable con el que en realidad he hecho. Leer este libro es como abrir un diario de primera juventud donde está escrito todo aquello que de ningún modo vas a ser. Y tengo que decir que, en términos barojianos, el resultado no me parece mal, y en un libro de Baroja mis cinco líneas no destilarían antipatía sino, en todo caso, una cierta curiosidad.
A Luis Murguía también le daba miedo ligar con aquellas mujeres que luego no paraban de exigirte cosas, ese florero tiránico que yo veía en algunos de mis amigos. En otros veía la pareja perfecta, pero siempre lo consideraba una cuestión de suerte, no de actitud. Sin embargo, más allá de las hormonas, lo que me apasionaba era ese pesimismo de Baroja que jamás llegaba al nihilismo, precisamente por lo que esto tiene de pose, de falsedad. Siempre salía, a la vuelta de alguna página, un aldeano tierno, una mujer fresca y sonriente, un abuelo que lee a Virgilio, tipos que ribeteaban el relato de razones para seguir amando la vida.
Pero era esa vida, la vida de principios del siglo XX, un mundo de vagones de tercera y cafés llenos de humo, de tipos pintorescos que vivían sin trabajar pero su ocio les costaba dedicarse a tareas románticas y extrañas. La vida como un viaje de invierno, como mirar las vacas desde el tren, pasar la noche en una pensión de gente huida, cada uno de cuyos huéspedes tiene al menos media docena de líneas novelescas que contar; mirar desde el balcón el bulevar de una ciudad extranjera, meterse a leer a Schopenhauer o charlar con un pintor polaco al que sólo se le despierta el talento cuando se muere de hambre. Me sentía cómodo viviendo entre aquellos personajes de grandes bigotazos, oyendo hablar a las modistillas o a los chicos de la calle, sentándome a observar mujeres elegantes en los veladores de un hotel, damas rusas que iban recorriendo Europa y vivían la única vida que merece la pena ser vivida, la vida del viajero, del que viene al mundo a echar un vistazo y escribir la siguiente página de su diario. Baroja excluía de mi mente las largas horas de angustia, las miserias hormonales y esa pregunta desabrida que dejamos de plantearnos cuando no nos apetece volver a escuchar la respuesta.
La sensación era un poco rara, porque yo me sentía cómodo en un mundo desagradable. Baroja, el estilo de Baroja, consiste precisamente en algo que nunca consiguió. Una novela escrita con semejante concepto de la humanidad, donde el que no es tonto es un facineroso, tan desesperanzada, tan triste, sin embargo a mí me parecía el lugar adonde habría querido vivir. Lo ves esforzándose en describir lo desagradable que es el ser humano, pero sus palabras te llenan de afecto a la humanidad, no esos afectos filantrópicos y grandilocuentes, sino un afecto de mesa camilla, de cristales mojados y paisajes verdes, de mujeres posibles y libros antiguos. Lo mismo que me reafirmaba en mi misantropía me hacía sentirme feliz y, si la expresión tuviese sentido, más humano.
Pero aún había otro rasgo en los protagonistas barojianos, y sobre todo en este, en Luis Murguía, que me parecía como esas definiciones de ti mismo jamás tan bien explicadas y que aguardan en un libro a que las leas. La gran perversión de Murguía era su incapacidad para obviar. La gente es feliz porque olvida, porque no se plantea las cosas como son, porque no sopesa las catástrofes ni teme a los disgustos, porque se recupera de las heridas y no le importa volverse a subir al coche. Había un grado de inconsciencia general en los demás que es lo que a ellos les hacía felices y a mí me los representaba como seres limitados, insensibles y en el fondo peligrosos. Alguien con semejante capacidad de recuperación y de olvido debe hacer sufrir a los demás. Al mismo tiempo, esa conciencia absoluta de lo pringaos que somos todos actuaba como relajante, como certeza que servía de excusa para mantenerme a prudente distancia de los otros. De los unos para que no me hiciesen daño, y de los otros, la mayoría, porque me resultaban insoportables. Baroja me enseñó que ir a tu aire no es un problema de insociabilidad sino de coherencia y de amor propio.
Ahora, muchos años después, leo a Baroja con la inercia taxonómica que había cogido con Tolstoi, y lo primero que me sorprende es su método, algo que entonces para mí era imposible de detectar, tan embebido como estaba con la novela. Ahora rastreo las causas técnicas de aquel embebimiento, y lo primero que me encuentro es una cuestión de medida. La novela es como el argumento de cien novelas. Los personajes reciben una descripción eficaz para el conjunto, para el ambiente, no porque nos vayamos a acordar de ellos si vuelven a salir. De cada uno se nos cuenta una historieta, se le exprime en pocas líneas su epopeya en esta vida, se emite un juicio rápido y se pasa al siguiente personaje, y luego a la siguiente ciudad. A veces lees páginas de las que ahora se sacarían tres o cuatro novelas de quinientas páginas. Baroja va pasando de los tipos a las casas, de los rumores a las pensiones, de los pensamientos breves a las descripciones, muchas de ellas hilarantes por malhumoradas. Hay una docena de recursos, de topica, que va alternando con la minuciosidad de un artesano y la improvisación de un artista: aquí falta una sonrisa, aquí vamos a relajarnos contando un cuento, ahora este personaje lo aguanto una página, ahora una de señoras gordas, y así hasta que, por una razón interior, invisible, ajena a los entramados argumentales, porque no hay ninguno, va creciendo en el lector la idea de la novela, la impresión final, el recuerdo matizado de un viaje que, a estas alturas, si no es posible, por lo menos es comparable con el que en realidad he hecho. Leer este libro es como abrir un diario de primera juventud donde está escrito todo aquello que de ningún modo vas a ser. Y tengo que decir que, en términos barojianos, el resultado no me parece mal, y en un libro de Baroja mis cinco líneas no destilarían antipatía sino, en todo caso, una cierta curiosidad.