27.1.06
Reglamento
Breviario de lenguaje político para negociadores:
No me se vale: expresión usada cuando uno de los negociadores (o de sus críticos) ha cometido una equivocación, desliz o metedura de pata, o bien cuando alguien le recuerda una mentira, un crimen o una estupidez dicha en un pasado remoto, por ejemplo anteayer. Con esta locución, el político invalida cualquier propuesta que no sea la suya, e incluso invalida la invalidación de la suya. Por ejemplo, si un político –es un poner- organiza una consulta popular inconstitucional, cuando alguien lo llama al orden puede decir “no me se vale”, y su fraudulenta iniciativa deja no sólo de existir sino también de haber existido.
Me mande todo: especie de órdago con el que se quiere significar que uno de los participantes, negociadores o contendientes tiene todos los privilegios del juego, y que sólo se le puede tener en cuenta si se aceptan todas sus exigencias, aunque no tenga la mayoría o sus propuestas no sean sensatas. Es propio de políticos mesiánicos, convencidos de que su labor en este mundo es enderezar caminos equivocados.
Pese: interjección que, en ocasiones, puede sustituirse por ¡Ah..., se siente!, con la que se quiere indicar que ya no hay vuelta atrás, que las palabras son más duraderas que las estatuas de bronce, como quería Horacio, y que cualquier delito cometido en cualquier lugar y en cualquier tiempo, hace décadas o siglos incluso, es suficiente para desautorizar o deslegitimar a un adversario.
Ya no te ajunto: también puede decirse ya no tajunto. Frase con la que se dan por concluidas las alianzas políticas y los apoyos parlamentarios. Se suele decir, no obstante, con la boca pequeña, en tanto que advertencia o amenaza, con acompañamiento de pucheros y pronunciamientos muy nasales. Es frecuente que quien lo proclama se rodee de correligionarios hieráticos, siempre más altos que el orador, lo que le obliga a elevar la voz y la barbilla.
20.1.06
Cerca
Cuando se publicó en España El encierro de las bestias, de Magnus Mills, en el 99, la dejé correr porque tenía todo el aspecto de ser otro caso como el de Roddy Doyle, el de La mujer que se pegaba con las puertas, es decir, el escritor anónimo que salta a las listas de ventas con una historia hiperrealista y cotidiana, y cuyas historias entrarían de inmediato en el círculo cinematográfico de Stephen Frears o, si eran muy crudas, en el espectro de Ken Loach. Uno no siempre tiene el cuerpo para conciencias.
Pero hace poco un amigo me aseguró que me estaba perdiendo una magnífica novela. Y era verdad. Parecía una historia cercana de instaladores de cercas, obreros ingleses que trabajan como mulos y beben como cosacos. Pero pronto, con esa imperceptibilidad de las ramas que se quiebran al pasar, la cosa se enrarece. Me vino entonces al recuerdo la novela que me enganchó a Paul Auster, La música del azar, aquella zanja inacabable y absurda que se ve obligado a cavar Sachs y su joven acompañante, vigilados por unos tipos que juegan con ciudades en miniatura.
O sea, que al realismo sucio le salieron manchas grises, kafkianas, como un tumor de verdades profundas que iba emponzoñando las páginas o, más bien, la fascinación creciente con que me las bebía. Y tan sucio: menos mal que el autor nunca nombra el sentido del olfato; sus protagonistas se tapan la nariz para vivir, como si vallasen, como si electrificasen su cerebro, como si la verdad más dolorosa sólo fuese aquella que nos entra por la nariz, pero no por los ojos, y mucho menos por la conciencia.
Me parece de mal gusto copiar la gloriosa frase con que culmina la novela, pero no hablar de su efecto: la sensación de que sobrevivimos con una estrategia de tierra quemada. El pasado acaba siendo siempre un testigo incómodo. No hay mejor alivio que la huida, o la inconsciencia, como esa gente que se concentra en no pensar en nada durante un tercio de sus vidas, el que dedica a trabajar, porque sabe que si es consciente de lo que hace, si se dedica a pensar, o a juzgar, el tumor kafkiano acabará por emponzoñar las tardes y no dejarle dormir. Se le comerá la vida entera.
15.1.06
Crash
La gente está zumbada. Esa es la tesis principal que se desprende de la película Crash, que se acaba de estrenar. Tampoco es nada original: aquí en España, la misma semana de su estreno, un hombre aparcó el coche para ayudar a una niña que se le había echado encima y antes de salir le habían metido once balas en el cuerpo; un muchacho salió a discutir por un golpe en el coche sin importancia y lo cosieron a navajazos; un tipo discutió con sus compañeros de trabajo y como no le daban la razón los frió a tiros.
No, no es nada nuevo. Aparte del racismo que humea en la pantalla, de lo que habla Crash, y eso sí que es nuevo, es de ese estado de inconsciencia, alimentado por toda la agresividad que arrojan las cloacas, en el que una persona puede matar a otra sin que se entere ninguna de las dos. Nuestra imaginación ha sido cebada durante demasiados años con todo tipo de violencia gratuita como para que no estallen sus gases antes de que podamos dominarla. Hace tiempo que no respondo a las afrentas de tráfico. Hace años que no llamo la atención a ningún bárbaro incivil. Sé que esa gente desahoga su cerebro con una violencia extrema y que entre la potencia y el acto ya no está la voluntad.
De todo eso habla Crash, de una sociedad cuyos miembros no están en condiciones de responder de sus actos. Estamos locos y andamos sueltos. Nuestra propia obsesión por defendernos nos tortura y puede acabar con los demás, nuestro miedo y nuestra ira pueden no tener control y ya casi sólo admiten redenciones milagrosas.
El propio director de Crash, Paul Haggis, habla sin tapujos de lo que le debe a Short Cuts, la impresionante película de Robert Altman. Short Cuts era una obra maestra donde no dejaba de latir el genio de Raymond Carver. En Crash hay muchas veces más habilidad que poesía, pero la desolación, la vergüenza y la piedad que uno siente por el género humano es la misma en las dos películas. Lo mejor, después del trago que supone ver en qué nos estamos convirtiendo, es que ha vuelto el gran cine de los 90. Tal y como están las cosas, que le den el Óscar es una cuestión de utilidad pública.
10.1.06
Sharon
Siente que respira, sabe que respira, aunque todavía no sabe si está o no está vivo. Su bienestar, su tranquilidad sin fuerzas es un sentimiento sin sensaciones que puede corresponder a la vida o a la muerte. Ha especulado tanto sobre la muerte a lo largo de su vida, sobre la tierra prometida y sobre el más allá, que está abierto a cualquier posibilidad. Pasa mucho tiempo, o poco, no sabe, el tiempo ha perdido sus dimensiones, se ha deformado en sueños y vigilias, y en una conciencia paulatina que alterna el presente y el pasado, los deseos y las verdades.
Durante mucho tiempo, días o minutos, se prepara para tomar una decisión, algo tan sencillo como mover un dedo, o abrir los ojos. No es consciente de que no pueda moverse. Alguien, hace tiempo, le hizo daño, sintió el dolor, un pensamiento fugaz como una bengala pasó por su cerebro lastimado, el pensamiento del dolor. Pero antes de dar la orden al dedo hay que salir de esta especie de marasmo sin aroma, este lecho blando como la tierra, seco como la tierra, poderoso y destructor como la tierra.
Cree que ya ha decidido mover el dedo, pero no sabe si el dedo se ha movido o no. Se ve obligado a conjeturar sobre las condiciones de su vida. Un leve, mortecino estremecimiento le sacude al contemplar la idea de que esté vivo pero no pueda moverse, ni hablar ni oír, tan sólo vivir en la conciencia de sí mismo, huir de aquellos bosques blancos llenos de vivos y de muertos, de aplausos y de gritos, de amores y de odios. Pero no le quedan fuerzas para juzgar, ni tampoco para desesperarse, ni para estar triste, ni para temer, ni para odiar.
De pronto, como una luz blanca que anunciase la belleza de la muerte, algo del mundo penetra en la caverna. Su cuerpo se estremece por primera vez; entre los músculos inertes de la cara, una lágrima busca los ojos con lentitud geológica. Pero esa luz se condensa en la nitidez de lo que es real, y no es luz sino sonido, no es la muerte, es la vida, es él, es Mozart. Y Mozart, ¿está en la tierra, o está en el cielo?
9.1.06
Piano
En un mismo telediario escucho una detallada información sobre los fastos que acompañarán el segundo centésimo quincuagésimo aniversario de Mozart, su primer cuarto de milenio, y minutos después otra información, igual de detallada, sobre el juicio que ha ganado un vecino contra otro que tocaba el piano: ha conseguido que le pongan una multa, que lo condenen a insonorizar el piso, a no tocar nunca más en su vida, y no recuerdo ahora si también debía ingresar en prisión o quemar el piano en la estufa.
La sentencia lo condenó por ruido, era un juez muy competente que supo apreciar si el denunciado tocaba bien o mal, y si el denunciante tenía buen o mal oído. “Llevaba muchos años haciendo ruido”, sentenció ese juez, con el menosprecio más absoluto, algo así como decirle: “le condeno porque en tantos años no ha aprendido a tocar bien el piano”. O, peor, como decirle: “me da igual que su ruido proceda de una pelea o de una sonata, me es indiferente que interprete usted a Mozart o a Bustamante, porque todo lo que oigan sus vecinos será ruido y nada más que ruido”.
Lo peor de la sentencia es que niega cierta sana comprensión entre vecinos. Durante buena parte de mi juventud escuché a una vecina tocar el piano y jamás se me pasó por la cabeza juzgarlo como un latazo. Todo lo contrario, lo incorporé al sonido de la tranquilidad, o lo sustituí por otras músicas, pero jamás me quejé, y no por comprensión, sino porque me parecía bien. Me parecía magnífico que mi vecina supiese tocar el piano. No me producía más molestia que la envidia.
No existe una ley contra los vecinos con mala baba, contra los que se desfogan zancadilleando a los demás, contra los que no saben sumarse a la ilusión de un muchacho que sueña con ser músico. A ese tipo de vecinos les pones a Mozart y se lían a pedradas con el tocadiscos, pero del juez siempre esperaríamos una cierta, digamos, sensibilidad. Ahora bien: si ese u otros muchachos no consiguen dedicarse a la música por sentencias como esa, ¿la culpa de quién será: del denunciante, del juez, o del telediario?
7.1.06
Membrillo
En El sol del membrillo, la película de Víctor Erice sobre Antonio López, hay varias escenas en las que sólo se ve al pintor pintando su arbolito y sólo se oye la música de Radio Clásica que sale de un transistor. Entonces no se llamaba Radio Clásica sino Radio 2, y cada hora cesaban los violines para dar un escueto parte informativo. Una mujer de voz grave y pausada daba las noticias: ha pasado esto, ha pasado lo otro, decía, y esa mera enunciación de las barbaridades que siempre ocurren en el mundo me pareció entonces un hermoso contraste con la felicidad laboriosa del artista.
Hoy veo la escena de otro modo. Esos informativos neutros, reales, sin añadidos ni tergiversaciones, sin gritos ni urgencias, sin alarmas ni amenazas, pasaron luego a Radio–5, que es la radio que yo pongo, especialmente cuando viajo y al pasar por un valle escucho que en Cantabria hay una vaca que da no sé cuántos litros de leche, o que los canecillos de Frómista han sido objeto de un libro. Las tediosas diatribas entre políticos acaban resultando hasta graciosas, pero reducidas a lo que son, a una frase pronunciada sin histerismo, a los pleitos locales, comarcales, regionales, que son los únicos tangibles, y no siempre.
La realidad es esa. La actualidad es la vaca santanderina, esas noticias pequeñas que uno sabe arrancadas al aburrimiento cotidiano. Pero en las radios comerciales y los periódicos generalistas no hacer la información aburrida implica no hacer la realidad aburrida. Y, puesto que se modifica la realidad, la información es formativa, los titulares son editoriales, el tamaño de las noticias es artero, los datos son inventados, las premisas falsas, las atenciones desproporcionadas. La realidad es ese otro neutro soniquete de la locutora que escuchaba Antonio López, un runrún que nos hace comprender el mundo pero no nos excita, nos hace pensar pero no nos inyecta los ojos. Y eso que entonces creo que las noticias eran sobre la Guerra del Golfo, algo que por sí sólo, y aun leído como una herencia ante el notario, ya era bastante preocupante. Si Antonio López hubiera estado escuchando la radio informativa que hay ahora, ese membrillo le habría salido con las ramas electrocutadas.
Paréntesis
Pero aún son más llamativos los extremos de execración a que se ha llegado con el pobre Hwang Woo–suk. Es cierto: mintió en un asunto vital, la humanidad no puede permitirse que la ciencia mienta. El castigo debe ser ejemplar, y Hwang no volverá a publicar sus trabajos así clone al mismísimo Einstein. Comprendemos esta soberbia científica, aceptamos que en temas tan importantes la mentira debe ser un delito de lesa humanidad. Tiramos a Hwang por la ventana y ya nos creemos salvados, cuando Hwang es el último ejemplo, y no el más grave, de la inacabable lista de mentiras con que nos hemos alimentado este año que se acaba.
Nadie defenestró a Bush por descubrirse sus trápalas cruentas en Irak o el espionaje a que sometía a sus supuestos adversarios políticos. Hemos crecido con ese otro topicazo nacido del Watergate de que “el pueblo americano no perdona la mentira”. A los científicos surcoreanos no, desde luego. Pero a los políticos sí. Nixon se adelantó a su tiempo: faltaban décadas para que la mentira fuese una herramienta legal de actuación política y la verdad se circunscribiese sólo a temas relacionados con la ciencia. Acaso porque es lo único real y comprobable, y todo lo demás es falso sin remedio.
OLMO
En estos días de fuego bajo, repasando novedades, he leído la novela Los abuelos del olmo, de Cassandra del Mar, novelista argentina que reside “en un pueblo de tantos de esta olvidada geografía”, según reza la solapa. En la novela, una pareja de novios de Villa Nevada, lugar desde donde se ve la sierra Palomera y que está muy cercano a pueblos como Lidón, Camañas, Argente o Visiedo, se arroja por un abismo de tragedias amorosas cuando decide, después de casados, abandonar el pueblo e irse a vivir a Teruel. La novia dulce de la infancia rural se convierte en la nuera más mala del mundo, y el novio sensible que quería seguir pintando paisajes en su pueblo, desesperado por la crueldad de su mujer, se hace adicto a la prostitución.
A partir de aquí, y hasta un tremendo final caribeño que es el último y más curioso vástago de los Amantes de Teruel, la novela se abalanza en un relato romántico de crímenes y viajes, de desengaños y separaciones, como eran las novelas griegas de Heliodoro, esas que tanto gustaban a Cervantes. Sin embargo, con ser el ritmo siempre vivo y la trama tan voluptuosa, he disfrutado muy especialmente de toda la parte que sucede en el pueblo. Damián, el novio que deambula en un Teruel turbio y nocturno, es entonces todavía un ingenuo pintor de paisajes, y la mano de la autora retrata con una prosa magnífica unos cuadros del Campo de Visiedo que son tan reales como desapercibidos, como si una mirada lejana sirviese para delinear contornos que nos hubiesen pasado por alto. Yo el Campo de Visiedo siempre me lo imaginé como un territorio épico, los Snopes faulknerianos de Visiedo, poco menos, con ese crudo invierno geométrico y esos horizontes pedregosos y esa esencialidad un poco mística de los bancales. Pero aquí la prosa, llevada por la delicadeza, traza imágenes amables de un "paraíso privado" que transcurre, dice la autora, “en la época de la repoblación de Aragón”. Esta época tendrá su historia, y esta novela es un documento para esa historia, un curioso ejemplo de cómo se ve una misma tierra desde mundos tan lejanos.