15.10.21

Elementos decorativos


Discutíamos anoche, a la salida de la película, si lo de Almodóvar es decadencia o adaptación al medio. Yo creo que es lo segundo, el hacer lo que se lleva y reducirlo todo a sus virtudes decorativas, lo que genera ese decadentismo un poco naïf. Vivimos en una época de demagogia simple, de los unos o los otros, de packs ideológicos, de mujeres maravillosas y hombres estúpidos, y con todo eso que tanto empobrece al arte, pero que tan bien define nuestro mundo, Almodóvar ha hecho un cóctel al estilo de aquellos mejunjes de bebidas que no mezclaban (los semáforos, los cerebros), pero con poco emborrachaban. El arte, incluido el de Almodóvar, es otra cosa. El arte son preguntas, no respuestas; el arte es enemigo de lo previsible y busca provocar al espectador inteligente, no a quien va a una sala a que le cuenten lo que ya sabe y a que le digan lo que tiene que pensar, un vicio de la neoizquierda parroquial al que en Madres paralelas Almodóvar se ha enganchado, y de qué modo. 
Madres paralelas cuenta, al menos, tres historias que no tienen nada que ver: las fosas de la Guerra Civil abren y cierran la película con unos discursos en lengua fiambre que no solo no emocionan sino que desvirtúan; a eso hay que añadir la sororidad flow de dos mujeres sin problemas económicos pero con angustias emocionales, más la tragedia de lo excepcional (hijos cambiados en la cuna) y la de lo obviamente repudiable (manadas que violan en grupo). El engrudo que lo une todo es algo así como un catálogo de los must ideológicos, pero no de su versión menos común o menos fácil de digerir, o más interesante, sino de una enunciación simple y tediosa. La película se hace lenta porque siempre sabes lo que van a hacer o decir los personajes, porque es lo que tienen que decir, lo que los fans de la idea esperan que diga. El público cambia y tengo la sensación de que hay más palomitas que miradas críticas, ciudadanos que van a beber la bebida que saben que les gusta, a ver lo que ya han visto y reafirmarse en grupo en lo que ya saben. Y este espectador partidario y homilíaco empobrece la función hasta el aburrimiento.

De modo que resulta difícil glosar significados e implicaciones, que es lo que se hace ante una obra de arte, y fácil ver las costuras de un patch-work hecho no con las proporciones de un Mondrian sino con rotos y descosidos. Eso sí, lleno de color, en esta ocasión con una gama de paredes verdes que solo se salta el director para meter anuncios de bolsos y pintalabios sobre fondo blanco. Pero hay una cuestión previa: dónde está la línea que separa la reivindicación del espectáculo, hasta qué punto insistir en lo que ya está en manos de la ciencia y de los altavoces sociales. Y, sobre todo, ¿desde cuándo tenemos esa capacidad de recuerdo de nuestros mayores fusilados en una tapia y enterrados en una cuneta? No la teníamos en los 80, porque entonces solo había memoria para el arte y de todo lo demás queríamos emanciparnos, ni tampoco en los 90, donde se cernió sobre el asunto (sobre ese y sobre todos) una sana mirada cínica. Ha sido en los últimos veinte años cuando los descendientes y algunos ayuntamientos e instituciones han ido honrando a sus muertos de una u otra manera. Si en alguna época ha sido necesario apoyar ese empeño de dignidad desde lo alto de la escalera no ha sido ahora que todo es tan obvio y tan vulgarmente politizado. Ahora es puro y simple oportunismo metido con calzador y como asunto secundario, colateral, como de adorno, que desde luego no determina la trama. El arqueólogo podría haber sido el director de la revista, como seguramente lo era antes de meter semejante morcilla. Cuidado con la ética: tan culpable como silenciar algo es usarlo de reclamo publicitario.

En fin, uno piensa que para esas cosas están los documentales. Con ellos le ha pasado al cine de ficción lo mismo que a las novelas les ocurrió con las películas. Las novelas empezaron a estar escritas pensando en su adaptación al cine, y ahora las películas acicalan de tópicos temas que son más propios de los telediarios sensacionalistas que de la mitología. Un buen punto de partida moderno para una novela es que no se pueda filmar, y para una película, que no se base en un documental. Y eso también afecta a las historias dramáticas de Madres paralelas, que tiene tanto de documental y de spot publicitario que deja poco espacio para el cine. No puedes meter en una tragedia un catálogo de Louis Vuitton, no puedes dejarte llevar por ese ramalazo de poner a la niña rica violada por el vulgar latino, encima feo, y sobre todo no puedes hacer de las historias difíciles excusa para meter lo que se lleva. No es que esté prohibido hacerlo, sino que desautoriza cualquier seriedad de lo que presuntamente se quiere denunciar. No es que no se pueda por motivos morales sino por razones estéticas, artísticas, porque su efecto provocador, de haberlo, es justo el contrario del que persigue.

No obstante, y si prescindimos de todo esto, la película es agradable de ver: los colores de esa pared vendrían bien en el salón, mira qué patio tan acogedor, parece pintado por Isabel Quintanilla, qué bonitos los azulejos hexagonales de la cocina, mira un Romero de Torres, ese verde lima le queda muy bien al jeep, ¿cuál será esa flor de la rinconera? Si me gusta el cine brit, el de versiones de Austen o Forster, es por las cocinas, que me encantan, y por los juegos de café. Almodóvar va a terminar gustándome solo por el decorado, incluso por los actores y actrices convertidos en decorado, que están, las ellas, estupendas, enfrentadas a diálogos no siempre naturales, defecto raro en Almodóvar, que siempre ha tenido muy buen oído y aquí consiente la dicción lamentable del actor principal, propia de telecomedia con actores que leen en voz alta pero no hablan.

Pero bueno, oye, a Cruz, que está muy bien, le dieron la Copa Volpi. Teniendo en cuenta las aguas en las que navegaba, casi que se lo ha ganado. Aunque, si hay que recordar un duelo interpretativo, quizá no sea el de Penélope Cruz y Milena Smit sino el de Sánchez-Gijón y Rossy de Palma. Gana Rossy por goleada, en el fondo el papel memorable de la película y la única actriz que siempre habla, que nunca lee.

8.10.21

Jaun de Alzate


 

Soy la romanza de la noche
que surge y se oculta
y encanta la oscuridad con su gorjeo.
Reflejo con mi música
el corazón de la soledad y del campo,
la poesía de la naturaleza,
y dejo en el alma una alegría melancólica
parecida a un dolor,
y una tristeza suave
algo semejante a un placer.

3.10.21

Nostalgia del latín


Al este de la península, por Cáceres y Badajoz, habitan tres literaturas distintas con un solo dios verdadero, el «desmelenado amor» por la palabra escrita, la frase bien escandida, el relato bien proporcionado, la indeclinable parsimonia de quien pule y laborea. El patriarca, claro, es Ferlosio, el Ferlosio de temas campestres de los años 50, el que escribió aquel cuento fundacional, modelo no solo de relato sino de una forma entera de concebir la literatura, que es Dientes, pólvora, febrero. Pero no lejos de Coria, donde Ferlosio tenía casa, a poco más de una hora siguiendo hacia el sur la raya de Portugal, nació Luis Landero, que desde finales de los 80, con otro ímpetu, con otra prosa y con otras historias, mantuvo encendida la llama de esa escritura reposada de clásicos, fragorosa de modulaciones, cálida y sabrosa como el pan reciente. Debe de ser cosa del oeste, o de lugares grandes y deshabitados, porque a algún escritor leonés como Luis Mateo Díez también le va esa metaliteratura de libros antiguos, en su caso cervantina, y esa conciencia clara de que escribir no es hablar por escrito sino luchar contra el mezquino idïoma.

Pero en Plasencia (donde, por azares de la vida, yo tomé la primera comunión) ha trabajado —y no sé si vive— un escritor que siempre me parece una síntesis, o un producto natural, de las prosas de Ferlosio y de Landero. Lo de Landero es fácil decirlo: Hidalgo y él son muy buenos amigos (véase el magnífico cartapacio que le dedicó la revista Turia), Landero no escatima oportunidad para elogiarlo, como si sintiera una cierta responsabilidad con un paisano que tardó mucho tiempo en darse a conocer, pero no tanto paisano de geografía física como literaria. No ahora, siempre la narrativa contemporánea ha estado más pendiente de las nuevas y efímeras formas de decir que de la prosa musical, la que atiende a la obra como una sinfonía bien orquestada y no solo como un chorro de palabras.

Hace un par de semanas, en el telediario, celebraron las ferias del libro sacando, después de los deportes, a un escritor para que recomendase un libro. Landero no falló: recomendó Hervaciana, de Gonzalo Hidalgo Bayal, que acaba de salir, y es un libro estupendo, acaso, quién sabe, también sugerido por ese otro libro estupendo que es Un balcón en invierno, como género más que como idea, los recuerdos de la adolescencia, aquí subsección internado de curas, a poder ser jesuitas, desde las Confesiones de un pequeño filósofo de Azorín y el A.M.D.G. de Pérez de Ayala (anterior al Retrato del artista adolescente) hasta El jardín de los frailes, de Azaña, que también acaba de reeditarse, de la que Hervaciana yo diría que es pariente más directo. Los colegios de curas dan mucho de sí, sobre todo en aquella época, y casi todos se orientan al encuentro entre los instintos desatados de los alumnos y la represión ciega y severa de los frailes, con un resultado libresco que nos suele transportar a esa camaradería de pasillos altos y aquella primera historia de amor, que no fue con una chica sino con un tratado de literatura. Nostalgia del latín, diríamos, amarga nostalgia, porque lo que suele recordarse son las injusticias, los abusos, los métodos absurdos, la sangre de la letra. 

Hidalgo Bayal ha escrito un libro de este género venerable, y si digo que viene más de Azaña que de otros es porque la elevación culta del lenguaje, nunca opaca ni retorcida, una especie de homenaje a las clases de invierno, le da el auténtico sabor que respiran sus historias. Como Azaña, no rehúye la descripción de las arbitrariedades pero antes que a cebarse con ellas se limita a relatarlas. Al contrario que Azaña, no lleva su lenguaje al divertido recreo del cultismo (bueno, no por sistema), ni mucho menos del culteranismo. Su prosa es un andante moderato en estos tiempos tan vivaces, sabroso y profundo, más pendiente de preguntar que de sorprender, con historias verosímiles que verosímilmente acaban, a veces, antes del final que les correspondía, pero justo el día que dejaron de ser. El narrador es menos héroe que testigo, y gracias a ello se pone en el lugar desde el que entonces las cosas se mitificaban, cuando no eran asuntos propios sino enseñanzas en carne ajena. En los 13 capítulos/cuentos hay héroes a los que admirar y villanos a los que reprobar, a unos y otros con la indulgencia de la edad, es decir, con esa triste comprensión con que miramos los momentos injustos en los que no hubo quien diera un paso al frente, y cuando lo hubo lo reconocimos como un ser superior. O cuando vimos pasar una injusticia sin que nos perturbase, o cuando alguien demostró ser el más listo de la clase, como ese espléndido capítulo del «PRFT CBRN», resumen de la diferencia entre auctoritas y potestas, el ascendiente y la tiranía, la inteligencia y la brutalidad, temas en los que Hidalgo Bayal tuvo, en su instituto de Plasencia, mucho tiempo para pensar.  

Porque ese es otro rasgo que comparte con Landero, y por el que lo disfruto todavía más. Hidalgo ha remado en la galera turquesca, como Landero y como muchos escritores que vienen del trato directo con los clásicos, de su versión real de cuaderno y tiza, y de eso tan molesto para un escritor que es reconocer lo verdaderamente bueno, y saber por qué lo es. Todos han brotado por la fuerza de su prosa, de lo rico y duradero de su prosa, cultivada en silencio, con sentido de la totalidad narrativa, no del mero empalme caprichoso, cerca de la realidad y lejos de los cenáculos. Me atrevería a decir que si la prosa de más calidad de las últimas décadas se la debemos a escritores como Hidalgo es porque no pertenecían a los cauces habituales, nacieron en la penumbra provincial en la que aún se degustan los libros buenos. En el caso del buen rato que he pasado con Hervaciana, también es justo que le dé las gracias a Luis Landero. A Ferlosio se las doy muy a menudo.


Gonzalo Hidalgo Bayal, Hervaciana, Madrid, Tusquets, 2021, 270 p.

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