Además de El capitán Malasombra, de 1917, otras tres novelas cortas (más una coda
narrativa) componen Los contrastes de la
vida, publicada en 1920.
El niño de Baza
No todas tienen, desde
luego, el interés narrativo de El capitán
Malasombra, entre otras razones porque Baroja cuenta tres veces la misma
historia en el mismo libro. En aquella primera parte, un italiano desaprensivo,
Pancalieri, llegaba con sus dotes descaradas de donjuán a remover el gallinero,
“un gavilán entre palomas”, como dirá de este otro Niño de Baza. Aquí es este zángano
el que, después de una chulería de niño bonito al principio (Aviraneta, que es
quien cuenta la historia, le dice que no estorbe en el barco que los lleva a
Tánger), una vez desembarcados, cuando su padre se vuelve a España y el niño pasa
hambre, agacha las orejas y pide sumiso el auxilio de don Eugenio. Este lo
lleva a su casa de huéspedes, regentada por una viuda judía y sus cuatro hijas
y sus dos criadas.
Pero la historia, lo que Aviraneta
cuenta a Leguía después de encenderse un puro, no era la del pisaverde de Baza,
sino la de Borja Tarrius, otra muestra de las veleidades de la fortuna: “Jamás
hubiera pensado, por ejemplo, que mi amigo don Bernardo Borja Tarrius fuera
hombre que pasara por la vida sin dejar el menor rastro, ni el más pequeño
recuerdo”, dice Aviraneta, nada más empezar. Tarrius cualidades tenía, desde
luego, de hombre célebre y de buen personaje, pero Baroja lo abandona pronto.
Uno tiende a pensar que para este
viaje no se necesitaban alforjas. Cuando todos están metidos en la casa,
Aviraneta, Tarrius, el diputado por Córdoba Moreno Guerra (más moro que los
moros a los que desprecia) y el pájaro de Baza, con las siete mujeres judías,
Baroja cierra la puerta y se deja acciones. Tarrius demuestra a la señora
Toledano, la dueña de la casa, cómo puede ganar el doble trabajando lo mismo en
su taller de sedas y brocados. Es el momento en que Tarrius, hombre de acción,
capaz de hacer rentable a una familia judía de la noche a la mañana, que no es
poco, desaparece de la escena y entra el Shylock de la obra, Samuel Lione,
tratante de esclavos, y la más tópica caricatura de un judío que podían
encontrar quienes pergeñaron aquel triste libro, Comunistas, judíos y demás ralea, apañado a partir de unos cuantos recortes
de artículos y otros tantos fragmentos de tres novelas: Aurora roja, Los visionarios
y Rapsodia. Con respecto a la
primera, es una pequeña canallada que entre unos y otros le hicieron al gran
Manuel y a su hermano Juan. Las otras dos no son novelas, más bien dos muestras
de la época en la que Baroja había ya perdido el interés por novelar y se
dedicaba al despotrique.
Digo que si hubiesen leído esta novelilla
habrían sacado material por lo menos más divertido, por ejemplo esta
descripción de la casa del judío:
La casa
era de aspecto más humilde que la de Mesoda. Nos recibió el señor Samuel en un
despacho muy mísero de la planta baja, con grandes saludos y zalemas, y nos hizo
sentarnos. Este Shylock hablaba de una manera balbuceante y lacrimosa. Nuestra
santa nación, nuestra tribu, el patriarca Abraham estaban a cada momento
en su boca. Durante su charla se interrumpía para dar una indicación a dos escribientes
que tenía, los dos, sin duda, judíos, de cara atormentada y labios gruesos.
Le
avisaron para almorzar, y yo me levanté con intención de marcharme; pero Samuel
me agarró de la mano.
—No,
no; venid —me dijo— ; que venga con vos este joven cristiano; comeréis conmigo,
la miseria que uno tiene.
Subimos
una escalera estrecha y llegamos a un comedorcito pequeño que daba a un patio,
con una puerta, lleno de macetas con flores. Estaban en el
comedor la mujer y una hermana
de Samuel, dos hijas de unos cincuenta años, un hijo y una porción de nietos,
entre los cuales había una muchachita de unos diez y siete o diez y ocho años,
muy bonita.
Entre
todas estas caras judaicas había el tipo correcto y muy perfilado y el tipo un
poco repulsivo del judío narigudo, con los labios gruesos y abultados y los
ojos pequeños.
Había
en toda la casa un olor a cerrado y al mismo tiempo a estoraque, o alguna otra
cosa aromática, que no me hizo ninguna gracia.
Cuando Baroja termina la caricatura,
se quita la novela de encima: el Niño de Baza se casa con la nieta del negrero
y le deja un hijo a la criada de la judía, Tarrius se queda a educar hijos de
cónsules, Moreno Guerra muere “misteriosamente”, y Aviraneta coge un barco
rumbo a Gibraltar. Todo eso en cinco líneas.
La impresión es que Baroja ha
intentado envolver con materiales reciclados la historia de dos malas personas:
el judío traficante de esclavos y el pícaro español, buscador de fortunas, de
chicas guapas y, a ser posible, de ambas cosas a la vez. El sarcasmo viene de
creer que un vasco puede explicar a un judío cómo se hacen los negocios o que
un judío entregaría así como así su hija y su negocio negrero a un tirillas
como el Niño de Baza.
Yo tengo para mí que ese Borja
Tarrius estaba llamado, además de a modernizar la empresa artesanal de la
viuda, a hacer estragos entre las mujeres, y que en vez de Tarrius se llamaba,
en un principio, Eguaguirre, y Eguaguirre también se llamaba Basterreca, alias
Mandi, el protagonista de Rosa de Alejandría,
la siguiente novelilla. Me parece verosímil que Baroja trocease una novela
dedicada al donjuán vasco cuyo primer y mejor capítulo era El convento de Monsant, pero que, visto el resultado de El niño de Baza y Rosa de Alejandría, decidió dejarla en aquel primer y feliz episodio.
Rosa de Alejandría
Si
así fuera, desde luego que hizo bien, porque la siguiente historia tampoco
remonta el vuelo. Al contrario, podríamos incluirla en el género de las novelas
sacadas de la manga. Aviraneta decide ir a Alejandría desde Gibraltar con
cierta ligereza:
“Yo había pensado ir a Grecia y
hacer campaña contra los turcos; pero como todo el mundo me habla aquí mal de
los griegos, he decidido ir a Egipto y ofrecerme al gobierno del virrey como
oficial”
Así que lo visten de guardia marina
inglés y lo suben a un bergantín nuevo. Otra vez una mujer con dos hijas en una
casa de huéspedes, con un marido, el griego Chiaramonte, que se merecía más que
el triste destino que le depara la novela. Y allí aparece Mendi, el vasco, y se
lía con la señora de Chiaramonte, aunque pretende a una de sus hijas. Quizá sea
más cínico que Eguaguirre (poco más), pero ese ritornello dickensiano del “¡no
hay elementos!” que lleva siempre en la boca le habría pegado igual de bien a
Tarrius en el anterior relato.
De la casa queda un personaje, Rosa,
en la que casi puede entreverse la futura Nelly de El gran torbellino del mundo, y que sueña con la isla de Gozzo, una
arcadia feliz donde “todos eran pescadores, y los chicos se divertían descolgándose
hasta el mar, con cuerdas, desde los más altos acantilados, para cazar palomas”.
De algún modo esa isla de Gozzo emergería en El laberinto de las sirenas, pero de momento se queda en un
personaje mudo al que Baroja no pone demasiado interés.
Como remate, el autor abandona la
trama y pone a Aviraneta en mitad de una acción, un altercado con soldados
árabes en el que le cae un escupitajo y algunos latigazos, que Aviraneta
devuelve uno por uno al cabo Yusuf cuando las autoridades lo socorren, y deja
caer una de esas sentencias de quien allá donde va come lo que se estila, por
áspero que le sepa.
Queda un par de descripciones, pocas
y breves, la de las callejas de Alejandría y los árabes “flacos, morenos, como
si fueran de barro cocido”, o la todavía más breve del pachá, uno de esos casos
en los que Baroja prefiere tirar de repertorio antes que penar con la
ambientación:
Al día
siguiente, el coronel Frossard me dijo que íbamos a visitar al pachá de
Alejandría. Fuimos con una escolta de cuatro hombres, llegamos al palacio y
esperamos a que saliera el pachá, que era un antiguo mameluco seco, cetrino,
mal encarado y de aspecto desagradable.
Estuvo
conmigo muy displicente y muy áspero.
Y eso es todo, ya no hay nada más que
decir del Pachá. En este libro se empieza a ver algo que luego se extenderá, en
los años treinta, por el resto de su obra: este arte de enhebrar historias y
personajes pintorescos y fugaces que hasta ahora ha sido su modo de ambientar
pero que llegará a ser un fin en sí mismo, una suerte dominada, un método para
escribir cuando no hay mucho de lo que escribir, algo de lo que nos da Baroja
una muestra bien elocuente al final de este libro, en el relato de la muerte
del Empecinado.
La aventura de Missolonghi
Pero antes Baroja incluye otra novela
corta, esta vez narrada por Thompson, quien prometió escribirla al final de El viaje sin objeto. La aventura de Missolonghi pertenecería
más bien, por tanto, a La ruta del
aventurero. Pero es inútil recomponer la baraja de todas estas narraciones
que suceden entre 1820 y 1923 según el orden del avío editorial, más que del
argumental. Las tres primeras, incluida El capitán Malasombra, son historias
que cuenta Aviraneta, y eso las une, pero en esta Aviraneta vuelve a ser esa
figura un poco cómica del personaje extemporáneo que se sienta a la mesa de los
reyes para trazarnos una semblanza y que tanto ha dado de sí.
En este caso el rey es Lord Byron.
Thompson, inglés, culto y romántico, no puede acercarse a él (como Fabrizzio
del Dongo con Napoleón), pero Aviraneta come a su mesa y no lo nombra su
secretario de milagro. Y así el retrato del poeta está envuelto por algunas
reflexiones metafóricas sobre el Mediterráneo comparado con el Atlántico y
algunas hermosas descripciones, la marina nocturna o el pueblecito de
Argostoli, además, claro, de Missolongui, para el que Baroja usa una batería de
datos geográficos con que defender la plaza.
Baroja se ocupa de las marinas pero
también de tratar aquella aventura mítica como si fuera otro desastre del 98:
La
verdad es que entre aquellos filohelenos, al menos de nombre, no había ninguno
que tuviese una idea aproximada de Grecia ni de su historia.
Ninguno
de nosotros sabía gran cosa de la antigüedad clásica, y absolutamente nada de
la historia griega moderna. unos se habían enganchado por miseria y por
desesperación; otros, por espíritu de aventura.
En
esas circunstancias, Thompson presenta a Byron como un mito que Aviraneta
desmitificará después. Thompson, al que le pasó como a Fabrizio del Dongo, para
el que no hubo manera de conocer de cerca a Napoleón, tampoco pudo acercarse al
célebre poeta, y sí darse cuenta de que aquella expedición fue “una de las más
célebres del siglo XIX, principalmente por la intención, porque por lodemás
apenas hicimos nada”. Byron estaba hecho con el barro del rumor:
Para muchos era un misántropo y
un anglófobo; para otros, una especie de Manfredo desesperado, altanero, que
vivía fuera de la sociedad, que mandaba matar al que le disgustaba; algunos lo
tenían como un Don Juan terrible, un pirata, que conquistaba mujeres y bebía el
vino en una calavera; para los más cultos era principalmente un revolucionario.
La verdad es que no sabíamos lo que nos esperaba. No conocíamos ni Grecia, ni
el jefe que nos iba a mandar.
Pero sí sabe Thompson que aquella
aventura no podía salir adelante mientras el coronel Stanhope y lord Byron no estuviesen de
acuerdo en nada, sobre todo porque el militar no comprendía la “guerra
literaria” del poeta ni tampoco que si aquella batalla era tan famosa se debía
a Byron, no a él.
Thompson tiene, en fin, el punto de
vista de un romántico que se ha encontrado con el realismo cuando lo que él va
buscando es la modernidad, y quizá por eso introduce un fragmento en su
cuaderno que parece que se le haya caído a Baroja de su diario íntimo:
He
pasado los días mirando el Mediterráneo, intentando ver si se me ocurre algo
nuevo en la contemplación de un mar tan bello. Sólo cuando se van articulando
los lugares comunes en la cabeza es cuando se empieza a discurrir, vulgarmente,
cierto, pero únicamente entonces.
Antes
de esa articulación de lugares comunes por el solo ímpetu del espíritu no hay
ideas. ¡Es lástima! He escrito unas cuantas frases en mi cuaderno, pero no
tienen ninguna originalidad.
Y eso en una historia que deja
espacio a la descripción (a veces cartográfica) y a la interpretación del
paisaje. ¿Pero qué es eso de la articulación de los lugares comunes? Thompson
no cree en “el solo ímpetu del espíritu”. Cree en las ideas, un poco en
contradicción con esa imagen del hombre de acción que no tiene ideas sino
impulsos, o que deja quietas las ideas para que no refrenen las acciones.
Es posible que Thompson no se pudiese
acercar a Byron por exceso de ideas, de escrúpulos. Con cuidar a su compañero
Mac Clair ya tiene bastante, y el mismo Nápoles que le brindará tres años
después las memorables páginas de El laberinto
de las sirenas no es ahora un sitio que le inspire nada. Ni a él ni a Mac
Clair, porque “para comprender los pueblos hay que ser occidental unas veces, y
oriental otras, y tener el alma con muelles como los coches de doble suspensión”. Tres años después ya no dirá eso.
El que no tiene esas dudas
stendhalianas es Aviraneta, que nada más llegar ya está sentado a la mesa de
Lord Byron, recomendado por el cónsul de Alejandría y sin bajarse siquiera de la
goleta Chipriota, al mando del capitán
Spiro Sarompas.
Su descripción no está hecha de bisutería mítica:
Lord Byron me recibió y me dio
la mano. Me chocó la impresión de la mano; llevaba guantes de seda de color de
carne. Vestía bata y gorro griego rojo. Su figura era hermosa, sobre todo la
cabeza, pero no tenía aire de serenidad ni de fuerza; parecía una mujer. Sus
rasgos eran demasiado correctos, y su cuello, que llevaba desnudo, me pareció
excesivamente redondo.
Y el caso es que el retrato de
Aviraneta, de tan desprejuiciado, tan desmitificado, es más sugestivo que el de
Thompson. Comparece aquí un Byron verosímil, “un hombre raro, medio afeminado,
pero no débil, ni mucho menos”, que se levanta a las cinco de la mañana para
leer y escribir, que hace todos los días lo mismo y a la misma hora, hasta
beber vino, que no se pasa el tiempo mirándose las lágrimas en el espejo y que,
cuando habla con “el único español que ha acudido a secundar mi empresa”,
Aviraneta, no duda en simpatizar con él y en llamarlo “nieto del Cid”.
Luego, cuando Aviraneta cuenta a
Thompson sus impresiones, dice algo que me imagino que los estudiosos del
pensamiento de Pío Baroja ya habrán colocado en su lugar correspondiente: “Byron
tenía ideas de poeta. Creía que era necesario para Europa que Grecia se
reconstituyera”. Aunque reconoce que Byron no había ido allí a que le pintasen
un retrato, Aviraneta no siente “esa religiosidad y esa pasión” por Grecia, y
no le replicaba nada: “Yo no soy poeta. Yo me callaba”.
El episodio tiene el interés de ese
retrato doble, de una desmitificación que corre a cargo del personaje ficticio
en una situación inverosímil, más allá de los tópicos que el primer y perspicaz
narrador ha logrado reunir. Baroja equilibra la irrealidad de Aviraneta con la
realidad de Byron, y el realismo de Thompson con la vaga mitología del poeta.
El final del empecinado
Las últimas diez páginas del libro
están dedicadas a narrar en pocas líneas el encierro de don Juan Martín,
contado por Bienvengas en diálogo con Aviraneta, que retoma el papel de narrador:
cómo lo exhibían en una jaula para que la gente le escupiese, su madre llorase
arrodillada y su mujer se pasease por delante con un joven realista. Aviraneta
pasa revista a los antiguos compañeros del Empecinado, dolidos por su situación,
pero incapaces de hacer nada para liberarlo. Aviraneta, como buen hombre de
acción que lo quiere seguir siendo, se lava las manos:
Lo
comprendí yo también así, y tuve que olvidar la suerte lamentable de mi general
y mi amigo.
Desterrando
el recuerdo de lo pasado, me dediqué a pensar en el porvenir.
En el último párrafo, que cierra el
relato y el libro entero, se nos cuenta también el final del Empecinado:
El guerrillero, al. ser
conducido de la prisión de Roa al cadalso, había roto las cuerdas que le
ataban, y, arrancando la espada de las manos del jefe de la escolta, había
intentado abrirse paso entre los esbirros. Los voluntarios realistas se habían
echado sobre él y le habían cosido a bayonetazos. El corregidor, don Domingo
Fuentenebro, mandó subir el cadáver al tablado y ordenó colgarlo por el cuello.
Ese párrafo justifica el relato
entero, pero hay otro detalle interesante. Aparte del relato del final del Empecinado,
casi todo está envuelto en nombres y recuerdos de nombres, como un inventario
del material sobrante que es una forma semoviente de narrar. Esa hilatura de
apellidos y de biografías mínimas, de personajes recordados y parientes
característicos, es un tapiz que envuelve la sustancia del relato. Hay una
ambientación barojiana que cada vez más se desprende de su condición narrativa
para limitarse a labores descriptivas. Proporcionalmente, el recurso es tan
abundante –y tan eficaz- en este relato como en los dos libros siguientes de la
serie, La veleta de Gastizar y Los caudillos de 1830, que juntos
componen una sola novela.