29.9.07

LUZ


Primer sábado brumoso en Madrid. Ya era hora. Escucho un trío de Anton Arensky (la rusificación afecta también al oído) y veo los tejados del barrio de los Austrias, sus líneas nítidas bajo un cielo de plata vieja. Digo plata vieja por no decir estratocúmulos polutos, según la guía de nubes que suelo manejar. Es, en todo caso, un cielo con el que me siento más cómodo, el único que me permite subir del todo la persiana, porque las nubes, además de bajas, no reverberan ni sacan brillos. El resto del tiempo uno busca la penumbra soleada, protegerse del solazo que se cuela por los filos, pero estos primeros días de otoño redescubren una dimensión real de la ciudad. El sol tapa, da una impresión distinta de los objetos, que parecen siempre más grandes, más alejados, más confusos. Aquí puedo calcular mejor la distancia entre mi ventana y los pináculos de la Plaza Mayor, la torre neomudéjar de Atocha, de ladrillos que tienen ya el color de cuando estén mojados. Con sol es imposible distinguir las junturas de las tejas de las cúpulas de San Isidro. Ahora sí, igual que se distinguen con claridad las distintas pelladas de cemento en las paredes de las azoteas, e incluso las gotas de cal que escurrieron y los brochazos y los desperfectos. Qué bien distingo la madera carcomida de un ventano que en su tiempo estuvo pintado del grisazul de las casas viejas, y que en verano me parece todo un agujero negro.
Desde el momento en que es más nítida, la visión es más estable, las medidas son más reales. Salvo alguna que otra antena paellera y una chimenea de esas que arriba llevan un pirindolo que da vueltas, este paisaje no ha cambiado en los últimos ochenta años. Lo más moderno que veo es el edificio de Telefónica (bueno, es verdad que, si desplazo la cabeza unos centímetros a la derecha, vería ya un rascacielos negro y el edificio del Fnac. Pero mi posición habitual y el marco de la ventana me mantiene en 1929. De las grúas gigantescas que pueblan el horizonte por todas partes (hoy sólo veo cuatro, será que es sábado) ya he aprendido a abstraerme.
En verano no me imagino bien a una señora de los años cuarenta que sube a la azotea de enfrente a tender la ropa, pero ahora es mucho más verosímil, entre otras razones porque algunas personas tendemos a recordar el pasado con escenas nubladas. Igual fue entonces cuando los contornos de las cosas se impresionaron con más nitidez en nuestra retina. Cuando quiero acordarme de una cara cuyo nombre recuerdo y me siento seguro del vínculo que me une a ella, instintivamente busco escenas sucedidas con esta luz. Y, quizá por la misma razón, a aquellas personas que nunca llegué a conocer, o que siempre me parecieron lejanas, se me figuran en un día de sol, achinando los ojos y sonriendo sin querer.
Veo la única parte de la ciudad que no cambia permanentemente. Las fachadas de los edificios antiguos están acribilladas de objetos presentes. La calle es presente instantáneo, pero los tejados son presente absoluto, el ritmo real en el que las cosas van cambiando. La cercanía con los edificios es ahora proporcional con la cercanía de los tiempos. Hace cien años me parece mucho más cerca, mucho más proporcional a la verdadera distancia que significa ese tiempo, que casi no es nada. A esa azotea podría subir muy bien Rafael Cansinos-Assens, que vivía en el segundo piso, creo, a tomar el fresco después de una larga sesión de traducir a Dostoievski. Lo veo con el pelo revuelto, sin afeitar, con un batín de rayas hasta las pantuflas y un cigarro que le asoma bajo el bigotazo. Lo veo despojado de la mitificación del sol, lo entiendo mejor en sus contornos nítidos, tan cercanos.

28.9.07

ESCENITA


Mientras estaba leyendo las Memorias de un cazador de Turguénev ha sacado Marías su novela. En la tertulia de A trancas y barrancas ya he dicho lo habitual que se suele decir de Marías, que es como Todas las almas pero con más años y muchos más kilos. Pero a mí me gusta incluso cuando no me gusta, quizá porque ya es un personaje querido y lo leo a él, no sus novelas. Digamos que soy un fan de las aventuras mentales de Javier Marías, algunas más interesantes que otras, ciertamente.
En la primera mitad de la novela (por ahí voy) hay, al principio, un relato muy bueno, el de Jayne Mansfield, con ese magnífico corolario sobre las muertes que determinan las vidas. Pero algo más adelante viene una escena que aguardaba con impaciencia porque había leído al crítico de La Vanguardia, Masoliver Ródenas, decir que la escena de sexo era tan brillante como inverosímil. Yo me esperaba una cosa infumable como la escena dentro del coche de Mañana en la mañana piensa en mí, cuando el Marías de turno contrata a una puta que resulta ser su mujer, pero, y he ahí lo grande de Marías, no está seguro. Hombre, antecedentes clásicos había, pero era muy difícil hacer con eso algo creíble.
En fin, yo me esperaba una cosa así, o bien algo como el polvo (en realidad fue una mamada, creo recordar) que el Marías oxoniense practica con “la gorda infame”. Esta no sólo no era inverosímil sino muy divertida, a pesar del propio autor, me temo, y en el fondo hablaba de algo muy común: ir al baile tras la Venus de Milo y acabar con la de Willendorf, porque en el fondo es la única que, al menos en esa situación, nos correspondía. Yo, por cierto, no sé todavía cuál de las dos Venus es más bella.
Aquí la escena va más en este último tono, y de inverosímil no tiene nada. No voy a destriparla porque su final me pareció gracioso y, cosa rara en un libro tan pleonástico, un tanto precipitado. No quiero decir que preferiría que hubiese añadido más detalles cárnicos, sino que se hubiese regodeado con lo absurdo y al mismo tiempo habitual de la situación.
A mí no me gustan las escenas de sexo en las novelas a no ser que no quieran mejorar las que salen en el Private. Eso del sexo lírico me da una risa que no lo puedo soportar. Y eso otro de “el nido de pestañas”, como decía el cursi de Azúa en Cambio de Bandera (vaya mierda de novela, por cierto), me produce repelús. El tema es curioso. Hay novelistas (recuérdese aquello del capítulo 8 de las novelas latinoamericanas) que se piensan que se puede hablar de sexo con metáforas que dulcifiquen la crudeza de la escena y por ahí. El año pasado me leí unos cuantos cuentos sicalípticos, presuntamente literarios, de principios del XX, y los que no daban vergüenza daban pena. Sin embargo, como pasa siempre, los que encontré en revistas guarras de la época, mondas y lirondas, eran una risa, pero a las pocas líneas ya la risa era floja y lo dejabas.
No, no funciona bien el sexo en las novelas, a no ser, ya digo, que no te cortes un pelo. Es un género difícil si no quieres parecer lo que me han parecido a mí desde siempre las escenas de sexo en las novelas, digamos, cultas. ¿Y con esto se excita este tío?, piensa uno, y detrás de tanto adjetivo y tanto seno turgente uno no ve más que a un escritor onanista que babea encima del teclado.
Marías se salva de todo eso con un tratamiento, como lo llama él, bien realista, y bien astuto, porque Marías sabe que la ficción novelesca es propia de las ensoñaciones, que siempre se regodean en los preparativos y dejan muy para el final los frenesíes hiperrealistas. Y el preparativo más vulgar y corriente que se me ocurre es precisamente el que plantea Marías, y por lo tanto el más realista. Es decir, Marías cuenta lo que, en el fondo, cualquiera se ha imaginado alguna vez cuando está solo y no le entran ganas de dormir, el hecho de que, por una circunstancia o por otra, en esa misma cama yace una persona que ha entrado en ella por favor, por no dormir en el sofá, pero por eso mismo el ensoñador solitario no puede tocar a quien tiene al lado, y el regodeo ensoñador consiste en imaginar los extremadamente paulatinos movimientos que al final desembocarán en una desmelenada escena more ferarum. Es muy corriente porque no exige mucho al que se deja llevar por el ensueño. En realidad sueña con estar en la misma postura en la que está, y todavía en los preparativos, en la verdadera esencia del deseo, que no es su satisfacción sino su acercamiento.
La situación es moralmente ambigua y Marías lo cuenta con mucha gracia. Estás en situación de echar un polvo (¡sobre todo si quien te ha pedido por favor compartir tu cama porque hace una noche de perros y tal y cual se acuesta sin bragas!), pero no estás nada seguro. Una amiga mía (esto es verdad) se desesperaba porque le dijo a un hombre: “¿Quieres salir conmigo?”, y él le contestó: “¿En qué sentido?” Pero no es que el otro fuera un tiquismiquis o se la quisiera quitar de encima, sino que todo lo que hemos ganado en respeto lo hemos perdido en claridad. Nadie estamos libres, nunca, del ¿pero tú qué te has creído?, ni siquiera si una mujer con forma de clepsidra (a veces Marías también se pone un poco cursi) yace a nuestro lado, a unos milímetros de nuestros dedos, y no lleva bragas.
No sigo comentándolo porque entonces empieza lo bueno, lo genuinamente Marías, a mi modo de ver bien ideado pero mal contado. Creo de veras que ahí faltaban unas líneas.
Pero antes del desenlace, todavía en el terreno de los preparativos, Marías habla de otra cosa bien curiosa. Con todo el despliegue que el tema le da de sí, y es uno de sus favoritos, habla de aquellas situaciones que, puesto que preferirías no haber vivido, terminas no recordándolas, borrándolas, que es más aún que negarlas. Y muchas veces esas situaciones se refieren al sexo. Mucha gente que preferiría no haber estado con otra persona lo olvida hasta tal punto que se indigna si el otro se lo recuerda, porque le parece imposible, como si el fantasma de alguna ensoñación fugaz cobrase cuerpo de repente y nos viniese a visitar.
Todo, si bien se mira, situaciones muy realistas. No hay nada más verosímil que un hombre solo imaginando situaciones inverosímiles. Sobre todo si tienen que ver con el sexo. En fin, vamos a por la otra mitad.

26.9.07

SONRISA


Diario de Teruel, 27 de septiembre de 2007

En el colegio había un profesor un poco facha que, cuando salía el nombre de Franco a la conversación, solía terminarla de un plumazo despectivo con una de sus frases favoritas: “Sí, sí, lo que queráis, pero a Hitler lo hizo esperar en Hendaya”. Para él eso era el colmo del patriotismo, con independencia de que a semejante pájaro su homólogo español le pareciera un botarate. Para aquel nostálgico profesor lo importante era que Franco había intentado negociar y había puesto “muy alto” el precio de la implicación en la guerra mundial, y que Hitler, finalmente, lo había dejado por imposible.
Me he acordado de la célebre foto de Hendaya al ver ayer en los periódicos la foto de Crawford, en la que Aznar sonríe aparatosamente a Georges Bush y este lo saluda con superioridad cordial, como saludan los jefes a los empleados dóciles, mientras Aznar sonríe tanto que se le cierran los ojos, y entre ellos, detrás, no está la mirada estupefacta del cuñadísimo sino el mirar desparramado de un guardaespaldas.
Luego lees las actas de aquella reunión entre Aznar y Bush y no te cabe duda de que el fotógrafo era muy bueno. Aznar jamás cuestiona nada, se limita a pedir “un texto” para justificar la invasión de Irak, y Bush, en el tono propio de quien está perdiendo la paciencia, corta por lo sano: lo de los textos le tiene sin cuidado, le da lo mismo el contenido. Pero Aznar, que siempre habla en condicional, como los criados, quería ese texto “para ser capaces de patrocinarlo y ser sus coautores”, algo que a su jefe ni le va ni le viene: “Nosotros no tenemos ningún texto, solamente un criterio”, dice.
Aparte de eso, Aznar nunca discute ni objeta seriamente sino como rezongando para su capote, y sólo se siente con fuerzas para pedir ayuda. “Necesitamos que nos ayudéis con nuestra opinión pública”, y entonces vemos a Bush cerrando los ojos y abocinando los labios, como diciendo, otra vez, “eso es lo de menos, colega”, es decir, convencer a la gente resulta un problema menor, o en todo caso es problema de cada gobernante, hacer caso a su pueblo o no, convencer a su pueblo o no, mentir a su pueblo o no. Probablemente Bush esperaba que entonces aquel individuo sonriente le pusiera una objeción de peso, “me estás pidiendo que actúe a espaldas de mi pueblo”, “me sugieres que le mienta cuanto sea necesario”, pero Aznar salió por peteneras, se puso a hablar de la Historia, de su página en la Historia, y Bush esa pregunta ya se la sabía: “A mí me guía un sentido histórico de la responsabilidad igual que a ti”. Aznar no replica, no defiende su condición europea, no contraataca con argumentos históricos que no sean chistes malos. Aznar sonríe. Debió de ser entonces cuando su jefe le permitió que pusiera los pies encima de la mesa. Lo que no consta es si luego se la hizo limpiar.

24.9.07

AMABILIDAD


Dejo aquí una reseña que Angélica Morales ha dedicado a Fabricación Británica. Todavía queda gente amable por el mundo.



El folletín tiene el deber de engatusar, de apresarte con mano de granuja y zambullirte de lleno en la historia hasta que no tienes más remedio que convertirte en uno de sus personajes. En ese sentido “Fabricación británica” cumple con todos los requisitos de un folletín de categoría. Y así, desde la primera página, conquista con su puesta en escena, con unos personajes que parecen tener vida propia: tías flemáticas, una prometida de efervescente cinismo, un periodista esnob interesado y arrolladoramente ruin, hermosas gitanas y muchachos despiertos con planta de Hermes y alma de samaritano… Nuestro protagonista, Charles Lamb, es contratado como dibujante por el periódico londinense The Morning Post para acompañar al primer corresponsal de guerra, Lewis Gruneisen, cuya misión es mantener informados a los lectores acerca de la expedición real que el pretendiente carlista don Carlos María Isidro había iniciado allá por 1837. De este modo, siempre al lado del bando insurrecto y teniendo como marco el inquietante y maravilloso Maestrazgo, Charles descubrirá un mundo nuevo, la otra cara de la vida, la muerte y la miseria, el miedo y el amor, el dolor y la esperanza, ingredientes básicos en este potaje exquisito que llamamos folletín. Antonio Castellote se presenta en esta su primera obra, que previamente se publicó por entregas en el Diario de Teruel, como un verdadero maestro: la sutileza de su lenguaje, la rapidez y viveza de sus diálogos, su vasta erudición y una pizca de ironía turolense, hacen de “Fabricación británica” un libro de empaque. Tampoco hay que olvidar que sus páginas están salpicadas de estampas deliciosas, unas ilustraciones realizadas por Juan Carlos Navarro que nos acercan a los personajes, idealizándolos con ese ojo mágico que ve más allá de la torpeza cotidiana. No puedo sino recomendar su lectura, que invita a desabrochar las emociones y convierte al más insulso en un aventurero temerario. Y lo más importante: sin mover el trasero del sillón, dando pequeños sorbos a una bebida alta en calorías y repleta de burbujas traviesas que engordan los rostros con sonrisas gatunas.

Angélica Morales

20.9.07

LOS HERMANOS KARAMÁZOV, y 3


La primera jugada maestra en el final de la novela consiste en poner a remojo las certezas. Smerdiákov, el criado que nació en un huerto, hijo de una muchacha retrasada a la que, con casi toda seguridad, violó el padre de los Karamázov, ha confesado a Iván que fue él, y no Dimitri Karamázov, el que mató al viejo. Pero además hace que Iván deduzca que mató al viejo (el padre de Iván y de Dimitri) por instigación del propio Iván. Así que Iván, aquella esperanza güinesca de normalidad, también se vuelve loco, hasta el punto de que nadie le cree cuando confiesa su crimen ante el tribunal. Nuestro gozo en un pozo. Están los dos hermanos como chotas, y el tercero, Aliocha, asiste con una estupefacción que a cien páginas del final ya nos parece sospechosa.
A todo esto, la novela se corona con un juicio que viene a ser el modelo de todos los relatos terminados en juicio que hemos visto o leído después, si acaso con la salvedad de que en este caso todo el mundo pierde los estribos. Katia y Grúchenka se desgañitan corroídas por los celos (o por el amor, que viene a ser lo mismo), un poco quizá excesivamente, porque de pronto notamos que ambas, pero sobre todo Katia, necesitaban una novela aparte. Los personajes cobran una intensidad tan fenomenal que parecen darse de empellones los unos a los otros para conseguir el puesto de protagonistas definitivos de la obra.
Ayuda lo suyo, en este desgarrado bombardeo final, el hecho de que FD haya asumido un punto de vista exagerado. “Todos los presentes estaban excitados, electrizados por la última catástrofe, y esperaban con viva impaciencia el desenlace, los discursos de las partes y la sentencia”, dice el narrador en la página mil uno. Las páginas se llenan de desastres inminentes (“me estoy acercando a la catástrofe”) y de frases gloriosas, unas de humor negro (“tranquilícese, no estoy loco, ¡sólo soy un asesino!”, “a un asesino no se le puede pedir elocuencia”); otras que son como artroscopias del alma (“se daban en ella un sentimiento de timidez y una vergüenza interior por sentirse tímida”; “y sólo por orgullo se había prendado de él con un amor histérico y doliente, por un orgullo lacerado, de modo que aquel amor más que verdadero amor parecía una venganza”); y muchas referidas al asunto que nos ocupa, el alma rusa (“un ruso con mucha frecuencia se ríe cuando hace falta llorar”; “el alma nuestra es vasta, vasta como toda nuestra madre Rusia, ¡todo cabe en nosotros, a todo nos acostumbramos!”; “pues precisamente por ser así, de naturaleza vasta, karamazoviana, capaz de contener todas las contradicciones posibles y contemplar de un golpe ambos abismos, el que está encima de nosotros, el abismo de los altos ideales, y el que está debajo de nosotros, el abismo de la más baja y hedionda degradación”).
De todas formas, una de las más esperadas es la que el fiscal, en su espléndido discurso, dedica a Aliocha, el hermano bueno, el Karamázov beato, que sin embargo nos tenía un poco mosquedados: “Se arrimó al monasterio, por poco se hace él mismo monje. En él, según a mí me parece, se ha manifestado en cierto modo inconscientemente y en edad tan temprana la tímida desesperación con que tantos ahora en nuestra pobre sociedad, temerosos del cinismo y la inmoralidad de la misma y atribuyendo erróneamente todo el mal a la ilustración europea, se precipitan, como dicen ellos, hacia el “suelo natural”, como si dijéramos a los brazos maternales de la tierra nativa, como niños asustados por fantasmas, y junto al pecho exhausto de la madre debilitada anhelan por lo menos conciliar tranquilamente el sueño y hasta pasar durmiendo toda la vida, con tal de no ver los horrores que les asustan”.
No se trata de glosar ni ese final ni el del abogado defensor. Como piezas retóricas no merecen más que admiración, pero como piezas literarias yo creo que remansan demasiado el ritmo. El detallismo, la demostración de inteligencia, las complicadas deducciones dicen mucho del orador, del fiscal y del defensor, pero todo eso a mí como lector me sigue resultando excesivo. Bien es verdad que plantea cuestiones cada día más vigentes (la estupenda película Quiz show parece pensada sobre la refutación del fiscal, cuando el defensor casi ha conseguido que le gente se compadezca de quien acaba de matar a su padre), pero son cuestiones que no avanzan. La intervención de Iván, su locura repentina (la genialidad de que una confesión sea increíble porque quien confiesa se vuelve loco reuniendo valor para confesar) me resultan demasiado breves, como breves son las apariciones finales de Katia y Grúchenka, siempre amando con demasiada prisa. Páginas y páginas de reflexiones elevadas y luego estas dos se ventilan sus sentimientos en un puñado de líneas. Es aquí donde FD mete mano, y la verdad es que la última escena, la muerte de Illiúshenka, es por un lado un alivio después del desfase sermoneante, pero por otro sigue contaminada por la inercia moral. A estas alturas, las palabras de Aliocha, su arenga de amistad a los muchachos, en medio de la ruina, nos resultan un consuelo, pero un flaco consuelo, incapaz de redimir la estupefacción que había ido creciendo durante el juicio. Como en los duelos, sonreímos, pero nuestros labios no acaban de disimular el amargor.

19.9.07

ÓSMOSIS


Diario de Teruel, 20 de septiembre de 2007

Gennaro Gattuso, centrocampista del Milan y de la selección italiana de fútbol, ha declarado que antes de cada partido lee a Dostoievski. Después lo ha matizado: “Es un pequeño rito para quitarme la presión. Leo en voz alta porque así pierdo el hilo y pienso en otra cosa. Siempre me dejan algún periódico o el calendario de la Liga en el vestuario, y un día me encontré un libro de Dostoievski”. Es decir, que Gattuso lee por ósmosis, que es como leen los fanáticos. No se entera de lo que lee, pero alimenta su espíritu. Lo que no sabe Gattuso es que, sin tener ni idea de lo que sale por sus labios cuando leen, el animal que, según sus palabras, lleva dentro es una criatura dostoievskiana. De hecho, si Gattuso habla y juega al fútbol “con tal alto grado de franqueza, con tal espíritu de sacrificio e inmolación” es, sin ningún lugar a dudas, porque lo ha leído en Los hermanos Karamázov. Otra cosa es que él no se haya enterado, porque, si, como asegura, le diera igual un calendario que un periódico de Berlusconi, su fútbol no tendría nada que ver. Un tuercebotas como Gattuso, si leyese, pongamos, el Marca, no llevaría dentro un animal sino una docena de topicazos con que contestar al periodista. Si leyese un periódico de Berlusconi, estaría más pendiente de recortarse la sotabarba que de segar el césped con la pantorrilla. Y en Gattuso, como decía Tolstoi, todo es lucha.
Pero la influencia de Dostoievski le ha llegado tan dentro que, siendo natural de la bucólica Calabria, declara que no juega ni vive en España porque aquí “se trabaja poco”, algo que no es culpa de las brumas industriosas de Milán sino de esa desgarrada sinceridad con que el jugador acepta su destino. En la época en que los monjes italianos leían en voz alta para enterarse de lo que leían, en la lengua de Gattuso crecieron dos palabras distintas para referirse al trabajo. En el norte se decía lavorare a lo que en el sur se llamaba traballiare, palabra esta última que significaba, literalmente, atormentar a alguien atándole las muñecas y los tobillos a un aspa, y boca abajo, como a San Pedro. Ni que decir tiene que nosotros aquí no nos levantamos para laborar sino para trabajar.
Y eso es lo que le jode a Gattuso. Sobrevalora el espíritu de sacrificio porque gracias a él se ha hecho rico, y porque salió de su pueblo con un complejo de no entender lo que leía que sin embargo, gracias al gran Fedor Dostoievski, se convirtió en el espíritu que necesita una estrella del deporte. A lo mejor, oiga, es por ahí por donde podemos convencerlos de que lean. Aunque no se enteren de nada.

17.9.07

LOS HERMANOS KARAMÁZOV, 2


Uno va por la página ochocientos y pico de Los hermanos Karamázov y la pregunta no es qué pasará finalmente con Mitia, si lo absolverán o no, si se convertirá en Siberia en un hombre nuevo o no, ni tampoco la pregunta se dirige a Aliocha, cuya virtud lo mantiene inmóvil por la misma razón por la que muchas buenas personas nos parecen aburridas; no nos interesa demasiado con cuál de las damitas acabará enrollado, o si se volverá al monasterio y pasará de todo. No. La pregunta es: ¿y qué hace Iván?
Porque Iván ha aparecido poco, sobre todo al principio, siempre más cerca del burladero que los otros personajes. Iván es un poco güino*, y el hecho de que al principio Dostoievski cargara las tintas en su egoísmo produce ahora, casi al final del libro, un efecto sorprendente. No nos hemos podido identificar con Mitia porque Mitia ha perdido el juicio. Mitia es de esas personas que no conocen la distancia entre el pensamiento y la acción: si se cabrean, llevan sus cabreos hasta las últimas consecuencias; si alguien les gusta, son capaces de buscarse la ruina por ellos; si alguien les ayuda, les meterá en un lío intentando devolverles el favor. Mitia es un corazón a flor de piel, para lo bueno y para lo mano, pero sobre todo para lo malo. Así que no existe con él más complicidad que la que nos anima a comprenderlo.
Con Aliocha pasa lo mismo pero al revés. Al principio era la gran esperanza. Las historias de monjes me gustan mucho, y la del starets Zósima es mi favorita. Y ya hablé de la bondad como dificultad narrativa. Pero Aliocha, por mucho que haga, que diga o que visite, es un personaje detenido. No quiero decir que me decepcione como personaje sino que me molesta su actitud, tan maravillosamente descrita por FD. El niño Kolia le da un par de lecciones prácticas que más le valía poner en funcionamiento, y van quedando menos páginas para que lo consiga porque Iván ya ha reaparecido, y en una situación prácticamente similar a la que tenía cuando desapareció, en un segundo plano y como reflejado en el espejo.
Es decir, esperamos, necesitamos que Iván sea un tipo normal. Bueno o malo, pero normal, razonable, verosímil. Los dos extremos de lo que FD nos quería contar están encarnados por los otros hermanos. Lo lógico ahora es que Iván encarne al ser cuyo comportamiento nos podemos imaginar en nuestra propia vida. Admiramos la pintura de los extremos, pero aún albergamos la esperanza de que al final triunfe alguna forma de realidad cercana.
Estructuralmente también tiene su miga. Iván se merece un tercer acto. La estructura fue clara desde el principio y la hemos aceptado con comodidad. El cumplimiento, la necesidad de que algo se cierre, pasa por Iván. Decía John Banville en una entrevista no hace mucho, con cierto aire despectivo, que la gente necesita que las cosas encajen en las novelas. Lo decía para justificar un género menor con el que el aristócrata del estilo quería ganar más pasta (digo esto y digo también que Los intocables me encantó, aunque solo fuera por la curiosidad que me produce el personaje real de Anthony Blunt), pero lo que dice es cierto. Necesitamos que todo encaje. No queremos que encajen los comportamientos sino los argumentos, no los hechos sino las estructuras. La espléndida estructura dramática de FD necesita este encaje, porque si no toda la articulación anterior parecería un mero andamiaje, no el esqueleto donde se enrollan los músculos. De esa composición dramática yo siempre he disfrutado mucho con Jane Austen, y aquí no podemos esperar nada peor.
Por eso, el tremendo final de los Karamázov no solo cubre todas las expectativas sino que hace sentirse al lector, al principio, un poco engañado. ¿Cómo nos has tenido tan ajenos a lo que se avecinaba, querido Fiodor? ¿Por qué nos has ocultado datos cruciales? Ese impresionante final se merecería varias bernardinas, pero antes de ponerse a ellas me queda una pregunta que siempre me he hecho cuando leía literatura de suspense. ¿Por qué no me han dicho esto al principio (lo de Smerdiákov, me refiero), como se hacía en las tragedias antiguas, para que yo haya podido disfrutar un poco más objetivamente de todo? Y, sobre todo, ¿funcionaría igual la novela si FD no se hubiese ahorrado ese dato? No, ciertamente, y ahí está la diferencia. La ocultación no lleva, como suele suceder en las novelas de suspense, al conejo que asoma por la chistera, sino, y esto es lo más grande, a que todo, absolutamente todo se convierta en tragedia pura. FD echa mano de la ironía trágica, es decir, que ni el espectador ni el protagonista conozcan lo que se ha hurtado al relato. Si sólo lo ignora el espectador, nos quedamos en Agatha Cristie. Si lo desconoce su protagonista, seguimos con Sófocles. ¿Y si son los dos, espectador y protagonista, los que viven ajenos a todo? ¿Y si no hay un mal Tiresias que nos encamine, que nos lo haga barruntar? ¿Y si, encima, aparece el Diablo de buenas a primeras, con un traje vulgar de confección, pasado de moda, que se dejó de llevar “hace dos o tres años”?

*Güino es palabra aragonesa que en principio designa a las comadrejas, las güinas. Pero luego se convirtió en adjetivo para designar a las personas cuyo comportamiento es comparable al de las comadrejas, en especial el de aquella persona que sabe contenerse, que prefiere quedar en un segundo plano y sabe calcular con frialdad mientras los demás llevan sus ardientes corazones en la mano. El güino se enrosca en cómodos rincones alejados del peligro, y ataca a sus presas sin que estos las vean venir de frente, que es la manera más sensata, por cierto, de atacar a una presa. Como en Aragón se ha mitificado mucho eso de la nobleza y de las cosas claras y las cartas boca arriba, la condición de güino no es admirable por su sensatez sino reprobable por su instinto de supervivencia. No se le alaba por su carácter poco belicoso sino porque no va de frente o se sacude los ácaros de los problemas. Yo le puse a mi perro Güino porque me parece una gran virtud ser un güino, y porque la nobleza de carácter también es una fórmula de comportamiento que los güinos utilizan cuando más conviene, o cuando, sin pamplinas ni alharacas, hay que usarla de verdad, pero no como esa paparrucha del te voy a ser sincero a todas horas y en cualquier circunstancia, que me provoca casi la misma repulsión que las personas que utilizan el muchísimo para todísimo, hasta para dar las gracias por la hora, o que usan el gesto aquel de ponerse la cara entre comillas con los dos deditos cuando quieren hablar en cursiva.

14.9.07

LOS HERMANOS KARAMÁZOV




Las novelas de Dostoievski están vivas en el sentido de que se nota que las ha escrito un hombre que está vivo. A pesar de que Dostoievski se mete lo justo en la narración, y se toma la molestia de poner en boca de sus personajes todo lo que quiere mostrarnos, uno siempre ve al escritor que se teme no llegar con determinado episodio, al que se ríe con lo que le acaba de ocurrir o al que se emociona con lo que sale por sus dedos. Hay páginas en las que se huele el cabreo del escritor y otras que parecen húmedas de llanto. El narrador, así, es un testigo activo, comprometido hasta las cachas con todos sus personajes, aun los más desagradables.
Es una forma más de empatía, uno de los conceptos más escurridizos e importantes del oficio de narrador. Lo malo de la empatía es que suele sobrevalorar lo autobiográfico como forma de dar encarnadura verosímil a lo narrado. Dostoievski recurre mucho a su vida, pero antes se convierte él mismo en personaje literario. Sin este presupuesto, las Memorias de la casa muerta o El jugador serían otra cosa muy distinta. (Bien es verdad que FD lo tenía bastante crudo para no ser un personaje literario desde que se levantaba por la mañana, pero en fin).
Por empatía, ahora, me refiero a esa técnica tan rusa que consiste en darles la vuelta a los personajes a base de exprimir en el momento justo su capacidad trágica, patética. Dostoievski es el Eurípides que se mete de tal modo en la piel de Medea que consigue que nos compadezcamos de ella, es decir, que en un momento determinado veamos con claridad las salas ocultas de su pensamiento tal y como lo piensa ella. Así, de los tres hermanos Karamázov, hay uno, Mitia, de cuya actitud descerebrada FD no nos ahorra ni el más mínimo detalle, y casi lo vemos sonreír por lo bajinis cuando la piedad que Grushenka o su hermano Aliocha sienten hacia él casi nos llega también a nosotros.
Sin esa empatía, sin ese esfuerzo de comprensión de los personajes, las novelas de FD no habrían ido más allá del género truculento. ¿Hay malos en Los hermanos Karamázov? Pues sí, claro. El padre es detestable, y de los hijos se salva Aliocha. Incluso Aliocha tiene algo de misticismo profiláctico que en la vida normal nos suele mosquear. Y qué decir de la señora Jojlakova, una locatis de las que le gustan a Pombo, cuando intenta echarle el muerto encima al pobre Grigori, o de los panowie polacos, que envían largas cartas llenas de soberbia para pedir prestado un rublo con el que comer, o de todos los fieles del monje Zósima, cuando el santo se muere y como su cadáver huele mal sus fieles ya no creen en sus milagros, o de Lisa, que está tronada («¡Soy vil, soy vil, soy vil, soy vil!»), y, como no puede hacer daño a nadie en ese momento, se machaca un dedo con una puerta. De todos ellos, objetivamente hablando, el que no es un bicho es una fiera, y sin embargo está eso, la empatía, su carácter demasiado humano, esa condición mítica de los defectos en la que no nos cuesta nada vernos reflejados.
Leer a Dostoievski es encontrarse con características tópicas de otros escritores posteriores. Lise tiene una pesadilla con enanos que es como la de Elvirita en La Colmena; la obsesión de Baroja por describir los muebles cobra cuerpo en uno de los rasgos estilísticos de FD que más admiro: su capacidad para una descripción (o un diálogo) en el que, sin variar el tono ni meter baza, va desarticulando la realidad hasta pintarla en sus líneas más absurdas, y entonces, cuando te tiene completamente ganado, hace avanzar la narración. El episodio de Kolia y el perro que se tragó un alfiler es impresionante. El chaval Kolia va engañando al pobre muchacho enfermo ante la estupefacción de los presentes, que lo admiran por cómo sabe dar las malas noticias, hasta que nos deja a todos clavados con su solución final, declarar que todo es mentira y que la única verdad es la que puede hacer feliz al enfermo, y, claro, traer al perro vivo.
Estas soluciones estilísticas siguen siendo modernísimas. En más de una página he creído estar leyendo el episodio del cementerio de Joyce, y en alguna otra me venían los perfumes (literarios) de Raymond Carver, al que siempre asocian con Chéjov pero aquí está ya nacido. La cuestión es el tempo con que, en una narración tan torrencial, gestiona esas soluciones estilísticas.

***

Uno va por la página ochocientos y pico de Los hermanos Karamázov y la pregunta no es qué pasará finalmente con Mitia, si lo absolverán o no, si se convertirá en Siberia en un hombre nuevo o no, ni tampoco la pregunta se dirige a Aliocha, cuya virtud lo mantiene inmóvil por la misma razón por la que muchas buenas personas nos parecen aburridas; no nos interesa demasiado con cuál de las damitas acabará enrollado, o si se volverá al monasterio y pasará de todo. No. La pregunta es: ¿y qué hace Iván?
Porque Iván ha aparecido poco, sobre todo al principio, siempre más cerca del burladero que los otros personajes. Iván es un poco güino, y el hecho de que al principio Dostoievski cargara las tintas en su egoísmo produce ahora, casi al final del libro, un efecto sorprendente. No nos hemos podido identificar con Mitia porque Mitia ha perdido el juicio. Mitia es de esas personas que no conocen la distancia entre el pensamiento y la acción: si se cabrean, llevan sus cabreos hasta las últimas consecuencias; si alguien les gusta, son capaces de buscarse la ruina por ellos; si alguien les ayuda, les meterá en un lío intentando devolverles el favor. Mitia es un corazón a flor de piel, para lo bueno y para lo mano, pero sobre todo para lo malo. Así que no existe con él más complicidad que la que nos anima a comprenderlo.
Con Aliocha pasa lo mismo pero al revés. Al principio era la gran esperanza. Las historias de monjes me gustan mucho, y la del staretsZósima es mi favorita. Y ya hablé de la bondad como dificultad narrativa. Pero Aliocha, por mucho que haga, que diga o que visite, es un personaje detenido. No quiero decir que me decepcione como personaje sino que me molesta su actitud, tan maravillosamente descrita por FD. El niño Kolia le da un par de lecciones prácticas que más le valía poner en funcionamiento, y van quedando menos páginas para que lo consiga porque Iván ya ha reaparecido, y en una situación prácticamente similar a la que tenía cuando desapareció, en un segundo plano y como reflejado en el espejo.
Es decir, esperamos, necesitamos que Iván sea un tipo normal. Bueno o malo, pero normal, razonable, verosímil. Los dos extremos de lo que FD nos quería contar están encarnados por los otros hermanos. Lo lógico ahora es que Iván encarne al ser cuyo comportamiento nos podemos imaginar en nuestra propia vida. Admiramos la pintura de los extremos, pero aún albergamos la esperanza de que al final triunfe alguna forma de realidad cercana.
Estructuralmente también tiene su miga. Iván se merece un tercer acto. La estructura fue clara desde el principio y la hemos aceptado con comodidad. El cumplimiento, la necesidad de que algo se cierre, pasa por Iván. Decía John Banville en una entrevista no hace mucho, con cierto aire despectivo, que la gente necesita que las cosas encajen en las novelas. Lo decía para justificar un género menor con el que el aristócrata del estilo quería ganar más pasta (digo esto y digo también que Los intocables me encantó, aunque solo fuera por la curiosidad que me produce el personaje real de Anthony Blunt), pero lo que dice es cierto. Necesitamos que todo encaje. No queremos que encajen los comportamientos sino los argumentos, no los hechos sino las estructuras. La espléndida estructura dramática de FD necesita este encaje, porque si no toda la articulación anterior parecería un mero andamiaje, no el esqueleto donde se enrollan los músculos. De esa composición dramática yo siempre he disfrutado mucho con Jane Austen, y aquí no podemos esperar nada peor.
Por eso, el tremendo final de los Karamázov no solo cubre todas las expectativas sino que hace sentirse al lector, al principio, un poco engañado. ¿Cómo nos has tenido tan ajenos a lo que se avecinaba, querido Fiodor? ¿Por qué nos has ocultado datos cruciales? Ese impresionante final se merecería varias bernardinas, pero antes de ponerse a ellas me queda una pregunta que siempre me he hecho cuando leía literatura de suspense. ¿Por qué no me han dicho esto al principio (lo de Smerdiákov, me refiero), como se hacía en las tragedias antiguas, para que yo haya podido disfrutar un poco más objetivamente de todo? Y, sobre todo, ¿funcionaría igual la novela si FD no se hubiese ahorrado ese dato? No, ciertamente, y ahí está la diferencia. La ocultación no lleva, como suele suceder en las novelas de suspense, al conejo que asoma por la chistera, sino, y esto es lo más grande, a que todo, absolutamente todo se convierta en tragedia pura. FD echa mano de la ironía trágica, es decir, que ni el espectador ni el protagonista conozcan lo que se ha hurtado al relato. Si sólo lo ignora el espectador, nos quedamos en Agatha Cristie. Si lo desconoce su protagonista, seguimos con Sófocles. ¿Y si son los dos, espectador y protagonista, los que viven ajenos a todo? ¿Y si no hay un mal Tiresias que nos encamine, que nos lo haga barruntar? ¿Y si, encima, aparece el Diablo de buenas a primeras, con un traje vulgar de confección, pasado de moda, que se dejó de llevar «hace dos o tres años»?

***

La primera jugada maestra en el final de la novela consiste en poner a remojo las certezas. Smerdiákov, el criado que nació en un huerto, hijo de una muchacha retrasada a la que, con casi toda seguridad, violó el padre de los Karamázov, ha confesado a Iván que fue él, y no Dimitri Karamázov, el que mató al viejo. Pero además hace que Iván deduzca que mató al viejo (el padre de Iván y de Dimitri) por instigación del propio Iván. Así que Iván, aquella esperanza güinesca de normalidad, también se vuelve loco, hasta el punto de que nadie le cree cuando confiesa su crimen ante el tribunal. Nuestro gozo en un pozo. Están los dos hermanos como chotas, y el tercero, Aliocha, asiste con una estupefacción que a cien páginas del final ya nos parece sospechosa.
A todo esto, la novela se corona con un juicio que viene a ser el modelo de todos los relatos terminados en juicio que hemos visto o leído después, si acaso con la salvedad de que en este caso todo el mundo pierde los estribos. Katia y Grúchenka se desgañitan corroídas por los celos (o por el amor, que viene a ser lo mismo), un poco quizá excesivamente, porque de pronto notamos que ambas, pero sobre todo Katia, necesitaban una novela aparte. Los personajes cobran una intensidad tan fenomenal que parecen darse de empellones los unos a los otros para conseguir el puesto de protagonistas definitivos de la obra.
Ayuda lo suyo, en este desgarrado bombardeo final, el hecho de que FD haya asumido un punto de vista exagerado. «Todos los presentes estaban excitados, electrizados por la última catástrofe, y esperaban con viva impaciencia el desenlace, los discursos de las partes y la sentencia», dice el narrador en la página mil uno. Las páginas se llenan de desastres inminentes («me estoy acercando a la catástrofe») y de frases gloriosas, unas de humor negro («tranquilícese, no estoy loco, ¡sólo soy un asesino!», «a un asesino no se le puede pedir elocuencia»); otras que son como artroscopias del alma («se daban en ella un sentimiento de timidez y una vergüenza interior por sentirse tímida»; «y sólo por orgullo se había prendado de él con un amor histérico y doliente, por un orgullo lacerado, de modo que aquel amor más que verdadero amor parecía una venganza»); y muchas referidas al asunto que nos ocupa, el alma rusa («un ruso con mucha frecuencia se ríe cuando hace falta llorar»; «el alma nuestra es vasta, vasta como toda nuestra madre Rusia, ¡todo cabe en nosotros, a todo nos acostumbramos!»; «pues precisamente por ser así, de naturaleza vasta, karamazoviana, capaz de contener todas las contradicciones posibles y contemplar de un golpe ambos abismos, el que está encima de nosotros, el abismo de los altos ideales, y el que está debajo de nosotros, el abismo de la más baja y hedionda degradación»).
De todas formas, una de las más esperadas es la que el fiscal, en su espléndido discurso, dedica a Aliocha, el hermano bueno, el Karamázov beato, que sin embargo nos tenía un poco mosqueados: «Se arrimó al monasterio, por poco se hace él mismo monje. En él, según a mí me parece, se ha manifestado en cierto modo inconscientemente y en edad tan temprana la tímida desesperación con que tantos ahora en nuestra pobre sociedad, temerosos del cinismo y la inmoralidad de la misma y atribuyendo erróneamente todo el mal a la ilustración europea, se precipitan, como dicen ellos, hacia el suelo natural, como si dijéramos a los brazos maternales de la tierra nativa, como niños asustados por fantasmas, y junto al pecho exhausto de la madre debilitada anhelan por lo menos conciliar tranquilamente el sueño y hasta pasar durmiendo toda la vida, con tal de no ver los horrores que les asustan».
No se trata de glosar ni ese final ni el del abogado defensor. Como piezas retóricas no merecen más que admiración, pero como piezas literarias yo creo que remansan demasiado el ritmo. El detallismo, la demostración de inteligencia, las complicadas deducciones dicen mucho del orador, del fiscal y del defensor, pero todo eso a mí como lector me sigue resultando excesivo. Bien es verdad que plantea cuestiones cada día más vigentes (la estupenda película Quiz show parece pensada sobre la refutación del fiscal, cuando el defensor casi ha conseguido que le gente se compadezca de quien acaba de matar a su padre), pero son cuestiones que no avanzan. La intervención de Iván, su locura repentina (la genialidad de que una confesión sea increíble porque quien confiesa se vuelve loco reuniendo valor para confesar) me resultan demasiado breves, como breves son las apariciones finales de Katia y Grúchenka, siempre amando con demasiada prisa. Páginas y páginas de reflexiones elevadas y luego estas dos se ventilan sus sentimientos en un puñado de líneas. Es aquí donde FD mete mano, y la verdad es que la última escena, la muerte de Illiúshenka, es por un lado un alivio después del desfase sermoneante, pero por otro sigue contaminada por la inercia moral. A estas alturas, las palabras de Aliocha, su arenga de amistad a los muchachos, en medio de la ruina, nos resultan un consuelo, pero un flaco consuelo, incapaz de redimir la estupefacción que había ido creciendo durante el juicio. Como en los duelos, sonreímos, pero nuestros labios no acaban de disimular el amargor.


12.9.07

ETIENNE

Diario de Teruel, 13 de septiembre de 2007
Entre los personajes que manejé para el folletín de este verano, casi todos falsos en sus nombres o en sus vidas, hay uno cuya peripecia -no así su forma de hablar- es rigurosamente verdadera. Me refiero al hermano Etienne, que sí existió y tuvo ese nombre, y en efecto se dedicaba, a principios del siglo XX, a poner orfanatos en funcionamiento en aquellas ciudades en las que había muchachos desatendidos.
El personaje me fascinó por la energía literaria que liberaba su presencia. En todo caso, remito al libro de Pablo Pérez Tello sobre la historia de La Salle en Teruel para quien tenga interés en la persona o en la época. Mi interés, entonces y ahora, era llamar la atención sobre aquellos individuos que se tomaban la enseñanza como una misión sagrada. Desde luego que ya no hay -espero- huérfanos desatendidos en esta progresada sociedad, en este “país de ricos”, como decía el otro, pero sí hay muchos chicos que llegan de un país lejano a mitad de curso, que necesitan un poco de tiempo para desenvolverse con una lengua nueva, o que, sencillamente, no se merecen que un país de acogida los estabule a todos juntos en determinados centros, casi siempre públicos, a base de artimañas que por más que se denuncien no parecen conmover los cimientos ideológicos de quienes las usan para que en los centros concertados haya el menor número posible de extranjeros.
Ignoro cuál es la dimensión del problema en Teruel, pero en ciudades como Madrid ya resulta escandaloso. Alguna vez he comentado que hay un colegio de franciscanos en determinado barrio que empezó a estar mal visto entre el vecindario porque asistía a extranjeros sin recursos, y que apareció un buen día forrado de pintadas en las que se les conminaba a que se largasen de allí. Así se escribe la historia: gente que defiende la religión católica obligatoria insultaba a quienes practican el Evangelio.
Me pregunto qué pensaría el hermano Etienne de todo esto. Si le parecería bien que la escuela concertada filtrase a sus alumnos con sibilinos métodos censitarios. Si pasaría las tardes tranquilo mientras en algunos colegios se acumulan los alumnos con necesidades académicas suplementarias. No hablo de La Salle. Hablo de la escuela concertada en general, y hablo, ya puestos, de la infumable contradicción de que determinadas congregaciones religiosas se abracen al neoliberalismo discriminatorio como si con ello fueran a salvar el Santo Grial. Tras el fantasma de la Educación para la Ciudadanía, me temo que muchos van a colar su fe de marca, su vocación clasista, su religiosidad ideológica, su propensión al privilegio como si fuera un derecho divino.

11.9.07

PAÑUELO



En la presentación de su nuevo proyecto para la sede de la ONU en Europa, Miquel Barceló posó para la prensa con un mono limpio, todavía sin manchas de pintura, y un pañuelo de cuatro nudos en la cabeza. Lo más probable es que las nuevas generaciones no entiendan el significado del moquero, y, puesto que no lo asocian con nada, no lo consideren humillante ni ridículo, si acaso una versión hispánica del pañuelo bandana que popularizaron los piratas y los cincuentones calvos cuando van en una Harley. Quién sabe si no veremos a un adolescente salir del buga tuneado con un pañuelo de cuatro nudos. De momento, los albañiles llevan cascos amarillos y gorras Bridgestone, jamás el célebre pañuelico, ni mucho menos la boina, una prenda más versátil que viste igual a Schumann que a un labriego, igual a Fellini que al Che. Pero ese pañuelo…
Una de las virtudes que más admiro de Barceló es la sencillez con que describe sus proyectos, por colosales o ambiciosos que lleguen a ser. Todo el mundo entiende lo que va a pintar en esa cúpula: un techo con estalactitas de colores y objetos colgantes cuya perspectiva vaya cambiando según se lo mire. La idea es igual de sencilla que la de Miguel Ángel cuando pensó en la Capilla Sixtina, por citar los referentes que el propio Barceló (lo que hace el triunfo) ha señalado como sus modelos. Pero eso, que es todo, también es nada, porque luego hay que ponerse el pañuelo, currar, trabajar, improvisar, solucionar, vivir un tiempo metido en la obra de modo que no sea la traslación mental de ningún proyecto sino una genuina work in progress que deberá su belleza a la tiranía de las leyes que vaya creando mientras crezca, y a las que el artista deberá ir sometiéndose día a día. Ese pañuelo es para sudarlo. Esa cúpula nacerá no solo del genio sino, sobre todo, de las horas que le eche el genio. Los artistas españoles no suelen ponerse pañuelos en la cabeza. Si alguna vez usan boina, es boina de marca, boina cultural, con vuelos medidos, ideologizados, boinas que no les estropeen el cardado. Y la pintura contemporánea, sobre todo cuando triunfa, es un poco así: cuadros medidos, preñados de significados colaterales, boinas cuya gracia es que quien las usa no lo hace porque las necesite sino porque le quedan bien. Barceló ironizaba, claro, pero el pañuelo le quedaba bien; le sacaba cara de paleto, cara de bollo, de currante que se piensa la resistencia de una jácena mientras sujeta el cigarro entre el dedo índice y el gordo, y bebe del botijo sin tocar el pitorro con los labios, como debe ser.

SENTIMENTALISMO


Decía Beckett que antes de que se secase la tinta ya sentía una repugnancia invencible hacia lo que terminaba de escribir. Esto no era cosa de su carácter enjuto y de pelo tieso sino lo más natural del mundo, una tristitia post coitum que se mezcla con la incapacidad de leer con otro pensamiento que no sea el de detectar errores. La lectura entonces es autopsia, no lectura. Y entonces te pasa algo que cité durante la novela, la sensación de Gulliver en Brondignag, o como se escriba, cuando la complejidad de lo minúsculo le impide apreciar el objeto en su conjunto. Yo buscaba disonancias, rimas indeseadas, solecismos, errores de ritmo, que es como si Gulliver inspeccionara el vello que imperceptiblemente crecía en la piel de las damitas que jugaban con él, y se viese anegado por el sudor que provocaban hasta los más tímidos, corteses y delicados movimientos, por no hablar del horrísono frufrú de sus vestidos, que para una mente hiperestésica son como violentos rayajos en un vinilo puesto a toda castaña.
Tardo tiempo en volver sobre la pieza como tal, pero bueno, la verdad es que no estoy descontento. Hay algo en Una flor de hierro que no había practicado en otros folletines, algo que pudiéramos llamar la búsqueda de la emoción, y que más me valdría no mencionar por si resulta que alguien lo lee y resulta que no hay emoción ni por asomo. Creo que ya mencioné en algún comentario a los capítulos la razón de tan desmelenado sentimentalismo. No es que yo tuviera un ánimo especialmente sensible durante el mes de julio, sino que me cebé con Mozart. Lo escuché durante un mes desde las ocho de la mañana hasta las doce de la noche, con la sola compañía de música española de principios del XX, con más frecuencia Granados y, sobre todo, Albéniz. Ya Granados es una especie de Richard Clayderman de aquella época, pero la intimidad de Albéniz, su delicadeza, sobre todo en la suite Iberia, me acompañó con la misma emoción que Mozart.
Yo no soy ni melómano ni sandiómano. Yo escucho a Mozart como si fuera un chico nuevo que acaba de salir. No es nada raro: a Dostoievski también lo leo así, y me ha costado demasiado tiempo quitarme de encima los prejuicios culturalistas como para cambiar ahora. De hecho, solo aquello que me gusta con independencia de su valor cultural puede influirme para algo como la escritura. Hay una pieza, seguramente famosísima, seguramente la pieza que enseñan a los chicos en la escuela, no lo sé, que tuve un par de días puesta una y otra vez, maravillado con el entusiasmo y la melancolía de aquel quinteto de cuerda, con la transparencia de los sentimientos que me iba sugiriendo. No hablo de que fueran composiciones fáciles, sino que toda su complejidad se volcaba en una sensación rotunda, clarísima, y generalmente en esa clase de sensaciones que la literatura suele proscribir. Y no sé por qué, porque no se puede escribir con más ternura que Dostoievski cuando nos cuenta la historia del niño Kolia en Los hermanos Karamázov, y, lo que es más importante, con tanta sinceridad, con tanta claridad.
Pero resulta que una de las constantes del siglo XX ha sido el escaso prestigio de los buenos sentimientos, como si fuesen fáciles de transmitir. Quizá por eso me gusta tanto Pombo, ciertos libros de Pombo, porque tratan de sentimientos buenos y en su ausencia completa de ñoñez florece una dignidad narrativa verdaderamente impresionante. Pero los escritores en español, y sobre todo sus editores, siguen creyendo, la mayoría, que la calidad sólo se consigue describiendo lo desagradable. Los libros siguen llenos de latas vacías de cerveza y de personajes despeinados que llevan subidas las solapas del abrigo. Con la mayoría me invade la sensación esa rancia de que la literatura tiene que tratar siempre las miserias de la gente, aparte de un tufillo narrativo que es como la marca de fábrica de Romeo & Bros.
Con los folletines tengo un problema, pero solo uno. Mi obsesión es que sea lectura fácil, que se lea sin el menor esfuerzo. Entre eso y un propósito primaveral, lleno de colorines y de buenos sentimientos, hacen que Una flor de hierro vaya a tener el camino editorial bastante jodido, me temo. Hoy es el día en que hay que sacar una copia, solo una, para enviarla a una muy determinada editorial que, por lo menos, sé que lo va a considerar. El otoño no sólo es Virgilio y los novelones del XIX. El otoño es también ponerse el libro debajo del brazo y llamar a un timbre. El año pasado salió bien con Fabricación Británica. Veremos éste.

6.9.07

LONGINOS


José Miguel Iranzo está ultimando un documental sobre la Semana Santa de Calanda que va a titularse Cajas destempladas. El verano me ha dado para ir al rodaje, en el monasterio de carmelitas descalzos que se cae a trozos en el Desierto de Calanda. Allí se rodaban las escenas en las que yo tengo algo que ver. El paseo por la Semana Santa se hace de la mano de Longinos, el soldado que le clavó una lanza en el costado a Cristo cuando estaba en la cruz. Este personaje aparece en casi todos las procesiones de Calanda, ataviado con una armadura del siglo XVI, vigilando el sepulcro de Jesús o la guardia que lo custodia. En el documental, entre las imágenes de las peanas y el ritmo de los tambores, Longinos pone su voz a unos textos e interpreta otros en las ruinas del monasterio. De esos textos me ocupé yo, y fui a vérselos interpretar a José Luis Esteban, de cuya calidad como actor sólo puedo decir que no se fue ni un milímetro del ritmo que yo llevaba en la cabeza cuando los compuse. Yo, desde luego, no le había dicho nada, e Iranzo no tuvo más que dárselos. José Luis está preparando ahora un Latino de Híspalis que va a cambiar la imagen que todos nos habíamos hecho del viejo capullo y va a devolvernos la que yo creo que más se ajusta a la estética de Valle−Inclán. Pronto traerán el montaje a Madrid.
La cosa tenía su miga porque yo había intentado reproducir en palabras algún que otro ritmo específico de los tambores calandinos. Incluso se los hice recitar al marqués de Valdeavellano en un capítulo del folletín, pero nunca imaginé que sonasen tan bien. La cámara de José Carlos Ruiz, sus imágenes de la fiesta y del tambor, y la mano de Iranzo están dejando un documental bien curioso.
Junto a ellos venía Javier Espada, que no sólo nos abrió las puertas del Centro Buñuel de Calanda, un lugar perfecto para conseguir que Buñuel sea, además de un mito al que se ponen velas y congresos, un director imitado, sino que nos llevó también a las ruinas del monasterio. Javier se las conoce al dedillo porque jugó en ellas de pequeño y ha visto hundirse los techos como un labrador ve sus árboles crecer. Allí tomé unas notas que prefiero reproducir tal cual en vez de engastarlas en alguna descripción. Las tomé precisamente para eso, para cuando tenga que describir una ruina.


Los arcos esqueletos de ladrillo.- Volutas que se desdibujan en chorriones ferruginosos.- Aljibes cubiertos de piedras.- Yedras derramadas por entre las columnas.- La cúpula una lenta lluvia de cascotes. La esfera perfecta descarnada, roídas todas sus capas de yeso, borradas las pinturas. Sólo quedan, como rancios exvotos de yeso, florones en las nervaduras, sucios de siglos.- Un chuzo de madera asoma como un ariete podrido entre los muros, en el apoyo de las vigas.- Capiteles borrosos de acantos y volutas enrolladas se conservan mejor, o dan la idea de lo que sería el monasterio conservado.

Con esto y unos cuantos datos ya tengo una bernardina. Por ejemplo el hecho de que al lugar no se le llame desierto porque se parezca a los Monegros sino porque se trata de un desierto de oración, un lugar remoto, envuelto entre vallejos de roca y sabina en cuyos lechos crecen álamos y se oyen chorros entre la maleza. Es un lugar autosuficiente y lleno de sombras, pero también, sobre todo en días de sol, cunde la sensación bíblica de la lejanía y de la extrema soledad, sobre todo porque al Norte la mirada se pierde en la inmensa llanura que baja hasta del Ebro, como si aquello fuera el desierto de verdad.
No voy a reproducir aquí los textos del documental. Prefiero colgar alguno que pueda escucharse mejorado por la voz de José Luis Esteban. Por lo demás, cuando Iranzo se mete en su cuarto con todo el material siempre saca algo nuevo, distinto y mejorado, una belleza limpia, sin trampas ni adornos de manual, sobria y directa, poética en su profunda transparencia. Iranzo sí conoce a Buñuel, y José Luis mantiene un bis a bis con el busto del maestro que es de lo que más me gustó. En España el reconocimiento académico suele ser inversamente proporcional a la influencia en los creadores, y en el caso de don Luis la cosa urge porque nuestro cine se está quedando sin sangre. Hablo de sangre auténtica, no la que se ve en la pantalla sino la que mueve las historias.


5.9.07

PECIO


Entre los pecios de este verano, hay uno la mar de genuino. Me gusta mucho la literatura de encargo, la solfa ocasional. Hace un par de semanas Marisa García, que, en ausencia trágica de Ramón Calvé, se ha ocupado de la Muestra de Folklore de Teruel, me encargó un texto para la ceremonia de clausura. Se trataba de cubrir el hueco que dejaban unos bailarines en el escenario mientras se cambiaban de atuendo. La cosa iba de unas máscaras de Carnaval que luego reaparecían como máscaras trágicas en danzantes de sirtaki. La música verbal, que no era otra cosa, ni creo que debía serlo, se acompañó, a su vez, con una bailarina enmascarada, una melodía bien elegida y unas imágenes del mar, porque el tema de fondo, el hilo de toda la Muestra, eran los pueblos del Mediterráneo. Cuelgo aquí lo que grabé con mi voz, tanto tiempo después de dedicarme yo a esas cosas, en los estudios de Puerto.

Máscaras de arena

En la antigua Grecia, en la Grecia de Platón,
en la Atenas de las tragedias de Sófocles y Eurípides,
llamaban a las máscaras con la palabra personna.
Medea era el horror, su persona eran los celos y el horror,
el odio perturbó su corazón, su máscara sangraba.
Pero también, al tiempo que curaban el dolor,
brillaban de alegría las comedias,
las personas se reían, las máscaras danzaban.


Máscaras de arena dibujaron en costas alejadas
y máscaras de agua con sus negras proas.
Sonrisas y dolores dibujaron, personas y mentiras,
y cubrían con gritos de amor el cielo del Mediterráneo,
cubrían su gloria con púrpura de Tiro
cubrían su sangre con máscaras de tiranía.
Aguas de mil ríos bañaron sus manos inocentes
la sal del mar bañó sus águilas culpables.


La máscara de Edipo vio cómo en tantos pueblos
se mataban entre hermanos, desterraban a sus hijos.
Pero la máscara de un dios propicio los veía crecer,
arribar a nuevas playas, cazar venados de muchas puntas,
construir grandes ciudades, engendrar pueblos enteros,
Pero, sobre todo, los veía regar las noches de luna
con ritos heredados de sus padres
y bailes aprendidos en sus viajes.


La máscara de Ulises escuchó cantos prohibidos
y derramó, allá donde llegase, su amor a la tierra perdida.
La nostalgia se fraguaba en yunques de sabiduría.
Máscaras de un pasado mejor, sombras de una patria
que bailaban descalzas sus alegrías
y miraban al cielo como se mira el porvenir.
Máscaras de padres y de hijos, de rubios y morenos,
máscaras de tiempo derramado en las cosechas
lentas arenas que cuentan las gotas de la lluvia.

La máscara del gran imperio romano, sus personas,
cegaron su rostro de fe, por debajo de las brumas.
Carnavales de mil sangres respiraban bajo un rostro fingido
su alegría y sus pasiones, sus pecados y sus grandes ilusiones.
Pueblos enteros latían por debajo de los yelmos,
recién llegados a Roma, donde la fe vivía del teatro,
o lentamente venidos a Grecia, en cuyos atrios se bailaban
hermosas danzas orientales, cánticos de sangre nueva.
Fueron máscaras de arena, ritos de agua, personas de paz.
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