Tiene gracia que el desprestigio del Estado coincida con el
desembarco de un escuadrón de opositores a notarías, jueces, fiscales,
registradores o abogados del Estado en el gobierno de Rajoy. Ahí están, ellos
son, los buenos estudiantes que quería Fraga, esos compañeros de colegio mayor
que, mientras otros salían a pecho descubierto al encuentro de la vida y
posponían el estudio para los días previos al examen, ellos ya estaban pensando
en el tema 87 de Derecho Civil del primer ejercicio de las oposiciones a
fiscal. Les hablabas de Arquíloco de Paros y ellos sonreían con esa mueca
ladeada con la que recitaban sus temas cada noche antes de dormir. Los veíamos como sujetos
enfermizos por cualquiera de los dos lados: o porque su memoria era tan
portentosa que tragarse todo aquello no les costaba el menor esfuerzo, o bien
porque, siendo listos pero normales, estaban dejándose la juventud en un empeño
de cuyo éxito tampoco albergaban esperanzas muy fundadas. La izquierda, que es
una ideología juvenil, rara vez se sometía a semejante renuncia de la vida. La
derecha, que es una ideología provecta, inculcaba a sus cachorros que el futuro
no es el presente, que el presente era la negación de la realidad y el futuro
la conquista del poder. He leído en los primeros brotes biográficos que el
padre de Rajoy se empeñó en que sus cuatro hijos fuesen notarios o
registradores de la propiedad, y pronto descubrieron –algunos, como Rajoy, muy
pronto̶
que el empeño era una garantía de
sosiego y perpetuación. Como lo pinta Peridis, tumbado a la bartola, es como se
debió de quedar el día que aprobó las oposiciones.
Porque
luego, según me comentaban mis colegas opositores, no todas son iguales. Los
notarios y los registradores son, de lejos, los que mejor viven, y, si se lo
saben montar, los que menos trabajan. En pocos años ya tienen resueltos todos
los casos posibles, si no los tenían ya antes: dan a un botón, rellenan los
datos, firman y cobran. Las de jueces y fiscales, en cambio, necesitaban una
implicación mayor. Un juez responsable tiene mucho papel mojado que leer y
mucha sentencia gris que redactar, y lo mismo cabría decir de los fiscales y de
los abogados del Estado en sus respectivos cometidos. Pero meterse en la
mollera los alrededor de 4000 folios de que suele constar cualquiera de esas
oposiciones no deja de ser un adiestramiento salvaje y fascinante, una forma de
encapsularse como los hare-krisna en un mantra demasiado largo como para pasar
un solo minuto del día sin rezarlo.
Los
cálculos son curiosos. En las oposiciones a jueces y fiscales hay que recitar,
en cada ejercicio, cinco temas en 60 minutos. Normalmente hablamos a catorce
líneas por minuto, lo que quiere decir que, si dispone de 12 minutos para cada
tema, el opositor tiene 168 líneas por tema si habla con un ritmo normal, es
decir, unos siete folios a doble espacio. Pero raro es el tema que, como poco,
no tiene diez folios, razón por la que el opositor debe hablar a toda hostia.
Tradicionalmente, los preparadores eran más bien entrenadores de atletismo que
los adiestraban en remeter el tema más completo posible en esos exiguos e
improrrogables doce minutillos. Por eso muchos opositores tienen la boca
ladeada, para no perder tiempo en articulaciones. Como además suelen recitar
con la mirada perdida, acaban pareciendo ventrílocuos de sí mismos.
Todo
esto, cuando eres joven, te parece una locura, y sin embargo, precisamente por
eso, es el único momento de hacerlo. Los opositores de más de treinta años ya
tienen una sombra de resentimiento en la mirada. Están invirtiendo toda la juventud y conforme pasa el
tiempo van menguando sus posibilidades. Después de los 40, si tienes tiempo y
dinero para no ir a trabajar todos los días, desde luego que no lo empleas en
eso; si no tienes ni tiempo ni dinero, es directamente imposible.
Conocer
la vida es negarle importancia a los momentos. A quienes nunca detuvieron el tiempo para conseguir algo que requería esfuerzo extremo, los llamamientos al carpe diem
de los últimos cincuenta años tampoco han traído nada mejor que a quienes sabían cómo querían ser
a los 40, no a los 25. Si casi todos los jueces, fiscales, etc. pertenecen a
familias conservadoras es porque, primero, solo ellos pudieron disponer del
tiempo a su antojo y aislarse del mundo, y segundo porque habían crecido en una
moral que considera la juventud una fase del crecimiento, el momento de estar callado
y prepararse para no ser joven. Es muy británico (era) reducir al máximo la
juventud, poner corbatas a los hombres cuanto antes, meterles en la cabeza que
la vida real es este monótono bogar hacia la muerte, no el alocado cabrioleo de
los potros. Saben que el intenso disfrute de la juventud se olvida como casi
todo, y que lo único que mantiene la cabeza despejada es no arrepentirse de lo
que se ha hecho. Por eso es lógico que las revoluciones juveniles nacieran en
países anglosajones, es decir, entre gente que quería ser joven.
Eso sí,
la media de aprobados en cada convocatoria no excede, a veces por mucho, el 10%
de los aspirantes, de modo que el asunto se completa con una legión de
opositores frustrados, bloqueados, amargados, deprimidos, que durante a veces
seis o siete años no dejan de repetirse cuándo pondrán fin a esta tortura. De
entre esa gente obligada por tradición
familiar a dejarse los sesos en el temario hay mucho personaje trágico. Los
que sacan las oposiciones dan lustre a la saga, pero los que fallan acarrean
para el resto de su vida el sambenito de perdedores, algo que en la vida
corriente resulta de muy buen llevar pero que en el mundo de los altos
funcionarios invalida incluso la existencia entera. Mezclan el privilegio con
el sacrificio de un modo raro, como una prueba de fuego a la que juegan para
heredar el poder de sus antepasados. Cuando, por fin, lo heredan, se sienten dioses,
y los demás, por lo que leo en los periódicos, se lo hacen creer.
Hojeando la prensa me encuentro
un artículo del año 85, El
largo túnel, sobre un opositor que se lió a tiros con el tribunal de
oposiciones, donde se ofrecen datos sobre el temario, el procedimiento y la
preparación de los exámenes idénticos a los que padece ahora mismo cualquier
opositor. Las leyes cambian, pero no el modo de demostrar que se saben.
Entonces ya el más temido era el primer ejercicio, una batería napoleónica de
preguntas sobre todo el temario, es decir, donde se demuestra que se conoce el paño. Es en los segundo y
tercer ejercicios cuando se escenifica esa tortura de la boca ladeada, quiero
decir que se sigue escenificando en 2011, por más que internet haya sustituido
a nuestra memoria. Pero qué sería de las conversaciones de bar entre
magistrados si a cada paso no calzaran un artículo de derecho mercantil, esa
recitación con dedo engreído que por unos momentos los devuelve a su más tierna
juventud. Oír hablar a dos viejos magistrados del país es como oír a dos viejos no
magistrados hablar de la mili. Estoy convencido de que para muchos de ellos los
mejores días de su vida fueron aquellos seis meses últimos horrorosos antes de
la oposición, cuando no sales a la calle porque no tienes tiempo y, como se decía en aquel artículo del 85, para no
confundir las matrículas de los coches con el Código Civil. Cuando ya no cabe
un dato más en la sesera.
La
judicatura aprovechará las ventajas de internet pero no se bajará jamás del
viejo método. Ahora mismo, cualquiera que conozca
profundamente el temario, aunque no se lo sepa de memoria (aunque no le sea
posible la hazaña del segundo y tercer ejercicios) puede desempeñar su cargo
bastante mejor que quien aprobó unas oposiciones a fiscal y treinta años
después de no ser fiscal lo hacen ministro de Justicia. Pero entonces serían
muchos, demasiados los que pueden juzgar y fiscalizar y defender al Estado y cobrar
por firmar un documento privado para el que hace más falta un auxiliar
administrativo que un notario (en Inglaterra, un país civilizado, ni siquiera eso).
Porque el prestigio del juez no le viene de juzgar sino de haber ascendido un
Himalaya de leyes que con los nuevos sistemas de concordancia están al alcance
de cualquier buen estudiante de Derecho. Es como si certificasen su
superioridad de casta con una demostración innecesaria y monstruosa, para que no quepa la menor duda.
No sé si
tenemos un gobierno de gente muy preparada, pero sí, seguro, de gente que desde aquel momento y para siempre se siente
superior, y que ojalá, en ratos de melancolía, sienta también que la verdadera
felicidad ocurrió allí, entre esas cuatro paredes, en lo único que hicieron en
su vida que solo estaba al alcance de sí mismos. En el caso, claro, de que no
tuvieran recomendación.