24.9.18

Mujeres de su tiempo


2018 está siendo un buen año para Carmen Baroja Nessi. Cuando Amparo Hurtado, hace dos décadas, editó en Tusquets los Recuerdos de una mujer de la generación del 98, muchos lectores descubrimos que eso de escribir bien era, definitivamente, una marca de fábrica de los Baroja. El libro tuvo mucho éxito, no sé si de ventas, pero sí, seguro, entre aquellos profesores que por las mañanas hablábamos en clase de su hermano Pío. Mi amiga Carmen Pacheco, feminista culta, me lo presentó como una delicia literaria, no como un manifiesto ni mucho menos como una curiosidad, pero también como una pieza importante para reconstruir no solo el mundo de los Baroja sino el de la mujer con intereses intelectuales a principios del siglo XX. El resultado, durante todos estos años, y por lo que a mí respecta, es que lo he visto leer con gusto a mucha lectora joven y desprejuiciada que también había sabido disfrutar de alguna novela de su hermano. Y también se instaló un tópico sobre Pío y Ricardo Baroja que pervive en su eterna duda: hasta dónde llegaba el «egoísmo» de sus hermanos, del que habla Carmen en esos recuerdos, o, mejor dicho, en qué medida ese pasaje de su obra era un resentimiento puntual, el desahogo del momento de escribirlo, o algo que marcó su vida.
Y eso que ya entonces la introducción de Amparo Hurtado al «egodocumento» ponía, nada más empezar, las cosas en su sitio. Carmen Baroja hubiese querido formar parte del mundo de sus hermanos, pero su madre, Carmen Nessi, «tenía otros planes más tradicionales para ella», consecuencia en general de la mentalidad de la época y en particular del «etxekoak» vasco, el clan familiar, para lo bueno y para lo malo. Para lo bueno, porque, al contrario que sus hermanos, pudo ver crecer a sus dos hijos (después de perder muy niños a otros dos), y para lo malo porque se vio sometida a una vida restringida que le aburría y le impedía desarrollarse plenamente como artista. A otra barojiana posterior, Carmen Laforet, le pasó algo parecido. Pero ambas dejaron huella de su paso. 
Amparo Hurtado también llamaba entonces la atención sobre un detalle importante: el contagio de tifus que sufrió Carmen Baroja en 1903, y cómo el Pío Baroja que los lectores nos imaginamos entonces en expediciones nocturnas por el Madrid de los desposeídos o en interminables tertulias literarias con los emergentes figurones de la época, en realidad se ocupó «día y noche» de su hermana Carmen durante semanas, y pasó meses con ella en El Paular, en la sierra de Guadarrama, hasta su completo restablecimiento.
Aquel episodio sirvió a Carmen para entrar en contacto con otras mujeres cultas como ella que celebraban a sus Noras y a sus Electras y se sentían tan partícipes del desarrollo intelectual del país como los hombres que las acompañaban; entre ellos, por ejemplo, María Goyri y Ramón Menéndez Pidal. Durante los diez años siguientes, hasta cumplidos los 30, Carmen viajó a París con Pío y se arregló un taller de orfebrería en el estudio de Ricardo. Pero, desde 1913 hasta 1925, silencio. El marido de Carmen, Rafael Caro Raggio, sacó adelante la editorial con las obras, sobre todo, de los hermanos Baroja, desde 1917 hasta que en 1931 Pío firmó con Espasa-Calpe. Por aquel entonces el hijo mayor de Carmen, Julio, ya tenía 15 años, y viajaba con su tío a visitar los últimos paisajes del carlismo, o convivía, también por mediación de su tío, con los más importantes antropólogos vascos.
A partir del año 25 empiezan los dos episodios más memorables de la vida intelectual de Carmen Baroja: la compañía de teatro El mirlo blanco y el Lyceum Club Femenino, de los que Amparo Hurtado da una porción de detalles imprescindibles para una cabal reconstrucción de aquellos años. Por cierto, que habría que mirar lo que dice al respecto Rivas Chérif en sus memorias, él que fue testigo de primera mano de toda la época de El mirlo.
Aquella edición de los Recuerdos de una mujer del 98, que ya comentamos aquí, pronto se convirtió en imprescindible para cualquier canon crítico de la materia, y veinte años después Amparo Hurtado acaba de escribir un hermoso e importante ensayo, Hermana querida/Arreba maiteaque supongo que también titula en vasco por la misma razón por la que Julio Caro anunció a su hermano en vasco la muerte de Pío Baroja, por intimidad familiar. En este número 14 de la colección Baroja & yo Hurtado no solo trae al terreno personal, de lectora barojiana, aquella investigación en la vida de Carmen Baroja, sino que aporta y amplía puntos de vista muy interesantes, sobre todo el papel de Carmen en el surgimiento de la conciencia feminista en España, aunque también otros de índole muy menor que a los lectores  de Pío Baroja sin embargo nos llaman la atención, por ejemplo la condición de modelo para el personaje de María Aracil que pudo tener Carmen.
Hurtado está de acuerdo con Mainer en esta conjetura. Yo no iría tan lejos. Sí la veo, en una edad más temprana, en la Margarita de El árbol de la ciencia, pero en la María de La ciudad de la niebla encuentro más bien una sublimación del ideal erótico de Pío Baroja, imposible de desligar de la mujer de acción, aunque obligada por las circunstancias, de La dama errante; es decir, una construcción mítica. Puestos a buscar modelos, ¿por qué no María de Maeztu?, a quien Hurtado dedica en este ensayo las páginas justas y necesarias para que lamentemos que, en aquella desbarrante propuesta de cambios en el nomenclátor madrileño, nadie incluyera la posibilidad de que el Instituto Ramiro de Maeztu se llamase, por fin, Instituto María de Maeztu. Pero, aun en el caso de que fuera Carmen el modelo de María Aracil en La ciudad de la niebla, ¿a qué atribuimos su relación con Natalia Léskov, a esa fraternidad femenina que invocaba María de Maeztu y que ahora, como dice Hurtado, llamamos sororidad, y queremos decir lo mismo; o bien tiene más que ver con la atracción que en más de un libro Pío Baroja mostró por el homoerotismo femenino? Cualquiera que hoy en día lea Laura (y tenemos una flamante y definitiva edición) y haya leído La ciudad de la niebla verá que las parejas María-Natalia y Laura-Mercedes invitan a pensar en ello, y a plantearse, entre otras cuestiones, la delicadeza con que las trata, la profunda comprensión de sus sentimientos, sobre todo si lo comparamos con su aversión hacia el homoerotismo masculino. No sé, no me imagino yo a Baroja poniendo a su hermana en esas circunstancias novelescas, ahora muy avanzadas (e, insisto, muy bien tratadas por Baroja), pero entonces solo carne de sicalipsis, al menos en España.
No deja de ser una discusión bizantina, en la que también habría que incluir, como hizo a principios de los 70 Francisco Bergasa, la posibilidad de que fuera un desdoblamiento del autor, es decir, su punto de vista encarnado en el de María, Laura o Sacha Savaroff. En lo que sí tiene razón Amparo Hurtado es en que Pío Baroja no pudo dejar de ver en Londres la eclosión del Lyceum Club de Constance Smedly, y a pesar de que a algunas de aquellas escritoras las considerase cacatúas, por los personajes femeninos de su novela londinense sí se divisa esa nueva mujer independiente y solidaria por la que Carmen Baroja lucharía desde su condición de artista y escritora. 
Una parte importante de Hermana querida/Arreba maitea está dedicada a contextualizar con todo rigor este oasis de preguerra en el que se juntaban las mujeres de la época del 98 con las Sinsombrero del 27, desde su fundación inglesa y su transmisión por Europa hasta la importancia de María de Maeztu y del Lyceum de Madrid y, sobre todo, el papel protagonista que en él desempeñó Carmen Baroja. Incluso como guía bibliográfica para orientarse por aquel fenómeno, el libro de Hurtado es impecable, sobre todo porque aclara sin incriminar a nadie por sistema, en este caso a Pío Baroja, más allá de alguna que otra ironía. Al contrario, queda la imagen en el libro que siempre he considerado más certera: «…Carmen Baroja se diferenció de sus hermanos, particularmente de Pío Baroja que, a causa de su extremado individualismo, sentía rechazo ante cualquier propuesta comunitaria», pero eso no quita para que, como hace constar Hurtado, Pío Baroja asumiera siempre, aun en los peores momentos, el cuidado y la protección de su familia, particularmente de Carmen y de sus sobrinos, y fuera también, más o menos directamente, quien abriera a Carmen las puertas de una vocación intelectual que pudo desarrollar en varias facetas: la de etnógrafa (como su hijo), la de narradora (menos), o la de excelente articulista, como podemos comprobar ahora en la edición de sus colaboraciones en prensa que acaba de sacar su nieta, Carmen Caro Jaureguialzo. 
He aprendido unas cuantas cosas sobre historia del feminismo en Hermana querida, y todo con fuentes de primera mano, con cosas nuevas que el barojiano atrapa y disfruta, pero ha habido dos momentos especialmente bellos. La diferencia entre un trabajo científico y un ensayo literario es la que hay entre la breve, escueta, respetuosa crónica de cómo Hurtado dio con el manuscrito de estos Recuerdos, tal y como la contaba en aquella edición de Tusquets, y la deliciosa narración de aquel encuentro con la que se abre este otro ensayo. Su prosa limpia transmite el afecto de los Baroja y la admiración del barojiano. Su visita a la casa de Itzea es el sentimiento barojiano, una mezcla de afecto y de respeto, de pudor y admiración, de cercanía y sensibilidad. El lector siente la bondad de Pío Caro y la humanidad de Julio Caro, quizá solo posible en un hombre tan solitario como él. «Don Julio me imponía mucho», dice Amparo, y lo dice con las palabras justas para que nos hagamos cargo del complejo y hermoso y necesario contenido de aquella imposición.
Y solo una buena barojiana dejaría para el final un dato que sobrevuela el libro entero, una feliz coincidencia de fechas entre el inicio de la redacción de Desde la última vuelta del camino y el de los Recuerdos de Carmen, y un canto final que lleva también la huella de las gallardas arboladuras, en este caso el canto a las mujeres de entonces y de ahora. 
En las obras de Pío Baroja los sentimientos van envueltos en la prosa. El buen escritor no manifiesta sentimientos, acaso los transmite. Y aun cuando intente analizarlos, estará transmitiendo un sentimiento más puro y al tiempo más profundo. Es el estilo, su limpidez, lo que emociona. Y con Carmen Baroja pasa lo mismo. Pero esto Amparo Hurtado no podía limitarse a señalarlo, había que transmitirlo, y ese, más incluso que la investigación filológica sobre la que se construye, es el primer acierto de este libro.

Amparo Hurtado, Hermana querida / Arreba maitea, Pamplona, Ipso, 2018, 97 p.

15.9.18

Soledades de Madrid


Durante veintitantos años no tenía más que asomarme a la ventana para ver la Casa de Campo de Madrid, la mancha verde que se perdía en la mirada hasta los Siete Picos, jalonada, a lo lejos, por las luces de Pozuelo, y por el Manzanares a la derecha, que solo asomaba como un camino plateado a la altura de las piscinas de San Pol. Se veía, pocas veces, el chorro del lago, y siempre los reflejos de la Caja Mágica, pero todo lo demás era un alfombra de pinos y encinas, ese verde sufrido y polvoriento con el sol del mediodía, las sombras azuladas del amanecer, el verde botella que se fundía con la noche.
Por dentro, sin embargo, no la he conocido más allá de la Venta del Batán, cuando funcionaba como corral de las corridas de San Isidro, o de algún concierto en el parque de atracciones. La conocían los ciclistas y los andarines, y quienes habían indagado en la historia de la ciudad. Claro que también se podía, y quizá era el mejor vehículo, recorrerla a caballo. 
Así lo hizo Carmen Caro, amazona madrileña, cartógrafa y pintora, durante un año, del que llevó un diario con sus andanzas y visiones. Su vista preferida de Madrid es la que comprende el palacio de Oriente y llega hasta la basílica de San Francisco, en mitad justo de los cuales, en un ático de las Vistillas, estaba la terraza desde donde yo miraba. Dice que es una imagen alegre («desde aquí ya no se ve la ciudad gris de Pío Baroja»), a pesar de que la edad de los árboles que le sirven de peana no sea tanta como nos imaginamos. «En la guerra no quedó ninguno», le había dicho a Carmen su padre, Pío Caro Baroja, en una lejana visita a la Casa de Campo, a bordo de un vetusto Citroën.
Carmen cabalga a lomos de la yegua Morritos, que junto al noble Masai y al disruptivo Atreyu forman la partida expedicionaria, y recorre parajes silvestres y huellas de la guerra, fuentes históricas y cruces de caminos. Todos son buenos caballos en una segunda vida laboral, después de haber ganado carreras en el hipódromo, o servido de palafrén, hermosas cabalgaduras que sestean en los boxes de un club hasta que el mozo de campo los pasea o el dueño los saca de excursión. Aquí los caballos son los amos del relato, desde la forma de sus ojos, con visión lateral, o el delicado procedimiento que Morritos tiene de succionar las flores de los cardos sin pincharse, hasta los días de galbana comprensible, los recorridos excesivos para su edad o sus virtudes terapéuticas: «A caballo se quitan todos los males». Hay un afecto descriptivo en las costumbres de los caballos que llena con su ritmo el libro entero, todas nacidas de la observación, de los «cinco sentidos» que exige galopar por la dehesa, trotar por los bosquecillos o estar preparado para un susto.
De modo que, a lomos de Morritos, Carmen Caro escribe un ensayo de contemplación activa, una ascesis de la minuciosidad observada, el mapa trazado, la flor descrita, un espíritu virgiliano que canta a los fresnos del Meaques, la preciosa elegía a los troncos desnudos, que a mí me recordaban a las viejas lagestroemias de Itzea, o describe las plantas de la fuente del Pajarito. La autora vive una naturaleza y su historia, su condición de paisaje bucólico renacentista (entre la Guía de maravillas de fray Luis de Granada y las muchas Filis pastoriles), pero según un prisma madrileño, el de Galdós en el final de Miau, cuando Villaamil se retira a sus fantasías quijotescas, y en un lenguaje contemporáneo. "Nosotras, que somos más contemplativas y tenemos además buen apetito", dice en un descanso para catar las bayas nuevas de las zarzamoras, poco visibles para el paseante común, que a la amazona, igual que a la yegua, le llegaron por el aroma. Aquí el final es más alegre que en Galdós, claro,  porque es "la paz producida por su propia belleza", algo visto y recorrido desde niña, no ningún sueño celestial.
La amazona, además, es pintora, y encuentra en los paisajes de Aureliano de Beruete o en la luminosidad orientalista de Fortuny el reflejo de la atmósfera por la que cabalga. Incluso ve en los bosquecillos (algo que yo también veía desde arriba) un aire impresionista que es como el decorado de la soledad, de las soledades, «la sensación que tanto busco en la Casa de Campo», el espacio para descifrar los colores de las hojas, hasta trece tonos distintos con su óleo correspondiente: púrpura granza, amarillo de Nápoles, violeta de Marte…
Porque los espíritus minuciosos y contemplativos saben aislar las palabras en su intrínseca belleza. La exactitud que exhibe Carmen Caro a la hora de nombrar las cosas, de describir cómo son y cómo funcionan necesita de una corriente interior, como decía Umbral, de un amor a las palabras y al orden que mejor las hace sonar. Otra vez Virgilio. En las primeras líneas del libro, Carmen Caro nombra un título esencial de la literatura geórgica contemporánea, Las cosas del campo, de José Antonio Muñoz Rojas, libro de culto para los amantes del paisajismo literario y de la poesía de la naturaleza y de las labores del campo. En mi biblioteca de literatura campestre ocupa un sitio de honor, muy cerca del padre Virgilio, y este Diario ya está instalado en la misma sección, bien a mano, para llevar a clase la deliciosa historia de la pata acosada, o el encuentro con los mastines, de prosa galopante, o esa mirada al puente de la Culebra, o la oda al canto de la chicharra según Julio Caro. En los capítulos compartidos con otros caballos y jinetes, la prosa trota con alegría, y en los paseos en solitario la yegua camina cabizbaja, se para cuando quiere, acelera la marcha e incluso galopa por placer, o se adapta al ritmo de los pensamientos de su amazona. Pero en el fondo responde a la esencia del género: nombrar las cosas por su nombre, hacerlas vibrar, sentirlas desde la delicadeza, colocarlas con el mismo criterio con el que se pone un color en un cuadro.

Carmen Caro, Diario de una amazona en la Casa de Campo, Madrid, Caro Raggio, 2012, 218 p.
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