Dos de las películas de la presente temporada que más elogios de la crítica seria han recibido son la inglesa El discurso del rey y la francesa De dioses y hombres. De las dos me ha llamado la atención lo bien interpretadas que están y lo plano de sus argumentos, ambos basados en hechos reales, lo suficiente delicados como para ser tratados con escrúpulo documental.
Decía Eco (de cuya novela El cementerio de Praga, con esta murria que me ha entrado últimamente, se me pasó hablar) que la gramática de la ficción no tiene mucho que ver con la de la realidad. Las historias nos resultan apasionantes porque son verosímiles, no porque puedan ser verdad. En estas dos películas la previsibilidad no es un argumento previo, sino una inercia demasiado simple, y así, en una, me quedé sin ver actuar más a Churchill y sin saber más de lo interesante que llegó a ser aquella época en general y aquel momento en particular, algo que apenas se dice al final, con los títulos de crédito, y que a mi juicio es el meollo de la cuestión: por qué aquel rey de rebote y con problemas para hablar fue tan necesario para los ingleses.
En la otra, la de los monjes, todo es previsible incluso para una estructura de ficción, y no me refiero al desenlace sino al proceso por el que unas personas no están de acuerdo y al final, después de algunas tensiones, eligen la más virtuosa de las opciones. No hay ficción, por muy realista que sea, que no necesite una subversión de la realidad, eso que, en términos generales, podríamos llamar lo inesperado. A veces lo inesperado no son los hechos sino los comportamientos. De los rusos nunca me canso de alabar cómo subvierten a los personajes, cómo se redimen en la ficción. El rey del discurso es un tipo que necesita ayuda y la busca en un especialista que lo acompaña como los especialistas han acompañado siempre a los reyes. Las clases se parecen mucho al modelo Oficial y caballero tamizado por el espíritu de Bernard Shaw: si te lo propones, lo conseguirás. Lo americano de la propuesta se refiere al tartamudo y lo inglés al instructor, que por cierto era australiano.
Y en la de los monjes ocurre un poco lo mismo. Los monjes que cambian de opinión no lo hacen de modo dramático. Desde que empiezan a negarse sabemos que lo lógico es que duden y después sigan el sendero de la verdad y tal. No hay auténtico drama, y esa ausencia de dramatismo verdadero es deliberada y está hecha en aras de lo real. Es lo que no me gusta de la estética moderna. La estricta realidad es periodismo, no literatura. Todo está lleno de gente que busca datos, los ordena y los entrega, que era la máxima jesuita (yo no he ido a los jesuitas pero he leído a Joyce y a Pérez de Ayala), y en el fondo todas estas excelentes reproducciones de acontecimientos reales me parecen una victoria de la falta de imaginación. Vamos a la realidad a buscar ejemplos aleccionadores, pero no vamos a la imaginación a buscar mitos que nos expliquen esa realidad mejor que cualquiera de sus realizaciones.
Lo que me gustó de ambas películas es menos especulativo: lo bien que actuaban. En El discurso del rey el que más me gustó no fue Colin Firth sino su oponente (su replicante), el australiano Geoffrey Rush, y sobre todo Timothy Spall, que hace de Winston Churchill, y demuestra una vez más que para hacer de gordo en el cine, como en el teatro, no hay que cebarse como un ternero en tiempo récord sino poner cara de gordo, o sea, actuar.
He leído que la cantante Halle Berry va a interpretar un biopic (otra realidad literal) de Aretha Franklin, para lo cual va a engordar no sé cuántos kilos, calculo que ciento y pico, viéndolas a las dos. A mí estas hazañas endocrinas y la manía de interpretar a personas con impedimentos físicos son las dos admiraciones que menos entiendo. Para alguien que no sepa actuar, cojear es más fácil que andar normalmente. Y para quien sí sabe actuar, también. Y si en esas nos ponemos, la tartamudez de Colin Firth me resulta excesivamente suave. Puestos a buscar verdades, en ningún momento sentí la angustia que más de una vez he sentido con tartamudos muy cerrados. Siempre sabes que al final lo va a decir, que para eso es el rey.
Geoffrey Rush, en cambio, sí era un ente de ficción, una composición teatral, cuya casa estaba decorada como la sala de ensayos de un teatro, y cuyos hijos juegan a adivinar versos de Shakespeare como otros juegan al trivial familiar. En esa corrección en el vestir, en ese peinado, en esa manera de trivializar las cosas con la mirada, y al mismo tiempo ponderarlas, hay un personaje muy hondo y mucho más difícil de interpretar que los enganches palaciegos. Helena Bonham Carter, como siempre, está estupenda. Es una de las pocas británicas inconfundibles que quedan en escena, y eso siempre es de agradecer. Cuando sonríe no piensa en la reina madre cuando era joven sino en un cuadro de Dante Gabriel Rosetti, y si no vean su sonrisa cuando abraza al rey.
Y, en cuanto a la francesa, la de los benedictinos del Atlas argelino asediados por extremistas islámicos, me reencontré con Michael Lonsdale, un actor infalible desde los tiempos de Moonraker, de apariciones últimamente tan perfectas como las de Lo que queda del día o El nombre de la rosa. Ahora, a sus ochenta años, borda a un monje que cada vez que aparece reclama la película entera, aparte de que le da vida y emoción auténtica, e incluso un poco de sentido del humor.
De modo que voy al cine y salgo satisfecho de haber visto a dos buenos secundarios. Me carga el realismo documental como materia de ficción, ese invento de los jesuitas para usurpar la imaginación y colocar a sus ratones de biblioteca en el lugar de los genios del arte. No disfruto de la historia y me entretengo en premios menores: los excelentes actores secundarios o la ambientación y el decorado del monasterio, o esos incomparables suelos ingleses, cuya presencia permanente ya casi amortiza la entrada.