Aprovecho que John Banville saca nueva novela para leer la que, al menos en España, más fama le granjeó, El intocable, dedicada a la vida de Anthony Blunt, uno de esos personajes de los que no pueden escribirse biografías serias que no sean además muy novelescas, como la muy entretenida y no menos exhaustiva El espía de Cambridge, de Miranda Carter (Tusquets). El novelista debe partir de la idea de que no puede competir en fascinación alicatando su novela de datos. Siendo Blunt, además, un especialista en arte barroco que por la mañana asesoraba a la reina de Inglaterra, por la tarde pasaba informes a la Unión Soviética y por la noche se perdía en escenarios propios de Joe Orton, su condición de héroe novelesco se tambalea. Probablemente cause más fascinación fuera de Inglaterra, a juzgar por el desprecio casi generalizado que se llevó a la tumba una vez que sus actividades fueran aireadas por Margaret Thatcher. Fuera de Inglaterra Blunt es, por así decirlo, el perfecto inglés, el hombre de piernas muy largas y rostro céreo que emplea largos circunloquios para decir que no hace frío. Es un erudito de Cambridge al que las novelas de campus le van como anillo al dedo, desde las intrigas profesionales al mundo de las falsificaciones, pero también sería perfecto, claro, para una novela de espías, e incluso para una novela gay, o, en general, para la quintaesencia de lo british.
En todos estos géneros picotea Banville, desde luego, y uno pasa de recordar constantemente al trío Charles–Julia–Sebastian de Evelyn Waugh (con la aparición estelar de Anthony Blanche) a sumergirse en un célebre urinario londinense, el que estaba más cerca del rincón de los discursos, y que, aunque solo sea por las veces que ha salido en novelas gays de ambiente inglés, merecería ser nombrado monumento nacional. Lo que menos hay es espionaje, y se agradece, porque no le pega nada al ritmo de la novela (unas memorias que escribe o dicta o cuenta un tal Victor/Anthony a una periodista estéticamente muda) el descifrar más código secreto que el de la personalidad de Blunt.
Eso sí que es un hallazgo de la novela, silenciar todo lo que no afectó directamente a su vida personal, y tratarse a sí mismo con, por así decirlo, lo que los irlandeses piensan del carácter inglés. Hay demasiado cinismo subrayado y demasiado masoquismo de conciencia para ser puramente inglés, es decir, flota en el libro cierta severidad moral del héroe contra sí mismo, y eso es, más que irlandés, católico en general. Un inglés nunca sonríe distante y dice ¡oh, mira qué cínico soy! Lo que los irlandeses (los católicos en general) consideran cinismo no es más que una naturalidad sin pamplinas, y los gestos aparentemente despiadados no son sino soluciones racionales a problemas convencionales.
Pero no solo Blunt, sino el propio Banville son irlandeses, y la novela se pierde un poco en ese marasmo autoinculpatorio, que, paradójicamente, toda la textura narrativa que le ofrece la pierde al no desarrollar al resto de personajes, quizá con la excepción de Vivienne, la mujer de Blunt, cuya presencia nos resulta siempre breve. Más breve, por plana, es la de los otros personajes, y aquellos que aparecen reiteradamente (ese Boy que en realidad, supongo, fue Guy Burgess) tan británicamente corrupto, podríamos decir, y tan ingenuo al mismo tiempo. Su presencia, y todo lo que de novela gay lleva aparejado, creo que finalmente se imponen al resto de géneros posibles, por más que al final el autor trate de hilarlo todo con el tono de una novela de espías, distinto al aire estático, pussiniano, detallista y metódico que había hasta entonces en la novela y que reflejaba bien esa compulsividad hierática en que parece moverse Blunt.
Es buena esta novela, pero no es este el Blunt que yo me imaginaba. Sí, pienso que había en la vida de Blunt su punto de cinismo, no sé si inglés o irlandés, pero hay algo que no queda muy claro en el libro y que sí es muy inglés. Esa ingenuidad propia del audaz, del que no se arredra cuando cree en algo, del que muestra toda su confianza cuando decide fiarse de alguien. El que no sospecha o cuestiona por sistema ni finge estar por encima de todo, como si viviera en un país intelectual donde los ideales y los hechos son más elevados que unos cuantos secretos, con ese pánico tan católico a equivocarse, o a que los demás sepan que uno se ha equivocado. Me caía bien el Blunt inglés, el de Miranda Carter, pero este Blunt íntimo, desgarrado y permanentemente arrepentido de no se sabe muy bien de qué (porque no es el espionaje, ni su orientación sexual, ni su desarraigo familiar) quizá sea verosímil y profundo, pero deja una capa de betún de Judea que, si la novela hubiese durado más, habría hecho que terminara resultándome antipático. Esperaba yo al idealista borracho capaz de encontrar la belleza y apresarla durante unos momentos, y luchar con entusiasmo y saludable cinismo para volver a disfrutarla. Me imaginaba yo a un adicto a las verdades superiores y los arrebatos íntimos, no un pájaro apesadumbrado, temblequeante, como el muchacho que al fin se atreve a jugarse la vida para que los demás dejen de burlarse de él, pero no es capaz de conseguir que cesen sus temblores.