Buena idea la de Bernardo Atxaga / Joxemari Iturralde al titular su ensayo para la colección Baroja & yo con un vasquismo no muy conocido. La expresión castellana órdago es un calco de la vasca hor dago, «ahí está», en el mismo sentido con que los rumbosos dicen «como esas», bien para adelantarse a pagar una ronda, bien para abrir un arrastre en el guiñote con una buena baza. Y el título es, además, perfecto para el opúsculo de Atxaga que abre el libro, en el que dice dos verdades importantes que convendría no olvidar, y que, como es una edición bilingüe, citaré en vasco.
«Ez dago estetikarik atikarik gabe: testu barojatarren edertasuna haien baitako egian datza», que, según el propio Atxaga, dice: «No hay estética sin ética: la belleza de los textos barojianos procede de la verdad que encierran". Ahí está, viene a decir el estilista, eso es lo que hay, eso es todo lo que hay, así de claro y contundente, y así de suficiente. Así parece escribir Baroja, sin cartas ni faroles, sin cálculos ni subterfugios. La verdad es escueta como un golpe en la mesa. Y eso es lo que, como comentamos a propósito de La sensación de lo ético, hace que Baroja perdure, como reconoce Atxaga:
Barojaren zorionerako, denborak arrazoia eman dio. Haren sentsibilitate literarioa gertuago dago gaur egungotik beste edozein garikiderena baino, eta ez da harritzekoa bera izatea, Antonio Machadorekin batera, 98ko belunaldiko kide guztietarik, oraindik ere egiatan irakurtzen den bakarra, hay da, irakurleen nahi hutsagatik.
O sea:
Para suerte de Baroja, el tiempo le ha dado la razón. Su sensibilidad literaria está más cercana a la de nuestros tiempos que la de cualquiera de sus coetáneos, y no es de extrañar que, de todos los miembros de la Generación del 98, sea el único que, junto con Antonio Machado, todavía es leído de verdad, es decir, por voluntad libre de los lectores.
Así es, ahí está, y ya iría siendo hora de que se fuera un poco más allá de la constatación y se leyesen juntos, uno en cada mano, varios libros de los dos. Da la sensación de que los otros ya disfruten de un retiro en la Historia, y que Machado y Baroja la sigan haciendo. Y por otra parte esos «nuestros tiempos» de Atxaga puede que se refieran a un universal del estilo, o incluso, como he pensado leyendo Órdago / Hor dago, a un rasgo compartido.
El texto de Atxaga da pie al mucho más extenso ensayo de Joxemari Iturralde, cuyas páginas sobre Luis Olarra, el único que veló el cadáver de don Pío, o Martín-Santos, quien airadamente negaba ser barojiano al tiempo que reconocía su admiración por Baroja, son ya imprescindibles en cualquier biografía seria de Pío Baroja. Iturralde aporta documentos, da noticias, argumenta impresiones, y en un par páginas finales resume con extrema nitidez lo que significa eso de ser barojiano, al menos una variante a la que me adhiero.
Lo que yo sabía de Iturralde es que había pertenecido, a finales de los 70, con Bernardo Atxaga, Jon Juaristi o Joseba Sarrionandia, a La banda Pott, uno de aquellos movimientos que aún creían en los manifiestos, las revistas y los happenings, como si se reincorporasen al momento en el que el franquismo vino a detenerlo todo. Por divergentes que hayan sido algunas de sus trayectorias, aquel grupo, tan efímero como corresponde, conserva fama de revolucionario y de haber puesto al día la literatura y la música vascas (también iba con ellos Ordorika). Bien es cierto que en las últimas décadas cultura y conspiración venían a ser lo mismo, pero persistía ese rito del conciliábulo, y de aquellas bandas surgieron quienes iban a llenar la historia de la literatura de los 80.
De Joxemari Iturralde solo tengo localizada una novela traducida al castellano, Golpes de gracia, la historia de Paulino Uzcudun e Isidoro Gaztañaga, que no me importaría nada leer. También Atxaga habló de Uzcudun en El hijo del acordeonista, y subrayó su filiación fascista. Iturralde, que se declara barojiano (al mismo tiempo que, en otra parte, dice desconfiar de los escritores que publican constantemente), da una imagen creo que justa de la relación de Baroja con la lengua vasca. Unos lo han pelado por antivasco; otros, por demasiado provasco. Iturralde hace bien en compararlo con Unamuno y su idea varias veces repetida (solo una por Baroja, y como frase peregrina) de que el vasco tenía los días contados. Pero Baroja tiene un afecto sentimental por esta lengua que Unamuno nunca tuvo, sobre todo desde que, como cuenta Iturralde, lo suspendieron en unas oposiciones a profesor de vasco. A Baroja le parecía una lengua hermosa y rara. Él mismo no la dominaba bien (su padre sí, y de modo entusiasta, y su madre también, más entecamente) ni se molestaba en corregir los errores gramaticales de las transcripciones de zorzikos con que suele regar de agua nostálgica bastantes episodios, casi siempre que por sus novelas aparece un vasco. Claro que en castellano tampoco perdía mucho el tiempo con la gramática, y aun así, pese a todos los errores que le endilguen, fijó el idioma con más fuerza y menos obsolescencia que ninguno otro. Su lengua sigue siendo contemporánea, a lo mejor porque nunca fue atildada, y siempre poética.
Todo esto lo hace ver Iturralde. Ni Pío ni Julio fueron agentes antivascos, y los extractos de la entrevista con Luis Olarra o con Garmendia dan buena fe de ello. Al contrario, para ellos el idioma era consustancial al mundo donde servía de medio, como una parte más de su geografía, como un detalle de sus aperos o una viga maestra de sus construcciones. Otra cosa, claro, es que no hiciera lo que las culturas demasiado familiares siempre esperan que se haga: dedicarse a los suyos.
Pero es que Baroja, como mucha gente, no tenía suyos que no fueran amigos cercanos y familiares íntimos, y aun así ya quisieran muchos habitantes de lo suyo estudiar o fabular tanto sobre el País Vasco como ellos. Baroja había vivido muchos años en Madrid. Su regreso al aldea se produjo a los cuarenta, y probablemente se tomó al pie de la letra que lo que hacía era dejar la corte, de manera que si todo lo que le rodeaba era traducido a un lenguaje sentimental y fabuloso, el vasco incluido, es porque todos los demás elementos de su existencia en Bera también lo eran. Para Baroja el vasco era un color más de la paleta, como para muchos vascongados, que no éuskaros, como subraya Iturralde.
Quizá lo vasco de Baroja es otra cosa. Si lees a Atxaga e Iturralde te das cuenta de que es posible que lo vasco sea solo el órdago, el ahí está, la transparencia, la brevedad, que siempre nace del oír contar, de la lengua como sonido; pero también la calidez que aporta esa prosa tan desnuda —a veces, para un castellano, bruscamente despojada de lo innecesario— da esa ilusión de empatía de la que hablábamos a propósito de Zabía.
He conocido muchos testimonios interesantísimos en el ensayo de Iturralde, pero sobre todo he saboreado una estética que no sé si Iturralde la practica por vasco o por barojiano, o es que su prosa enseña, no por lo que dice sino por cómo lo dice, lo vasco que tiene Baroja.
Bernardo Atxaga, Joxemari Iturralde, Órdago - Hor dago, Pamplona, Ipso, 2018, 119 p.