20.12.23

El peso de la Historia


Se cumple un cuarto de siglo del estruendoso éxito de El hereje, de Miguel Delibes, una buena excusa para leerlo en la edición crítica que hace cuatro años preparó Mario Crespo para la editorial Cátedra. En aquella primera de Destino tengo subrayada la única falta de ortografía de todo el libro, «deshollaban» (p. 426), que en esta otra edición crítica se repite con escrupulosa fidelidad (p. 492), así como la docena larga de vacilaciones en el uso de la coma explicativa. Tampoco tiene mayor importancia, salvo por el hecho de que ese tipo de errores ortográficos, según apunta ahora el editor, a Delibes lo ponían enfermo. 

    Pero ya hablaremos de la edición crítica. Lo importante, entonces y ahora, es la novela, cómo se ha mantenido su llama desde aquel torrente de ventas y de elogios, cómo se sigue leyendo una pieza que fue considerada un clásico de nuestra literatura desde que aún estaba en galeradas. Y el caso es que se lee con idéntico placer, si bien, pasado el tiempo, cabría matizar de dónde viene ese placer y a pesar de qué leves discordancias se sigue sosteniendo. A mí no me cabe duda: la fuerza de El hereje es su prosa, esa lengua precisa y aromática, de ritmo vivo pero no desenfrenado, de cadencia sosegada pero no premiosa. Delibes, a punto de cumplir los ochenta años, dio una lección de botánica literaria con su hermoso huerto de palabras, jamás traídas por los pelos, siempre parte de un mismo flujo, términos de realia de distintas clases, marinería, comercio, agricultura, caza y pesca —cómo no—, amén de sus insuperables descripciones, marca de la casa. Delibes minia el texto con los atardeceres de Castilla la Vieja, en los que uno siente que respira nada más abrir el libro, o, por mejor decir, nada más terminar el preámbulo marinero, también muy lexicográfico y con un vaivén igual de relajante. Es esta la gran baza de la novela, la portentosa capacidad que tenía Delibes de escuchar lo que escribía, de no pasarse nunca pero encontrar un sitio siempre para el verso que termina una frase, para la frase que enciende una imagen. Por lo menos hasta que encara su parte final (yo creo que la jornada de caza con Cazalla, tan Santos inocentes, es el punto de inflexión), cualquier objeción queda desautorizada en virtud de la hermosura de su lenguaje, que, como le dijo entonces García de la Concha, «sabe a hogaza de pan», certero piropo que tomó prestado del que le dirigiera Cunqueiro a fray Antonio de Guevara. Sí, sabe a campo de trigo, a rebaño de ovejas polvorientas y a campesino prudente y ahorrativo. Sabe al amarillo que pintó Sorolla en la serie de la Hispanic Society que dedicó a Castilla, a un afecto nunca desmadrado, a una luz nunca excesiva, por muy asfixiante que resulte a veces. 

    Cuando se publicó, sin embargo, el deslumbramiento lo produjeron, sobre todo, las hogueras del auto de fe con que concluye el relato, flamígero remate de la historia de Cipriano Salcedo, su nacimiento, su primero feliz y luego tormentosa infancia, su aplicación y perspicacia en los negocios, su matrimonio frustrado, su conocimiento de las novedades luteranas y, en fin, su destino trágico a manos de la sádica Inquisición. Salcedo nació en 1517, el mismo año que se inició la Reforma protestante, y acabó atado a la pira del gran auto de fe de Valladolid en 1559, socarrado entre la excitación y los insultos de la masa inmunda, extraordinariamente bien representada en su ciega bestialidad, en su grasiento salvajismo, que solo tolera el espectáculo del sufrimiento («por respeto a los espectadores había que evitar quemar a un muerto», p. 542), mientras, curiosamente, el autor endulza esos momentos finales con una de esas escenas de amor que al pueblo, a ese mismo pueblo bárbaro y despiadado, tanto le gusta imaginar. Desde que la novela se publicó, esas últimas cien páginas que narran el apresamiento, la prisión, el juicio y la ejecución de los encausados fueron las más elogiadas, tanto por su impresionante viveza como por su carácter cinematográfico, como escritas pensando en las llamas que iluminarían la pantalla, pero también como ejemplo de honestidad moral, de autenticidad religiosa y de alegato en favor de la libertad de conciencia. Desde el punto de vista narrativo, empero, es lo que determina la narración entera y tapa con sus macabros resplandores algunos inconvenientes que uno le pone a su lectura. 

    A poco de terminarla (pp. 519-20), el lector encuentra un conciso resumen de la trama:


Cipriano, tumbado en el camastro, acogió con afecto al confesor. Le agradeció su presencia y le dijo que en su vida había tres pecados de los que nunca se arrepentiría bastante, y, aunque ya los tenía confesados, se los confesaba al padre en prueba de humildad: el odio hacia su padre, la seducción de su nodriza aprovechándose de su cariño maternal y el desafecto hacia su esposa, su abandono, que la llevó a morir trastornada en un hospital.


     Al margen de las persecuciones religiosas, esos son los tres hitos principales, ciertamente, y los que explican lo mejor y lo peor de la novela. El Preludio, en un barco en el que Cipriano ha acudido a entrevistarse con personalidades protestantes, anuncia la predestinación del relato y ha sido comparado con los diálogos renacentistas. Cipriano navega y charla con un marino luterano y un calvinista sevillano, en un tono serio, teológico, que a más de un lector ingenuo le echaría para atrás. El propio Delibes insistió en que quería que el lector se metiese en el meollo de la historia, con minúscula y con mayúscula, es decir, de lo que le esperaba y del ambiente en que transcurriría. Según dejó dicho el escritor, «esta complejidad [de la historia] no puede plantearse de golpe en las cuartillas. Precisa una reflexión histórica más o menos profunda, cara a los lectores, para que acepten todo lo que viene detrás» (Introducción, p. 38). Uno piensa que todo es siempre más sencillo. Los diálogos renacentistas no lo sé si le inspiraron, pero El nombre de la rosa seguramente sí. En las Apostillas, Eco viene a decir lo mismo de las eruditas cien primeras páginas de su novela, llenas todas de herejías, por cierto, como lejano preámbulo a un auto de fe que allí no tiene la relevancia de colofón que tiene en El hereje. Al lector hay que meterlo en materia. «Si pasa por esas páginas», vino a decir Eco, «lo demás es simple diversión». Y algo así sucede aquí, porque nada más pasar el diálogo naútico teológico empieza otra novela distinta, amena y con bastantes peripecias, más propia de la novela griega que tanto le gustaba a Cervantes (y a García Márquez, ojo) que de los circunspectos diálogos intelectuales. Después de muchos intentos profusamente documentados, Bernardo y su esposa, Catalina, tienen un hijo, Cipriano, que cae en manos de una nodriza que es como la Tisbe de El burlador, un ama de cría que sustituye a su madre, muerta poco después de parir, y lo protege del padre, un neurasténico que toma a la criaturica por parricida. Pero el padre, pasado de rosca, arranca al niño de los amorosos pechos de la nodriza Minervina para meterlo en un hospital de huérfanos. Que un caballero vallisoletano lleve a su hijo a enterrar mendigos por la voluntad del viandante no deja de ser llamativo, por no decir inverosímil. Que un mozo se reencuentre con su nodriza/madre y se enrolle con ella resulta más moderno y atractivo, y de paso enciende una mecha que el lector espera que se reanude casi toda la novela, y solo la ve alumbrar muy al final, cuando ya no hay nada que hacer. Por un momento pensé, entonces y ahora, que en ese mismo barco que lo traería de Alemania iban a fugarse Cipriano y Minervina igual que lo hicieran Florentino y Fermina.     

    Pero no. Esto es más grave. Vamos a un auto de fe, no a una historia de amores contrariados. A las manos de Delibes llegaron las fotocopias del formidable y espantoso relato que escribió Menéndez Pelayo del auto de fe de Valladolid (Historia de los heterodoxos expañoles, I, pp. 883-910, en la edición de Homo legens que yo manejo), y allí apuntaba el destino de Cipriano y de la novela, nada de regocijos amatorios. De hecho, después de holgar con la nodriza, quince años mayor que él, Cipriano no vuelve a tener suerte con las damas. Emprende un próspero negocio con los zamarros, los tabardos forrados de lana de oveja, que le lleva a conocer a su esposa, Teodomira, un personaje sin opciones de ninguna clase, una especie de giganta con rasgos de displasia ectodérmica, famosa en su pueblo por lo bien que esquila las ovejas, y con un padre tremendo cuyo cadáver, cuando van a enterrarla a ella, aparece incorrupto y empalmado. Teodomira es, quizá, el personaje al que peor le han sentado estos veinticinco años. Su aspecto un poco monstruoso, su desatada obsesión por la maternidad, su erotismo montaraz, como una serrana brutal, no cristaliza en una tragedia que ennoblezca al personaje sino que la emprende a tijeretazos con Cipriano, a ver si lo capa como a los mardanos de su padre. En realidad, no hay en la novela personajes femeninos que obren de antagonistas en pie de igualdad dramática. Minervina es una niña de quince años para un viejo como Bernardo, y una mom de treinta y pico para un adolescente como Cipriano, y ya hemos dicho que su desarrollo se desvanece hasta el final. Las dos mujeres reales, Leonor de Vivero y Ana Enríquez, son, respectivamente, otra madre y otra dama, protegidas por el cristal de la historia, alejadas en su condición de reales, entre platónicas por la época e inalcanzables por la posición. El lector de hoy, que sigue con entusiasmo la peripecia de Cipriano, no deja de ver en estas mujeres lo que, muy sutil y modosamente, el editor llama «ciertos estereotipos». Da un poco de reparo ser más crudo, pero lo cierto es que hoy parecen fantasías de viejo verde.

    Todo lo cual, sin embargo, está muy bien narrado aunque, a mi juicio, y después de haberlo disfrutado, peca de lo que pudiéramos llamar una huida hacia adelante. El conflicto entre Cipriano y su padre no lleva a un agón entre ellos porque antes se encarga la peste de quitar al padre de en medio; los amores de Cipriano y Minervina se esfuman porque el padre mete al chico en el hospicio y luego se lo llevan sus tíos, y el matrimonio fallido con Teo se resuelve volviendo loca a la mujer porque no puede tener hijos y dejándola morir en el manicomio. Las tres son propuestas interesantísimas que quedan a un lado porque lo importante sigue siendo la hoguera. Las tres, para decirlo al modo cervantino, proponen pero no resuelven, son hitos de paso, que da la sensación de que no valen tanto por sí mismas como en su función ilustrativa de los diversos campos históricos que el autor quiere tratar: las circunstancias sociales (el hospicio, la barragana del padre), la industria y el comercio (los zamarros), la agricultura (los proveedores de la zamarrería), el urbanismo (de la taberna de Garabito a la Chancillería, un paseo que todavía es una rentable ruta turística), de manera que las historias son vehículos para la descripción histórica, y no al revés. En todo caso, hasta que aparecen los Cazalla y entra la peste luterana, lo que tenemos es historia, no Historia. A partir de entonces llega el imponente don Marcelino con su prosa musculosa (Ferlosio) y se acaba cualquier sombra de cervantinismo. La llama que nos guíe ya no será la del amor (a pesar de algún leve escarceo) ni la de la acción (a pesar de las huidas a caballo), sino la de la santa hoguera, los potros de tortura y la carne quemada. 

    Queda claro este deslumbramiento fogoso en la prolija introducción crítica de Mario Crespo, interesante en muchos aspectos, pero no en otros. De un tiempo a esta parte, las ediciones críticas han prescindido de la necesaria concisión, de orientar al lector para que luego él ahonde si quiere, a un desparrame de referencias y citas textuales. Los textos se acribillan de notas irrelevantes y las introducciones pecan muchas veces de ese vicio escolar de ir empalmando citas de estudiosos,  con interpretaciones tan contundentes como gratuitas, como se componían antes los apuntes de las oposiciones. Pero una introducción consiste en un ejercicio de contextualización: en las circunstancias y en la obra de su autor y de su tiempo, en sus fuentes y en su género, así como en las claves que ayudan a entenderla. Estos días, leyendo el Persiles, vi que Avalle-Arce tuvo bastante con una treintena de páginas y unas pocas notas para editarla en Castalia. Esta edición de El hereje tiene una introducción de 144 páginas y 1582 notas, no todas necesarias. 

    Entre los aciertos de la Introducción, destaco el rastreo minucioso de las fuentes, del proceso de escritura y de los testimonios del autor, y no tanto el habitual resumen de la historia y el mencionado rimero de opiniones autorizadas e interpretaciones variopintas. Importa, por ejemplo, el que se plantee si El hereje es o no una novela de tesis, es decir, si todo apunta a ser un ejemplo de la necesaria libertad de conciencia, de los excesos de la Iglesia o de un cierto maniqueísmo anacrónico según el cual los comuneros y los luteranos serían el flanco adelantado de la historia y Carlos V y Felipe II la carcundia contrarreformista. O, dicho de otro modo, si la novela no se busca a sí misma sino que ya está sentenciada de antemano y se resuelve como una reflexión presente trasladada al siglo XVI. Yo creo que la novela es novela pura hasta que aparece la Inquisición, y novela de tesis hasta que la devoran las llamas. Pienso que en el relato previo hay preguntas, y en el último solo respuestas. Es novela mientras acompañas al personaje en sus vicisitudes, y tesis histórica cuando se le cierra cualquier salida.

    Que sea o no una novela de tesis tiene que ver con que sea o no una novela histórica. Delibes lo negaba: «He procurado por todos los medios que la historia no devore a la fábula» (p. 75). Diríamos lo mismo de antes: es así mientras la narración sigue la lógica del personaje, por más que sus hechos estén muy mediatizados por los aspectos socioeconómicos de la época que quiere tratar, y no es así cuando Cipriano se convierte en un personaje testigo, en alguien que estuvo allí, asistiendo a un conventículo, dando la mano a personajes históricos, conversando con figuras de la época. Lo curioso es que Delibes negara, precisamente por eso, que El hereje fuera una novela histórica, cuando ciertamente —piensa uno— es al contrario: estamos hartos de historias noveladas, de enciclopedias dialogadas, de argumentos previos. Una buena novela histórica, y esta lo es, debe armar de verosimilitud la peripecia del héroe. Es histórica porque es creíble la época en la que sucede, pero es novela porque se debe a sí misma, no a los apuntes de Historia de España.

    Y en cuanto a las 1582 notas, en fin, insistamos en que no todas son necesarias ni tampoco era imprescindible que fuesen tan prolijas. Las hay de varios tipos: son muy interesantes las que contextualizan los hechos históricos y rebuscan en la bibliografía que consultó Delibes, así como aquellas que advierten de anacronismos (que le fueron señalados al autor pero él dejó en su sitio) y las que indican las correcciones de Delibes en el manuscrito original. Estas dos últimas, no obstante, son un material copioso que podría haberse compendiado, organizado y resumido en un apartado de la introducción. Las que no son de recibo son, por un lado, esas interpretaciones de crítica pajarera, siempre a vueltas con el narrador diegético y recontradiegético, y casi siempre meras paráfrasis de lo que dice el texto, cuando no conjeturas simbólicas tan obvias como pomposas; y, por otro, las que se empeñan en servir de diccionario auxiliar, como si el lector no tuviera uno en su casa, o, peor, se le hubiera olvidado su idioma. Estas últimas son las que más me irritan, porque una nota al pie no deja de ser una interrupción en la lectura. No entiendo, por mucho que haya empeorado la enseñanza, que a estas alturas se advierta de que un refrán es un refrán, o se explique el significado de palabras como picón, ringlera, majuelo, cazoleta o varios cientos más, y sin embargo se deje sin explicar el sentido ambiguo y arcaizante del adjetivo sesgo. No entiendo que, entre tanta nota, aparezca un muchacho nuevo en el orfanato al que todos llaman Gallofa y el editor no explique por qué, no sea que a algún lector no le suene el célebre «tú bellaco y gallofero eres» al que hace clarísima referencia, o que nos explique palabras de uso común pero cuando sale algo en latín el editor pase de largo sin traducirlo, como si todo el mundo lo entendiese; algo que, por otra parte, no me extraña, porque el único latinajo que usa él, «in media res» (sic), está mal escrito.

    Quizá no haya que hilar tan fino. Con diccionario o sin él, sabiendo latín o sin saberlo, los cientos de miles de lectores que se lanzaron a esta novela hace veinticinco años la disfrutaron (quizá no todos) como la hemos disfrutado ahora, y se asombraron de que a Delibes le quedaran fuerzas para semejante empeño, sobre todo cuando, nada más terminar el manuscrito, le detectaron un cáncer del que solo se recuperó físicamente, pero que le impidió volver a meterse en ningún empeño literario. «Me han quitado el mal pero me han convertido en un mero superviviente», dijo entonces, y recoge ahora el editor (p. 98). Celebremos que le diera tiempo a terminarla.


    Miguel Delibes, El hereje, ed. Mario Crespo López, Cátedra (col. Letras Hispánicas), 2019 (=1998), 549 p.

9.12.23

Materiales para el dolor


Los lectores de Paul Auster llevamos algún tiempo alarmados con el giro cruel que ha dado su vida. En poco más de un año se le ha venido encima la muerte de su nieta, Ruby, una criaturica de diez meses, quien había ingerido una combinación de heroína y fentanilo en un descuido de su padre, Daniel Auster, hijo de Paul y de la escritora Lydia Davies. Daniel, acusado de homicidio involuntario, murió semanas después, de sobredosis, en una estación de metro de Nueva York. Pocos medios literarios hay que no se hayan hecho eco del desastre, así como de la nula relación que el escritor mantenía con su errático hijo. 
Poco tiempo después, su actual esposa, Siri Hustvedt, hizo público que Paul Auster padecía cáncer y estaba sometido a un tratamiento «devastador», según ella, quien también dijo que de unos meses a esta parte los dos vivían «en Cancerland», una forma bastante certera de reflejar cómo la enfermedad anega la vida del paciente y de quien lo acompaña en su calvario. La propia Hustvedt publicó en la red una fotografía de Auster que es la que ahora podemos ver en la solapa de su última novela, Baumgartner, recién publicada. En ella se ve a un Auster estragado por el tratamiento, con gorro negro y gafas oscuras, la piel tirante y sin brillo y una media sonrisa que está a medio camino entre la resignación y la ironía.

Digo todo esto porque resulta imposible leer Baumgartner sin pensar, primero, si la novela ha sido escrita durante su convalecencia, o al menos terminada, y segundo si lo que en ella cuenta tiene algo que ver o puede estar influido por el bombardeo de desgracias que ha padecido en poco tiempo, del mismo modo que también resulta difícil emitir un juicio crítico que no tenga en cuenta lo que uno no sabe si debe ser tenido en cuenta. La novela, desde luego, habla de la pérdida y de la desgracia, de la vejez y de la muerte, y por momentos uno no sabe si sus palabras se refieren a personajes que han desaparecido o a cómo el propio protagonista se enfrenta a lo que le queda de vida. Hablando, por ejemplo, de la mujer de Baumgartner, a la que una ola demasiado fuerte partió la espalda mientras surfeaba en Cape Cod, Auster escribe: «No lo siento por mí, y no me estoy regodeando en la autocompasión o clamando al cielo: ¿Por qué yo? La gente se muere. Se muere joven, se muere vieja, y se muere a los cincuenta y ocho», que es la edad que tenía Ana en el momento de morir.  Pero es inevitable, durante su lectura, ir subrayando frases que pueden tener que ver solo con lo que nos está contando o también con lo que sabemos que está viviendo. Cuando Baumgartner piensa en el libro que tiene entre manos y en la posibilidad de terminarlo, habla de lo esencial que le resulta el tiempo ahora y de que «no tiene ni idea de cuánto le queda». Cuando habla de los padres del protagonista, se centra en la prematura muerte de ambos, a poco de cumplir sesenta años, el uno por una embolia pulmonar (después de toda una vida fumando cuatro paquetes diarios) y su madre de un cáncer de páncreas, «seis meses brutales en los que su cuerpo menudo se redujo a una espantosa delgadez». Poco antes de pensar en ella y revivir parte de su niñez, Baumgartner sale al jardín y disfruta del hermoso día, pero también se hace la pregunta inevitable: «Quién sabe si no es este el último buen día que verá».

Son muchos los pasajes en los que el lector se plantea esta doble lectura, dentro y fuera de la novela, referida solo a su protagonista o también a su autor, y no ayuda mucha saber que parte del material que la compone ya había sido escrito antes de su particular apocalipsis, por ejemplo la historia de los lobos de Ucrania, que apareció en 2020 y había sido escrita durante la pandemia, o determinados temas y secuencias que nos remiten, al menos, al tono de novelas anteriores suyas y a textos autobiográficos. En su historia de amor juvenil encontramos ecos de A salto de mata, pero tampoco es difícil volver a libros como Brooking follies en la historia de Judith o a 4321 en la de la infancia y primera juventud del protagonista, si bien la novela que más me ha venido a la memoria haya sido La música del azar, sobre todo por una cuestión de planteamiento narrativo que hace que el final de Baumgartner resulte previsible desde el principio. También aquella novela de hace treinta y tantos años estaba escrita en tercera persona cuando lo más lógico habría sido escribirla en primera, y la razón, el final de Sachs y del profesor Baumgartner, es en ambos casos la misma.

Baumgartner nos cuenta cinco historias relativamente independientes. En la primera, el profesor de Princeton reflexiona sobre el síndrome del miembro amputado, o cómo una parte de tu cuerpo parece seguir viva una vez que ha desaparecido, que es exactamente lo que le ocurrió, nueve años atrás, con la muerte de su esposa. La segunda le lleva a recoger poemas y fragmentos escritos por Ana y transcribir algunos de ellos, por ejemplo el hermoso relato en el que se nos cuenta en qué circunstancias decidieron vivir juntos. En contraste con ese canto al amor juvenil, la tercera historia es de un patetismo enternecedor, de cómo el setentón Baumgartner da un paso más allá de lo debido en la relación que mantiene con Judith, casi veinte años más joven que él y amiga y admiradora de la difunta Ana. En la cuarta, el protagonista, que ha comparado las familias bien situadas de las que procedían las dos mujeres de las que ha llegado a enamorarse, piensa ahora en la suya, la de unos pobres comerciantes de ropa, él un eslavo atrabiliario aficionado a la historia, ella una mujer maravillosa (nada nuevo en una madre de las novelas de Auster) que tiende a ver como un golpe de suerte lo que para cualquiera habría sido una injusticia intolerable. Y en la quinta, en fin, la hija que no ha tenido Baumgartner, una joven estudiante especializada en la obra de Ana, acude a visitar al profesor para recopilar la información que necesita, y esa visita, en un final un tanto sofisticado (mucho más que el de Sachs, y también más previsible, insisto) es la que determina el, digamos, hylemorfismo fatal de Baumgartner.

No es, pues, una sola historia, más bien varias que se refieren a lo mismo, eso sí, narradas con la maestría, la intensidad y el ritmo hipnótico de siempre, ese juego de prótasis anticadentes (sobre todo concesivas y condicionales) que da la sensación de que el narrador se tome cualquier minucia todo lo en serio que la minucia se merece. Las cinco historias parten, en efecto, de acontecimientos mínimos, que Auster contextualiza y detalla en un ejercicio de constante maestría. Si las circunstancias no fueran las que son, diríamos que, aunque magníficamente bien escrita, Baumgartner no es, en conjunto, su mejor novela. Teniéndolas en cuenta, para el lector de Auster se convierte, además de en un libro imprescindible, en una especie de consuelo.


Paul Auster, Baumgartner, Faber & Faber, 2023, 202 p.

2.12.23

Ese tipo de cosas


Hacía veintiocho años que este libro esperaba en la estantería del modernism anglosajón su turno de lectura, y la culpa de que haya tardado tanto en leerlo es del propio autor. Ahora me entero, en la dedicatoria a Stella Ford de 1927, que el título surgió por azar, por el mero hecho de que cuando le pidieron cambiarlo (iba a ser La historia más triste, pero acababa de estallar la Primera Guerra Mundial), Ford estaba militarizado y no se le ocurrió nada más irónico que titularla El buen soldado, un título con el que la novela tiene, ciertamente, bastante poco que ver. En todo caso a mí me sonaba entonces (en 1995, cuando apareció la versión en español) como un libro de guerra, y aunque después he leído unos cuantos y me han gustado mucho, entonces quedó en espera de mejores momentos. Sí recuerdo que la compré en la librería Antonio Machado, de la calle Fernando VI de Madrid, y también que me habló muy bien de ella un hombre que formaba parte de la plantilla de la librería y se dedicaba únicamente a ir de aquí para allá comentando, sin importunar jamás, los libros que los clientes tenían en la mano, un individuo amarrado siempre a un pitillo, delgado, con gafas de pasta y aspecto de haberse leído la librería entera.
     Pues bien, el turno le ha llegado ahora, cuando viajo por mi biblioteca rellenando huecos de lectura que a duras penas pueden satisfacer las irrelevantes novedades que encuentro en la librería. Y resulta que El buen soldado no va de guerra sino de literatura, más concretamente de cómo contar una historia. Su argumento, si es que se puede hablar de eso, viene a ser el siguiente: un americano, Dowell, cuenta el desgraciado final al que fueron acercándose unos cuantos personajes de su entorno de gente bien: el generoso (y manirroto) Edward Ashburnham, soldado atento con sus conmilitones, propietario dadivoso con sus colonos y amante fogoso y variado, el tipo de aristócrata eduardiano tan fiel al estricto régimen de clases como entregado al bienestar de sus conciudadanos. Este Edward, de contradictoria moral protestante, está casado con Leonora, católica irlandesa, con todos los rigores igualmente contradictorios de los católicos, pero con distintas prioridades. Para ella es más importante que su marido no dilapide su fortuna que el que compongan un matrimonio normal, si es que podemos llamar normal al hecho de que dos personas se tengan afecto y se acompañen y se comuniquen. Esta Leonora entra en ese tipo de paradojas postrománticas (algo de eso hay en la única novela de Baudelaire, La Fanfarlo) por las que una mujer le busca una amante a su marido para asegurarse de que no se termina de despeñar en un marasmo de tristeza y alcohol, pero que, por otro lado, no ceja en hacerle la vida imposible. Y luego están las otras amantes de Edward, empezando por Nancy, la hija de los amigos, la casi sobrina, que es la que Leonora le mete a su marido por los ojos y que acaba volviéndose loca de remate, o la bailarina española que en París sablea sin piedad a Edward, o Maisi Maiden, o la señora Basil, cuyo marido acepta los cuernos a cambio de una generosa compensación económica, o, en fin, Florence, la esposa del narrador de la novela, esposo despechado pero no por eso, al menos aparentemente, vengativo ni resentido. 

Salvo Leonora, la única mujer fuerte y en sus cabales de cuantas aparecen por la historia, y el propio narrador, todos acaban mal, o locos o muertos, unos por suicidio y otros por un fallo del corazón. Porque en ese mundo de gente bien todos tienen de cristal (de cristal muy frágil y muy caro) no solo el corazón sino también el cerebro. Sus respectivas religiones se lo han ido deformando desde los internados infantiles, pasando por una juventud donde el cinismo es una forma de urbanidad y sobre todo en una vida adulta llena de insatisfacciones, de fingimientos y de poca sustancia; una superficialidad que, curiosamente, presiona sus conciencias hasta hacerlas estallar. Quizá sea el tema del decline and fall, tan inglés, o un retrato de cómo la moral eduardiana se iba desecando en su propios placeres  autocontemplativos. Muy inglés y muy francés, desde luego, porque esa distancia cínica, esa puntillosidad desapasionada, esa fría delectación lleva su marca de origen, y no en vano el propio Ford señalaba a Flaubert, con toda la razón del mundo, como el padre de la modernidad en materia novelesca.

Porque todo lo anterior está contado de un modo que los editores insisten en llamar vanguardista (lo propio de quien alterna con Conrad, con Pound o con Joyce y se declara ferviente admirador de Henry James) y que a mí, como siempre ocurre con las mejores producciones de vanguardia, me parece de lo más realista. El narrador, en un excurso a mi modo de ver innecesario, lo explica en la página 255: 


Soy consciente de haber contado esta historia con muy poco orden, de manera que tal vez resulte difícil encontar el camino, por lo que quizá no sea más que una especie de laberinto. No está en mi mano evitarlo. Me he atenido a la idea de que me encuentro en una casa de campo co un silencioso oyente que, entre las ráfagas de viento y los ruidos del lejano mar, va escuchando la historia a medida que brota de mis labios. Y cuando se analizan unas relaciones amorosas —unas largas y tristes relaciones amorosas—, tan pronto se retrocede como se va hacia adelante. Al recordar de repente aspectos olvidados, se tiende a explicarlos con mayor minuciosidad porque se es consciente de que no se los mencionó en el sitio adecuado y de que, al omitirlos, quizá se haya dado una impresión falsa. Me consuelo pensando en que se trata de una historia verdadera y en que, espués de todo, la mejor manera de contar una historia verdadera es hacerlo como quien se limita a contar una historia. Será entonces cuando parezca más auténtica.


Así es. Se trata, en primer lugar, de una historia oral, es decir contada como se cuentan las cosas cuando no hay posibilidad de volver atrás para empezar de nuevo. A no ser que nos la sepamos de memoria, nuestra manera de narrar es más espiral que lineal: vamos y venimos, llegamos a un punto del que nos hemos olvidado una parte importante, insistimos en un episodio en el que quizá no hicimos todo el hincapié que requería, tratamos de imaginar cómo vieron lo mismo que nosotros quienes también lo presenciaron, o lo sufrieron, y que tenían una distinta relación con sus protagonistas, y por lo tanto una distinta percepción. A eso me refiero cuando hablo del realismo vanguardista. Cuando me decidí a leer de cabo a rabo el Ulises, no me encontré con una obra inextricable sino con un catálogo de realismo: no había leído hasta entonces nada tan realista como el episodio del cementerio (que me sigue pareciendo insuperable) o el mismo monólogo de Molly Bloom. Quiero decir que la ruptura de las convenciones decimonónicas no era un salto a lo extravagante, a las nuevas formas de expresión, sino una indagación en cómo contar lo que a diario nos contamos a nosotros mismos. 

Y con El buen soldado he tenido una impresión parecida. Dowell es ese americano (muy, muy inglés, por otra parte) que habla con tanto atildamiento como desgana, que maneja muy bien la lengua y no se enmaraña en frases largas, pero sí cuida la expresión precisa, decora el discurso con fraseología conversacional («Ese tipo de cosas», repite varias veces, como si no le apeteciera cansarse en repujar una escena o matizar un comentario) y, sobre todo, convierte su discurso en una actitud, la de quien trata de ver la historia desde lejos pero no acaba de convencer al lector de que no haya detrás más dolor del que parece. En el fondo el tema es ese: tratamos las desgracias como cuadros preciosistas, prerrafaelitas, con la debida distancia y todo el refinamiento de nuestra amplia cultura, como si no nos afectasen demasiado, pero también con un leve rictus de amargura reprimida, como si formara parte de esa misma exquisita educación no dejarnos arrastrar por las emociones. Los críticos hablan de impresionismo, una fórmula demasiado vaga para reunir esa mezcla perfecta de estética distante y realismo casi naturalista, de conductas ajenas a la realidad y formas de verlas tan pegadas a ella. Ese contraste, el del melodrama de gente bien y el de la manera culta y desapasionada de contarlo, es el que hace de El buen soldado un modelo vigente sobre cómo narrar una historia, incluso ahora, más de cien años después de publicada y casi treinta desde que tuve que haberla leído por primera vez. Nunca es tarde… 


Ford Madox Ford, El buen soldado, ed. de Luisa Antón-Pacheco, trad. de José Luis López Muñoz, Cátedra, 1995, 321 p.

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