31.5.12

Inmundicias al sol



Qué bien, por fin un motivo para salir de casa. La Biblioteca Nacional ha inaugurado una exposición sobre el entorno literario de Góngora y su influencia posterior. En el catálogo de la exposición vienen artículos de Robert Jammes y Antonio Carreira e incluso Andrés Sánchez Robayna, así que habrá que comprarlo y de paso ver la exposición. La lectura de La obra poética de don Luis de Góngora y Argote, de Gongoremas e incluso de Silva Gongorina, respectivamente, me hizo admirar a Jammes (sobre todo cuando luego leí su edición de las Soledades en Castalia), hacerme admirador de Antonio Carreira (definitivamente, lo que debe ser un filólogo, a la altura del mejor de cualquier época) e incluso divertirme, que ya tiene mérito, con Sánchez Robayna. Los tres son imprescindibles en mi biblioteca gongorina, sección que va nutriéndose de tiempo y obras maestras, en una pared a espaldas del sol, para que se mantenga umbría, que bastante luz despiden los poemas de don Luis.
               Góngora es un poco así. Su poesía es rubia, luminosa. Salvo en el romance de Píramo y Tisbe, nunca soy capaz de pensar en paisajes oscuros o nocturnos. Aun cuando esté describiendo la gruta de Polifemo, en el tono más negro posible, el efecto es restallante, soleado, y desde luego no llueve. Así que el príncipe de las tinieblas viste de blanco permanente, por más que los dos tomos de su obra completa que editó Carreira en la Fundación Castro, encuadernados en tela gris clara (el color más claro de toda la colección; a Quevedo se lo pusieron negro), estén ya tan manoseados y ennegrecidos de la fiebre estética que podrían tomarse por un oscuro tratado. Hasta que lo abres y el podenco se despierta deslumbrado por la luz. La exposición de la Biblioteca Nacional, cómo no, se titula La estrella inextinguible.
               Entre los objetos que veré en la colección (Góngora es tan importante para mí que creo que en un par de días reuniré las fuerzas suficientes para ir) hay un autógrafo de Góngora al que se ha prestado atención en el telediario y en la prensa en general. Se trata de una confesión delatoria contra el inquisidor Alonso Jiménez de Reynoso, que se estaba cepillando a una señora. Este Jiménez de Reinoso es un viejo conocido entre los aficionados. Aparece en un documento que exhumó Dámaso Alonso y nos ayuda a calcular, aproximadamente, el tipo de vida que llevaba Góngora. “El 31 de enero de 1607”, dice Jammes, a propósito del documento, “el licenciado Baltasar de Nájera de la Rosa se compromete a pagar una pensión anual de 1050 ducados al doctor Alonso Jiménez de Reinoso, quien le cede a cambio su ración entera de la catedral de Córdoba. Nájera reconoce que el cambio es ventajoso para él porque la ración vale 1500 ducados”.  Cuenta, además, que limpios le quedan unos cuatrocientos y que con eso puede funcionar. Góngora cobraba, por racionero de la catedral de Córdoba, 2500 ducados, y tenía otras rentas e ingresos. Pero en 1607 Góngora tenía 46 años, y la delación firmada procede de 1597. Según otro documento publicado por Artigas, en esta fecha, amén de los 2500 ducados en concepto de racionero, Góngora ingresó los pingües beneficios de una cosecha excepcionalmente buena, que no rebasaban los 1294 ducados de renta. Es decir, que después del sorprendente documento, ¡Góngora delató a un inquisidor!, las cosas, en puestos y en ingresos, diez años después seguían más o menos igual.
               Más importancia tendrá el documento, supongo, como prueba de la gracia que les hacía en esa época que los inquisidores se cepillasen a las señoras. El extracto que he podido leer invita a pensarlo:

Ýtem, e oýdo decir a Álualo de Vargas,paje que fue del dicho ynquisidor, como la dicha doña María era su amiga y entraba y salíade su casa muy de hordinario, y la tenía veinte y treinta días en un aposento alto que llaman de la Torre, donde la entraban por una escalera falsa que está en la principal, que sube a su quarto, y para tener correspondençia a su aposento hiço romper a costa del Rey la muralla de nueve pies en ancho,y el dicho Vargas la bio abrir y trabajar en ella como agora se puede ber por vista de ojos; y que quando el dicho ynquisidor dormía con la susodicha doña María lo echaba él de ver en quatro y seis camisas que había él mudado la noche y estaban tendidas a la mañana en el terrado para enjugallas del sudor, donde hallaba en las delanteras de las dichas camisas las inmundiçias y suciedades hordinarias de semejantes actos, como lo dirá el dicho Áluaro de Vargas”.

Qué guarros eran en aquella época. No metían las camisas a lavar sino que las sacaban a secar. Y de paso, supongo, las almidonaban. 

30.5.12

Gran faena a José Manuel Perera en Las Ventas



Cada San Isidro vuelve a verme un largo período de mi vida en el que no solía perderme ninguna corrida de feria. Una de las últimas veces que asistí, hace ya algún tiempo, dediqué una bernardina a José Manuel Perera que titulé Verdad, un término muy taurino del que ayer, en Las Ventas, se conoce que Perera volvió a dar una lección, aunque esta vez el protagonismo se lo arrebató Julio Aparicio, que al final del festejo pidió a sus compañeros de terna que le cortaran la coleta. A Perera y a Tejela, que cerraba el cartel, los he leído declarar su respeto por Aparicio, su comprensión del trago que debía estar pasando y sus mejores deseos de que el malhadado torero se venga de nuevo arriba. Por dentro, pensaba yo, Perera estará pensando que se ha vuelto a jugar el tipo, pero entre que no anduvo diestro a espadas y que el otro estaba montando el número, nadie lo habrá de recordar.
               En la fotografía del asunto (un buen trabajo de Domingo Álvarez para el ABC de Sevilla) están todos los protagonistas: Perera mira contrariado, mientras Tejela, oculto, procede al despojo. Aparicio mira al suelo como la víctima del sacrificio, con rictus de entereza trágica. Detrás, con gesto de muy medida desolación, Ortega Cano. Los únicos que no tienen cara de foto, los únicos a quienes les han robado un gesto no compuesto, verdadero, obedezca al sentimiento que obedezca, son Perera y el banderillero, que mira cauto y sorprendido, con esa mirada que ponen los subalternos cuando el maestro no ha tenido su tarde y nada más cerrar la puerta del coche se acuerda del santoral en pleno.
               Aparicio va vestido de fucsia y azabache, o sea de Rafael de Paula, pero de un Rafael ya pasado, regordío, plateresco de alamares, barroco de tiempo y de posturas, saturado de gitanería, de cuando hasta sus más encendidos admiradores habíamos perdido toda esperanza de que volviese a brotar en él una buena faena pero nos conformábamos con su presencia. Paula tuvo unos pocos momentos redondos, definitivos, los suficientes para que el recuerdo y la esperanza lo siguiesen manteniendo en los carteles. Y el morbo, que de todo hubo. Pero Paula siempre estaba, siempre era el poder ser, en él siempre asomaba el arte por algún sitio. Y además era, en sí mismo, un mito, es decir, y en términos narrativos, un personaje arquetípico.
               Y un arquetipo que tuvo y tiene sus imitadores. Desde el insólito Javier Conde, de quien no se sabe que haya hecho nunca nada (me refiero en el ruedo, porque fuera vive en un teatrillo ambulante), a Morante de la Puebla, que como es tan bueno se está independizando míticamente, se ha salido del arrebato cañí para incorporar un dandismo refinado, que se puede permitir porque de vez en cuando sigue poniendo la plaza en pie. El caso de Aparicio es otro. Como recordaba hoy un crítico, aquellos diez minutos de 1994 le han servido de currículum para el resto de su carrera, por más que, hace no mucho, sufriera una de esas cornadas cuya foto acaba entre la casquería gráfica de la taberna taurina de la Plaza Mayor. Fue terrible, formidable y espantosa, seguramente un precio demasiado alto para lo fácil que le resultó pasar durante tantos años por una figura de culto, pero no tanto como para que olvidemos el camino de rosas fucsias y azabache por el que ha transitado este torero desde que nació.
               Los aficionados recordamos con rencor aquellas temporadas en que resultaba difícil ver en plazas grandes a novilleros buenos porque todos los carteles estaban copados por los hijos de papá. El hijo de Aparicio, el hijo del Litri y el hijo de Paco Camino. A los dos últimos hubo que ponerles hasta un profesor particular cuando, solo por la cosa del nombrecito, ya tenían firmada la temporada. Los toros son un espectáculo excesivo. Los agravios, el nepotismo, las arbitrariedades y las injusticias son el pan de cada día. Litri y Camino no aprendieron nunca a torear, pero Aparicio sí sabía, o al menos así lo demostró en aquellos diez minutos de gloria, de los que el maestro Vidal dijo en su crónica lo siguiente:

Fue el toreo soñado. Fue el toreo que los diestros con torería intensa rumian en las duermevelas de las corridas, cuando se amalgaman en los vericuetos del pensamiento los sueños de gloria y los presagios de tragedia. Así fue, como un sueño, el toreo cumbre que recreó Julio Aparicio ante el asombro de la cátedra, en el centro geométrico del redondel.

Fue también el toreo que había soñado la afición. El toreo perfecto, el toreo mágico; la suma y compendio de cuantos retazos de toreo profundo, emotivo y bello se hayan podido ver en toda una vida de aficionado. Aquellos muletazos de dominio, aquellos pases de suavidad infinita, la galanura de las trincherillas y de los cambios de mano, los naturales en su expresión más pura, los redondos convertidos en exquisitez; el broche deslumbrante de las suertes cabalmente ligadas, resuelto mediante el revoloteo jubiloso del pase de pecho el embrujo del ayudado; la estocada en la cruz a volapié neto, volcándose el matador sobre el morrillo del toro. Todos esos retazos de la tauromaquia excelsa —con marca exclusiva y autoría precisa cada cual—, que se hubieran llegado a ver en toda una vida de aficionado y se mantenían frescos en el recuerdo, de repente se ensamblaban y fundían convertidos en una sola y monumental creación artística, en el centro geométrico del redondel de Las Ventas.

Julio Aparicio fue el creador. Ocurrió de súbito. Trasteado el toro en unos armoniosos pases de tanteo, debió venirle de golpe la inspiración, corrió al centro geométrico del redondel, citó desde esa distancia, embarcó al toro que acudía vivo y fijo a tranco alegre, y de ahí en adelante obró el prodigio de transfigurar el toreo técnicamente perfecto en una explosión de fantasía.

¡Qué locura, entonces! El público pasó del pasmo al delirio.

Palabra de maestro. Razón suficiente para que Aparicio demostrase, ¡el día de su confirmación!, que era un grandioso torero. El problema es que, terminada la faena, se creó el personaje. A partir de entonces ya se anunciaba, con vestidos cada vez más recargados, junto a Curro Romero en corridas de arte y ensayo como la de la alternativa de Uceda Leal, a la que Vidal, el mismo que se había deshecho en elogios con el faenón aquél, le dedicó una crónica en la que se intuye (si se lee bien, se ve) la diferencia que Vidal establecía entre los dos artistas pintados, el “torero y maestro”, Curro Romero, y Julio Aparicio.

Aparicio ya era entonces como esos poetas albertianos que escribieron un buen libro a los veinte años, pero que luego la vida, el malditismo y el afectado mundo del artista pintaron bastante más que sus poesías. O que, como le predijo Alexandre a Claudio Rodríguez cuando le llevó el Don de la ebriedad, ya no podrían alcanzar nunca la misma altura. Alexandre metió la pata, pero es una pata contumaz que ha determinado, para mal, la biografía de Claudio Rodríguez (esa pata que metió Ortega en las novelas de Miró, que el pobre Gabriel ya no se pudo quitar de encima), y en el caso de Julio Aparicio quizás aquella faena fuera tan superior al propio artista (así es buena parte de las más grandes obras) que el resto de su carrera se convirtió en un colgar más caireles en el vestido y sentir el peso de la impotencia.
               Ese cuerno que le sale a Aparicio por la boca le inhibe a uno de hacer sangre de la coleta caída. A fin de cuentas, quitarse la coleta no es nada. Por detrás, la cara de falso duelo de Ortega Cano está diciendo que eso no es nada, que la coleta es publicidad, programas del corazón, lágrimas de cocodrilo, el diestro está muy animado porque ha encontrado un nuevo amor, así hasta que, como hizo él, vuelva y se vaya pero antes de irse se despida más que los payasos, y diciendo adiós y abrazándose desde el centro del ruedo con un ramo de claveles irá sumando contratos. Pero no. Yo creo que Aparicio había optado más por el malditismo estético, no por las actuaciones de circo. El día que se ponga al mismo nivel que el zángano de Rafi Camino borraré de mi memoria aquella crónica de Joaquín Vidal. La faena de Perera, por lo que se ve en las crónicas, ya está borrada.

28.5.12

El misterio del plano fijo


Los premios del festival de Cannes han sido concedidos a los siguientes temas: una pareja de ancianos cultos que se ayudan a morir; un hombre cuya obsesión por participar en Gran Hermano le hace perderlo todo; “un relato sobre perdedores que buscan una salida y la encuentran” (en palabras del Boyero); un hombre al que arruina la mentira de una niña, que lo acusa de pederastia; “una mujer desequilibrada recurre a su amiga de la infancia buscando refugio”; esa misma mujer cuya amiga es una fanática religiosa que se empeña en exorcizarla; y, como premio al mejor director, una cosa surrealista.
El propio Boyero se queja un poco de lo negro del panorama. Pero no lo interpreta. Si la más optimista de todas es una de Ken Loach, no quiero pensar cómo serán las demás. Ahora bien, si el jurado de Cannes se creía con una cierta relevancia no solo cinematográfica sino, digamos, histórica, es decir, de prestigioso fedatario de los tiempos, de premiar películas que nos expliquen, el palmarés queda de lo más sugerente. Ayer mismo me quejaba de que en España seguimos pensando que el arte no tiene que ver con la vida que vivimos. A nosotros que tan bien se nos da retratar con gracia la crudeza, estamos dejando pasar los temas importantes para que se los apropien tipos tan solventes como Haneke, de quien no me alegra que le hayan dado la Palma de Oro sino que haya rodado una nueva película.
Con el cine nunca siento la obligación de estar al día, algo que me depara placeres no premeditados como, de pronto, ver La cinta blanca y salir rebosante de entusiasmo y convencido de haber visto una obra de arte. Estos alemanos (como los llama el traductor de Gibbon), lo que no hacen pesado, lo hacen muy grave, y el resultado va marcando épocas, mojones de la historia estética de Europa, con la misma frecuencia, más o menos, con que ganan campeonatos de fútbol. Es lo que me sucedió en los ingenuos ochenta con Fassbinder, que ahora tengo tan lejos, o en los noventa con Herzog, sus películas de los setenta, desde Fata Morgana a, ya en los 80, Fitzcarraldo, que es la que me hizo reparar en él varios años después. Sigue fresco en mi memoria el pobre Gaspar Hauser, y los ojos de Klaus Kinski, que son como los de Marujita Díaz pero en alemán, no se me borrarán en la vida, y mira que me cae mal ese sujeto. Luego ya me pareció que se pasaba de listo, pero Fitzcarraldo (aquella misión imposible del barco subiendo montañas, que luego he sabido que tomaron, cómo no, de Faulkner y sus cuentos de cheksaws y chikasaws) obró en mí la adhesión incondicional que hace un par de años provocó Haneke con esa perfecta explicación del nazismo.
Iranzo, que conoce toda su obra desde el principio, la vio pero me dijo que viera La pianista, que la echaron la otra noche por la tele, más incluso que Funny games, que, conociendo mi extrema sensibilidad para las barbaridades, quizá me resultaría excesiva. La pianista también me resultó excesiva, el último cuarto de hora me lo pasé haciendo viajes por el pasillo (con parada en la nevera: cuánto engorda la sensibilidad), pero la disfruté igual, si bien en las escenas de vómitos y humillaciones me sentía reclamado nuevamente por las fresas. En todo lo demás, sobre todo en la primera hora, me había encandilado con sus planos fijos. En La cinta blanca me habían gustado mucho, pero aún no sabía por qué. Cierto es que descubrir cuál puede ser la máxima duración de un plano sin que deje de hacerse corto debe de ser la fórmula de cualquier director, máxime si es alemano. Pero en La pianista creí adivinar por qué. El plano fijo se hace corto porque no se acaba; es decir, no se acaba más allá del tiempo, solo tienes unos segundos para una imagen tan clara y tan compleja que no invita tanto a contemplarla como a recorrerla minuciosamente con la mirada. Cuando uno aparta la vista del primer plano de Isabelle Huppert (que ya es delito), de inmediato tropieza con algo, con un tablón de anuncios, con un mueble, con una ventana, tan sugerentes, tan significativos que uno hace un alto para pensar en ello. Uno se ha ido de Isabelle Huppert como yo me voy a la nevera, pero la nevera del plano es interesantísima, y más allá hay alguien, algo, una ropa tirada, una cartera abierta, que vuelven a reclamar mi atención ya con cierta urgencia porque supongo que el plano no ha de durar mucho más, y ya con prisas, después de un rato, vuelvo a la cara de la protagonista, y el plano, después de mucho tiempo, se acaba antes de que yo haya podido terminarlo de ver. La mayoría, en aras del efectismo, suele desenfocar el fondo de los primeros planos, pero eso se ve enseguida, ese plano se hace largo enseguida.
Recuerdo una escena de La cinta blanca que me provocó parecida sensación, si bien luego, con La Pianista, ya fui consciente de en qué consistía. Un hombre está sentado en silencio a los pies de la cama de su mujer, que acaba de morir. No se ve el cadáver, sólo el hombre, y se le ve desde fuera, desde la otra habitación, como si hubiesen dejado la puerta abierta y nosotros fuéramos el vecino, el médico, el pariente. Los marcos viejos de las puertas van encuadrando la distancia, y al mismo tiempo llenan de preguntas la imagen silenciosa, seria, encallecida del hombre viudo. Fue un plano larguísimo, pero no hubo tiempo para plantearse todo lo que sucedía. Me sentí como si estuviera viendo un cuadro de Rusiñol y una horda de impacientes japoneses me llevase a empujones hasta el siguiente cuadro. Eh, oiga, que no he terminado, daban ganas de decir. Aunque terminar implica haber hecho algún mínimo esfuerzo, y el misterio, el verdadero misterio, es que la imagen nunca era excesiva, resultaba cómodo sentarse frente a ella. No te miraba a los ojos. Estaba allí.

Mitos para una crisis



Qué pereza nos da, después de treinta años de imaginación pueril, enfrentarnos literariamente al asunto de la crisis. Cuando los historiadores explican la literatura del último cuarto del siglo XX dicen muchas cosas pero no la fundamental: que la gente empezó a vivir mejor, que los escritores elegidos para serlo no tenían más necesidad reivindicativa que la de un pasado al que se acercaban con conciencia crítica para disimular su verdadera condición folletinesca. Leíamos, en todo caso, novelas de bajos fondos porque era un género, no una realidad. Eso que se llamó el testimonialismo no era tal sino afición a ponerse medallas. Mucho luchador antifranquista profesional hubo entonces que practicaba el toreo de salón, pero se guardaron muy mucho, unos y otros, de escribir nada que pudiera pasar por realismo coñazo.
               ¿Y ahora? Más de una vez he comentado que es la hora del realismo, que la literatura se está quedando en el recreo, en la sala de espera, en la terraza para fumadores, pero el negocio editorial impide su paso al aula, al quirófano, a la verdad del tiempo en que vivimos. Ya he criticado eso bastante y alabado su contrario, pero también hay que ponerse en el pellejo de los novelistas profesionales: cómo atacar, ahora, una novela realista, una novela que sirva para entender cómo estamos pasando años difíciles. Para empezar, hay que descartar la competencia. Los documentales comprometidos se llevan el material y tampoco es que causen mucho impacto. El naturalismo sensacionalista es un terreno machacado. Quien quiera escribir una novela sobre Mercamadrid se encontrará lectores que para eso ya ven la tele, a no ser, claro, que tenga el arte de Josef Winkler. Los escritores ya no se van con papel y lápiz a la Rosilla, a informarse de primera mano, y en todo caso ese es el terreno de la miseria estable, de las desigualdades globales, de las contradicciones de los países desarrollados, etc., cosa que tampoco es como para dedicarle 500 páginas, al menos en España.
               No. El camino es, más bien, íntimo. La última novela que, por lo que yo conozco, intentó, antes incluso de la crisis, un hondo retrato contemporáneo fue El miedo, de Isaac Rosa. Pero la novela vino a un mundo literario en el que, aun los pocos que sobreviven, están como piojos en costura, y la gente prefiere las costuras a los piojos. Ese es un problema: la gente está padeciendo la crisis. El poco tiempo que le queda para no pensar en la crisis es el que se dedica a zambullirse en un novelón de serie B. A la gente que lee en el tren no la veo con muchas ganas de leer historias sobre gente que lee cuando va en tren a trabajar, de verse de algún modo reflejada como era imposible no verse reflejado en El miedo, si bien la novela me desencantó por otros motivos, por eso que pudiéramos llamar exceso de control estilístico y presencia opinadora. Pero yo es que soy un maniático. Y en todo caso estamos hablando de una novela legible en el tren, capaz de rellenar ese mismo formato de serie B con sustancia de primera clase. Sí, sí, estamos hablando de una Libertad a la española.
               ¿Pero qué vamos a denunciar? Uno de los rasgos más desesperantes de esta crisis es que todo el mundo ve lo que pasa a pesar de que se lo enmascaren, pero nombrarlo, denunciarlo, es caer en lo obvio, en lo que todo el mundo sabe y no tiene ganas de que se lo repitan. Así que fuera la historia del banquero sin escrúpulos, la del cura intrigante, la del liberal-fascista, la del político mentiroso. Todo eso se echa de comer al cine, que convierte la realidad en maldad y esta en fascinación y todo en 16 euros, algo menos el día del espectador.
               Me pregunto qué le queda, aparte del miedo, a la literatura. Qué historia sin historia sería suficiente para trazar el mito de nuestro tiempo, o bien qué mito antiguo reciclado serviría para contarlo. Socialmente sufrimos la torpeza de los que no han tenido que buscarse la vida. Llevamos treinta años sin quejarnos, y ahora nos damos cuenta de que era con razón. No estamos preparados. Cuando lo del corralito argentino, me llamó la atención una mujer que, con ese sentido lapidario que solo tienen los argentinos, lo resumió todo bastante bien: “Es muy difícil ser pobre”. El gran cuerpo social solo inicia movimientos retráctiles, como los animales cuando perciben el fuego, nosotros incluidos; por eso casi es más interesante imaginar cómo tendrá que arreglárselas la gente cuando la gran obra del conservadurismo español esté consumada y haya, como toda la vida de Dios, cuatro señoritos y una mayoría de seres inferiores. Qué vamos a hacer en la vejez nublada sin pensiones. Cómo nos lo vamos a montar con la artrosis cuando lo único asequible sea un analgésico. A dónde van a parar los que tienen que volver, como se decía antes, con una mano delante y otra detrás.
               Yo no creo en la solidaridad sino en la conveniencia, aunque sea una conveniencia moral. Me imagino una subsistencia basada en el trueque, un ir a cuidar al amigo enfermo, un dar unas clases por un saco de patatas, un abrigarse en lo que de auténtica familia, hecha o heredada, de parientes o de amigos, haya podido quedar. Llevo tiempo dándole vueltas, y creo que, más que un mito clásico, nos merecemos una parábola dominical, la del hijo pródigo. España entera empieza a ser pródiga de sí misma, y cuando no hay futuro se camina hacia el pasado, a lo que no se ha llevado el río.

27.5.12

El fútbol se me lleva




He visto que la editora de AS va a reeditar, siquiera sea en versión digital y pasando por taquilla, la colección de su AS Color, el semanario de fútbol de los años 70, que salía los martes y ofrecía reportajes fotográficos de la jornada. En el granero de casa debe de estar todavía la colección completa, porque cada martes, al pasar por la librería Sánchez, en la calle del Salvador, cerca del colegio de las Navarretes y paredaña de la carbonería de Pedro Conde, yo compraba el número y me sentaba en un bordillo hasta que abriesen la escuela, pero no a ojear las fotografías de la jornada sino mi sección favorita, Fulano cuenta su vida, Paulino Uzcudun cuenta su vida, Ricardo Zamora cuenta su vida, y una vez dejó el fútbol pero paseando por el Barrio Gótico de Barcelona le dio una patada a una cáscara de naranja y comprendió que debía volver a los campos de juego. Han pasado cuarenta años, yo tendría siete u ocho, y recuerdo el párrafo como si lo estuviera leyendo ahora. Al lado, también en blanco y negro, un jugador antiguo daba su selección ideal: Zamora, Ciriaco, Quincoces, Cilaúrren, Gamborena, Lecué (de memoria solo llego hasta ahí), jugadores de los años 30, de cuando mi padre era niño y, con la que había montada en Teruel, no creo que estuviera muy al tanto de los partidos. Mi padre tuvo siete años en el año 38, y no se sentaba en los bordillos de las calles por si caía una bomba. En todo caso es como si ahora un hijo mío que hubiera nacido en 2005 leyera con delectación la biografía de José Ángel Iríbar. Todo se ha retrasado tanto que cuando uno dice estas cosas debe añadir que entonces era lo normal.
               Pero son actitudes distintas. Entonces aquellas páginas consistían en la edificación de mitos clásicos. Había muy poco donde escoger: Mariano Haro, Urtain, Ocaña, Ángel Nieto, que se mosqueó con José María García porque se empeñaba en ponerle mote, El huevero de Vallecas, mote de banderillero, como El morrosko de Cestona o El cojo de Manizales, un personaje de Cela que sí era banderillero. Eran deportistas nacidos directamente de la naturaleza, no de una escuela de atletismo ni mucho menos de un gimnasio de boxeo. Mariano Haro era un señor mayor con mucho pelo que corría como los africanos, con el culo bajo, y tenía unas garrillas entecas de ir corriendo a la era desde el pueblo en pleno mes de julio, en Castilla la Vieja. Urtain era un levantador de piedras, en una época en la que todavía se confiaba en la fuerza más que en la astucia. Ocaña era un personaje trágico de la emigración, y Ángel Nieto se ataba a la moto por las noches, para coger la postura, en el taller donde trabajaba de pinche. Era la España de los Botejara, una serie de TVE que ya es, veo ahora, del año 78.
               El caso es que ahora los chavales no buscan mitos más allá de la poquedad presente sino que los generan al instante de la misma exuberancia en que se crían. Tienen donde elegir. Pero son muy poco consistentes. Raúl se llevará una sorpresa morrocotuda cuando vuelva de jugar con los flojos sabeos y se dé cuenta de que los niños aquí lo han olvidado, o no lo han conocido. Solo ahora que empiezan a no poderse comprar cada año una camiseta distinta quizá se estabilicen un poco las fidelidades míticas. Uno solo guarda mitos cuando es pobre.
               Recuerdo, en fin, sin necesidad de mirarlas, algunas portadas históricas. Pirri (al que se dedica ahora el primer número del revival) dándole la mano a D’Alessandro, portero del Salamanca, que vestía con medias blancas, calzón negro y zamarra de color de rosa, y le daba la enhorabuena no porque hubiese acabado el partido sino porque había hecho una parada impresionante. No eso que ahora llaman paradón, que es cualquier parada, sino una verdadera parada impresionante que no se conocía por imágenes sino por testimonios. Yo aprendí el significado de la palabra ‘antología’ con una foto del As Color en la que aparecía Velázquez de espaldas, después de meter “un gol de antología”. El fotógrafo había echado la foto cuando había pasado todo, el gol y los abrazos y todo, de modo que había que reconstruir la hazaña en la imaginación sobre el relato de unos periodistas que aún creían en el poder de la epopeya. “La clave del partido”, decía una célebre contraportada en la que Iribar para un penalti a un jugador escocés. Recuerdo ese color intenso que se quedaba pegado a los dedos.
              Nosotros éramos como Escocia o como Yugoslavia, engrandecíamos a nuestros iguales porque eran los únicos que nos daban cierto margen para el heroísmo, que es lo que siempre se ha hecho en los juegos y en las competiciones entre mozos. Internet nos ha invitado a devorar el pasado, a rehacerlo, a revivirlo. Lo instantáneo absoluto nos indica el camino de lo diferido, nos invita a disfrutar, en la distancia, de cuando se necesitaba un pequeño esfuerzo de imaginación para saber, esfuerzo que luego resultó ser el adhesivo que necesitaba la memoria. La gracia de AS Color es que saliera los martes, cuando todo había terminado e importaba menos saber que recordar. El rimero de revistas permanece en el armario del granero y en esa memoria que empieza a aparecerse incluso a quienes no han querido nunca mirar atrás. La biografía de Paulino Uzcudum desvela sus contornos como si estuviera disipándose la niebla que la cubrió durante tantos años. No sé si es que hemos decidido vivir en otra época como quien cambia de canal, si el efecto Huysmans no solo permite la documentación rápida sino la reconstrucción virtual de la existencia, más allá del coleccionismo, o es que, sencillamente, me estoy haciendo viejo.

26.5.12

Nostalgia del aldea



Ayer en Madrid hubo una nostalgia generalizada de lo bien que se vive en provincias. Un río de vascos bajaba por la calle Segovia rumbo a la carpa del Manzanares. Iban todos contentos y tenían aspecto de comer muy bien y de vivir sin mayores preocupaciones. Claro que si fuesen a un entierro tendrían otra cara, pero era llamativo el aire tribal, familiar, cuadrillero. En un mismo grupo podías ver hasta cuatro generaciones con sus atavíos correspondientes, sobre todo esa preciosa zamarra clásica (la de los cordones en el cuello, la de las franjas anchas), con un aire de excursión familiar que nunca he visto en otras aficiones. El resto de hinchadas que yo he visto son, por así decirlo, de generaciones separadas, juntos pero no revueltos, normalmente cuadrillas de mozos o de machuchos, también alguna pareja joven con sus crías, pero no este ir todos a la vez como si estuvieran en una boda y los novios fueran parientes de todos. Incluso la manera que tenían de preguntar por las calles me hacía gracia, me provocaba esa nostalgia, porque preguntaban sin protocolos, con la soltura y la confianza con que pregunta quien da por hecho que los demás saben que si le preguntan algo se va a desvivir por serles útil. ¿Vamos bien p’aquí, eh? Una cosa un poco rara que solo se entiende si has nacido en un lugar pequeño.
               Soy firme partidario de que en el futuro la historia de la humanidad se rescribirá con arreglo a las circunstancias meteorológicas de cada época y de cada país. Esta forma tribal de vivir siempre juntos y contentos y honrar a los dioses lares y ponerse hasta los ojos de comer es algo que sucede más en los países lluviosos. Ni gallegos ni asturianos ni cántabros ni vascos tienen políticamente nada que ver, pero en mayor o menor medida siguen practicando el rito del aldea, aunque sea un pueblo de trescientos cincuenta mil habitantes. Y más, por lo que yo he visto, los asturianos que los cántabros y más los cántabros que los gallegos, pero mucho más los vascos que todos juntos. Había una foto ayer de Iríbar (oh Iríbar, cómo caminaba, cabizbajo y descoyuntado, cuando le acababan de meter un gol) con un pañuelo rojiblanco al cuello junto a dos mozos bilbaínos, y no era la imagen del gran portero con dos hinchas sino del hombre mayor con dos vecinos en las fiestas del pueblo. Incluso llevaba el pañuelo un poco almidonado, como lo llevan en las juergas los que ya no las disfrutan como antes. Luego, ganen o pierdan, monten o no el impactante espectáculo de la gabarra, se sientan a la mesa y se ponen tibios de cocochas.
San Mamés es para ellos la iglesia parroquial donde se entonan cánticos telúricos. Sólo he ido una vez en mi vida a un campo de fútbol con césped (de pequeño sí iba al de tierra negra del Adolfo Masiá, en Teruel), y el partido duró tres horas porque los salvajes del fondo sur del Bernabéu derribaron una de las porterías. Ya no he vuelto, pero la experiencia de ver un partido en San Mamés debe de ser muy especial. Como dijo anoche Bielsa (qué hombre, qué deliciosamente redicho), “estoy feliz de haber elegido el Athletic porque es una experiencia que cualquier hombre que quiere el fútbol celebra haber vivido”. Y la experiencia es eso, la sociedad orgánica, los abuelos que van a Lezama a ver entrenar a los cachorros, los mozos que llegan al primer equipo y se amarran a él de por vida, las madres que, como dice Oteiza en ese gran libro que me hizo entenderlo todo, Quousque tandem, elevan a sus hijos al sol, en este caso a la bruma del estadio, al cielo denso y a las montañas prietas que los cubren y los protegen.
La sociedad orgánica es algo más allá de la rancia familia católica. En Levante, por ejemplo, se estila mucho la cena familiar coñazo. En los restaurantes del Mediterráneo, sobre todo valencianos, es frecuente ver la larga mesa presidida por ancianos silenciosos, ruidosa de conversaciones de cuñadas, menos mal, pero con un rollo católico y peñazo, de comida por obligación, de mañana me toca comer con la abuela que cumple noventa años y nos soltará una pasta. Llega el postre y los jóvenes desaparecen, las mujeres hablan con las mujeres y los hombres con los hombres, y los abuelos se aburren. No hablo de ese tipo de familia sino de una entidad superior, eso que llamamos tribu y que no tiene por qué ser salvaje.
               En este caso es todo lo contrario. Dan un poco de envidia. Eran la séptima parte de toda la población de Bilbao, que es como si a un partido del Madrid acude un millón de aficionados. Uno se ha criado en la lectura de filósofos individualistas. La familia empezaba y terminaba en la puerta de casa. La tribu sólo se juntaba para las fiestas, que, como en toda la meseta norte, todo Aragón y Rioja, tienen algo de sanfermineras. Y así tomaron los vascos Madrid como tomarían la Plaza del Castillo, ya fueran abertzales o garciaserranos, con un txikito en la mano y cantando con voz de pelotari. Madrid ha sido siempre un lugar perfecto para la misantropía. Los vascos de Bilbao no han oído nunca el sobrecogedor silencio de un vagón de tren en la estación de Embajadores a las siete y media de la mañana, atestado de viajeros que no tienen espacio libre ni para mirarse el reloj. Aquí la gente se mete en su oráculo digital, en su periódico gratuito, en sus cascos, en sus párpados, en su perfume. La gente se introduce en sí misma cuando sale de casa y vuelve a salir cuando regresa y pasa el cerrojo de su hogar. Siempre me ha parecido el modo de vida más civilizado, my house is my castle, más inglés, pero los ingleses siguen dando margen a la tribu, y un verdadero pub no lo es de jóvenes o de viejos, sino de gente que quiere beber cerveza, reunirse como se reunían en tiempos de Dickens, a escuchar el último capítulo de Oliver Twist, o a ver al Southampton, que, por cierto, lleva la misma camiseta que el Athletic. Igual es por la lluvia, o igual no es en Madrid por culpa de los franceses, por ese desprecio a lo tribal que nos metieron los borbones. A lo mejor pitaban el himno por eso, quién sabe.

15.5.12

Me vuelvo a Gibbon



A la altura del reinado del emperador Aureliano dejé de señalar errores de puntuación, giros forzados y traducciones, a mi juicio, demasiado literales. Estoy seguro de que un lector sin prejuicios de pureza idiomática y poética, acostumbrado a mirar a través de cristales no demasiado limpios, ni se enterará de lo que a mí me parece un síntoma de descomposición cultural, y en el que tiene bastante que ver el sistema informático. Los editores hace años que no copian los manuscritos, o que ni siquiera los leen. Entre la marabunta de comas discutibles he encontrado errores típicos del programa Word, que se toma, a veces, más libertades de las necesarias. Lo que antes se llamaba prueba de imprenta es ahora nada más que una copia en letra distinta, en procesador distinto, pero no mirada con ojos distintos. Conforme avanzo en el catálogos de emperadores voluntariosos o disolutos, honrados o enloquecidos, ecuánimes o salvajes, metido hasta el cuello en los siglos oscuros, ese apagón postclásico y premedieval del que solo sabemos datos dispersos y anécdotas infundadas, más claro tengo que un trabajo de esta magnitud no debe tomarse como el que traduce cualquier libro, y pienso en casos como la espléndida traducción que firmó Miguel Sáenz, hace veinte años, de una de esas novelas que nunca me canso de recomendar: La última viuda de la Confederación lo cuenta todo, de Allan Gurganus. La cantidad de registros del castellano que tuvo que manejar Miguel Sáenz para traducir esa novela exigía la lectura atenta de las matronas negras que hace hablar maravillosamente William Faulkner, pero también de las abuelas divertidas que ha sabido Álvaro Pombo, aquí en España, oír hasta en sus más leves matices, e incluso la Biblia, pero no una cualquiera sino la Biblia del Oso, que era la que mejor cuadraba con el ambiente verbal. El trabajo no era solo ni mucho menos de transliterar sino de interpretar. Y el resultado fue redondo. Aun así, me aspen si el propio Miguel Sáenz no pidió en Anagrama un corrector que le avisase de los despistes inevitables, tal y como, dicen, se hacía antes en la editorial Gredos, cuando estaba en Sánchez Pacheco. Ahora que RBA perfumó sus páginas con esencia de cloro, ya no me atrevo a creer que nadie revise los textos a conciencia.
Pero dejemos eso, que me deprimo. El caso es que el emperador Aureliano sucedió en el año 270 a Claudio II el Gótico. Aureliano era un obseso de la disciplina. “Los castigos de Aureliano eran terribles, pero rara vez tuvo ocasión de castigar más de una vez la misma ofensa”. Según Gibbon, sus castigos causaron una “saludable consternación” en el ejército. “Las legiones sediciosas temieron a un jefe al que habían aprendido a obedecer y que era digno de mandar”. Pero Gibbon también pone el ejemplo: “Uno de los soldados había seducido a la esposa de su huésped. El desgraciado culpable fue atado entre dos árboles que se doblaron a la fuerza el uno hacia el otro y, mediante su repentina separación, sus miembros quedaron despedazados”.  Y uno, desde aquí, desde ahora, tiende instintivamente a censurar eso de la “saludable consternación” por mucho que Gibbon tire con frecuencia de ironía, que en este caso, por obra de la palabra “saludable”, pisa terrenos del sarcasmo cínico. Pero Gibbon no empleó la palabra ‘healthy’, saludable, sino ‘salutary’, que en inglés tiene el matiz de aquello que, pese a no gustar, provoca un efecto ejemplarizante, beneficioso (“a few such examples impressed a salutary consternation”). El agua del manantial es saludable, pero el alcohol sobre la herida es de aquellos remedios que curan porque duelen, o que duelen aunque curan. En este caso, si el traductor hubiera traducido por “una provechosa consternación”, o bien “una consternación que sirvió de escarmiento” habría traicionado la literalidad pero yo creo que se habría acercado más al sentido de ‘salutary’.
Aureliano pertenece a los emperadores, digamos, republicanos, en el sentido de que aún creían en los viejos valores de la fides, la lealtad, que tanto alabó Tito Livio, frente a la lista de sádicos esgarramantas que empezaron ya muy pronto a enseñar el camino al enemigo, cuando no utilizaron el dinero por impulso de liberalidad sino para comprar la paz. Los bárbaros eran muy brutos pero no eran tontos: aquel que te quiere contentar es porque se considera inferior a ti. Y mira la que armaron. Ni tampoco eran tontos los pretorianos, a quienes Gibbon sitúa en el centro de la diana. También a ellos se empezó a darles dinero para callarlos, para contentarlos, y pronto el cambio de régimen era el resultado de un capricho caro: te aúpo al trono pero me tienes que untar, y cuando otro me unte más, te cortaré la cabeza. Después de cien años de descomposición y chantaje, la ejemplaridad de semejante salvajada es una fría constatación, ni siquiera una ironía, cuando menos un sarcasmo.
Este Aureliano, en fin, duró en el cargo cuatro años y nueve meses, pero en la misma página se nos informa de que el pobre Quintilio, hermano de Claudio II el Gótico, se rebeló con un puñado de soldados y se coronó durante 17 días, y cuando se dio cuenta de su fracaso se retiró y se cortó las venas. Inmediatamente después se nos habla de Aureliano el riguroso, y en la primera mezcla de la memoria uno se acuerda del coronel Aureliano Buendía, a quien todo lo que le pasaba tenía que ver con el número 17, por ejemplo tener 17 hijos con 17 mujeres distintas. ¿Leyó García Márquez a Gibbon? Nunca saco conclusiones de estas coincidencias, y en este caso menos porque GGM no es santo de mi devoción, pero me gustaría pensar que, igual que hizo con Sófocles en un puñado de novelas, buscara en semejante arcón nombres, símbolos y alusiones. Para eso está Gibbon, que en el fondo no hace más que seguir la tradición del humanismo de Montaigne.
Ni Gibbon ni Montaigne dejan pasar anécdota sabrosa. Gibbon sabe que contar dislates (el de aquel profesor sueco que hacía derivar el Occidente entero, con todas sus lenguas, de los alrededores de su pueblo) es un recurso divertido, y que su inmediata refutación es el mejor estante para las ideas elevadas. Pero Gibbon, otra lección, jamás desciende a las citas fáciles. En su interesante descripción de la religión persa, contada sin prejuicios, dando a las cosas el valor que tienen, uno espera la página en que aparecerá la célebre descripción de las costumbres persas que escribiera Heródoto en sus Historias. Allí dice que los gobernantes persas de la época de Jerjes solían reunirse a tomar una decisión, luego se emborrachaban como piojos y volvían a deliberar, y cuando se les había pasado la tajada, en plena resaca, seguían deliberando, para tener así todos los puntos de vista a que puede dar acceso la razón o la sinrazón. Pero es una anécdota demasiado famosa, entonces y ahora, para la brillantez de Edward Gibbon. No mucha gente sabe cuándo una cita es un tópico. Creemos que lo que sabemos no lo sabe nadie más. Otra de las grandes lecciones de Gibbon es no menospreciar jamás la sabiduría del lector. Quizá sea eso lo que hace que cualquiera pueda disfrutarlo, incluso sin corrector.

14.5.12

En respuesta a un comentario de Roberto Álamo


Mi último post, De críticos y autores, provocó un comentario de Roberto Álamo al que quiero dar aquí respuesta:


Le agradezco mucho, señor Álamo, que se haya tomado la molestia de pasarse por este insignificante blog. Lamento haber ofendido su sensibilidad con mis comentarios, pero yo uso el idioma que tengo. La palabra monstruo, en el Diccionario de la Real Academia, incluye las siguientes acepciones:

monstruo.
(Del lat. monstrum, con infl. de monstruoso).
1. m. Producción contra el orden regular de la naturaleza.
2. m. Ser fantástico que causa espanto.
3. m. Cosa excesivamente grande o extraordinaria en cualquier línea.
4. m. Persona o cosa muy fea.
5. m. Persona muy cruel y perversa.
6. m. coloq. Persona de extraordinarias cualidades para desempeñar una actividad determinada.
7. m. Versos sin sentido que el maestro compositor escribe para indicar al libretista dónde ha de colocar el acento en los cantables.

Yo escribí monstruo y monstruosidad con arreglo a su primera y más general acepción, porque además no estoy hablando de seres humanos sino de personajes teatrales. La misma palabra, referida a todo aquello que está "contra el orden regular de la naturaleza", la emplearía para hablar de Azarías, uno de los personajes más hondos y tiernos de nuestra literatura. Pero, hablando de teatro, con 'monstruo' me refiero a esos papeles que exigen una transformación completa. Si Lennie (gracias por la corrección) hubiera sido el nombre de un personaje normal, la obra entera no habría tenido sentido. Necesita a George porque no se adapta a la monstruosa normalidad, dicho sea en la acepción quinta del diccionario, 'persona muy cruel y perversa'. Urtain fue una víctima del diario Pueblo, cuya conducta con José Manuel Ibar fue, en efecto, cruel y perversa, del mismo modo que Lennie es víctima de un mundo que se aprovecha de su fuerza para explotarlo como trabajador pero no lo atiende como es debido para que esa misma fuerza no resulte peligrosa para nadie.
En términos puramente actorales, no creo que deba justificarme mucho si llamo monstruo a quien debe componer un personaje marginal, con un idiolecto propio y una conducta completamente diferente a la de quienes lo rodean. Yo llamaría también monstruo al bueno de Forrest Gump o a aquel célebre Rain Man. Si piensa usted que yo esgrimo razones morales, no solo tengo que decirle que está equivocado sino que esta vez soy yo el ofendido: cualquiera que lea el post completo se dará cuenta de que no soy ningún fascista partidario de la selección racial.
El asunto es otro. En el post que publiqué sobre 'La piel que habito' escribí lo siguiente:
"  Y así ocurre que el personaje más real de toda la película lo es al margen de su disfraz de carnaval (es uno de los que están expuestos a la peste, que de pronto se cuela en el castillo), y yo no sé si es por el papel que tiene o por el inacabable actor que es Roberto Álamo, pero su presencia se apoderó de la pantalla con mucha más vida que la de todos los otros actores juntos."
Lo admiro profundamente como actor, señor Álamo. La conmoción que produce entre los espectadores su interpretación de Lennie es inolvidable, y yo vuelvo a sentirla cada vez que recuerdo alguna de sus escenas. Mi post era, si así se puede decir, una crítica del crítico, y también una cuestión teatral (y cinematográfica) a la que yo le doy la máxima importancia. En ese mismo post que a usted no le ha gustado digo que su compañero Fernando Cayo era, para mi gusto, el mejor, precisamente porque tiene que bregar con la normalidad, con la regularidad, con la gente común y corriente sin las peculiaridades de Lennie. No me malinterprete, señor Álamo. El cine y el teatro tienden a lo diferente, a los personajes no regulares, a la monstruosidad (primera acepción), por tiernos que sean los seres a los que se representa. Su composición de Lennie, insisto, es maravillosa, y para llegar a Lennie usted ha hecho un brillante trabajo de des-normalización, de comprender al diferente. Lo que me molestaba era que el crítico Ordóñez hablara con semejante suficiencia de un gran autor como John Steinbeck, tan necesario, y precisamente por eso empleé la palabra "coleguilla", que no tiene por qué significar amigo ni conocido, sino persona que se dedica a la misma profesión. Soy partidario de que los críticos sean críticos, vivan fuera del teatro, no hablen como si formasen parte de la misma, digamos, familia artística. En todo caso, admito que la palabra, y más en diminutivo, puede prestarse a confusión. Ni conozco a Ordóñez ni a usted, y ni sé ni me importa cuáles son sus amistades.
Me duele que un actor al que admiro se ofenda por mis opiniones, pero comprenderá que debo defender el uso correcto del idioma, y, al menos por lo que respecta a la palabra 'monstruo', no he dicho nada que no hubiese querido decir, y por supuesto no he dicho lo que usted ha interpretado.
Sigo queriéndolo ver en papeles de George, además de en papeles de Lennie, porque, insisto, creo que usted es un gran actor. En todo caso, soy un aficionado, al teatro y a la escritura, y los aficionados, como sabe, nos tomamos más libertades que los profesionales. ¿Se ofenderá también, don Roberto, si digo que es usted un monstruo de la escena, y no precisamente por su tamaño sino por su talento?
Un abrazo.  

13.5.12

De críticos y autores



La crítica de De ratones y hombres, de John Steinbeck, que se representa estos días en el Teatro Español de Madrid, no deja pasar lo obvio, y hace bien: que la cosa viene de Frankenstein y llegará hasta Azarías. También rebosa de indiscutibles elogios hacia Roberto Álamo, el Lenny, el Azarías de la pieza (un actor que parece especializado en monstruos, y que en papeles no monstruosos aún lo tengo por ver igual de bien), y no los escatima con el resto del elenco. Como los críticos ahora forman parte del espectáculo, que es como si los críticos taurinos fuesen de capea con los matadores, las críticas suelen convertirse en un repaso a los créditos que parece escrito por el primo de todos los actores, iluminadores, escenógrafos y hasta taquilleros. La crítica de Marcos Ordóñez en El País lo tiene todo, incluso algo que da idea de cuáles son nuestros verdaderos males teatrales. Para Ordóñez, lo único defectuoso es el texto, y el único que no está a la altura, John Steinbeck. ¡Con dos cojones!, como se dice, repetidamente, en la versión española.
               A Ordóñez no le gusta que sea una tragedia. No le gusta la cosa esa del destino, del fatum, de la catarsis. No le apetece nada que el espectador se esté viendo venir no lo previsible sino lo irreversible, que no tienen nada que ver. Es posible que a Ordóñez le parezca que Eurípides es un vejestorio, y seguramente es de quienes, cuando tiene que ver un texto, digamos, de Mailer, va disimulando su aburrimiento con jaculatorias a los actores. A Steinbeck le reprocha, como un truco, como un fallo, que la mujer del hijo del jefe se quede a charlar con Lenny en la espantosa escena final. Le afea que tengamos que ver una pieza sin sorpresita, sin pero resulta que, sin besos y abrazos y tan solo con lágrimas de comisura izquierda, lágrimas sin querer, no producto del espasmo ni de las entrañas sino de la fría constatación, que es el tipo de lágrima que aflora en De ratones y hombres.
               Yo lo plantearía exactamente al revés. El texto es potentísimo (demasiado poca materia dramática, en palabras de Ordóñez), y se nota, para bien, que es la adaptación que escribió el propio Steinbeck de la novela que publicara en 1936. Se nota en que avanza y muestra, no informa del argumento. Nada más empezar me mosqueé un poco porque George (Fernando Cayo, a mi juicio el mejor) recapitula e informa del pasado, algo que en teatro siempre me ha aburrido. Pero la cosa se queda ahí, en un resumen para explicar qué hacen ahí esos dos tipos, esos dos trabajadores nómadas, uno grande y tonto, el otro encadenado a cuidar de él (¿a cuidar por qué?, pregunta que Fernando Cayo sabe formular estupendamente a lo largo de la obra), que se tienen que ir de todas partes, de todos los trabajos, porque el tonto, Roberto Álamo, siempre mete la pata. Basta. Uno está cansado de los lentos desvelamientos. Como haría Carlos Saura en su obra maestra, La caza, primero lo cuenta todo y luego empieza la película.
               Y esta empieza con una torrencialidad angustiosa que es, por encima de todo, obra del texto, incluso de este texto tan madrileñista en el acento, tan trufado de tacos y amontonado de intervenciones, un poco en la norma que se implantó en la época de David Mamet, con todos los actores como cocainómanos desesperados, y que consiste en convertir los dramas tremendos en dramones tremebundos (algo, por cierto, Ordóñez, muy euripídeo). El más histérico de todos, aquí, es el Curly de Diego Toucedo, el hijo del dueño y marido celoso, un inútil, y aquí, además, un bufón enloquecido. Yo no sé qué parte le corresponde a Toucedo y qué parte a Miguel del Arco, pero Curly no necesita ir corriendo a todas partes ni pegar esos gritos. Ya sabemos que es imbécil. Su papel es el de imbécil, de modo que no es necesario que riegue el patio de butacas con sus berridos. Pero, ya digo, no sé si es solo culpa suya. La obra entera está un poco subida de gritos, pintarrajeada de penumbra, embadurnada de movimientos inútiles, de una iluminación insuficiente y de una niebla excesiva. Los actores no pueden estarse quietos, ni siquiera derechos. Se pasan la obra rebozándose por los suelos. Pero son muy buenos, la mayoría extraordinarios, lo que quiere decir que sin tanto chillido y tanto arrastramiento la cosa habría resultado igual de intensa. Es el brochazo vanguardista, ese proceso de usurpación del texto por parte de los gestos y del decorado que, sobre todo en Europa, ha despreciado sistemáticamente lo que con tanto tanto desdén llaman realismo, el teatro que para ellos murió para siempre en los dramones de Ibsen y renació de la mano de Strindberg. Mailer incluido, Steinbeck incluido. En Estados Unidos no triunfó de un modo tan excluyente la tiranía del distanciamiento, no se revisitó el teatro para desprestigiarlo. El resultado es que sus piezas realistas persisten vivas y coleantes, y sus autores siguen siendo necesarios.
               A pocos metros del Teatro Español, sin embargo, en la Puerta del Sol, a la misma hora, unos cuantos miles de ciudadanos clamaban por toda la lista de temas que se ponen tan crudamente sobre el escenario en la obra de Steinbeck. Frankenstein/Azarías aparte, el mundo que se nos presenta es el de seres humanos tratados como bestias de carga, amos que heredaron su poder y lo legarán al inútil de su hijo, viejos a los que se deja en un rincón hasta que ya no sirvan para nada y se les arroje a la cuneta, trabajadores amedrentados por los caprichos del patrón, además de dos figuras que en 1936 tenían pleno sentido: la mujer que si quiere respirar la toman por puta y el negro al que solo le permite compartir techo con los perros. Incluso trata Steinbeck el servilismo a que conduce la soledad (“la miseria económica engendra miseria moral”, dice Baroja), hasta qué punto el que tiene una bota que le pisa el cuello trata, si puede, de pisar el cuello del que tiene más abajo, como la obscena, triste, despiadada secuencia del perro. A pocos metros del teatro, en la Puerta del Sol, se clama por el mismo huertecillo al que aspiran Georges y Lenny, los mismos suaves conejos, pero en las tablas del teatro se advierte también de que forma parte del sistema que las víctimas, más que luchar por sus derechos, se cuezan en su mala sangre.
               De todo lo cual el crítico parece no haberse enterado. A él le gusta la iluminación, el decorado, sus coleguillas los actores, pero eso de la tragedia, eso de lo que está pasando, eso no tiene nada que ver con el teatro. Así despide su crítica, deseando ver una comedia, como si presenciar el impresionante drama de Steinbeck hubiera sido uno de esos días de trabajo aburrido, oficial, salvado solo por el gran hacer de sus amigos.
               Hay que joderse, cómo está El País. Ayer, en un horóscopo (¡en un horóscopo del diario El País!) leí la siguiente frase, referida al signo de Sagitario: “La secretaria, la niñera o la asistenta pueden no llevar bien los cambios inesperados: será mejor dejar instrucciones claras por escrito si se va a estar fuera, incluido lo que hay que hacer si la mascota no se encuentra bien”.
               Si publican estas cosas, ¡cómo les va a gustar Steinbeck!

1.5.12

Roma no paga correctores


Durante los dos primeros capítulos de la traducción de Gibbon, a cargo de José Sánchez de León Menduiña y recién publicada por la editorial Atalanta, me iba encontrando, de vez en cuando, con alguna frase rara, de sentido discutible, y con algún error suelto de puntuación que yo achacaba a que las editoriales ya no pagan a los correctores. Pero mediado el capítulo tercero los errores empezaron a ser mucho más abundantes y empecé a señalarlos. Solo en cincuenta páginas (de la 72 a la 122, en una obra cuya primera parte tiene 1500) encontré unos cuantos:

p. 72: “El título sagrado de augusto siempre se reservaba al monarca, mientras que el nombre de césar era con atribuido más libertad a sus parientes”
p. 73: “Era un motivo de supervivencia no un principio de libertad por lo que los conspiradores se lanzaron contra Calígula, Nerón y Domiciano”
p. 76: “Tal príncipe atendió a su verdadero interés asociándose con su hijo, cuyo carácter, más espléndido y amable pudo cambiar la atención pública desde el origen oscuro hacia las glorias futuras de la casa de los Flavios”.
p. 76: “Aunque tenía varios parientes, elijió a un extraño”.
p. 79: “Numa solamente podía defender unas cuantas villas vecinas del saqueo entre ellas de las cosechas”.
p. 90: “Sospecha era equivalente a prueba, juicio, a condenación”.
p. 93: “Una sentencia justa pronunciada por el segundo cuando era procónsul de Asia, contra un ahijado indigno del favorito le fue funesta”.
p. 95: “no despreciaríamos sus propósitos si no hubiera cambiado el agradable descanso de una hora de ocio por un asunto importante y la ambición de su vida”.
p. 95: “Cómodo desde su más tierna infancia, manifestó odio a todo lo que fuera racional y humanista”. (But Commodus, from his earliest infancy, discovered an aversion to whatever was rational or liberal)
p. 95: “una guerra venturosa contra esos salvajes era una de las actuaciones más inocentes y beneficiosas de heroísmo”. (a successful war against those savages is one of the most innocent and beneficial labours of heroism)
p. 99: “La reputación de Pértinax y los clamores del pueblo los obligaron a contener su disconformidad interior, aceptar el donativo prometido por el nuevo emperador, jurarle fidelidad y con jubilosas aclamaciones y laureles en sus manos le condujeron al senado…”
p. 100: “Pero Pértinax no pudo denegar esas últimas exequias en recuerdo de Marco y las lágrimas de su primer favorecedor, Claudio Pompeyano, que, compadecido con la cruel suerte de su cuñado, la lamentó aún más que de lo que lo hubiera merecido”.
p. 110:  “Los ejércitos de Britania, Siria y el Ilírico lamentaban la muerte de Pértinax, en cuya compañía o bajo su mando a menudo habían luchado y vencido”.
p. 111: “En base a un informe prematuro…”
p. 113: “En lugar de iniciar una negociación efectiva con los poderosos ejércitos occidentales, cuya resolución podía decidir o al menos equilibrar la enorme competición…”
p. 117: “mediante este piadoso recuerdo a su memoria, convenció a la crédula multitud que solo él merecía ocupar su puesto.
p. 120: “Las acciones militares de Severo parecen inadecuadas a la importancia de sus victorias”.
p. 120: “El valor del ejército británico mantuvo verdaderamente una lucha fuerte y dudosa con la dura disciplina de las legiones ilíricas”.
p. 120: “Generalmente han sido justificadas en base a algún principio…”
p. 120: “Las tropas peleaban como hombres interesados en la decisión de la disputa”.
p. 122: “Su suerte no excitó sorpresa ni compasión. Habían apostado sus vidas contra el imperio y sufrieron lo que ellos mismos habrían inflingido”.

Me ha afligido especialmente ese inflingido, lo reconozco. En todo caso, espero que la proporción no sea la misma en todo el libro, porque en ese caso habría más de seiscientos errores de bulto. Ya con estos veintitantos debería ser suficiente para que me devolviesen el dinero, o para que, si no consideran oportuno resarcirme por ese lado, contratasen a un corrector profesional para la segunda edición.
Aunque no sé si con eso arreglaríamos algo. La traducción, aun sin errores, es poco fluida, como si el traductor fuera sordo, como si no supiera qué orden de palabras admite y no admite el castellano, o no tuviera habilidad para gestionar el uso frecuentísimo de la voz pasiva en lengua inglesa, o no se supiera los verbos específicos, o cómo deshacer los hiatos. Gibbon es a la prosa inglesa lo que Shakespeare al teatro. Es un clásico absoluto. Traducirlo significa incorporarlo al castellano, es decir, usar una prosa castellana de esa misma altura estética. En ocasiones, más de lo aceptable, esta traducción parece una mala traducción del latín más que una demasiado literal traducción del inglés. Lo más probable es que estas cincuenta lamentables páginas sean una excepción y el brillo del resto de la obra me compense de la molestia de leer tantos errores. Ojalá haya sido una sección sin revisar, un pliego traspapelado, un constipado del corrector. El traductor se ha pegado una paliza considerable y aun esos errores podrían ser atribuibles a la sobredimensión de la tarea (que nadie le obligó a afrontar), pero es responsabilidad de Atalanta, la editorial, no sacar a la calle un libro en esas condiciones.
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