23.3.24

Sabia memoria


En 1972, la editorial Taurus publicó dos libros de Julio Caro Baroja capitales para lo que podríamos llamar la cultura barojiana. Uno es el nunca lo bastante alabado Los Baroja, verdadero modelo de literatura memorialista, tanto por lo que tiene de recreación de un mundo personal como por su extraordinaria prosa, tan clara como absorbente, tan sobria como emotiva. El otro libro de aquel 1972 era Semblanzas ideales: maestros y amigos, en el que Caro reunía textos de homenaje y ensayo biográfico, la mayoría de principios de los años 60, y que en conjunto era el retrato de una época, la que había empezado en 1868 y terminaría, y de qué manera, en 1936, a partir de las experiencias personales del autor a la vera (bidasotarra) de sus tíos, sobre todo de Pío Baroja. Con motivo del centenario del gran humanista, Semblanzas ideales fue reeditada en 2015 por la editorial Caro Raggio, fundada por el padre de Julio Caro y cuya labor prosigue su sobrino, Pío Caro-Baroja, quien añadió algunos textos, sobre todo de los años 80, perfectamente coherentes con alguna de las cuatro partes que componen el volumen original.

     Uno de estos textos incorporados, Una vida en tres actos, es el que abre esta reedición de 2015, una semblanza autobiográfica escrita, más que desde la senectud, desde la nostalgia y la melancolía, lo uno porque Julio Caro tuvo la suerte de vivir una infancia, adolescencia y primera juventud verdaderamente fantásticas, y lo segundo porque después de 1936, y, de otro modo, desde mediados de los 50, da la impresión de que solo los libros lo mantuvieron a salvo de la una tristeza ya imposible de borrar, con el recuerdo amarrado a un mundo irrepetible y la mirada endurecida por el desengaño. El niño Julio se crió en una casa donde, además de dos grandes artistas, de los más importantes de su tiempo, vivían dos mujeres fuertes, su abuela, algo así como su vínculo vasco, y su madre, cuya labor etnográfica y su compromiso feminista ya han sido reivindicados; y su padre, editor de autores de todo pelaje, desde fabricantes de novela sicalíptica a grandes eruditos, todos los cuales Julio Caro veía pasar por casa como quien ve entrar al vecino del quinto. Un niño que pasea hasta la plaza de la Marina con Ciro Bayo y los domingos va a comer con la familia de Ortega y Gasset, que de jovencito acompaña hasta el Ateneo a Miguel de Unamuno y asiste en su propia casa  a las exhibiciones teatrales de Valle-Inclán, que se para a charlar, de paseo con su tío Pío, con un escritor tan querido por la familia como Azorín o que ve desfilar a lo más florido (al menos lo más vistoso) de la bohemia de la época, amigos la mayoría de su tío Ricardo, no solo tiene una perspectiva de la vida ciertamente privilegiada sino que casi la toma como refugio de la que a su edad acaso le correspondiera. Aquel niño de aspecto algo raquítico estaba más a gusto entre libros de toda clase (en una familia refractaria a la gazmoñería, culta en el más amplio y saludable sentido de la palabra) que siguiendo una infancia convencional aun en las desinfectadas aulas del Instituto Escuela. Pero es que, además, cada vez que podía se  iba a vivir a un cuento de hadas, a Itzea, con su tío y con su abuela, con quienes confiesa que era feliz. Allí sí que alternaba los libros con las correrías, los amigos de su tío —ilustres visitantes o sencillos aldeanos— con los hijos de familias humildes de Vera de Bidasoa. Allí desarrollaba un amor por lo popular en general y lo vasco en particular que marcaría buena parte de su trayectoria intelectual. De modo que no es extraño que por este libro paseen tipos pintorescos y venidos a menos como el humorista Taboada o Ciro Bayo, o incluso otros tradicionalmente despreciados como el folletinista Manuel Fernández y González, en un muy oportuno añadido de 2015 que sirve para que Caro despliegue una apasionada y justísima defensa del folletín como fundamento del arte de novelar.

      La parte, digamos, madrileña de este mundo mágico de su mocedad da cuerpo a la primera parte de Viejos amigos, grandes figuras, además de título al volumen entero. En ella encontramos un ensayo biográfico sobre Pío Baroja que es lo que tendría que leerse cualquiera que quisiese tener las ideas claras sobre el escritor. Hay buenas biografías de don Pío (la de Pérez Ferrero se sigue leyendo muy bien), pero ninguna tan íntima y certera como este texto que abría, en el año 62, el compendio de crítica barojiana más importante que se ha publicado, Baroja y su mundo, en edición de Ricardo Baeza. Después irían apareciendo biografías de todos los colores, prolijas, profesorales, anecdóticas e incluso mendaces y desaprensivas, pero en ninguna se encuentra nada imprescindible que no pueda leerse en estas páginas escritas desde el afecto, el orgullo y la lealtad más sinceros, y, por supuesto, el más directo y constante de los conocimientos. Aquí se retrata al hombre alérgico a los dogmas, reacio a más clasismo que contra la estupidez o la petulancia, con manías pero sin prejuicios, más culto de lo que aparentaba, leal siempre a sus principios y, desde luego, en absoluto misógino, por no soslayar el estúpido, injustificable sambenito que todavía hoy hay quien se empeña en colgarle. No copió este texto Julio Caro para sus memorias familiares, desde luego; pero sí, por ejemplo, impresiona en Los Baroja el retrato de la muerte de su tío, que aquí, algo menos detallado, está transido de dolor, escrito todavía en carne viva. Pocas muertes, en todo caso, ha leído uno tan bien contadas.

      En otro lugar he comentado que en la obra de Baroja conviven dos mundos a los que, para entendernos, podemos aludir como el de Madrid y el de Itzea, y que en cierto modo se corresponden con sus novelistas más admirados, Dostoievski y Dickens. Es decir, lo aventurero, fantasioso, optimista, romántico y sentimental, lo Dickens, lo Itzea, se compagina con lo angustiado, pesimista, crudo, cáustico y urbano, lo Dostoievski, lo Madrid. Y esta dicotomía sirve para Baroja pero también para los Baroja, porque, entre Pío y Ricardo, la parte más sombría quizá corresponda al primero, y al segundo la más desenfadada. Ambos conviven en la memoria agradecida de Julio Caro.

     A mediados de los 50, en el homenaje que le dedicó la revista Clavileño, aparecía un artículo de Julio Caro sobre la pintura de su tío Ricardo que resuena en el texto que aquí le brinda: su extraordinario valor como grabador, su decidido posicionamiento frente al sorollismo, del que no compartía ni su ambición luminiscente ni su miedo al negro, aparte de las excepcionales cualidades de paisajista con figuras y de algo que uno no se cansa de reivindicar, la maravillosa sintonía que los dos hermanos tuvieron en sus colaboraciones, sobre todo en La lucha por la vida, y un cierto aire común que orea la obra entera de ambos artistas. Pero Julio Caro también defiende y pone en su sitio, que es bastante relevante, la obra literaria de su tío Ricardo, sin halagos despendolados ni exageraciones fervorosas, como es el caso de la bastante comedida mención a La nao capitana, aunque también enarbole la influencia que Pedigree pudo tener en autores como Huxley, y no deje de valorar sus excelentes textos testimoniales reunidos después en Arte, cine y ametralladora.

     Sin llegar a la afinidad personal e intelectual que le unía con Pío, el recuerdo de Ricardo Baroja en este libro es el de un dandy de su tiempo, especialista en inventos y proyectos poco rentables, un vivalavirgen que siempre vivió para el arte pero no fue un profesional del arte hasta que a la vejez, tuerto y desgarrado por las miserias de la guerra, las circunstancias lo obligaron, algo amargado su temperamento jovial, su tipo de “vasco de catálogo”, como muchos que pintara su hermano Pío y quizá heredado, en cuanto al carácter, de su abuelo Serafín.

    Esta primera parte, que en Semblanzas ideales se completaba con las de Ciro Bayo, Luis Taboada, Valle-Inclán y Azorín (una mezcla lo bastante significativa del talante del autor), se enriquece en la nueva edición con cinco textos del todo pertinentes. Aparte del decano del folletinismo español, Manuel Fernández y González (en cuyo taller, sin ir más lejos, aprendió a escribir novelas Blasco Ibáñez), aparecen aquí semblanzas de Unamuno, Ortega, Marañón y Ramón Carande, las dos primeras como apuntes de recuerdos personales, las dos últimas como reconocimiento de su maestría y de su aportación, siempre desde el afecto de quien ha podido tratarlos en persona. De Unamuno y de Ortega no tenía sentido glosar sus mil veces glosados logros intelectuales, pero sí algo que a Julio Caro le impresiona y no deja de subrayar: la bondad, la condición de buenas personas, por más que uno haya pasado a la historia como atrabiliario y peleón y el otro como retóricamente pagado de sí mismo. No es esa la impresión que deja Julio Caro, antes bien la de hombres comprometidos con su tiempo y leales a sus amigos, lo mismo que Marañón o Carande, si bien esto con la nota añadida de la admiración intelectual, en un caso por la sabia aplicación de los conocimientos médicos el campo de la historiografía y en el otro por algo que tiene mucho que ver con el resto del libro: el verdadero valor científico de las investigaciones humanísticas.

   Así sucede en la segunda parte, dedicada a sus maestros vascos, Aranzadi y Barandiarán, y a otro con quien no tuvo trato, Azkue, a quien Pío Baroja sacaba de sus casillas pero cuya aportación al estudio del folclore vasco Julio Caro da la mayor importancia. Pero los otros dos sí son figuras capitales en su vida. Que un mozalbete de quince años, en vez de pasar el verano mariposeando por la playa, se apunte “de marmitón” a unas excavaciones arqueológicas —por recomendación de su tío— con esos dos gigantes de la etnografía vasca, sin duda tiene que imprimir carácter, y a Caro desde luego que se lo imprimió. Sin embargo los textos que aquí les dedica son de distinta naturaleza. De Aranzadi traza un esbozo biográfico dedicado “a la memoria de un hombre que vino a este mundo hace cien años”, es decir, al individuo y a la importancia de su trabajo. Pero el dedicado a Barandiarán, subtitulado y la conciencia colectiva del pueblo vasco y con el sabio sacerdote vivo y presente, es un apasionado alegato contra la destrucción de las formas de vida tradicional, no contra el progreso sino contra su voracidad, la innecesaria aniquilación de un hábitat poético con la que se enmascara y banaliza la esencia de un país. El texto es de 1963 pero merece la pena leerlo a la luz de todo lo que vino después, sobre todo de la tibieza, por no decir desconfianza, con que los santones del euskaldunismo se referirían a don Julio.

      De los tres maestros vascos Julio Caro alaba en primer lugar su preocupación por las fuentes, por el terreno, el objeto, la piedra, la estela, el vestigio, por todo aquello que va más allá de la especulación libresca y acude al fondo del asunto, y esa es también la virtud científica que no se cansa de reconocer en los textos que ocupan las dos últimas secciones del libro, el dedicado a los maestros de la Institución Libre de Enseñanza y un colofón con esas dos figuras ciclópeas del saber hispánico, el inabarcable Ramón Menéndez Pídal y el asombroso, casi sobrenatural Manuel Gómez Moreno, insólito ejemplo de una raza más antigua y una inteligencia superior, y epítomes ambos de lo que alguien de tan copiosa y profunda obra como Caro parece sentirse modesto discípulo, de la tarea ingrata de la búsqueda, el análisis, el afán descriptivo y clasificatorio, de la ambición de conocer. No en vano el gran Gómez Moreno, poco antes de morir a los cien años, le confesaba al autor que hacía la muerte ya no sentía temor. Sentía, sobre todo, curiosidad. 

   Quizá por eso Julio Caro no se molesta en ocultar cierto desdén por los estudios literarios, la mayoría ocurrencias teóricas y refritos amalgamados, con excepción, por supuesto, de aquellos que hacen con un autor lo mismo que estos grandes maestros hacían con las fuentes epigráficas o las estelas funerarias. Decía Antonio Carreira, un filólogo de verdad, al acabar su magna edición crítica de los romances de Góngora, que su trabajo llegaba hasta ahí, y que a partir de entonces empezaba el turno de los críticos. Siempre vi un punto de retranca en esa afirmación, porque lo complicado, lo científico es, precisamente, llegar hasta ahí. Carreira, por cierto, también es autor de una minuciosísima bibliografía de Julio Caro Baroja que se publicó en Cuadernos hispanoamericanos y que el editor de este Viejos amigos, grandes figuras tuvo en cuenta para la incorporación de nuevos materiales a las anteriores Semblanzas ideales.

      Pero decíamos que esta apología del rigor incluye también a los maestros de la I.L.E., con Giner de los Ríos a la cabeza, pero también Manuel Bartolomé Cossío y Jiménez Fraud, a los que ahora se añaden la esposa de este último, Natalia Cossío, y Luis García de Valdeavellano, con sendos textos más breves y recientes. De ellos queda una sensación que no deja de sobrevolar la siempre atractiva lectura de sus trayectorias intelectuales: todos se dedicaron a lo que podríamos llamar la infraestructura del conocimiento, los fundamentos prácticos de la dignidad. Todos trabajaron sin regatear esfuerzos por una escuela más avanzada y un país más culto y moderno y mostraron sus excepcionales dotes como investigadores, y prueba de ello es el estudio de Cossío sobre El Greco o los de Fraud sobre la historia de la universidad española. Pero, siempre dicho por Caro desde el respeto y la admiración, late, por un lado, la queja por el escaso aprecio que en el fondo se hizo a su gran obra. Pasan a la historia los que fueron becados por la Residencia de Estudiantes, pero no quien la levantó y se empeñó en que fuera un motor de progreso. Y así da la sensación de que, para el final que alguno tuvo, caso de Jiménez Fraud, con un empleo de lector (eso sí, en Oxford) gestionado por hispanistas que admiraban su labor, o en las galeras de la traducción, más les hubiera valido no ser tan “ingenuos” en sus sueños pedagógicos. Esa entrega a la docencia, tan colonizada por figurones de medio pelo que se escuchaban a sí mismos, su empeño ascético en cultivar el país igual que Ciro Bayo se ganó por un tiempo la vida “desasnando gauchos”, no está claro, parece sugerir Julio Caro, que llegase a merecer la pena, sobre todo si nos privó de una obra científica de la que todos dieron ejemplos tan eminentes. Forman la generación de 1868, la de los hombres empeñados en sacar al país  del marasmo moral e intelectual, y sus verdaderos frutos fueron las generaciones de fin de siglo, esa “Generación del 98” que Caro no le convence como concepto (y eso que fue un invento de Azorín astutamente utilizado por Ortega), que forman lo más granado del humanismo y la ciencia españolas hasta el apocalipsis de 1936. Solo por ello ya merecen todos los honores, y así se los rinde don Julio.


Julio Caro Baroja, Viejos amigos, grandes figuras, ed. de Pío Caro-Baroja, Caro Raggio, 2015, 414 p.

      

15.3.24

Invasión

Cuaderno de invierno, 86


Junto al prunus y al espino, rozagantes de flores, han echado flor casi todos los frutales, desde los primeros brotes de los manzanos hasta el impresionante ciruelo silvestre, que llevaba enredada una parra pero he renunciado a podarla porque cada vez que estiraba de un sarmiento caía una lluvia de pétalos, un hanafubuki como el de los cerezos, que nos ha llenado de confeti a Galán y a mí. Quedan por florecer precisamente los cerezos, y también los perales y los membrillos, pero el cambio de estación se ha consumado: la alfombra de grama, nuestro césped natural, tiene corros de un verde fresco, y hemos visto salir las primeras hojas de los frambuesos y no tardarán los groselleros. Pronto podremos pasearnos junto a ellos como en el libro admirable de Adalbert Stifter. 
Por salir salen hasta pájaros que estaban escondidos o hibernando en otros parajes, y con ellos especies humanas que en el primer fin de semana vernal llenan el valle con sus gritos. Vienen familias que no han pisado la vega desde que acabó el verano, y se llaman a voces desde los ribazos como los pastores entre las lomas de las cañadas, con esas voces antiguas, como aullidos de un lenguaje primitivo, y preparan fogatas y paellas y tiran al sembrado las cabezas y las vísceras de un pollo y un conejo, que varios cernícalos astutos aguardan, suspendidos en el aire, no sea que se les adelanten los gatos. Pero no eran desagradables aquellos ecos pastoriles, el padre que abría el tajadero y avisaba al hijo de que ya corría el agua, que estuviese atento para conducirla con la azada. Más desagradable ha sido un pájaro piparro que allá lejos ha venido con un auto, ha abierto las puertas y ha puesto Cadena Dial a todo trapo mientras echaba de comer a sus lebreles. Gracias a Dios, esta infame turba, por mucho que salga de caza, es alérgica a la amenidad de los campos, y nada más echarles unas sobras a los pobres bichos en sus cubículos inmundos se ha ido con la música a otra parte.

A pesar de todo, este ha sido el invierno más templado desde 1870, y todo indica que nos espera un largo verano sahariano que se comerá buena parte de la primavera y del otoño. Ya sé que tanto colorido en el jardín debería subirme los ánimos, pero ese calor, ese ruido…

14.3.24

Flojera

Cuaderno de invierno, 85


El primer pensamiento es el que vale. Más nos hubiera valido, como pretendíamos, cocinar el hinojo para la cena de anoche, que tiene variadas propiedades depurativas: antiguamente las madres lo mascaban y echaban el aliento a sus hijos en los ojos, para prevenirlos de complicaciones oftalmológicas, y todo el mundo sabe que no hay nada mejor para mitigar las cagantinas. No lo hicimos y me arrepiento, porque he amanecido atormentado por los retortijones, se conoce que por la miaja de fiesta que celebramos el otro día, seguramente por una lata de escabeche en malas condiciones; hasta el extremo de que me he tenido que quedar en la cama, leyendo una novela rusa que casi no podía sostener entre las manos. Por la ventana entraba el sol alegre y se oía cantar a los pájaros, pero no reunía fuerza suficiente para levantarme. Los antiguos labradores hacían de tripas corazón, si es que no podían dejar al rebaño en las majadas, con el gasto de forraje que supone, pero a veces, si caían víctimas de una grave alferecía o de un cólico agudo, con las fuerzas se les iba el ánimo y ya no volvían nunca más a levantarse de la cama. Son los célebres tumbados, a medio camino entre la siquiatría y la superstición, cuyas mujeres los trataban como una desgracia divina en vez de como a un zángano irrecuperable. Me acordaba en los ratos de mirar al techo, entre capítulo y capítulo, pero antes de dejar que entrasen los malos pensamientos volvía a los paisajes nevados y los gorros de piel de conejo, como tratando de aliviar con un frío ficticio esta temperatura tan extemporánea. Apenas he salido luego a que me diera el aire y acariciar un poco a los mastines, que se arremolinaban a mi lado sin tocarme, tan frágil y desvalido me sentían los animalicos. Y me he mantenido en pie el tiempo justo para ver las flores del melocotonero, que ya han cubierto el arbolillo, y, con más voluntad que brío, aún he abierto la manguera para regar los saúcos, cuyas hojas empiezan a brotar, y el albaricoque, de flores como perlas sonrosadas, prietas gemas que estos días empiezan convertirse en flores delicadas, pero el agotamiento ha podido enseguida conmigo y he vuelto a sentarme junto al fuego con una manta encima de las piernas, agarrándome al invierno como quien se agarra a un crucifijo.

13.3.24

Hinojo

Cuaderno de invierno, 84


De par de mañana hemos rascado el hielo en las lunas de la furgoneta cuando íbamos a por provisiones. El hielo había blanqueado los matojos y hasta que la calefacción se ha puesto en marcha íbamos encogidos y frotándonos las manos. En otros tiempos habríamos llenado los serones del tardi aselli con espinacas y coliflores, y unos hinojos que han aguantado bien el invierno, igual que los pulcros apios y las matas de fresas, o algunos ajos tiernos que vender en el mercado. Así hemos ido al centro comercial de las afueras a proveernos de lo más indispensable.
A mediodía, sin embargo, un solazo anticiclónico se había apoderado del cielo. Los perros recargaban tumbados las calorías y aquello ya no era sol de invierno que estremece la piel con sus irradiaciones. A esas horas ya sobraba la chaqueta. De manera que por la tarde nos hemos dedicado al riego en vez de a la quema, al agua en vez de al fuego, que es otro de los síntomas de que el invierno se termina, y nos hemos dado un paseo por el camino de Valdeavellano, el primero de la temporada, porque suele tener como objetivo ver qué tal andan los huertos de dos vecinos, buenos hortelanos, cuyos usos y costumbres me sirven de modelo. Uno de ellos aún no ha empezado a plantar, ni siquiera los ajos. Mal asunto, será que está algo flojo, o que prefiere dedicarse solo a los tomates. Pero el otro ya tiene los ajos crecidos y las cebollas bien tiesas, y todavía sigue recogiendo de un corro de espinacas. Me he fijado en que este año ha encalado los troncos de los manzanos, para que no se le suban los bichos, digo yo.

El sonido de la tarde eran los varios motocultores que pedorreaban por la vega. Con el anticiclón los rotovátores abandonan sus guaridas, supongo que para castrar la tierra con el hielo de las mañanas, porque ya me dijo el hortelano de los troncos blancos que aquí, salvo los ajos y las cebollas, plantar antes del 3 de mayo es tontería. Lo menos que puede pasar es que el hielo queme las flores. Bastante tenemos con los frutales, por mucho que los encalemos.

De regreso, hemos sacado uno de los bulbos de hinojo para preparar una lubina al horno, según una receta que leí en una novela. Eso que nos llevamos por delante.

12.3.24

Valla

Cuaderno de invierno, 83


Lo dice Virgilio:

Hasta en días festivos unas cuantas labores 

permiten las divinas y las humanas leyes: 

ninguna religión vedó encauzar arroyos, 

o cercas ir tendiendo en el sembrado, construir 

las trampas de los pájaros, o ir a quemar yerbas 

y chapuzar la grey balante en agua sana. 


A los pájaros y a las ovejas los dejaremos en paz, y de momento ha llovido lo bastante como para no abrir el tajadero. Quedan, eso sí, algunas yerbas que quemar y que estos días de viento fuimos dejando hasta que el tiempo se calmara. Pero hoy, que también era festivo, hemos subido a reparar un recodo de la cerca, la que da al pilar del entradero, que se había quedado sin cañizo y las ramas de las arizónicas se habían metido en la alambrada, y algunas incluso crecían abrazando un alambre y había que serrarlas por ambos lados e ir astillándolas con las pinzas de podar. Tampoco hace tanto tiempo que renovamos el cañizo de esa parte de la valla, pero el viento y la lluvia lo decoloran enseguida, y por más que lo sujetemos con alambre y varillas de hierro, cada pocos años toca renovarla por completo. 

Me acordaba, mientras desenrollábamos el cañizo y lo asentábamos al bordillo del gallipuente, de cuando ayudé a mi padre a levantar esa parte de la valla. Entonces los niños no eran de cristal y nada impedía que bajaran piedras del sembrado de arriba, que aún ahora, cada vez que lo aran, saca unos piedrolos a la superficie que a veces subo a recoger para marcar el círculo de los alcorques; ni tampoco amasar cemento, llenar una gaveta y llevarla, apoyada en las haldas, hasta el sitio donde mi padre iba colocando las piedras encima del cemento, de manera que no tocasen las unas con las otras ni tampoco con los tableros del encofrado. La paleta tintineaba en la mañana soleada como un pajarillo más.

Éramos niños pero plantábamos árboles que veríamos crecidos y ayudábamos a levantar las cercas en la medida de nuestras fuerzas, y no nos pasaba nada. Hoy apenas podía con el rollo de cañizo y se me cansaba la mano de darle vueltas al alambre con los alicates. La valla luce otra vez como recién estrenada, no salen ramas al camino ni quedan agujeros por los que chafardear. Está como quedó hace medio siglo, cuando la terminamos por primera vez.

11.3.24

Herradura

Cuaderno de invierno, 82


El primer apero fue una hoz, lo que aquí llamamos corbella, para despejar aquel herbazal de juncos y carrizos, y a esa tarea nos afanábamos con entusiasmo de colonos, llevados por la ilusión de una tierra que domesticar, que hacer vivible y cultivable. Tardarían mucho tiempo en llegar las desbrozadoras a motor, entonces el único referente era el de las cosechas, agachar el lomo bajo el sol e ir aclarando el terreno. En cierta ocasión vino un listo que dijo que aquello se pegaba fuego y ya estaba, y él mismo quiso demostrarlo quemando unos matojos. Pronto las llamas prendieron en la yesca y hubo que meterse en la acequia y echar cubos de agua para que el fuego no se extendiera.
Junto a la corbella, fue necesario comprar un azadón y un rastrillo, y ese fue todo el armamento con que nos enfrentamos a un abandono de décadas, todos los fines de semana y todas las tardes de las vacaciones, desmontando los cuellos de la acequia hasta el nivel del cauce para allanarlos y ensancharlos, aunque pronto añadieron al arsenal una pala y una paleta de albañil porque había que canalizar la acequia. Con la pala vino el cemento, y aprendí entonces palabras como mechinal y estampidor, que pronunciaba con mucha corrección un vecino que era delineante. La faena entonces consistía en encofrar con gatos de hierro que sujetaban los tableros. Ese sí que era un improbus labor: había que rebajar el lecho de la acequia y sacar el tarquín a paladas antes de echar el suelo, amasado en un pequeño cráter de arena y cemento en el que se echaba el agua justa para que no se desbordase… Pero también fue menester un carretillo para transportar todos los cantos rodados lo bastante grandes como para armar las paredes de la canalización.

Al cavar los márgenes de la acequia, antes de que una pala excavadora trazara la entrada y ensanchase las terrazas, solíamos encontrar objetos que llevaban siglos durmiendo en su correspondiente estrato geológico, sobre todo fragmentos de cerámica y ladrillos antiguos, pero también tornos de tajaderos y arquetas que ocultaba la maleza. Un día apareció una herradura vieja, deforme y oxidada, que alguien dijo que era de mula y mi padre guardó y algún tiempo después, cuando ya se pudo construir un cobertizo para guardar los aperos, colgó en un clavo que había en la puerta. Ahí sigue.

10.3.24

Ajo

Cuaderno de invierno, 81


Entre los primeros recuerdos que tengo de Valdeavellano está el olor de los ajos en la mañana fría, en un huerto donde ya estaban algo crecidos. Sería en febrero, o principios de marzo, como ahora, pero las hojas ya se habían abierto y empezaban a curvarse. Recuerdo la conversación de los mayores, cómo el apoderado hablaba con entusiasmo de las posibilidades de estas tierras, que entonces no eran más que un barranco con hierbas hasta el pecho, al que generaciones de sufridos masoveros habían sacado franjas estrechas y alargadas de tierra de labor, lo que entre ellos llamaban «los cuellos». En el Archivo Provincial se conserva un documento de compraventa de 1639 por una pieza de tierra de la «partida de Sisa», pero hay otro documento de 1693 que habla de la «partida de Losgüellos (sic)», y otro, más explícito, de 1701, para la «venta de un huerto y arbolado en la partida de los Cuellos, huerta de Teruel». Fueran la misma o partidas diferentes, lo que tengo claro es que, en la época en que mis padres la compraron, esta tierra figuraba en el catastro como parte de «Los Cuellos de la Sisa». En aquella conversación de sábado, un amigo de mi padre, pintor aficionado, ocurrente y guasón, llamaba al hortelano que nos guiaba «el ruiseñor de los cuellos», porque tenía la costumbre de silbar una jota cada vez que cogía la azada para escardar los ajos.
Los puse tarde para lo que aquí es costumbre, y sembré algunos dientes pequeños del año pasado que ya empezaban a nacerse, y otros luxuriosos que compré en los grandes almacenes, con denominación de origen, gordos, lustrosos, envueltos como si fueran un perfume caro. Ya nos podíamos haber imaginado que los primeros que pitean y están tiesos y con buen color son los ajos de casa, mientras que a los otros, quizá por los potingues que les echan para que estén tan gordos, les está costando salir. A su lado, en el pedazo donde los habíamos plantado, han salido unas cuantas matas de ajetes que vamos arrancando para comerlos en tortilla. No sé qué prefiero, si su gusto exquisito o el aroma del ajo y de la tierra cuando los arranco, y que tan lejos me lleva en la memoria. Yo escuchaba muy atento al hortelano. Podía imaginar su vida, pero no que medio siglo después esos ajos me harían tan dichoso.

9.3.24

Aguacero

Cuaderno de invierno, 80


Toda la noche ha estado lloviendo, con fuertes ráfagas de viento que azotaban las ventanas y hacían resonar los hierros de los barandales. Casi podíamos ver cómo se vencían las copas de los cipreses con su fragor de escobas gigantescas. Cuando se calmaba la tempestad, quedaba un suave rumor de lluvia sobre el tejado y las losas del patio. En esos andantinos conciliábamos el sueño. La lluvia intensa nos mantiene en vela. Cualquiera que viva en el campo sabe que cuando el cielo se desventra lo más verosímil es que provoque alguna deshechura. La lluvia fina no solo es la más beneficiosa para la tierra sino también para el reposo de sus habitantes, porque no da tiempo a que se formen torrenteras o se tupan las acequias con palos y hierbas que arrastran las aguas desatadas, y desde luego no hay miedo a que rebosen las rejillas y se pueda inundar la casa.
A media noche se aplacó la gresca y todo fue un concierto moderado. Por la mañana, como el primer sol no iluminaba la pared oeste, hemos estirado el sueño, y al levantarnos hemos visto que los perros seguían en el invernadero tan tranquilos, ajenos a las urgencias fisiológicas, acunados por la lluvia mansa que seguía cayendo sin parar. Una gata blanca preñada cruzaba por delante del cristal y no se han dado ni cuenta. Pero lo más sorprendente ha sido levantar la vista y ver que los membrillos ya tienen hojas, que lo que ayer eran brotes diminutos que no desdibujaban el ramaje oscuro, hoy ya es un verdor más homogéneo, se han abierto los pimpollos y da la sensación de que es cuestión de horas que asomen las flores blancas. Junto a ellos, el albaricoque y el melocotonero ya están perlados de diminutos capullos de color de rosa, y da también la sensación de que la lluvia haya hecho crecer el musgo que recubre las ramas de las catalpas; al menos, con esta luz lluviosa, se ve que es mucho más intenso y llamativo. 

Es un error aquello de ver crecer la yerba como símbolo de lentitud. La yerba crece de golpe, sin que tú te enteres, mientras duermes arrullado por la lluvia, mientras la miras incluso, por más que no seas capaz de asimilar la fuerza con que se despliega. Nos avisaban de la última borrasca del invierno cuando en realidad era un chaparrón primaveral.

8.3.24

Albéitar

Cuaderno de invierno, 79


La poda, la profilaxis y la puesta a punto también les llegan a los mastines. Hoy venían los veterinarios con su botiquín a ponerles las vacunas correspondientes, auscultarlos, tomarles la temperatura y revisarles los oídos y la dentadura, y cortar un poco más de lo que lo hacemos nosotros esos espolones como cuernos que si los dejásemos crecer se les acabarían incrustando en las almohadillas de los dedos. Es curioso cómo la naturaleza de algunos animales obra en contra de ellos: también hay cabras y vacas que necesitan ser despuntadas para que los cuernos no se les metan en el ojo…
Antes íbamos con ellos a la clínica, pero entrar en la consulta era como meter un elefante en una guardería: avisábamos antes a los dueños de los perros miniatura, y sobre todo a los de los gatos, aunque los mastines, entre cautos e intimidados, entraban sin mirar hacia los lados, directamente a la consulta. Ahora son dos moles que para negarse a algo solo tienen que sentarse, y definitivamente no les gusta la ciudad artificial, de manera que cuando surge un contratiempo (pocos, porque son muy duros), viene el albéitar y les echa un vistazo. Ellos, que ya lo conocen, se portan bien, casi hacen cola para que les pongan la vacuna, con esa gravedad de niño serio, inmóviles mientras les clavan las agujas o les meten la linterna por el oído o el termómetro por el culo, y cuando la revisión ha terminado y todo el mundo se incorpora y les damos palmadas en la paletilla, ellos vuelven a su ronda habitual, a ladrar por los extremos del jardín, no sea que con el silencio sanitario se hayan acercado las alimañas, o a buscarse un sitio cómodo donde tomar el sol. 

Y lo mismo sucede cuando han estado malos de cierta consideración, Morena con unas enzimas que le salían en el oído, Galán con una pata chula. No se mueven, no se quejan, un instinto de resignación y confianza los anima, o quizá les impide temer. Se defienden del mal con inmovilidad, se acercan en todo caso para que los acaricies y sentir algo de afecto en su cuerpo destemplado. Pienso en ello cuando surge algún problema de salud, intento adaptar esa misma quietud, esa silenciosa seriedad. Intento buscar un rincón al abrigo de la lluvia y de los vientos, y espero a que el dolor se pase.

7.3.24

Jacinto

Cuaderno de invierno, 78


Aunque todavía no han brotado las hojas de los árboles, al jardín le salen los colores de un día para otro. No da tiempo a pensar que las flores nazarenas del prunus ya empiezan a salir, porque de pronto ya han salido, y lo mismo sucede con el sedum de campánula amarilla, el intenso naranja de las margaritas o las violetas delicadas. Uno sale a por una hoja de laurel y gira la vista y hay una planta en flor que ayer no estaba. No es un estallido de tonalidades ni un griterío de pájaros por la mañana. Los lilos todavía no perfuman el paseo, pero el albaricoquero ha florecido, como el ciruelo silvestre, el de las ciruelicas de pastor, que de pronto parece un ramo de crisantemos. El ambiente ya empieza a sugerir una paleta de tonos vivos, azules y carmines para pintar historias de pasiones y resurrecciones, entusiasmos y dolores, todo eso que hasta ahora sonaba con un tempo contemplativo. Abandonamos lo excepcional menudo para entregarnos a un inventario de hermosuras variegadas. Perdemos la seguridad de lo esquemático, el sosiego de lo sencillo. Es como si volvieran a repicar las campanas y hubiera que cargar los fardos para volver a la plaza del pueblo a cantar la mercancía, un aviso de tumulto y ajetreo.
En eso, supongo, consiste la astenia primaveral, en el desaliento de no abarcar tanta hermosura. Nos conformábamos con estar pendientes de avivar el fuego, nos calmaba ver el mundo en matices de gris. La limpieza del otoño era una purificación interior que ahora brota sin remedio. Los preciosos jacintos rosas ya no acompañan solamente, ya llaman la atención, la exigen, la reclaman, no se puede pasar al lado sin salirse de los propios pensamientos. El mundo se detiene a cada paso para enseñarnos lo bien hecho que está, y al mismo tiempo crece la mala conciencia de no estar a su altura. La belleza duele porque nos degrada, al menos al principio, en estos entretiempos, que es cuando con más saña suele atacar la astenia. Luego, cuando todo se confunda de verdor, cuando sea más urgente huir del calor que contemplar una forsitia, de nuevo nos retiraremos a nuestros pensamientos y el entorno volverá a su condición de acompañante, ingente, inabarcable. Su rotundidad nos dejará tranquilos. Pero ahora hay que mirar esos jacintos, como si no conmoverse con ellos fuera un crimen de vulgaridad.

6.3.24

Emparrado

Cuaderno de invierno, 77



Parece ser que el frío no ha dicho su última palabra y todavía quedan colas de borrasca que aventarán las flores del ciruelo, esos días malos después de que se calme el cielo, que por aquí se llaman araboques y más hacia Levante arabogues, y que sobre todo sirven para estropear los frutos. En todo caso, hoy era uno de esos días en los que se festeja la llegada de la primavera, o más bien la despedida del invierno: el día de podar el emparrado del cenador. Los vecinos hace meses que limpiaron sus parrales, pero alguna vez escuché que había que esperar a San José, aunque la fecha es como la hora de saltar la verja de los almonteños, que a veces se adelanta y uno no sabe por qué. Hoy el día era tibio y claro, y a pesar de que la noche ha sido frígida, la tierra ya ha debido de coger temperatura porque al primer sarmiento que he cortado ha salido un goterón de agua, la savia transparente que avisa de que la parra está despierta, lista para brotar.
Este cenador tiene cuatro parras, una en cada puntal,  y cada año recortamos todos los sarmientos menos, si acaso, alguna guía larga que atraviese un hueco. Alguna vez pensé en injertar las guías de manera que todas mezclasen la savia, pero hay dos variedades distintas y el resultado podría ser muy estético pero también que la uva se echase a perder. El ritual incluye no solo la poda de la pelambrera sino cortar cada sarmiento en varillas de palmo y medio que al año siguiente usamos para encender, meterlas en un saco de arpillera y dejar el suelo limpio como el suelo de una barbería poco antes del cierre. Cuando, desde arriba, vuelvo a ver solo las guías leñosas y los sarmientos cortados con las dos primeras yemas, y el brillo del círculo verde por donde mana el agua dulce, la sensación es que, por mucha ventisca y más de una noche de hielo que todavía nos esperen, el invierno ya forma parte del pasado. Quedan vástagos de membrillo por podar, queda entrar a machetazos en el bosquecillo de ailantos nuevos, quedan hierbas que arrancar y macetas que trasplantar. Quedan faenas propias del frío, pero cuando la parra ya está limpia es porque junto al arce japonés ya brotan los jacintos, diga lo que diga el calendario.

5.3.24

Parra

Cuaderno de invierno, 76


Después de podar la parra vieja les llega el turno a otras más silvestres y desmelenadas. Hay una, también bastante antigua, que para que no trepase por los cipreses la encaramos a un ciruelo seco que en verano se corona de pámpanos y lo adornan racimos dionisíacos, como una sombrilla injertada, como un paraguas conceptual. Luego, cuando caen las hojas grandes y coriáceas de la parra, se despeja el esqueleto carcomido del ciruelo, como un ovillo nudoso, hasta que le metemos la tijera con cuidado de no tirar muy fuerte de las guías, no vayamos a tronchar alguna rama de la percha que las sujeta.
Donde sí tiro con fuerza es en la parra de la acequia, una humilde vid que se chamusca cada vez que al vecino se le va la mano con el fuego del ribazo. La tierra donde medra está colonizada por ailantos invasores y zarzas de mala idea, con espinas como el pico de un halcón, y esa parra sin embargo aguanta, encaramada a una valla de alambre, y cada año los sarmientos huyen de la quema y trepan por el sauce grande, y los vamos dejando estar. Si no fuera por sus frutos sagrados, veríamos la vid como una zarza más, pero así alabamos su condición austera y sufrida, como un lujo para pobres. Este año me di cuenta de que casi había más sarmientos de la vid que ramas nuevas del desmayo, al que las hojas le crecían algo mustias, como si les faltara el aire o la luz, de manera que decidimos arrancar todas las guías de la parra que se habían enredado al árbol, por altas que hubiesen subido, por fuertes como alambres que se hubieran agarrado los zarcillos. Y así, al estirar, me caía encima una lluvia de ramillas finas y hojas secas, crujía el sarmiento grueso y en su caída iba sacudiendo la copa y arrastrando nidos de paloma. Lo que yo pensaba que no sería más que un par de guías parecidas a las que, a pesar de todo, se encaraman a las arizónicas, ha resultado ser una densa y leñosa pelambrera que tenía al pobre sauce amordazado. Esperemos que ahora crezca con tranquilidad y las ramas le dibujen arcos suaves. La parra seguirá fiel a sí misma. Seguro que del tronco negro brota un pámpano más fuerte, que dé uvas más gordas y un vino aún más peleón.

4.3.24

Yedra

Cuaderno de invierno, 75


El tópico amoroso de la yedra, «trepando troncos y abrazando piedras», como dice Góngora, dicen que procede de Catulo, del epitalamio de Manlio y Junia:

…y llama a casa a la dueña

que encadena con su amor

al esposo enamorado,

como la hiedra tenaz

al árbol todo se enreda.


A este abrazo constrictor de los amantes, indesatable, subyugante en el peor y más abrumador de los sentidos, ya Horacio le dio un toque amargo cuando, en el Epodo XV, se dirige a la amada que le engaña con dulces palabras y falsas carantoñas,


con tiernos brazos más ceñidos que la hiedra

se abraza al alto roble.


Y luego, en el Renacimiento y más allá, es difícil encontrar algún poeta que no hable de la hiedra como ejemplo de amor apasionado. La yedra entonces es frescor y celosía, pared de laberinto, tapia de rincón secreto. El locus amoenus de Garcilaso no tiene nada de tétrico:


Cerca del tajo en soledad amena,

de verdes sauces hay una espesura,

toda de hiedra revestida y llena,

que por el tronco va hasta la altura,

y así la teje arriba y encadena

que el sol no halla paso a la verdura…


    Miro, sin embargo, el viejo ciclamor del patio, que va cubriéndolo la hiedra casi al mismo paso que se va muriendo. Veo el tronco ya tupido de hojas verdes, envueltas las ramas grandes, algunas que ya crujen cuando sopla el viento, y todavía vivas, a lo que parece, aquellas a las que no ha llegado aún la yedra, que ya pronto sacarán su flor magenta ensangrentada, sus hojas como blandos corazones. 

Y lo mismo pasa en el camino umbrío de la acequia, que la yedra va alfombrando y atrofia los vástagos de los membrillos, y también, menos mal, mantiene a raya a los ailantos. Allí donde la yedra cubre el suelo ya no hay tallos ni hierba siquiera, y en los muros a los que se agarra va desencajando las piedras y deshaciendo los cementos. De modo que embellece y asfixia, adorna y estrangula. Su abrazo es el abrazo de un morir fresco y lozano, casi es posible adivinar cuándo el ciclamor acabará de secarse, cuando las guías se encaramen a la copa y las ramas tengan hojas en invierno. Aquí la yedra, volviendo a Góngora, más bien es un sudario: 


Perdí la esperanza

de ver mi ausente.

Háganme, si muriere, 

la mortaja verde.

3.3.24

Plegaria

Cuaderno de invierno, 74


Qué pereza da la primavera. El frío se ensaña con sus últimos zarpazos. Eran las ocho de la mañana y los mastines, otras veces inquietos como esos purasangre que se revuelven en el arrancadero, estaban dormidos como ceporros, alargando el sueño y el calor antes de salir al día gris. Por la noche ha llovido y medio nevado y las noticias sacan carreteras blancas y narices coloradas. Uno aprovecha para estarse quieto, antes de que venga la odiosa obligación moral del pasear alegre, ese esfuerzo supletorio de captar a cada momento la grandeza del mundo, tediosa como un bello atardecer. No, hoy no se oyen pájaros, habrán vuelto a emigrar, y el campo está paralizado. Basta con echar un par de troncos en la chimenea y abrir el libro que leímos de muy jóvenes, cuando soñábamos. El invierno es un tiempo interior, unos meses antiguos, una tregua. Escucho crepitar los leños y pienso en esa definición de melancolía que tantas veces habré repetido, una tristeza placentera, no apta para emprendedores, renuente al vitalismo hiperactivo y conforme con que el día se termine. «Mane nobiscum, quoniam advesperascit, et inclinata est iam dies», quédate con nosotros, porque atardece, y el día ya declina. No te adentres en la noche, no vayas todavía al territorio de las sombras, estate aquí, sosegado, al amor del fuego, en compañía silenciosa. No te metas en bosques oscuros en busca de un amanecer que si llega tendrá que ser como el de cualquier otro día, no ninguna novedad primaveral. Y esta sensación pretérita me abriga, como si vivir y recordar fuesen lo mismo. Ya llegará la mala conciencia de no corretear entre los campos de amapolas. Déjanos, invierno, ser tranquilamente viejos. Danos la perfecta excusa del cansancio, haz verosímil la decrepitud. La vida está aquí dentro, en este libro antiguo que nos hacía sonreír de gozo en aquella deslumbrada juventud, cuando no nos importaba que su autor llevara mucho tiempo muerto porque lo sentíamos uno de los nuestros. Hemos ardido como ese leño, claro. Pronto quedarán solo las brasas y vendrá la negra noche y habrá que descansar. Pero déjanos un rato más de no sentirnos miserables, de no desear ni reprocharnos nada, aquí recogidos, posar el libro abierto en el regazo y cerrar los ojos antes de hora, como el perro tranquilo que no se quiere dar por enterado de que ya ha salido el sol.

2.3.24

Yerba

Cuaderno de invierno, 73


Vivimos en el entretiempo imprevisible. En mañanas de sol hay que quitarse la zamarra para las labores del jardín, y en las tardes de lluvia meterse en casa, cebar la estufa y mirar por la ventana. Con lo lento que aparentemente ocurre todo, la sensación de estos días es que se echa el tiempo encima. Si se levanta el cierzo hay que dejar la quema y volver a los yerbajos, que algunos empiezan a verdear entre los tallos secos de los anteriores. La mancha del boliche, esos tréboles grandotes, ya parece que se extiende, y no hay manera de bajar al huerto y no volver con colas de zorra pegadas a la chaqueta, que por algo se llaman setarias adhaerentes. En el huerto da cierto gusto arrancar las verdolagas, gruesas, blandas y rastreras, como si fueran de goma, o escarbar un poco en la tierra y buscar con las puntas de los dedos las raíces de la grama, que corren pegadas a las paredes de madera del bancal; cuando has podido agarrar bien agarrados tres o cuatro de estos tallos, estiras con fuerza y salen guías de más de un metro que van abriendo un surco por la tierra. Es lo que más cuesta, porque no basta con estirar desde afuera, como pasa con los bledos, o segarlos con el azadón como a los estramonios, que son grandes como coles, llenos de púas, sino que hay que arrancarlos desde bien abajo. Son como la «zizania in medio tritici», que dice el Evangelio, con aspecto de hierba normal y corriente pero raíces profundas que amenazan con emponzoñar el suelo. 
Lo menos latoso es arrancar las yerbas del arriate de los bulbos, entre los lirios y las dalias, que ahora no son más que un tallo frágil de color cartón. Salen bien porque la tierra es muy fosca, aunque por eso mismo se va descarnando un poco por la parte del ribazo. Mata por mata, yerbajo por yerbajo, a lo que me doy cuenta ya he depilado un buen trozo y el montón crece a la espera de que amarillee y le peguemos fuego. 

Pero da lo mismo, porque vuelve a encapotarse el cielo, caen las primeras gotas y volvemos a dejar a medias la labor. Esta vez han dicho en el parte que hasta puede nevar y todo. Igual me preparo una infusión de estos yerbajos y se me cura la murria.

1.3.24

Viaje

Cuaderno de invierno, 72


Muy de vez en cuando, irremediablemente, uno tiene que salir de casa. Pero no es un cambio tan drástico del panorama si el destino es la estación de tren, río abajo, a donde deberíamos haber ido en un tílburi para no cambiar el mobiliario del espíritu, con un caballo mohíno y cabizbajo cuando fuésemos a despedirnos, y de alegre trotecillo al reencontrarnos. No haría falta dejar el camino viejo hasta llegar al otro lado del andén, que en las ciudades pequeñas conserva ese aire fantasmal y recoleto del apeadero. Oiríamos el silbato entre los álamos, aunque ya no viéramos cómo asciende una nube de humo que se disipa entre los árboles del valle. A pesar de no tener ni siquiera dos siglos, el tren sigue metido en una cápsula ficticia, en un pasado atemporal. Entre las fotos de su inauguración en el siglo XIX y las de ahora no hay tanta diferencia como entre el camino que nos llevaría por el río y la carretera por la que tenemos que circular. Pasear por el andén, en ese silencio solo interrumpido por algún chirrido, por el aldabonazo de un cambio de agujas o por los pasos del jefe de circulación, es lo mismo que pasar unas horas en las páginas de una novela antigua. De todas las construcciones modernas que asolaron la vega, la única que no desentona es la estación, levantada con sillares de rodeno, ni los viejos hangares donde duermen las locomotoras. Pero en el aire se sigue mezclando el aroma del río con la brea de las traviesas, y las líneas del paisaje apuntan al mismo punto de fuga, igual la vía férrea que las farolas, lo mismo la tapia que los árboles de la ribera. Una curva blanda cierra el horizonte con promesas de aventura, un vacío relleno de adioses y de pájaros, que a la caída de la tarde anuncian la inminencia de la primavera. Cuando llega el tren, ese mínimo trasiego de sonrisas y maletas es el mismo que hace un siglo. Todo vuelve a despejarse de inmediato, cuando el tren vuelve a perderse por la fronda del río y uno imagina heroínas de novela diciendo adiós desde la ventanilla. Y sube contento al coche el equipaje o regresa solo y silencioso, y vuelve a remontar el río sin haber abandonado del todo este territorio de ficción en el que más a gusto se respira.

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