29.10.14

La corta distancia

            

Los caminos del mundo está compuesto de dos novelas cortas y un relato. El propio Baroja facilitó el camino a bastantes críticos negando que la longitud de sus novelas tuviera que ver con ningún subgénero. Teniendo en cuenta que en las tres piezas aparece Aviraneta, lo único que distingue al conjunto de una novela es que se habla de tres tiempos distintos con tres narradores diferentes. Baroja ya nos ha acostumbrado a eso desde su primera entrega, a eso que Benet llamó la disgregación de la novela y que vale como excusa y como análisis.
Yo prefiero no insistir en esos lugares comunes de la condición proteica o, para citar al propio autor, de la ausencia de alfa y de omega. Eso lo dijo Baroja cuando ya no escribía novelas sino reportajes dialogados, pero hasta 1934 siempre hay un propósito de unidad novelística, sea la novela larga, como sucedía con El escuadrón del Brigante, o sea la novela corta, como sucede con las que forman Los caminos del mundo. No solo no pasa nada por considerarlas como entidades autónomas en vez de como fragmentos de un todo, sino que además suelen salir ganando si así se las mira.

La culta Europa

            La primera novela corta es un fragmento de las memorias que Ignacio de Arteaga, hijo de la marquesa de Monte-Hermoso, escribió durante su confinamiento en Chalon del Saona, un sitio la mar de cómodo para estar preso donde hay varias tertulias barojianas para pasar la tarde. Al final de El escuadrón del Brigante, Aviraneta se había comprometido con la marquesa a liberar a su hijo.
            El narrador es un realista convencido que aún no ha terminado de desengañarse con Fernando VII; un amante de la vieja aristocracia que habla, sobre todo al principio, como los señoritos de sangre azul. Eso hasta que se encuentra con Aviraneta, con quien no comparte ideas pero sí objetivos políticos y, sobre todo, ganas de salir de allí.
            Así que la novela, con peripecias de disfraces, narra la huida de Arteaga y Aviraneta, su paso por Alemania y Holanda y su final en Inglaterra. Con ellos, además del ayudante Ganish, que va y viene y desaparece, viaja Corina, que, salvo en una escena del principio en la que ella y su amiga Gilberta se tiran a Arteaga y a su amigo Ribero, la verdad es que no tiene papel.
            Cuando Leguía, el narrador principal de las Memorias, encuentra estos papeles de Arteaga, siente al principio aversión hacia una narración que le parecía “petulante, con ínfulas aristocráticas y disertaciones genealógicas”. Del narrador dice que “expresaba ideas reaccionarias”, “perjudiciales y anticuadas”. Y remata: “Iba pasando las páginas del cuaderno sin gran curiosidad, cuando tropecé con el nombre de Aviraneta”. Eso sucede en la página 44 de una novela que tiene 135. En esas 44 páginas Baroja ensaya un modo de narrar que llevaba usando desde Los últimos románticos: es la novela de hotel extranjero, las tertulias de gente de diferentes nacionalidades, llena de diplomáticos viejos y gordos y señoritas atractivas y libertinas. Es la novela de pensión pero con gente frívola y cosmopolita en vez de curas y comisionistas. Es una novela con más estrellas.
            Lo divertido es ver cómo Baroja interpreta esa voz que no le gusta. Ensaya el retrato de lo que no es, ni Aviraneta ni Leguía ni él, y lo hace a base de complementos románticos:

            Tuve una época de fiebres y quedé entistecido, aburrido y abandonado. Se me hincharon las articulaciones de las manos y de los pies. En vez de llamar a un médico, no hice caso.
            Por entonces, y en la cama, comencé a leer las obras de Chateaubriand que me había prestado la señorita de Angennes, sobrina de Monsieur de Saint-Trivier.
(…)
            ¡Oh René! ¡Yo he vivido tu vida, he sentido los mismos grandes deseos, el mismo desdén por los vulgares menesteres de la existencia cotidiana, la misma desgarradora pena, la misma niebla espesa de melancolía!

            Afortunadamente, Baroja no insiste mucho en este tono relamido y prefiere escribir con su estilo, y en primera persona, ideas que no comparte. De paso, presenta un cuadro de realistas contra constitucionalistas, reaccionarios contra liberales. Cuando llega Aviraneta a la novela, Baroja cierra el libro de Chateaubriand y se pone a preparar la fuga.
            No nos interesa demasiado aquí el aparato histórico, pero sí la representación de El burgués gentilhombre que todos estos ilustres confinados organizan para divertirse, y el coqueto carnaval con los mismos trajes de teatro. Baroja pinta una acuarela de currutacos y chichisbeos, y en la pieza de Moliére nos viene otra vez Galdós a la memoria, esa teatral La corte de Carlos IV , que sigue siendo uno de los Episodios que más me divierten. No falta el viejo y gordo y la mujer ardiente y resultona, en este caso el matrimonio de Monsieur de Montrever y Gilberta, nombre falso, como todo en esas vidas, que sin embargo deja alguna descripción especialmente sabrosa. Del marido ingenuo dice Baroja que era “un hombre grueso, fuerte, abultado de abdomen, de cabeza redonda, muy calva, patillas pequeñas, nariz corta, y la barba rodeada de tres arrugas de papada”. Con esa pluma de destazar no se puede escribir como escribía Saint-Simon. En todo caso, cuando llega Aviraneta el narrador se deja de posturas.
            A partir de entonces viene lo peor y lo mejor de esta novela. Lo peor es que la fuga se convierte en un reportaje de turismo sin vida. El propio Baroja decía que el viaje estaba hecho “a base de guías antiguas y de estampas”, lo que no quiere decir que abunden las descripciones. Hay dos, la de Utrech y la de Carlsruhe, que sí pueden responder a esa imagen apagada. Pero la de Utrech, por ejemplo, tiene, precisamente, el encanto de una estampa, un encanto propio, no como remedo. Y eso que en ella Baroja comete un error rarísimo en él. Repite en dos párrafos sucesivos la misma expresión: “todo muy ordenado”, y no parece que lo haya hecho adrede.
Sin embargo, entre estampa y estampa, el viaje no deja de ser una retahíla de lugares y tipos extranjeros que hablan mal de los países que no son suyos, con un Ganish que está entre Sancho Panza y los graciosos de teatro, y unas cuantas escenas de humor, alguna de humor negro. También es cervantino el gusto por los disfraces e incluso por el intercambio de disfraces, algo que también aparecía en El escuadrón del Brigante y que ya entonces me recordó a Restauración, la comedia de Eduardo Mendoza.
            Las discusiones siempre son parecidas: “El realista acusaba a Aviraneta de mal español, porque deseaba el triunfo de napoleón contra los aliados; y Aviraneta acusaba al realista de mal francés, porque aspiraba a que los extranjeros venciesen en su patria y realizaran los planes ultraconservadores de Metternich”. Corina, en una de sus escasas intervenciones, suelta una soflama pangermánica: “En toda nación es necesaria una aristocracia inteligente que dirija y una masa que siga, y por lo que ustedes dicen, en España no tienen ni pueblo ni aristocracia.” La novela transcurre en 1813 pero las palabras, escuchadas cien años después, suenan muy elocuentes. Un embajador que se dedica a la cría de pajaritos suelta la tontería del aristócrata de revenido abolengo: “¿Es que usted cree, mi querido señor, que se pierde algo con que mueran cuarenta o cincuenta mil individuos de canalla humana?” Y así sucesivamente.
            Baroja decidió meter la trama en la maleta y limitarse a viajar, pero en ese viaje uno encuentra el germen de lo que años más tarde sería Agonías denuestro tiempo, a mi modo de ver una de sus mejores trilogías. Solo como anticipo de aquellos futuros viajes por Holanda, ya sin estampas, ya con sitios vistos y pisados, ya creo que esta novela corta tiene mucho interés.
            Por lo demás, nos quedaremos con algunas perlas sueltas: la historia macabra “del tabernero de cara triste e indiferente”, tremenda; la historia de la criada rubicunda, con una escena de techo roto y culo en pompa; la del burgomaestre de Altenkirshen, que deseaba la muerte a todos los militares; la historia del alemán “grueso y rojo” que estornudaba en el plato; o, en fin, en el colmo de la incomprensión entre naciones, la del chino relativista.
            Vista así, como viaje con escenas, con escenas tan cervantinas como la del culo de la holandesa, la novela es una breve sucesión de historias apuntadas, pero cuyos personajes más interesantes se quedan sin desarrollo. Si Corina se pone a actuar, a Baroja se le va de páginas la novelilla. Si en vez de mirar cuatro estampas viejas hubiera viajado por los lugares de la ficción, habría escrito Elgran torbellino del mundo.

una intriga tenebrosa

            Tras el acostumbrado prólogo de Leguía, la historia la cuenta el barón de Oinquina, un afrancesado que, en París y en 1840, recuerda una conspiración liberal para matar a Fernando VII que se organizó en 1814. En esa conspiración estaba el general Renovales, de quien Baroja tenía documentos inéditos que incorporar a la novela.
            En esa conspiración está Aviraneta, y es la monda. En bastantes fases de la novela se transparenta que Baroja se lo está pasando en grande, con ese Oriente Montijano que organiza una red de conspiradores masónicos que se comunica con un cajón de zapatero puesto en plena calle, donde meten con disimulo los mensajes secretos. En ese tono un poco disparatado con que transcurre todo brilla la aparición de María Visconti, que llega a la novela para vengar la muerte de su hermano. Ella y Conchita, tu Conchita, son las dos mujeres que, a diferencia de la anterior novela corta, sí tienen más de una frase. Esta María, mezclada con la Coral de la última novela corta, sabe otra vez a Mendoza. Conchita es al narrador lo que Corito es a Leguía, solo que en este caso el novio rescata a la muchacha de las garras de su padre.
            Pero María Visconti sí entra en la trama. Su narración de cómo el cura inquisidor dejó morir a su hermano por una tontería de nada deja embobados a Oiquina, a Aviraneta y al lector, y Baroja aprovecha para continuar la narración en una historia de parejas dobles disfrazadas, tan habitual en estas últimas novelas, hasta que interrumpe la trama con unas cuantas páginas sobre Renovales.
            Cuando se reanuda, empieza el divertido relato de cómo intentó ponerse en práctica la conspiración. La novela baja a las callejuelas de Madrid con Fernando VII y su querida, Pepa la Malagueña, y unos preparativos del magnicidio llenos de zaguanes oscuros y escaleras crujientes y ventanucos, de pisos de alquiler y patios traseros de inmundas pensiones. Baroja siempre escoge los raptos y las emboscadas porque así describe cuartos antiguos y callejones sin luz. En medio de los hilarantes preparativos, saca a pasear a Corpas, uno de esos malos que con diferentes nombres siempre irán acechando a Aviraneta de ahora en adelante. En este espionaje de vecindario, no falta una reunión clandestina en la que todos se ponen ciegos de vino, incluido Aviraneta, pero también un cura repulsivo, el padre Madruga, “pequeño, negro, de movimientos rápidos y violentos. Tenía los ojos brillantes de un animal selvático, el afeitado de la barba muy azul, la boca saliente, con morro, y los dientes amarillos”. Este cura resulta ser el objetivo de la venganza de María Coral, digo, de María Visconti.
            Y la acción está, para entendernos, entre Pepe Gotera y Otilio y La venganza de El Zorro: “Lo detuve y forcejeamos. Estábamos luchando, cuando a la luz de la linterna apareció Aviraneta, de pronto, con un antifaz negro en la cara y un puñal en la mano derecha”. Como en muchas otras novelas, la cosa termina como el rosario de la Aurora, a las afueras de Madrid, en una venta abandonada donde vive un verdugo que es como aquel que aparece en Lafamilia de Errotacho y que tiene una presencia de ánimo admirable.
            La novelilla es, insisto, muy divertida, y creciente el recuerdo de Eduardo Mendoza. Quizá nos habríamos apañado igual sin esas páginas de Renovales, que remansan un poco el desenfadado cabalgar de la novela, y en su lugar habríamos pasado más rato con la fascinante María Visconti. Pero en más de una novela se nota que Baroja remete los datos todos juntos, como si los encuadernase de ficción. En este caso, el coronel Renovales está en un cartapacio que Baroja mete dentro de una acción un tanto desmadrada cuya gracia reside precisamente en sus limitaciones. Las estratagemas de Baroja son de andar por casa. Los astucias de Aviraneta, recursos de ahorrador. No creo que haya habido nunca un héroe de acción que saliese más barato que Aviraneta. Con una cuerda y un trastero tiene más que suficiente para atentar contra Su Majestad el Rey.

La mano cortada

            La tercera pieza es la más breve de todas y la más desmadrada. Es, dice el subtítulo, una historia de tierra caliente, lo que nos cuelga irremediablemente del prejuicio de compararla con la Sonata de estío. Aquí Baroja se deja llevar del buen humor, y en ningún momento echamos de menos a la niña Chole. Es otra cosa.
            La historia la cuenta don José Antonio Alzate, un vasco que coincidió en Méjico con Aviraneta, y que habla, en presencia de Leguía, en la botica de don Rafael Baroja. Sucede entre 1816 y 1817 en una Veracruz llena de casuchas blancas y de zopilotes. Allí Aviraneta se doctora en bajos fondos, en acabado ejemplo de una de esas incorregibles opiniones de Baroja: “Estos países americanos, que han heredado todo lo malo de los españoles, adoran al bravucón y al Tenorio”. Ambas cosas es Aviraneta, que seduce a la hija de un criollo acaudalado, Coral, una mala de la estirpe de Doña Bárbara: “Coral, la hija menor, era una mujer soberbia. Tenía la piel blanca y muy mate, el pelo rizado, los ojos azules, claros, ardientes; la boca muy roja y las manos y los pies pequeñísimos. Vestía casi siempre de negro, trajes de seda, e iba llena de joyas.”
            Esta “Mesalina criolla” da lugar a un engranaje argumental más elaborado que en otras novelas más largas. Volkonski, compañero de Aviraneta en la búsqueda de minas de plata, confiesa que tuvo amores con Coral antes de que Aviraneta la pretendiera. Aviraneta, Eneas pragmático, abandona sin más a Coral, la Dido viciosa, y en ese momento Baroja introduce un fajo de datos históricos en el que está metido también Renovales.
            Pero la intriga se reanuda, Volkonski muere y Aviraneta se ahora docenas de deducciones y enseguida da con los asesinos. Eso sí, la escena de la alcahueta soplona es memorable. El remate final es puro Baroja: Aviraneta no remueve cielo y tierra hasta dar con el cadáver de Volkonski para honrar al amigo o encartar a su asesina, sino para recuperar los mapas de las minas de plata que el muerto llevaba en el bolsillo.
            Así que, salvo la primera, algo más deslavazada, las otras dos no solo funcionan perfectamente como novelas cortas sino que saben a un Baroja jovial, contento, chistoso, menos encogido de ánimo que en otras ocasiones. Como siempre, cuanto más inventa, cuanto más desparrama, más disfruta uno. Por eso, quizá, la última y más breve, “toda inventada y sin base en la realidad”, sea un delicioso final para el “orden de batalla” con que había editado la novela.
            Y por supuesto queda la certeza de que cualquier estudioso que quiera rascar en la genealogía literaria de Eduardo Mendoza debe pasarse por este libro.

26.10.14

Estructura de la novela redonda


Tras la pirotecnia programática de El aprendiz deconspirador, y sin renunciar al juego de narradores que allí había propuesto, Baroja entra en faena con El escuadrón del Brigante, magnífica novela. No es tan frecuente que Baroja se ocupe del todo narrativo como de un cuadro con marco propio, pero este sí es un buen ejemplo de novela bien armada. 
           En la primera entrega de las Memorias de un hombre de acción, en aquella conversación entre Aviraneta y Zurbano, cuando don Eugenio se defiende de las pullas amistosas del coronel repasando las veces que luchó por la libertad, Baroja aprovecha para detallar el índice de su proyecto. El primero de esos episodios, entre 1808 y 1811, se centra en el tiempo que Aviraneta estuvo en la partida del cura Merino, a las órdenes de Juan Bustos, El Brigante, un ventero que discutía mucho sobre quién era el verdadero rey y al que los franceses apodaron brigand, bandido. En Baroja los personajes ficticios están siempre sacados de la tierra, como los tubérculos. El Brigante es “un hombre bajo, ancho, forzudo, musculoso, con las espaldas y las manos cuadradas. Tenía el color tostado, la cabeza grande, huesuda; la cara algo picada de viruelas, las facciones nobles, las cejas cerdosa y salientes, y los ojos hundidos, grises, con un brillo de acero…”
Pero en este caso merece la pena comparar la descripción de este personaje de ficción con la que, casi al final de la novela, Baroja da de Juan Martín El Empecinado: “Era un hombre todavía joven, fornido, de pelo negro y color atezado, tipo de cavador de viña, los labios gruesos, el bigote a la rusa, unido a las patillas, la cara de hombre tosco y bravío…”, de quien sobre todo llamaban la atención “los ojos, ojos fijos, brillantes, huraños, y las manos, por lo cuadradas y por lo terriblemente fuertes”.
Sí, el Brigante es la versión popular, aún más popular, de El Empecinado. Y resulta comprensible: Baroja no podía empezar la serie, después de la primera novela prólogo, emulando directamente a Galdós. Así que, en vez de escribir la hagiografía del Empecinado, el guerrillero bueno, lo convirtió en un ausente admirable, representado en la novela por el Brigante, algo así como su mariscal. Enfrente, muy enfrente, el guerrillero malo, el cura Merino, mirándolo todo desde su escondrijo. El Empecinado se limita a un cameo, pero el cura Merino, aunque no aparezca siempre, nos vigila. Baroja no tiene más que describir al Brigante para mostrar sus simpatías ideológicas, más bien antropológicas. El Brigante es gente del pueblo, pero no es el pueblo, como queda claro en las tres distintas intentonas de Aviraneta para que el escuadrón deserte del mando del cura.
De modo que es el cura el personaje secundario que asoma en toda la novela, siempre lejos de la primera fila de la narración, como una sombra oscura. Baroja no podía hacerlo protagonista absoluto para que no le ocurriese lo mismo que a su héroe, que muchos años después todavía despertaba suspicacias por haber estado a las órdenes de un salvaje como el cura Merino, “egoísta y brutal”, cuya aparición retarda Baroja más o menos como hizo con el propio Aviraneta en El aprendiz de conspirador. Eso sí, cuando aparece, Baroja saca el vade retro:  

 Su manera de ser la constituía una mezcla de fanatismo, de barbarie, de ferocidad y de astucia. Era, en el fondo, el campesino, tal como suele ser en todas partes cuando las circunstancias desarrollan en él los instintos de lucha.
El campesino produce el guerrillero, y este se suele desdoblar en dos tipos: el tipo generoso, comprensivo, que llega a perder su carácter de hombre de campo: Mina, el Empecinado, Zurbano, y el tipo sórdido, intransigente, invariable: Merino.

               En este juicio implacable, en el que Aviraneta y Baroja, más que nunca, son todo uno, el carácter del cura se manifiesta igual en sus rasgos desagradables que en su manera de guerrear: “Las disposiciones de Merino tenían el carácter que a todo lo suyo imprimía el cura. Con aquella colocación de fuerzas se podían hacer muchas bajas al enemigo y retirarse con facilidad y rapidez, pero no se podía vencer”.
            De todas formas, las impresiones que le quedan a Baroja de la guerrilla, de cualquier guerrillero, después de ver de lo que son capaces cuando está permitido matar, son bastante descarnadas:

   Para un hombre joven y lleno de entusiasmo se comprende el encanto de esta vida salvaje del guerrillero, que es la misma que la del salteador de caminos.
   El ser guerrillero es, moralmente, una ganga; es como ser bandido con permiso, como ser libertino a sueldo y con bula del Papa.
   Guerrear, robar, dedicarse a la rapiña y al pillaje, preparar emboscadas y sorpresas, tomar un pueblo, saquearlo, no es seguramente una ocupación muy moral, pero sí muy divertida.

            Merino le sirve a Baroja para soltar lastre ideológico, pero también, sobre todo, y esto es lo que hace de El escuadrón del Brigante una buena novela, para estructurar el relato. Esas tres veces que Aviraneta intenta desertar del cura para unirse al Empecinado marcan otros tantos tramos narrativos, y en todas ellas Baroja aprovecha para dejar, además de un lance romántico, folletinesco, un buen puñado de desengaños. La persecución del coronel Bremond, la delación de Perfecto Sánchez en una escena de taberna que nos suena a Los tres mosqueteros, el encarcelamiento de Aviraneta (en una casa, por cierto, que responde a la Itzea en ruinas que compró Baroja), incluso historias de tremendismo calderoniano como la del Tobalos, narrada por un cura fugaz, o la más cervantinas de Fernando, son la argamasa literaria sobre la que Baroja levanta su mampostería histórica. La gran tentación de un escritor de novela histórica es dejarse llevar por lo que tiene de histórica y olvidar su condición de novela. Eso, aquí, a Baroja no le pasa nunca. Cuando describe al monstruo Dorsenne, el amante de la simetría que mandaba matar aldeanos para que los tres patíbulos que se veían desde su ventana estuvieran proporcionados, no nos abruma con datos de manual. Los demasiado conocidos en esta novela solo se asoman, como si estuviera dicho todo sobre ellos, aunque a veces, como en el caso del Abate Marchena, a Baroja le da para un ejercicio de esperpentismo.
No, a Baroja le inspira más la gente corriente. Al contrario que en la entrega anterior, Leguía se asoma solo en el marco y el grueso de la narración corre a cargo de Aviraneta, salvo en la estupenda sorpresa final, la narración de Ganish, donde se nos cuenta todo lo que Aviraneta no contó, sobre todo cosas de mujeres. Esas mujeres (tres, cada una de una clase social) aquí perfuman el relato y luego cobran protagonismo en la narración de Ganish. El procedimiento lo volverá a emplear, por ejemplo, en El amor, el dandismo y la intriga, donde las tres mujeres desempeñan el papel estructural que aquí hacen los tres intentos de deserción. Pero son las tres mujeres de Baroja: la marquesa divertida, su clásica marquesa de Villavieja, en este caso de Monte-Hermoso; la mujer, digamos, de clase media, firme y sensible como es Fermina, en la que se resume una escena de alto realismo entre mujeres que han decidido tener marido y hombres que no quieren comprometerse; y, en fin, La Riojana, pueblo noble y sanguinario, con un corazón como el de un ternero y una lengua como una dalla, y una mano que cuando coge un cuchillo es capaz de saltarse las mínimas normas de piedad militar.
Pero la sorpresa, el personaje barojiano hábilmente distribuido en la narración que se ocupa del estupendo final es Ganish, el componente vasco que encontraremos al final de la serie, por ejemplo en la estupenda Las figuas de cera, en el navarro Chipitegui, y su tono contrasta con el de Aviraneta igual que el de Ichaso contrastaba con el de Shanti. Da la sensación de que, tras el arranque fogoso, en esta segunda novela Baroja retoma las proporciones y las estrategias narrativas de Shanti Andía. Ganish desmitifica a Aviraneta, cuenta con desvergüenza popular sus intimidades. Baroja finge un intento de reproducir la extraña lengua de Ganish, ese castellano trufado de vasco y de francés, pero enseguida se deja de manierismos y se constituye en portavoz, mejor que en ventrílocuo. El Baroja caústico que tampoco creía tanto en heroísmos ni libertades juzga los hechos con la mirada sabia de un aldeano extravagante que narra magníficamente el duelo a sablazos entre Aviraneta y el soldado Müller. Qué bien está Aviraneta cuando limpia tranquilamente la espada con unas hierbas, se encoge de hombros y dice que lo ha matado porque no había más remedio, igual que, cuando termina el episodio de Hontoria, se limita a constatar: “Tenía el uniforme lleno de sangre y de trozos de cerebro que me habían saltado, y mi sable parecía la cuchilla ensangrentada de un carnicero”.
            Por si le faltase algún hilván narrativo, Baroja coloca al principio a la prometedora marquesa de Monte-Hermoso y a su hijo, Ignacio Arteaga, que cerrará el relato cuando sea secuestrado (y protagonizará la primera entrega de Los caminos del mundo). Y, a modo de ribete cervantino, aparece un Martinillo, el corneta, muchacho del pueblo, víctima final de la brutalidad de unos y de otros, antes y después del centro narrativo de la novela, el episodio de Hontoria.
            Porque lo que nos cuenta aquí Aviraneta es la batalla de las Termópilas. En este tipo de novelas, y después de leer La batalla de los Arapiles no debían de quedarle muchas dudas a Baroja, lo importante es la guerra, el cuadro de tema. Los episodios de secuestros y liberaciones, varios en esta novela, son secuencias de guerra latente, pero el narrador de novelas históricas llega un capítulo en que tiene que pintar una batalla. Aquí el gran episodio épico es la emboscada de Hontoria, narrada con ácida brillantez, fuerte y cruda, y con el tono épico reglamentario que más adelante desacreditará Ganish en su narración. Es allí cuando el Brigante “parecía un energúmeno, uno de esos monstruos exterminadores del Apocalipsis. Su mano fuerte blandía colérica el sable corvo y pesado, y el acero de su hoja se teñía en sangre roja y negra como el cuerno afilado de un toro en la plaza”, y en el que Aviraneta, que se lanza como el príncipe Andrei de Guerra y paz contra las tropas enemigas (es solo un momento), “tenía la impresión de ser una bala, una cosa que marchaba por el aire”.
            Uno disfruta los fragmentos épicos. Están llenos de hermosos adjetivos, nombran sentimientos nobles, no esconden la sangre ni los caballos muertos, ni le ponen sordina a los estertores de la muerte ni disimulan el aroma de la sangre. Uno disfruta, en general, de la novela entera, de cómo Baroja cuidó las proporciones y la estructura y los diferentes tonos. Si comparamos esa batalla feroz con la narración del cura sobre el Tobalos, vemos dos piezas maestras de dos géneros diferentes escritas con el mismo estilo, y en el caso de la estructura, de la carpintería, El escuadrón del Brigante es un ejemplo de novela redonda, dicho sea en el sentido en que el propio Baroja lo dijo de El árbol de la ciencia.
            Si lo comparamos con Camino de perfección o con El laberinto de las sirenas, las descripciones son escasas, algo que también conviene al género e incluso al título de lo que Baroja está componiendo. La del desfiladero de Hontoria y la de Salas de los infantes, no obstante, son cumplidas y genuinas, pero si quiero rescatar un fragmento descriptivo de esta novela prefiero copiar la espléndida descripción de un caballo de labor, el caballo del cura Merino.

Después de la sorpresa de Quintana, Merino, a quien habían nombrado coronel efectivo, comenzó a lucir unos magníficos caballos.
El mejor que montó durante toda la guerra fue uno a quien bautizó por el Tordo.
El Tordo lo montaba el coronel francés del convoy muerto en el combate de Quintana. Era un caballo normando, de color ceniciento, de gran alzada, ancho de pecho, los pies y los brazos gruesos como columnas, y el pelo poblado y crecido, de media cuarta, tanto, que había que esquilarle en invierno, principalmente por los lodos.
Era un caballazo tosco, mal configurado y poco esbelto; parecía uno de esos percherones de los carros de mudanza.
Durante la pelea con los franceses entre Torquemada y Quintana de la Puente lo pudo contemplar Merino y ver su resistencia y su fuerza.
Cuando se lo mostraron después de la refriega decidió guardarlo para él. La cosa hizo reír a los oficiales y se hicieron chistes acerca del caballo, a quien unos llamaron Clavileño y otros Rocinante. Pronto se vio que los burlones estaban en un gran error.
El Tordo era muy manso; pero luego que se le ponía la silla y se montaba el jinete, se deshacía en movimientos y brincos.
Se le veía siempre deseando marchar.
Trotaba magníficamente y andaba a media rienda con frecuencia, cosa que gustaba mucho a Merino.
En la carrera, ningún otro caballo de la partida le superaba, y menos aún por entre montes y peñascales.
A pesar de su aspecto tosco, tenía las habilidades de un caballo de circo. Se paraba a la voz del amo, quedaba quieto como un poste, y el jinete podía apuntar con la misma seguridad que si estuviera en el suelo.
Para hacerle andar no se necesitaba ni la espuela ni el látigo; bastaba un ligero movimiento de la brida y animarle con la voz para que rompiese al trote.
En las embestidas del ataque parecía un caballo apocalíptico; no sólo no le asustaba el estruendo de los fusilazos, la gritería de los combatientes y el ruido de los sables, sino que, por el contrario, le excitaba y le hacía dar saltos y cabriolas.
Casi todos los días, después de haber andado ocho o nueve leguas, a media rienda, el asistente le quitaba la silla, y si había río o alberca en la proximidad le dejaba meterse en el agua.
Esto era lo que más le gustaba. Después del baño iba a la cuadra dando saltos y relinchando, y con un hambre tal, que si le echaban dos o tres celemines de cebada, aunque fuera sin paja, se los tragaba al momento, y lo mismo comía habas secas, patatas o zanahorias.
Los días de gran caminata, su amo mandaba darle una gran hogaza de pan con un azumbre de vino.
El cura comprendía el valor del Tordo en un momento de peligro, y no dejaba que lo montase nadie. Cuando entraba en acción hacía que el asistente lo llevara a su lado con silla y brida, por si venían mal dadas salvarse el primero.
Merino conservó el animal hasta después de la guerra, en que murió de viejo.

20.10.14

La novela infinita

            

En 1912 Baroja debía de sentirse pletórico. El año anterior había publicado dos obras maestras, El árbol de la ciencia y Las inquietudes de Shanti Andía, y para rematar la faena terminaba de comprar el caserón de Itzea, en Vera de Bidasoa, “buena para fábrica o convento”, según rezaba en el periódico que lo la anunciaba. La primera novela que firmó en aquella arcadia fue El aprendiz de conspirador, un libro que era también una declaración programática, un ejemplo del nuevo arte de novelar que Baroja estrenaba entre aquellos muros tan románticos. Era, también, la primera de las veintidós que comprenderían las Memorias de unhombre de acción, que si no llegaron a ciento veintidós o a dos mil veintidós fue porque no hubo tiempo, porque el sistema no tenía fin. A partir de entonces, ese paraíso reducido en el valle del Baztán sería perfecto para fabricar novelas históricas y un convento donde producir sin contratiempos. Itzea estaba tan lejos de Madrid como las andanzas de Aviraneta lo estaban de los tiempos de Baroja. Itzea flotaba en un pasado lleno de emoción y de entusiasmo, de grandes bigotes y grandes ideales, por lo menos al principio, lejos del realismo que había tocado fondo, y techo, con El árbol de la ciencia. Aquella novela era tan buena que no admitía continuaciones ni insistencias, al menos con el mismo punto de vista. Yo diría que hasta La sensualidad pervertida, de 1920, Baroja no regresó a la cruda soledad de las aceras, y desde luego no con tan desesperada intensidad.
            Pero un poco antes, en efecto, había alcanzado otra cima con Shanti Andía, y este lado aventurero y soñador, nostálgico y uterino era el mejor modo posible de volver a empezar. La novela está firmada en Bidart, en 1910, donde también sucede un pasaje de El aprendiz de Conspirador, el relato de Etchepare, que parece un primo hermano de Ichaso, aquel segundo narrador de Shanti Andía. Andrés Hurtado fue una necesidad moral e intelectual; Shanti, un viaje a los tiempos en los que Baroja devoraba folletines, a esa infancia imaginada en San Sebastián, que de pronto cobraba cuerpo y piedra en Itzea, uno de los pocos templos a los que de vez en cuando peregrino. Itzea es el símbolo de una forma de romanticismo que no está en las otras tres piezas de la trilogía Elmar, mucho más ambiciosas y mucho menos entrañables. Es el romanticismo de la gente común, de los tipos con nariz ganchuda y colorada, de los viejos lobos de mar jubilados, de las muchachas con los capilares rotos en los pómulos, de los chicarrones vascos, de las viejas comprensivas y agoreras, de los personajes absurdos. Baroja es el autor que más y mejor ha dignificado a los tontos de pueblo y a los eruditos de aldea, pero también, y sobre todo, a los sabios de andar por casa. El año pasado casi me da algo cuando una alumna me dijo que con la última página de Shanti Andía no había podido contener las lágrimas. ¡A ver quién es el guapo, de todos nuestros importantísimos novelistas vivos, que dentro de cien años le saca las lágrimas a una muchacha inteligente de diecisiete años! O a un viejuno como yo, porque a mí, y la volví a leer hace no mucho, me sigue emocionando.
            No es la misma emoción que uno siente con la muerte de Lulú en El árbol de la ciencia, o con la de la madre de Manuel en La Busca, ese profundo desamparo, abrigado de ternura y de verdad, sino la emoción compartida de quien siempre guarda un sueño que le haga sonreír. Los barcos de vela y las historias de piratas eran el sentimiento más puro que se permitía Baroja, un hombre, como recalca Julio Caro, extremadamente pudoroso. Y creo que, aunque se los hubiese permitido todos, ese seguiría siendo el más puro, porque consiste en reencontrarse con una de las pocas ilusiones que no han variado con el tiempo. Lo que para Baroja era hurgar en historias de las guerras carlistas y en galerías de tipos de su pueblo, para mí es leerlo a él, y el entusiasmo que desborda El aprendiz de conspirador es paralelo al que yo he sentido al regresar a sus obras completas.   
            Porque esta novela, además de programática, desborda entusiasmo narrativo. Baroja ha encontrado la clave de la novela marco, de los narradores concéntricos y de los cambios de espacio y de tiempo. Eso lo encontró en Shanti, en ese Ichaso que es uno de sus más fructíferos hallazgos, y eso que inventó para no hacerle contar a Shanti, tan buena gente él, las barbaridades que tenía que contar (aquella historia de los dos Tristanes), se convirtió en fórmula de la novela orgánica, sin más fin que la muerte o la arteriosclerosis.
            En el fondo es un sistema que procede de su juventud impresionista (y eso que cumplía entonces los cuarenta, en Itxea, qué gozo). Una novela tiene interés cuando tiene ritmo narrativo, sea buena o mala la historia que cuente. Baroja sabe que la historia es de raíz episódica, de alguien que cuenta lo que le pasó un día, de alguien que repasa una tarde los años de la infancia. Sabe también que cada historia, cada tono, es un color, y que no hay nada que más anime que la variedad.
En El aprendiz de conspirador el cambio de narrador es permanente. Esa “pequeña trinidad” que forman Baroja, Pello Leguía y Aviraneta (“los tres hemos colaborado en ese libro: Aviraneta, contando su vida; don Pedro Leguía, escribiéndola, y yo, arreglando la obra al gusto moderno, quizá estropeándola”) se amplía con otros narradores menores, gente que entra en la novela, cuenta una historia y se va: el coronel Zurbano, el hombre de la zamarra o el viejo Echepare, viejo republicano de los tiempos de Dantón; cada historia, por supuesto, de una época distinta.
El método era ir cambiando de época y de narrador, pero también de género. La infancia de Pello es como la de Murguía, el de La sensualidad pervertida, pero enseguida aparece un antepasado suyo que es el vivo retrato de Zalacaín; más tarde una noche de invierno un viajero, como en El mayorazgo de Labraz; luego una de tertulias, como las que ya usaba en Los últimos románticos; entremedias se nos abre un amorío con Corito, que es como el de Gabriel de Araceli e Inés en el Trafalgar de Galdós, un recurso de novela griega para mantener siempre algún hilo narrativo; después, para animar el ambiente, la anagnórisis del protagonista, que se ha hecho desear (aunque el rato se nos ha pasado volando), y un episodio folletinesco de ataques nocturnos, con puertas falsas y enemigos idiotas, esa cuadrilla de maleantes tan dickensiana de donde emerge don Eugenio de Aviraneta, que practica el mismo arte del escapismo en la vida real que en la novela. No en esta, desde luego, pero sí en muchas de las que seguirán.
Y el procedimiento continúa con nuevos ingredientes narrativos: historias de conspiraciones liberales y realistas, listas de nombres y apellidos históricos, con ese olor a documento curioso que desprenden, retratos de personajes históricos de primera fila, siempre amigos de Aviraneta, un entregarse a la Historia que poco a poco reemplaza ese surtido de historias variadas con que nos había llevado en andas de la lectura. El tono, y el tiempo, vuelven a cambiar con la infancia de Aviraneta, que se desvía por los recuerdos de Echepare, y regresa a Laguardia, el sitio presente, 1830, para rematar la novela con otro airoso lance de folletín, en este caso la huida de dos novios por la ventana, que tampoco es el primero, porque la historia que contó el hombre de la zamarra, tan cervantina, asoma un par de veces la cabeza.
La extraordinaria intensidad de la novela quizá se deba a esa fruición, a esa acumulación de tiempos y géneros y narradores. El narrador ya no idea una historia sino que va trenzándola con hilos que casan según las leyes de la impresionante fluidez. Ni siquiera en esos pormenores históricos de los tiempos de Napoleón uno se cansa. Baroja rebosa, pero no desparrama. Todos los lenguajes narrativos que utiliza, incluso el puramente histórico, ya le han reportado grandes satisfacciones. Hasta ahora se ha ocupado de usarlos por separado, de consagrar a cada uno una novela. Ahora, a la sombra de una historia más o menos novelesca, los emplea todos, y no los mezcla ni los amontona, sino que los coloca en el sitio donde más le conviene a la narración.
Esta era la fórmula, este era el principio. Luego, claro, las aguas se remansan, la historia pasa mucho tiempo entre las páginas, o le salen novelas redondas como El escuadrón del Brigante, la segunda de la serie, que me voy corriendo a releer. Antes, para no abandonar las buenas costumbres, dejaremos una de esas descripciones que vamos coleccionando, y cuya calidad, por mucho que cambien las técnicas y los narradores, nunca se resiente.

Cuando montaron nuevamente a caballo comenzaba a anochecer. Sobre el Ebro surgía una niebla blanca y alargada; en el fondo, por encima de la bruma, se destacaban los picos de la sierra de San Lorenzo, iluminados por un sol pálido. Empezaron a bajar hacia la ribera. A medida que descendían se iba levantando el paredón negruzco de la sierra de Cantabria. Había nevado ligeramente también por allá. Aparecían los resaltos de la montaña blancos por la nieve, y los grupos de aliagas y de zarzas se veían negros y redondos entra la blancura de las vertientes y de los taludes. El camino tomaba un aspecto siniestro a medida que la oscuridad dominaba. Grandes piedras parecían avanzar en la sombra a cerrar el paso; la imaginación forjaba gente emboscada entre los troncos de los árboles.

19.10.14

Regreso a Itzea



 Hace seis meses largos, a principios de abril, colgué la última bernardina barojiana, unos apuntes sobre La feria de los discretos. Recuerdo que continué como si tal cosa, pero a las cien páginas de la siguiente novela, Los últimos románticos, se me cruzó un viaje y cambié de libro, y ya no volví.
            Ahora, entre que el otoño parece que resucita y que Flaubert me estaba empezando a cansar, retomo aquellas lecturas, pero como aperitivo he leído la Semblanza de Pío Baroja que en 2011 se publicó en la desigual pero interesante colección de Ediciones 98. Claro que la podía haber leído en la edición original de 1961, cuando este precioso texto encabezaba los dos volúmenes que preparó Fernando Baeza con el título de Baroja y su mundo, nada de lo cual, por cierto, se menciona en los nutridos créditos de esta Semblanza. No es la primera vez que detecto que se escamotean papeletas bibliográficas para colar textos antiguos como si fuesen poco menos que inéditos, y en todas ellas, troceando y multiplicando la obra de Julio Caro y de Pío Baroja, andaba por medio Pío Caro. Mainer se quejaba de algo parecido. Esos dos tomos de Baroja y su mundo, por ejemplo, sí merecen una buena reedición, y no que se vayan volviendo a publicar el libritos de letra gorda, seguramente más rentables. Este se completa con una casi docena de cartas que se cruzaron tío y sobrino y en las que aparece Carmen Baroja, madre de Julio y hermana de Pío, e incluso, con una caligrafía deliciosa, Carmen Nessi, abuela y madre respectivamente. Si, la impresión de que en esa familia anduvieron todos siempre juntos es inevitable cada vez que se quiere situar la circunstancia de cualquiera de ellos.
            El libro tiene otro interés añadido. En ese mismo tono, con esa misma prosa clara, delicada, sin el menor adorno, escribiría Julio Caro diez años después Los Baroja, un libro fundamental en mi vida de lector y un modelo permanente de escritura.
            Caro Baroja siempre es el mejor anfitrión para volver a casa de don Pío. Solo los textos que redactó para las solapas de las novelas en la benemérita edición de Caro Raggio ya componen una guía esencial de su obra, que Pío Caro aprovechó en su muy útil Guía de Pío Baroja. Don Julio dedicó muchas páginas a meterse con quienes practicaban el maximalismo al hablar de su tío, para bien o para mal, y aquí no tan crudamente como en Los Baroja. La anécdota de Rodríguez Moñino, que escribió una nota de protesta por no dejarle velar el cadáver de don Pío, aquí todavía no se cuenta, ni se usa el tono un tanto amargo que luego usó para narrar las visitas de Ernest Hemingway e incluso de Cela. Pero sí habla con claridad de sus desencuentros (y reencuentros) con Ortega, un asunto que aquí nos interesa más porque cuando Caro tenía “doce o trece años”, es decir, en 1926, ya no se veían, lo que quiere decir que en su visita conjunta a Teruel de 1922 su amistad bien pudiera estar quebrándose.
En estas páginas es quizá donde más concentradamente Julio Caro trata de hacerlo ver como un hombre íntegro, entre solitario y sociable, respetuoso y disolvente, más atento a las historias mínimas, a la épica de los débiles, que a las pompas y los aparatos, más aficionado a Regoyos que a Zuloaga, y siempre amigo de un cinismo que “cubre una sensibilidad excesivamente vulnerable”. Y lo hace, don Julio, con la misma sinceridad que le lleva a sospechar ciertos celos de Pío hacia su hermano Ricardo, unidos al reproche de haber despilfarrado su enorme talento (gran verdad), o fijar en 1934, en Las noches del Buen Retiro, el último esplendor de Pío Baroja.
Sí, es muy notorio aquel declive. Pero, como dice aquí el sobrino, en toda su producción posterior siempre hay algo interesante, y si El cura de Monleón no es “quizá su mejor novela”, como dijo un entusiasta Azorín, tampoco es uno de esos libros que el autor podría haberse ahorrado. Volveremos a él dentro de poco. Ahora, ya metidos en harina, no sé si retomar aquella lectura de Los últimos románticos o terminar las novelas que me faltan de las Memorias de un hombre de acción. La prosa de Julio Caro me ha puesto un blando sillón para que prosiga mi aventura barojiana.


Julio Caro Baroja, Semblanza de Pío Baroja, Ediciones 98, Madrid, 2011
Julio Caro Baroja, ‘Recuerdos’, Baroja y su mundo, Madrid, 1961, I, 35-73.

17.10.14

Los últimos amenes

            

Con los años van cambiando los hábitos lectores. De mozo era impaciente y voraz: si el libro me gustaba, lo leía compulsivamente; si no, a la primera confirmación decepcionante lo arrojaba, como decía Umbral. Me gustaría relamerme con más despacio, pero sigo devorando aquello que me satisface. En cambio, rara vez abandono ahora una lectura, e incluso he encontrado un cierto morboso placer en arrastrarme por un libro que no me interesa, quizá porque es la única manera de leer sin ansias.
            Es lo que me ha ocurrido leyendo Bouvard y Pécuchet. Me dejó de interesar a las primeras páginas, cuando le vi el plumero, y cada vez me iba interesando menos hasta que, chino chano, he llegado hasta el final. Qué extraño placer. Ha sido una lectura exenta, la conciencia de mí mismo leyendo, la contemplación impasible de unas páginas aburridas, escritas con sintaxis de abuelo, un chiste demasiado largo cada uno de cuyos pequeños chistes no tenía ninguna gracia. Me ha recordado los últimos libros de Baroja, novelas como Los visionarios, que no son más que sartas de opiniones cascarrabiosas con personajes de cartón.
            La novela consiste en que dos personajes indiferenciables intentan poner en práctica los avances científicos e intelectuales de los más variados ámbitos pero fracasan porque son tontos y porque siguen al pie de la letra todo tipo de científicas estupideces. Es como el Fray Gerundio de Campazas, pero creo recordar que el padre Isla me hizo más gracia. Ya hacia el final, cuando les da por la frenología, Flaubert nos cuenta en qué se diferencian: “Bouvard presentaba la protuberancia de la benevolencia, de la imaginación, de la veneración y de la energía amorosa: vulgo erotismo. En los temporales de Pécuchet, se apreciaban la filosofía y el entusiasmo, unidos al sentido de la astucia”. Es decir, que uno es más cándido que el otro, aunque viéndolos actuar nadie lo diría porque parecen igual de estúpidos.
            Pero lo malo no es eso. Con esos mimbres, sin personajes, tan solo un coro de figurantes (una dueña avarienta, un criado sensato, un niño salvaje, una niña muy adelantada) siempre puede hacerse algo interesante. El género viene, en efecto, del enciclopedismo, Pangloss y por ahí, si bien vuelto del revés, como si Flaubert hubiera pasado años buscando con lupa las contradicciones que supuran los tratados. No es solo la farsa del erudito, sino la de la propia enciclopedia, una ciencia fantástica que rara vez tiene algo que ver con la vida de carne y hueso. Flaubert cita centenares de libros y en el fondo se acaba convirtiendo en el único personaje del libro, el intelectual misántropo que se encierra en su torre para poner de manifiesto las contradicciones y sandeces de la llamada ciencia moderna. Para que eso se sostenga, el dúo cómico tiene que ser tan bueno como el de don Quijote y Sancho, pero en este punto Flaubert olvida algo fundamental: ni don Quijote ni Sancho son gilipollas. Es lo malo de la sátira, que cuando uno se ríe de sus propios personajes la gracia suele ser muy limitada y la risa floja se acaba enseguida.
            Pero es que además (quién sabe si no por efecto de la traducción, no creo) todo está escrito como sin ganas. Las notas preparatorias que se publican después del final abrupto son igual que la propia novela. Es la prosa de quien ya no cree en la prosa, de quien empalma frases sin prestar atención al ritmo general de la novela, de modo que pronto da igual el orden en que se lea, las páginas que se salten, los párrafos que se lean mirando la televisión, todo es uno y lo mismo y la idea está muy clara desde el principio. Muy bien, Flaubert no es partidario. ¿Y qué más? Algunos momentos, pocos para semejante empeño.
            Cuando empiezan a cansarse de tanto derroche experimental, B. y P. abrazan la vida piadosa, el “cerrarse el alma en sí misma”. “Bouvard se entristecía hojeando aquellas páginas, que parecen escritas en un tiempo de bruma, en el fondo de un claustro, entre un campanario y una tumba (…) Y los dos infelices, después de todas sus decepciones, sentían la necesidad de ser sencillos, de amar algo, de sosegar su espíritu”. Subrayé la frase porque me parece un buen tema de novela. El ascetismo rara vez es un sacrificio; con frecuencia es una necesidad. Pero Flaubert no sigue este hilo ni ninguno más que el del plan previo, las ciencias en sentido ascendente (la última, en la cúspide, con el niño insoportable, es la pedagogía roussoniana), y más citas de libracos y más bromas sin gracia.
De vez en cuando le sale el Flaubert que admiramos, cada vez que se encuentra un cadáver (magnífica la descripción del perro muerto), que retrata una escena de amor (la cópula de dos aves de corral, cuando Bouvard está intentando trajinarse a la dueña avara, ¿o era Pécuchet?), pero lo más aprovechable de este libro, lo que le ha dado verdadera fama, es que es un cajón de citas, que el libro entero es una inmensa cita que citar en general, sin conocerla, y reírse después como si se tratase de un placer inteligente. Flaubert la emprende contra esto y aquello, contra el progreso, contra la democracia, contra la ingenuidad que anida en ambos. Son sátiras amargas porque huelen a viejo maniático, no porque nos alumbre sobre la fabulosa trampa en que vivimos. Si alguna vez se le presenta una buena historia (cuando ronean a Mélie y a la señora Bordin), Flaubert la desperdicia en aras de una moralina cenicienta y agorera. No debería haber sido Pécuchet sino Bouvard el que agarrara unas purgaciones con la criada, y eso el Flaubert de las grandes novelas no lo habría dejado pasar. Pero aquí, ya, al pie del estribo, da la sensación de que le daba lo mismo, de que escribía igual de maquinalmente que yo me lo he leído, con un entusiasmo parecido.
Sí, sí: hay que situarla en su contexto, su raigambre cervantina, esas páginas en las que vemos al abuelo de Juegos de la edad tardía o de La fuente de la edad, ese prebarojianismo que en el fondo es lo que más me ha interesado, esa orgía perpetua (de estas páginas sacó el título Vargas Llosa) que uno vislumbra no ya tanto como lector sino como personaje a medida que se va sintiendo tan estúpido como sus protagonistas, tan necesitado de lectura y de recogimiento, tan amigo de la cosa campestre y tan impermeable a la vida moderna. Bouvard y Pécuchet se inventan su entusiasmo, crean a conciencia su locura. Es la parte melancólica del libro, pero no tanto por su lado quijotesco, sino por el del cura y el barbero, cuando juegan a ser quienes no son.

Gustave Flaubert, Bouvard y Pécuchet, trad. Germán Palacios, Cátedra, 1999, 367 pp.

9.10.14

Tres historias de santos, 2

            

Lo que distingue a Un corazón sencillo de los otros dos cuentos, amén del realismo y la ambientación contemporánea, es que tiene argumento original, no en el sentido de que Flaubert se lo inventase, porque la estructura es mística, en escala, y la anécdota del loro bien pudo haber sucedido, sino en el de que no partía de una historia previa conocida. Dicho en otros términos, en que no era un cuadro de temaLa leyenda de San Julián hospitalario está basada, como dice al final Flaubert, “más o menos” en la vidriera de la catedral de Rouen, y Herodías es un pasaje bíblico de todos conocido, empezando por Huysmans. De las dos, prefiero sin duda La leyenda…, de claridad boccacciana, historia de un solo personaje, con más peripecia que drama; más épica, a decir de los comentaristas, tan aficionados (pasa lo mismo en Madame Bovary) a dividir la obra en géneros distintos. Un corazón sencillo sería narrativo; La leyenda de San Julián, épico, y Herodías dramático. Pero resulta que Julián, atacado de soberbia, se carga a todo bicho viviente, hasta que, víctima de su ceguera, comete un crimen imperdonable que, ay, estaba ya anunciado, y las erinias del arrepentimiento lo consiguen hasta que llega al extremo último de la humildad, un episodio de belleza repulsiva, el del abrazo con el leproso moribundo. ¿Hay algo más dramático que esto? ¿Es más trágico Herodías?
Lo cierto es que en La leyenda las escenas ilustrativas, que son muchas, alcanzan los mejores momentos del relato, sobre todo las de caza, brillantes y brutales, con una prosa más escurrida que de costumbre (la apariencia épica), similar en todo caso, y por razones obvias, a la de Bouvard y Pécuchet:

Una mañana de invierno, salió antes de amanecer, bien equipado, con una ballesta al hombro y un manojo de flechas en el arzón de la silla.
Su caballo danés, seguido de dos perros pachones, caminando al mismo paso, hacía resonar la tierra. Cristalitos de hielo se pegaban a su capa, soplaba un cierzo violento. Por un lado del horizonte se hizo un claro; y, en la blancura del crepúsculo, vio unos conejos saltando al borde de su madriguera. Los dos perros pachones se precipitaron inmediatamente hacia ellos; y, aquí y allí, en un instante, les partían el espinazo.
Pronto entró en un bosque. En la punta de una rama, un urogallo entumecido de frío dormía con la cabeza bajo el ala. Julián de un revés de la espada le segó las dos patas, y, sin recogerlo, siguió su camino.

            El nivel de brutalidad crece al mismo ritmo que el de la hermosura, hasta que aparece el gran ciervo negro que le anuncia su destino. La segunda parte es un ascenso del héroe sin escrúpulos al encuentro de ese destino. Para cuando mata a sus padres, la prosa deslumbra, con un solo final que es como un homenaje de lirismo tétrico, casi de voluptuosidad macabra que Flaubert se concede a sí mismo:

            Ante él estaban su padre y su madre, tendidos de espaldas, con un agujero en el pecho; y sus rostros, de majestuosa dulzura, parecían guardar como un eterno secreto. Había salpicaduras y charcos de sangre en medio de su piel blanca, en las sábanas, en el suelo, a lo largo de un cristo de marfil colgado en la alcoba. El reflejo escarlata de la vidriera, en la que ahora pegaba el sol, iluminaba aquellas manchas rojas, y proyectaba muchas más por todo el aposento. Julián se dirigió hacia los dos muertos diciéndose, en un deseo de creer que aquello no era posible, que se había equivocado, que a veces había parecidos inexplicables. Por fin, se agachó ligeramente para ver muy de cerca al viejo; y vislumbró, entre su párpados entreabiertos, una pupila apagada que le quemó como fuego. Después pasó al otro lado de la cama, ocupado por el otro cuerpo, cuyos cabellos blancos tapaban una parte de la cara. Julián le pasó los dedos por debajo de sus bandós, le levantó la cabeza; y la sostenía con el extremo de su brazo tenso, mientras que con la otra mano se alumbraba con el candelabro. Unas gotas que rezumaban del colchón caían una a una en el suelo.  

            Julián asciende en su pureza y Flaubert en el camino de perfección prosística. El despojamiento de Julián, las páginas dedicadas a su soledad en el campo, un San Francisco del revés, del que los animalillos huyen como de la peste, son de esos pasajes que, antes de seguir adelante con el sórdido final, uno vuelve a leer como una pieza de música antigua que nos ha gustado especialmente y que, muy orteguianamente, no sabemos por qué. Si yo escribiese como Ortega, me inventaría un largo y florido porqué. Así nos conformaremos con decir que la prosa reúne la mayor musicalidad posible con el menor número de elementos. Incluso fluye un poco sincopada, como aquellas anotaciones del Viaje a Oriente que tanto nos interesaron. Son páginas de claridad extrema. La prosa, a veces, gira y contrasta, y en ese cambio súbito es como si se quebrase, una especie de emoción sintáctica que nunca pierde, sin embargo, la solemne frialdad. Yo creo que es lo único que le faltó a Flaubert, emoción, esa emoción virgiliana de acariciar las cosas al nombrarlas. Seguramente la detestaba, y eso que se jactó, cuando publicó estos cuentos, de haber mostrado su lado mejor y más humano. Menos mal. 
            Herodías, en fin, no me ha hecho tanta gracia, y eso que, pese a la suntuosidad cromática, no acaba de trascender el sarcasmo. Los personajes son grotescos, y el que más San Juan Bautista, cuyos juramentos contra la adúltera incestuosa son hilarantes. Son los únicos pasajes que de veras he disfrutado, ese y el de la descripción de las bodegas cuando llega Vitelio. Lo demás, sobre todo la primera parte, es un jaleo de nombres, de datos y de parentescos. Nos habíamos desnudado con San Julián y ahora nos volvemos a vestir de no sé qué ropajes, unas túnicas brillantes, cubiertas de escamas de oro, llenas de nombres propios. Por lo demás, la historia bíblica es lo suficiente gore como para que cualquier versión de orfebrería resulte una salvajada sin demasiado drama. Los personajes van detrás de sus vestidos, olvidamos fácilmente lo que dicen. Salvo San Juan, claro, que por su hablar potente no nos parece un profeta mártir sino un bocazas arrogante y un pesado.

            -¡Ah!, eres tú, Jezabel! ¡Tú le has robado el corazón con el crujido de tu calzado! Relinchabas como una yegua. ¡Has dispuesto tu tálamo en los montes para llevar a cabo tus sacrificios! El Señor arrancará los pendientes de tus orejas, tus vestidos de púrpura, tus velos de lino, tus brazaletes, las ajorcas de tus pies y las pequeñas medialunas que tiemblan sobre tu frente, tus espejos de plata, tus abanicos de plumas de avestruz, las alzas de nácar que aumentan tu talla, el orgullo de tus diamantes, los perfumes de tus cabellos, el esmalte de tus uñas, todos los artificios de tu molicie; ¡y faltarán guijarros para lapidar a la adúltera!

            ¡Lo que le faltaba a un coleccionista de palabras, que le dejasen hablar como un profeta! El prejuicio de Salambó es inevitable. Allí la narración, la prosa recamada, deja espacio a esas escenas ilustrativas en las que más brilla el autor, el tempo es lento y la novela, más que leerse, se contempla, se mira como un cuadro, se recrea. Aquí en Herodías creo que hay un problema de medida, de aglomeración de datos, a pesar de que todo transcurra en un día, pero esa primera parte, sobrecargada de historia, escora un poco la nave, no la deja que navegue con soltura.
            Aquí es que le ponemos peros al lucero del alba. ¡Qué más hubiera querido Huysmans que escribir este cuento!

8.10.14

Tres historias de santos, 1


La célebre, mitificada parsimonia de Flaubert dio a luz estos Tres cuentos al final de su carrera. Los biógrafos hablan de que los escribió a una velocidad inusitada, hasta el extremo de que Herodías, el tercero de los cuentos, tan solo le costó tres meses de arduo y constante trabajo, un abrir y cerrar de ojos, un suspiro, una página cada tres días, es decir, unas trece líneas al día. “Yo escribo cada día de cero a quince líneas”, dijo una vez García Márquez, y luego hablaremos de García Márquez, que aún tiene más cosas que decir en este asunto. Las cuentas, desde luego, no pueden ser así, o solo en la fase de la elocutio. Ignoro si Flaubert escribía versiones sucesivas, si construía poco a poco… No sé; lo único que sí sé es que yo sería incapaz de escribir así. Yo me agarro al flujo, y cuando el todo, sea de la extensión que sea, me sale mal, lo tiro. Siempre he sido un entusiasta de Stendhal dictando con las manos en la espalda La Cartuja de Parma durante un mes y medio agotador, del Galdós que aprovecha unos días de descanso en el Cantábrico para escribir una novela de trescientas páginas. No estoy hablando de feracidad sino de actividad. Para los dos la creación de la novela era un solo acto, obsesivo, incontrolable, tumultuoso. Un verdadero parto. En el fondo a estos autores les resultaba difícil convivir con su imaginación, no estaban seguros de no cansarse de ella, de no secar la fuente cuando se hubiese convertido en rutinaria. Parir es deshacerse de lo que llevas dentro, expulsarlo, arrojarlo, y ese acto exige un esfuerzo añadido, una tensión que no puede durar demasiado. Flaubert pasaba años con la misma historia. Podía pasarse lustros creyendo en la misma idea, cada mañana, cuando se sentaba en la mesa camilla y abría sus librotes con los ojos entornados. Emma Bovary salía a dar un breve paseo y tres semanas después aún no había abandonado el jardín. Es eso lo que me fascina.
            Esa fascinación, además tan agradable, se concentra -a veces, para mi gusto, un poco demasiado (en la primera parte de Herodías sobre todo)- en este epítome de su obra entera que además le sirvió de descanso del ímprobo trabajo de Bouvard y Pécuchet. Es epítome no solo por la salsa concentrada sino porque cada cuento se remite a una parte de su obra: Un corazón sensible rescata a la Felicité de Madame Bovary; La leyenda de San Julián hospitalario camina por los andurriales líricos de la Edad Media, como en Las tentaciones de San Antonio, y Herodías bebe de las mismas cráteras que Salambó.
            Los tres son vidas de santos, hagiografía lírica, con un punto de irreverencia, ese cinismo tan discreto, ese sarcasmo tan fino que deja Flaubert como quien deja en la iglesia un rastro de perfume voluptuoso. El caso del loro es paradigmático, y la dificultad del cuento estriba en que nos parezca que un desenlace tan disparatado resulte del todo natural, porque, tratándose de Felicité, “para almas semejantes lo sobrenatural es totalmente sencillo”.
Quizá sea el argumento de Un corazón sensible, en parte por su dificultad, el que más me atraiga. No se trata de un converso paulino que por fin ve la luz y encuentra a Dios en el arrepentimiento, ni un bocazas peligroso que parece que va pidiendo a gritos el martirio, como es el San Juan Bautista de Herodías, sino una mujer que es solo y constantemente buena, que no se convierte a nada porque nunca deja de tener los mismos inmaculados sentimientos. Se va agarrando a las tablas del naufragio con la misma fe con que se arrodillaba en los reclinatorios de palisandro, cura el sufrimiento con más bondad, con más santidad, hasta que su pureza logra recompensa y aparece el Espíritu Santo pintado de verde.
El interés argumental es el mismo que me pudo atraer en Rompiendo las olas, por ejemplo, la última película de Lars Von Trier que me gustó de verdad. El hecho de que no haya reveses argumentales, giros dramáticos o cambios de actitud, de que todo sea un constante y creciente ser lo mismo, era lo que más aire místico le daba. El camino de perfección no tiene vuelta atrás, y ese continuum es muy difícil de mantener. Es la vida entera de Felicité lo que se nos cuenta, en unas pocas páginas, como si lo anodino de su existencia fuera en realidad la esencia de su alma blanconievil.
Porque, a fin de cuentas, ¿cuál de los otros personajes fue feliz? No la señora Aubain, que lleva en el pecado la penitencia, sobre todo en el de ser ella también un loro (“¡Felicité!, ¡la puerta!, ¡la puerta!”); ni tampoco los niños, que o se mueren de repente, sean pobres o sean ricos, o les dan a sus padres quebraderos de cabeza, como ese Paul tras el que se esconde, parece, el propio Flaubert. Felicité es como Sinnin, aquel crédulo que acababa conquistando el cielo en el cuento de Rionosuke Akutagawe. Felicité llega a la santidad por la inocencia, y el cuento parece que tiene sus notas de astucia estoica: los inocentes, en fin, sufren menos, y los resignados a una cómoda humildad, también.
El toque macabro (que otras veces, no sé por qué, llamamos naturalista) de Flaubert tiene reservada una vitrina en cada cuento. Aquí no es solo el loro muerto, disecado y vuelto a morir, ese momento en el que el polvo se come las plumas y asoman los alambres de las entrañas; también es la niña (“la cara se le había puesto amarilla, los labios azules, la nariz se afinaba, los ojos se hundían”), pero sobre todo ese éxtasis final de blanco fúnebre, tan perfecto:

Un vapor azul subió hasta la habitación de Félicité. Ella acercó las aletas de la nariz aspirándolo con una sensualidad mística, después cerró los párpados. Sus labios sonreían. Los latidos de su corazón fueron disminuyendo uno a uno, cada vez más flojos, más suaves, como una fuente que se agota, como un eco que se aleja; y cuando exhaló el último suspiro, creyó ver en los cielos entreabiertos un loro gigantesco volando por encima de su cabeza.

En francés dice así:

Une vapeur d'azur monta dans la chambre de Félicité. Elle avança les narines, en la humant avec une sensualite mystique; puis ferma les paupières. Ses lèvres souriaient. Les mouvements de son cœur se ralentirent un à un, plus vagues chaque fois, plus doux, comme une fontaine s'épuise, comme un écho disparait; et, quand elle exhala son dernier souffle, elle crut voir, dans les cieux entr'ouverts, un perroquet gigantesque, planant au-dessus de sa tête.

            La traducción, no sé por qué, no recoge las últimas comas, tan importantes, no solo para conservar la musicalidad del original sino para aislar el florón grutesco que lo sella, un perroquet gigantesque, un loro gigantesco, un manchurrón de plumas en mitad de la muerte apacible. ¿Una broma?, ¿Un in cauda venenum? Flaubert decía que no, y es posible, pero sucede que, cuando ciertas bromas evidentes son dichas en serio, lo que se respira es ese aire enfermizo que en cierto modo recorre todo el cuento, en este caso el que despide su autor.

5.10.14

El océano violeta


            Ocho años antes de escribir Madame Bovary y poco antes de cumplir los veintiocho, Flaubert se ausentó casi dos años de la mirada de su madre y se fue con su amigo el paleofotógrafo Maxime Du Camp a recorrer Egipto, Palestina, Líbano, Rodas, Esmirna, Constantinopla, Atenas e Italia. Las biografías al uso dicen que este viaje fue el acontecimiento más importante de su vida, y no me extraña, teniendo en cuenta que a partir de entonces, en su casita de Croisset y en sus escapadas putero-literarias a París, se convirtió en lo que también las biografías llaman un sedentario enfermizo.
            He leído la mitad de este largo viaje, la dedicada a Egipto, unas doscientas páginas, plagadas de vestigios elocuentes del estilo de Flaubert. La digresión egipcia, como en Heródoto, se demora bastante más que las otras, y aun así Flaubert siente, al marchar hacia Alejandría y Beirut, la “tristeza de abandonar piedras”, incomprensible si se piensa en las calamidades que tuvo que pasar:

Paso la noche fuera sobre un colchón colocado encima de una piedra; vestido solo con mi camisa de nubi, las estrellas resplandecen centelleantes. Guardias. Uno encima de mi cabeza que veo por la noche. Los chacales ladran horrorosamente y en multitud. Chasquido del pico de las tarántulas. Los chacales por la noche vienen a comerse nuestras provisiones.

            Y en este plan. El joven Flaubert tuvo que beber sandías y leche de cabra, hundir la cabeza en pozos de agua marrón, fornicar en cubículos infestados de pulgas, atravesar desiertos jalonados por cadáveres, visitar cientos de momias y tirarse a docenas de egipcias, y uso el verbo tirarse porque es el que invariablemente utiliza Flaubert.
La intensidad del viaje molturó su prosa de un modo que el autor no se molestó en disimular, porque el comienzo, el viaje hasta Marsella, es lo que nos esperaríamos de un libro de viajes a la manera clásica, es decir, unas notas reelaboradas narrativamente en la narración titulada La canga. Pero luego el camino marca el ritmo y el resto es un cuaderno de notas sueltas y pequeños fragmentos descriptivos. Flaubert tuvo tiempo para narrar con todo eso como lo había hecho al principio, pero hizo algo mejor: pulir las notas, dejar la el tono pretelegráfico, que por su misma condición circunstanciada con frecuencia pasea en los terrenos de la poesía. Quizá se dio cuenta de que si se elimina la cohesión narrativa y se fuerza el contraste entre las observaciones yuxtapuestas, la impresión que causa el resultado es mucho mayor y más hermosa que la del relato al uso.
Ese método le daba para describir las imágenes como cuadros dominados por manchas de color. Veinticinco años después,  cualquier impresionista encontraría en las descripciones de Flaubert un manual de instrucciones para pintar sus cuadros. “En este momento veo pasar delante de mí el borde de un vestido de tela rosa y la punta de un pie con una babucha amarilla puntiaguda”, dice mientras pasea por una iglesia bizantina griega. No sé a qué pintor modernista se podría adjudicar esta descripción:

Amanecía delante de mí; todo el valle del Nilo, bañado en la niebla, parecía un mar blanco inmóvil, y el desierto detrás, con sus montículos de arena, como otro océano de un violeta oscuro cuyas olas se hubieran petrificado. Sin embargo, el sol ascendía por detrás de la cadena arábiga, la niebla se desgarraba en grandes gasas ligeras, los prados surcados de acequias eran como alfombras verdes, arabescos de trencilla. En resumen, tres colores, un inmenso verde a mis pies en primer plano, el cielo rubio rojo, colorado gastado; detrás y a la derecha, extensión cubierta de protuberancias de un tono chamuscado y atornasolado, minaretes del Cairo, cangas que pasan a lo lejos, bosquecillos de palmeras.
Finalmente, el cielo tiene una franja naranja por ellado donde va a amanecer. Todo lo que hay entre el horizonte y nosotros es completamente blanco y parece un océano; este se aparta y asciende. El sol, al parecer, va deprisa y se eleva por encima de las nubes oblongas que asemejan un plumón de una suavidad inexpresable; los árboles de los bosquecillos de pueblo (GHizeh, al. Matariyyah, Badrashin, etc.) parecen hallarse en el mismo cielo, pues toda la perspectiva es perpendicular, como ya vi una vez desde el puerto de la Picade en los Pirineos; detrás de nosotros, cuando nos giramos, está el desierto, olas de arena violetas: es un océano violeta.

Curioso el cambio de tiempo verbal. Empieza la descripción narrativamente, con esos imperfectos suyos que harían furor, pero pronto vuelve al terreno de la nota y a un presente más intenso que el pasado, y que ya no abandonaría en todo el libro. A partir de entonces son frecuentes las narraciones tensas, sincopadas, muy poéticas:

Montamos a caballo, y a través de unos campos cultivados, cabalgando por un largo camino de tierra polvorienta, nos dirigimos a las Pirámides de Saqqara. Al pie de una de estas pirámides, reencuentro con aquellos señores, han perdidio a Neuville, cuyos disparos se oyen a lo lejos. Formidable cantidad de escorpiones. Unos árabes se nos acercan ofreciéndonos cráneos amarillentos y tablillas pintadas. El sol parece hecho de residuos humanos; para arreglar la rienda de mi caballo, mi sais ha cogido un trozo de hueso. La tierra está llena de agujeros y de protuberancias a causa de los pozos, subimos y bajamos; sería peligroso galopar por esta llanura debido a lo hundida que está. Unos camellos pasan por el medio, con un niño negro que los guía.

            Y ese estilo fraguará, más adelante, en fragmentos como el de la puesta de sol en Luxor o incluso como las, más largas, algunas demasiado, descripciones de monumentos, sobre todo si son tumbas, o esta otra del desierto, modélica:

            El terreno, movido, es pedregoso, el camino es árido, nos hallamos en pleno desierto, nuestros camelleros cantan y su canto termina con una modulación silbante y gutural para excitar a los dromedarios. Sobre la arena se ven paralelamente varios senderos que serpentean al unísono, con las huellas de las caravanas, cada sendero ha sido hecho por el paso de un camello. A veces hay así de quince a veinte senderos; cuanto más ancho es el camino, más senderos paralelos hay. De trecho en trecho, cada dos o tres leguas aproximadamente (aunque por lo demás sin regularidad), amplios espacios de arena amarilla como barnizados por una laca color Siena; son los sitios donde los camellos se paran para mear. Hace calor; a nuestra derecha se adelanta un torbellino de khamsin, procedente del lado del Nilo, donde apenas aún se percibe algunas palmeras que lo bordean; el torbellino aumenta y se acerca a nosotros, es como una inmensa nube vertical que, mucho antes de que nos envuelva, está suspendida sobre nuestras cabezas, mientras su base, a la derecha, todavía queda lejos de nosotros. Es rojo oscuro y rojo pálido, estamos de lleno dentro de él; se nos cruza una caravana, los hombres envueltos en cufiehs (las mujeres con muchos velos) se cuelgan del cuello de los dromedarios; pasan muy cerca de nosotros, no nos decimos nada, somos como fantasmas dentro de nubes. Siento algo así como un sentimiento de terror y de admiración furioso deslizándose a lo largo de mis vértebras, me río burlonamente nervioso, debía de estar yo muy pálido y disfrutaba de una manera inaudita. Me ha parecido, mientras la caravana pasaba, que los camellos no tocaban el suelo, que se arrastraban sobre el pecho con un movimiento de barco, que se apoyaban allí y se hallaban muy por encima del suelo, como si hubieran andado dentro de nubes en las que se hundían hasta el vientre.

            Este estilo basa el impresionismo en elocuentes elementos naturalistas, siempre avant la lettre. Zola tuvo que entusiasmarse con la descripción del hospital de Kasr el Aïni o de las palizas a los esclavos o las varias descripiciones de camellos enfermos o muertos, de cocodrilos amojamados y chacales hambrientos, de buitres cazados como si fueran tórtolas. Y no sé si Zola llegó a los extremos que aquí alcanza Flaubert, sobre todo porque en Zola no se aprecia ese cinismo que baña siempre a Flaubert, ya sea para hablar de la “voluptuosidad íntima” o de la lasitud, el spleen, el “fastidio en mi vida”, que lo ataca de vez en cuando, sobre todo si no hay exóticas muchachas a su alrededor; y hasta alguna que otra boutade que bien firmaría Baudelaire diez años después, como aquella de las mujeres gordas: “La grasa es para las mujeres viejas lo que la hiedra en los escombros, oculta la ruina y la consolida”.
            No, no se corta Flaubert, ni siquiera en sus crónicas puteriles, algunas de las cuales, las más escabrosas, fueron expurgadas y ahora se van incorporando según la edición de Biasi. En ellas vemos a un putero lleno de olimpismo y de curiosidad, descriptor de cuerpos extraños, inasequible a cualquier conflicto moral, sobre todo cuando son muchachas de quince años las que se pasa por la piedra. Lo tendría crudo ahora Flaubert para incluir esas escenas, pero en el conjunto del libro tienen la misma estética que las aguas del Nilo y los personajes de colores pintorescos, y las mismas que las momias amontonadas y que los camellos embalsamados por el tiempo y la arena, tersos por fuera y vacíos por dentro.
            Algunas morosas descripciones son a la literatura lo mismo, supongo, que las placas de Maxime du Camp a la antropología, solo que estas, algunas de las cuales se reproducen en la edición de Cátedra, se mantienen fieles al encuadre romántico, al tipo aislado como referente del monumento, no a las escenas cargadas de olores y sabores en las que se reboza el escritor.
            Los arqueólogos del naturalismo y del decadentismo siempre se terminan topando con Flaubert, y la discusión estriba en si Flaubert continúa una tradición, por lo demás antiquísima, o era una cuestión de carácter, es decir, si lo que hizo Flaubert fue o no una forma nueva de ser naturalista o decadentista que sus discípulos convertirían en escuela estética. Lo que no entiendo es por qué no utilizó esa prosa modernísima para alguna de sus grandes novelas. Hasta para él sería demasiado pronto.

Gustave Flaubert, Viaje a Oriente, trad. Menene Gras, Cátedra, 573 pp. (Viaje a Egipto, pp. 47-232).


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