La estatua del Torico siempre ha gozado de un extraño privilegio: salvo el vecino de algún piso alto de la plaza que tuviera prismáticos y los reparadores de turno, nadie ha sabido nunca cómo era. Estaba allá arribotas, a contraluz, de modo que solo se distinguía la silueta negra, no los rasgos de la cara. Pero es curioso que luego llegasen los teleobjetivos, las imágenes cenitales, los drones y, a partir de los años 80, los escaladores ocasionales, y siguiésemos sin saber cómo era, o cómo había sido. De hecho ni siquiera sabíamos quién lo había hecho, ni cómo ni cuándo. Todavía hoy se discute incluso la fecha de la inauguración de la fuente, que fluctúa, según los eruditos, entre 1855 y 1858 e incluso más tarde, si bien Mariano Esteban ha aportado pruebas de que fue en 1855, y por supuesto nada se sabe de que sea o no aquella escultura la que el otro día acabó por los suelos. Hemos ido corriendo a ver las fotos antiguas, pero las fotos antiguas enseñan lo mismo que entonces veía la gente: un bulto negro con un contorno más o menos distinguible. Ni siquiera el cuadro de Salvador Gisbert que rescató Juan Carlos Navarro nos ha sacado de dudas. Por no saber, ni siquiera sabíamos de qué estaba hecha la escultura. Todos, por puro reflejo, habríamos dicho que era de bronce, cuando resulta que es hierro, no del que se resquebraja sino del que directamente se parte, como así ocurrió. Supongo que a cualquiera de los leones del Congreso también se les partiría algo si los tirasen desde un quinto piso.
El periódico local publicó dos fotos a la misma escala, la del toro de 1938 y la del toro de 1993, en medio de un follón de recortes de prensa sobre quién lo había escondido, quién lo había vuelto a fundir o quién, durante la guerra, había dado el cambiazo. No tenían otra cosa en qué pensar. Pero nadie se dio cuenta de un detalle: el toro de 1938 está, salvo los desperfectos del obús, en perfectas condiciones. Para ser un toro que llevaba expuesto a la intemperie ochenta y tres años, tiene un aspecto inmejorable. La foto es buena, los rasgos están perfectamente delineados, no se ven los grumos ni las erosiones que provoca la corrosión, algo que solo podía obedecer a que no era de hierro, o a que era reciente. Cuando uno mira la otra foto, la del toro del 93, y la convierte al blanco y negro, sigue siendo evidentísimo el deterioro. Si uno y otro son el mismo toro, en cincuenta y cinco años había sufrido una importante degradación. O en treinta y seis, si es que en el 69 se volvió a renovar la escultura.
Casi parece sensato partir de la base de que esos dos toros son el mismo toro, no el segundo una réplica del primero, lo que diría más bien poco de las aleaciones que emplearon para fundirlo. Si eso es así, si tiene razón Patrimonio y se trata de la misma escultura, si el Torico de 1938 también es de hierro, entonces da igual que alguna vez fuera de bronce. Lo importante es que no está deteriorado por los fríos crueles, los calores achicharrantes ni las tormentas tremendas. Lo importante es que no hace mucho que lo han fundido. ¿Cuánto?
Ayer o anteayer, el periódico local, al repasar la historia de la fuente del Torico, decía, así como de pasada, que a principios de los años 30 se llevó a cabo una remodelación. Pero esa reforma es más importante de lo que parece. En el proyecto se contemplaba la clausura de la fuente, algo que finalmente no se hizo, y se diseñó un obelisco con un jardincillo alrededor. El autor del proyecto inicial, de 1929, fue Juan Antonio Muñoz Gómez, entonces arquitecto municipal, tan importante por muchos edificios de la ciudad, y entusiasta, entonces para bien, del hierro y el cemento, si bien el proyecto definitivo fue de Luis González Gutiérrez. De hecho, los destrozos que causó el obús sobre el obelisco (y que aparecen en otra de las fotos de la guerra) sugieren que dentro hay un material más consistente. En otra foto de 1915, anterior a la reforma, la columna con el exoesqueleto modernista también parece dar señales de que la pobre estaba que se caía.
Por otra parte, las alusiones al «Torico de bronce» llegan en la prensa local hasta los años 10, y después de que, en 1916, se colocase un foco eléctrico sostenido por un «brazo de hierro», ya no he encontrado ninguna. Para saber si el Torico se cambió en algún momento, habría que ver cuál se parece más a «uno de aquellos dioses de bronce que adoraban los antiguos paganos..., el becerro de oro ante el que ofrecieron sacrificios los judíos al pie del monte Sinaí», según dice un columnista en 1913, un tal Eliseo, que puede ser un brindis al sol pero también explica que el Torico no sea pequeño por tamaño sino por edad. Lo que el periódico llamaba «imaginario popular», es decir el mito de que el Torico es de bronce, quizá parta del largo romance que le dedicó Jerónimo Lafuente en 1896, o sea un caso de metonimia por antonomasia, nombrar la materia de un objeto por la del más duradero de su especie: ¿de qué va a ser, más que de bronce?
Pero esos rasgos claros del Torico del 38, visto lo visto, son el punto de referencia para una restauración —o restitución— en condiciones, y no los del otro, el del 93, con ojos de loco y pupilas tardorromanas. En el del 38, además, sus rasgos son recientes. Su descripción podría ser esta: «Los ojos almendrados se encuentran rodeados de profundas incisiones que se prolongan por encima de la nariz. Se puede apreciar cómo la boca aparece representada entreabierta y el pecho está labrado con pliegues en V. Estos pliegues se han ejecutado mediante incisiones curvas y paralelas que reproducen la papada».
Pero esta descripción no es del Torico sino del toro de Osuna, una importante escultura ibera del siglo V a. C. Cualquiera pensaría que quien modeló el Torico (al menos el que vemos en las fotos de la guerra) tenía en mente esta espléndida pieza. Si es así, no pudo pensar en ello antes de 1903, que es cuando se acometieron las excavaciones en el yacimiento de Urso, donde apareció la escultura. A una mente racionalista, la simplicidad de líneas del toro de Osuna, al tiempo que su expresividad y su aire, digamos, sagrado, le tenía que producir un entusiasmo parecido al que sintió Picasso con la escultura ibera. Y es curioso que también en la aguadora del monumento a Torán, una escultura de Victorio Macho de 1935, «los ojos almendrados se encuentran rodeados de profundas incisiones que se prolongan por encima de la nariz», y las «incisiones curvas y paralelas» marcan el cabello recogido, algo incluso más notorio en el boceto de la máscara del Monumento a Eugenio María de Hostos, inspirado en las korai de la Grecia arcaica.
Con esto solo quiero decir que la estética del Torico de 1938 puede que sea una cuestión de modernidad, más parecido al toro de Osuna que al toro del coñá, es decir, tan moderno como la aguadora que solo tres años después se instala en un monumento proyectado, también, por Juan Antonio Muñoz. Ese Torico, sea de quien sea, es compatible con la modernidad de rescatar rasgos arcaicos para la escultura contemporánea, una forma de primitivismo muy común en los años de la vanguardia histórica.
De momento no he visto que nadie dé una explicación convincente de por qué el Torico de 1938 se conserva íntegro, sin que la corrosión le haya producido deformaciones, mientras que el del 93 presenta un estado lamentable. Ni tampoco he oído hablar del Torico como escultura, como obra de arte, como pieza que se puede situar en unas coordenadas estéticas y temporales. Lo más probable es que yo también esté equivocado, pero el asunto, como digo, me importa. Eso es lo más curioso de todo.
El Torico antes de 1932