¿De qué sirve buscar a un muerto? ¿Qué solucionamos con saber el nombre y apellidos de quien fue fusilado y arrojado a uno de los pozos de Caudé? ¿Qué queremos compensar exhumando sus huesos, practicándoles la prueba de ADN, recogiéndolos en una lápida, en una de esas listas de nombres como las que estamos acostumbrados a ver en las iglesias y que nunca jamás hemos leído? Me llamó la atención, mientras paseaba un día por el cementerio de Teruel, una placa pequeña, clavada en el monumento a los caídos por Dios y por España, en la que una hija había escrito el nombre de su padre, que también había caído, y no por Dios precisamente, sino por la libertad de sus vecinos.
Ahora, si las subvenciones de la comisión interministerial y la voluntad de unos cuantos vecinos no decae, quizá lleguemos a tiempo de saber quiénes eran algunos de los mil y pico ciudadanos cuyo tiro de gracia fue escuchado por el pastor de una masada de Caudé. Conozco esas listas que se están elaborando. A veces no son más que un nombre, un apodo, un fragmento de fotografía, una sonrisa borrosa, esa cara de pasmo ingenuo que tienen los que sólo se hicieron una foto en su vida. Y hay huecos, muchos huecos por los que asoman los albentia ossa, los huesos blanquecinos de que habla la estremecedora imagen del historiador Cornelio Tácito: amontonados cuando resistieron, desperdigados cuando huyeron. Estos de Caudé, revueltos, olvidados, son ahora como esos vestigios molestos que aparecen cuando se inician las obras de una autopista. Mucho me temo que los vuelvan a enterrar bajo algún otro monumento colosal, pero sin nombres ni apellidos, sin esos nombres desnudos (nomina nuda tenemus) que a fin de cuentas somos todos.
Doy las gracias a la hija que clavó en el cementerio una pequeña placa con el nombre de su padre. Doy las gracias a quienes elaboran listas de nombres, recopilan datos y trabajan porque los restos de sus antepasados sean enterrados como es debido. Les doy las gracias porque ver esas lápidas me consuela y me emociona: lo uno porque siempre queda la posibilidad de que permanezca nuestra huella; lo otro, porque cualquiera de nosotros, en un momento de locura similar, podría también acabar en el fondo de algún pozo, debajo de algún polígono industrial, mudo para siempre.
DDT, 27-IV-2006