26.4.06

Pozo


¿De qué sirve buscar a un muerto? ¿Qué solucionamos con saber el nombre y apellidos de quien fue fusilado y arrojado a uno de los pozos de Caudé? ¿Qué queremos compensar exhumando sus huesos, practicándoles la prueba de ADN, recogiéndolos en una lápida, en una de esas listas de nombres como las que estamos acostumbrados a ver en las iglesias y que nunca jamás hemos leído? Me llamó la atención, mientras paseaba un día por el cementerio de Teruel, una placa pequeña, clavada en el monumento a los caídos por Dios y por España, en la que una hija había escrito el nombre de su padre, que también había caído, y no por Dios precisamente, sino por la libertad de sus vecinos.
Ahora, si las subvenciones de la comisión interministerial y la voluntad de unos cuantos vecinos no decae, quizá lleguemos a tiempo de saber quiénes eran algunos de los mil y pico ciudadanos cuyo tiro de gracia fue escuchado por el pastor de una masada de Caudé. Conozco esas listas que se están elaborando. A veces no son más que un nombre, un apodo, un fragmento de fotografía, una sonrisa borrosa, esa cara de pasmo ingenuo que tienen los que sólo se hicieron una foto en su vida. Y hay huecos, muchos huecos por los que asoman los albentia ossa, los huesos blanquecinos de que habla la estremecedora imagen del historiador Cornelio Tácito: amontonados cuando resistieron, desperdigados cuando huyeron. Estos de Caudé, revueltos, olvidados, son ahora como esos vestigios molestos que aparecen cuando se inician las obras de una autopista. Mucho me temo que los vuelvan a enterrar bajo algún otro monumento colosal, pero sin nombres ni apellidos, sin esos nombres desnudos (nomina nuda tenemus) que a fin de cuentas somos todos.
Doy las gracias a la hija que clavó en el cementerio una pequeña placa con el nombre de su padre. Doy las gracias a quienes elaboran listas de nombres, recopilan datos y trabajan porque los restos de sus antepasados sean enterrados como es debido. Les doy las gracias porque ver esas lápidas me consuela y me emociona: lo uno porque siempre queda la posibilidad de que permanezca nuestra huella; lo otro, porque cualquiera de nosotros, en un momento de locura similar, podría también acabar en el fondo de algún pozo, debajo de algún polígono industrial, mudo para siempre.

DDT, 27-IV-2006

21.4.06

Río, 1


Las divisiones administrativas que no tienen en cuenta los cursos de los ríos se exponen a inacabables conflictos territoriales. En España son pocas las provincias cuyas tierras pertenecen a dos o más cuencas hidrográficas distintas. En general son rincones, cabeceras de regatos, hilillos de otro lugar: burgaleses de Medina de Pomar, abulenses de El Tiemblo, sorianos de Arcos de Jalón, alicantinos de Guardamar o manchegos de Valdeganga.
Estos casos son anecdóticos y no creo que nadie tenga mayor interés en ajustar las fronteras a las vegas. Pero hay otros más llamativos. Los del Bierzo dicen que ellos, en todo caso, son gallegos, no leoneses ni mucho menos castellanos, y basta que te digan buenos días para que lo entiendas; la verdadera razón es que son el país del Sil, del Miño, no del Duero.
El caso de Navarra, estos días muy nombrada, es más claro y más complejo. El país del Bidasoa no tiene nada que ver con la ribera del Ebro. Los de Lesaka son más vascos que las txapelas y los de Cintruénigo suenan medio mañicos. La provincia entera está, hidrológicamente hablando, partida en dos. Ni siquiera el río Irati, que también acaba en el Ebro, parece suturar las dos culturas.
Cuenca está regada por el Júcar, salvo la sierra de Tragacete, que sin embargo es nada menos que la cabecera del Tajo, lo cual ha influido en que Cuenca prefiera dejarse llevar hacia La Mancha que descender abruptamente en el Mediterráneo. En realidad sus dominios pertenecen a tres cuencas, como sucede también en la mancha seca de Albacete, aunque allí la identidad hídrica viene ya canalizada.
Y el otro caso de tres cuencas es Teruel. Aparte de los pueblos por donde mana el Tajo, el sur abastece al Turia, o sea a la confederación del Júcar; el noroeste, mediante un subafluente no muy caudaloso, el Jiloca, forma parte, técnicamente hablando, del valle del Ebro, así como las cuencas del Martín y el Matarraña, por más que estas vayan a parar a Mequinenza, es decir, a un Ebro que habla catalán. Cuando hablamos de identidades, de vínculos históricos y emocionales, pocas veces hablamos de paisajes. Cuando nos quejamos de la imposible comunicación entre los territorios, pocas veces miramos el mapa.

19.4.06

Jeringa


La televisión que mañana empieza debe de tener, por lo que ha dicho su director general, una infraestructura técnica tan potente que las imágenes no se envían sino que se inyectan. En todas las entrevistas que le he leído aparece la misma palabra: “Vamos a inyectar imágenes”, “las cabeceras de comarca inyectarán imágenes”, etc. Como en ninguno de los casos especifica dónde las van a inyectar, si en los ojos de los televidentes o en las venas de los aparatos, uno se asusta porque en otras televisiones autonómicas esas inyecciones son potentísimos anestésicos que se administran sin tasa ni conocimiento. En Telemadrid hay un presentador de informativos, algo así como el primo de la familia Adams, que sale todas las noches con una jeringa y si no estás listo con el mando te clava en la pupila un compuesto químico de propaganda y mala leche que te deja tieso hasta el día siguiente. En otras autonomías las clavaban en los corazones purulentos, aunque por regla general el jeringazo es de deportes tradicionales, coros y danzas tradicionales, oficios tradicionales y otros aspectos de la doctrina religiosa obligatoria en que se han convertido las regiones geográficas.
Pero también puede ser al revés. Serán las comarcas las que inyecten sus imágenes en el tubo del gotero del espíritu nacional. Este punto parece ser muy importante. Los políticos entrelazan mucho los dedos cuando lo explican y dicen que hay que “fomentar el sentir aragonés”, de modo que las inyecciones de imágenes no sean anestésicas sino todo lo contrario, hiperestésicas y con la yugular hinchada. En esa yugular de las emociones gregarias es donde van a inocular un cultivo de aragonesismo que si, como dicen, no le costase un duro al erario público me parecería tan legítimo como cualquier otra campaña de propaganda. Pero en las televisiones políticas tarda poco en manifestarse el virus de la megalomanía y todo acaba costando un huevo que religiosamente pagan los televidentes activos, los que se chutan patria y se intoxican porque quieren, pero también los televidentes pasivos, los que pagan con sus impuestos las intoxicaciones de los demás.

DDT, 20 de abril de 2006,
un día antes de que empiecen las emisiones
de Aragón Televisión

17.4.06

Morado


Durante la Edad Media, los reyes se vestían de rojo en señal de luto, y de blanco las reinas viudas (las reinas blancas, las llamaban). El pueblo, sin embargo, mostraba sus lutos con ropas de color morado. Pero este color también era el de las túnicas de los antiguos reyes, y esa mezcla tan característica de majestad y humildad quedó fijada, dicen, en la túnica morada que cubre el cuerpo del Nazareno.
De modo que ha habido siempre un morado laico, popular y sufrido, un morado de pasarlas moradas, y otro morado reverendo, sacral, apropiado también para la Cuaresma, el Adviento, los días de penitencia y las vigilias, además del morado regio, el morado heráldico de los que se ponen morados, que fue evolucionando del gules al púrpura, y luego al morado oscuro.
El morado laico es el de la fábula de Píramo, que se clavó un cuchillo y salió un sifonazo de sangre que tiñó las moras, los lilios amatuntos, como dice Góngora. El morado aquí es color de pasión, y no precisamente según San Mateo; más bien pasión enamorada y popular (no en vano en las clínicas de Houston, donde van en romería los famosos, el distintivo de los cardiólogos es de este mismo color).
Pero frente a la jacaranda popular hay otro tipo de pasión que es sufrimiento puro, el de hábitos y capirotes. Quién sabe por cuál de los dos modos de sufrir, el popular o el eclesiástico, el cardiaco y el litúrgico, se concibió el Pendón Morado, que sólo fue enseña de Castilla cuando para eso la rescataron, en el XIX, los Hijos de Padilla, El Empecinado entre ellos. Cuando se proclamó la II República, el hecho de que la bandera tricolor surgiera espontáneamente se suele interpretar como un intento de añadir el color de Castilla a los de Cataluña y Aragón. Yo creo que fue más bien un movimiento instantáneo, un latido popular, un resumen en color de sufrimientos y de aspiraciones, libertario y nazareno, feminista y episcopal, un tono mucho más complejo que sólo el rojo y el amarillo, más que la sangre y que la arena, más complejo aún y más hermoso.

DDT, 13 de abril de 2006

3.4.06

Despedida, 2.


Y entonces llegaron los matadores al burladero de cuadrillas y saludaron a la presidencia, y luego fueron con los sombreros cordobeses en la mano a buscar a Rafael, que estaba en la barrera. Y Rafael iba con la cabeza baja y esa inclinación del sombrero le daba sabor antiguo. Lo ayudaron a salir del callejón. Las rodillas de Rafael están deshechas, como todo el mundo sabe, y la postración engorda. Pero ahí salió Rafael. Vestía un terno oscuro, en los periódicos dicen que era gris pero yo desde mi andanada lo vi oscuro, catafalco y azabache, como le gustaba vestir. La chaqueta era larga, era casi una levita, para disimular la barriga, pero también para darle ese aire de liturgia y de respeto, esa presencia impresionante que tendrá Rafael aunque se tenga que quedar privado en una silla. Llevaba el sombrero puesto y caminaba cabizbajo, con un pañuelo en la mano, limpio y plegado, por si le desbordaba la emoción.
Y entonces se destocó, y apareció su camisa blanca y su gallarda cabeza, y aparecieron las cenizas de esos rizos que le adornaban la nuca, la seriedad quebrada, la mirada de labios prietos, el tormento interior. Rafael giró su cuerpo viejo a los tendidos, esse crují e caera, y luego hizo algo muy hermoso: con sus pies frágiles afirmó el cuerpo en la arena, como escarban los toros que ya han decidido embestir, como arrancan el apresto de las suelas los toreros antes de iniciar el paseíllo, mirando al suelo. Y Rafael empezó a caminar.
Los andares de Rafael siempre han sido raros. Camina con las rodillas hacia dentro. No es patihueco, pero sus piernas mantienen una rectitud inverosímil, hecha de difíciles torsiones. Y sin embargo es una forma de andar que mantiene los hombros erguidos. Con misterio y parsimonia, Rafael acompañaba cada paso con el pecho, cargaba la suerte al andar, como los cabales, y llevaba la cabeza baja. Y yo me dejé las manos de aplaudir, porque ese hombre me transporta a la esencia del arte, a las infinitas limitaciones humanas y al genio sobrenatural que sólo se cultiva con liturgia, aunque sea la liturgia del andar.

1.4.06

Dieta


Hay un extraño método editorial que consiste en hacer pasar por gruesos novelones aquellos relatos que tienen las doscientas páginas de toda la vida. Estrechan la caja, agrandan las letrajas, entremeten páginas en blanco y utilizan un papel de grueso cloro. El efecto es el de hacerse la ilusión de que uno está metido en uno de esos largos relatos que nos solucionan quince días de sofá y transporte público, a pesar de que a las dos tardes de lectura veloz la cosa se termine, bien o mal, pero se termine.
La última novela de Mendoza, Mauricio o las elecciones primarias, no llega, a ojo de buen cubero, a la mitad de extensión que La ciudad de los prodigios o Una comedia ligera, para mi gusto su mejor novela, y sin embargo la publicidad insiste en que es una de las gordas. Será una de esas gordas que han claudicado al mundo dietético en el que se empeñan en hacernos creer que vivimos.
En Mauricio..., a pesar de su velocidad creciente, de la gracia inagotable y de unos personajes que conservan esa tierna extravagancia que tanto nos gusta de Mendoza, no podía evitar la sensación de que su autor estaba cortándose constantemente. Sólo, ya hacia el final, en la magnífica escena de la boda, recobré placeres parecidos a la larga descripción de la mansión en ruinas que compra Onofre Bouvilla o la divertidísima escena del mago y Marichuli Mercadal. Pero todo era rápido, apuntado, deshuesado. A veces parecía un esqueleto dialogado. Espléndidamente bien escrito, pero demasiado flaco.
La manera de leerla no era esa. Uno se zambulle en el mar y de pronto se da cuenta de que es una piscina. Pronto cogí otro ritmo, el de novelas Vázquez-Montalbán como El pianista o Los mares del sur, con las que Mauricio comparte materiales históricos y sueños perdidos. Incluso las escenas de piedad me recordaban a Charo, la amiga de Carvalho, junto a la cama de un Biscúter muy enfermo.
Ahí sí me sentía más cómodo, y la novela cobraba el sentido que más placer me podía proporcionar. Ahí sí disfruté de la estupenda pareja de baile que forma el chapurreo genial de los diálogos y la guasa decimonónica de las partes narradas. Gocé del arte de narrar novelas, pero no novelones, que es lo que me habían vendido, y lo que yo esperaba.
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