Las memorias de Baroja, Desde la última vuelta del camino, están formadas por siete volúmenes independientes que nunca se publican por separado, que es como fueron saliendo a partir de 1944. Tusquets las reeditó en tres volúmenes en 2006, en sus Obras completas ocupan dos… Pero desde que Caro-Raggio, en 1982, editara la gran colección del centenario, no habíamos disfrutado de esa condición autónoma, sobre todo del segundo volumen, Familia, infancia y juventud, el más novelesco de todos, que ahora ha reeditado Cátedra con edición de Pío Caro-Baroja.
La razón es que esa primera parte del segundo volumen tiene el tono del que abría la obra, El escritor según él y según los críticos, un discurso que va saliendo de documentos y papeles viejos, de hallazgos eruditos y opiniones distanciadas. Todo parte de un hilo ciertamente famoso en el anecdotario del 98, aquel día de 1927 en que Baroja terminaba de recoger unos documentos antiguos en los que se mencionaba su apellido y se encontró, en la calle Sevilla, con «un compañero de profesión» que cuando vio aquel cartapacio «se mostró muy agrio» con él, «como si le hubiese ofendido». El compañero, desde luego, era Valle-Inclán, y el capítulo entero viene a ser una justificación tardía y muy documentada de lo que aquel día tuvo que haberle dicho a don Ramón. Baroja se remonta a las tinieblas medievales siguiendo «el hilo de la raza» que descubrió en Cestona. No se trata de adornarse las mangas con entorchados históricos, sino de rescatar personajes y lugares que ostentaron alguno de sus ocho primeros apellidos, sobre todo aquellos cuyo arranque ilustrado tuvo algo también de aventurero. Es el mundo de los Caballeritos de Azkoitia el que Baroja busca en sus antepasados. El lector de ensayos como Intermedios o Divagaciones sobre la cultura encontrará esa misma erudición escueta y terminante, y muchos de los temas le llevarán al Baroja de los años 20, el que utilizó todo aquel «material folklórico» vasco para componer piezas como La leyenda de Jaun de Alzate. Sus ideas contrarias al bizcaitarrismo, su desprecio por la pompa inoperante, sobre todo en lo que atañe, qué le vamos a hacer, a la ciudad de San Sebastián, se mezclan con antepasados que van marcando líneas de temperamento, las que le interesan a Baroja.
El lector que no haya frecuentado a Baroja quizá se sorprenda de cómo se pueden hilar tantos datos históricos sin hacerse pesado, siempre con la medida de lo curioso, de lo interesante, sin el lastre árido de lo académico, ni siquiera de lo presuntuoso. Baroja constata que cada uno de sus apellidos ha pertenecido a alguna mente inquieta, audaz e ilustrada, firme en sus ideas hasta la extravagancia: abuelas cultas y avispadas, bisabuelos liberales y rumbosos. Más que presumir de lustre genealógico (algo de lo que varias veces reniega por ridículo), hurga en las vicisitudes de la genética, él que aún relacionaba los tipos físicos con las actitudes morales e intelectuales. Para el lector que sí lo ha frecuentado, la pasarela de tatarabuelos memorables es como la de los personajes de sus novelas, sobre todo de las de la serie de otro pariente suyo, Aviraneta. Eso no quiere decir que se Baroja se inspirase en la familia para sus criaturas más pintorescas, sino que, tanto en la una como en las otras, le gustara el mismo tipo de individuo. De las dos grandes ramas de la obra de Baroja, la curiosa y aventurera, tierna y legendaria, por un lado, y, por otro, la contemporánea y desabrida, seria y desesperanzada, da la sensación de que solo le importasen los antepasados que cabrían en la primera rama.
El final de esta primera parte es muy hermoso y anuncia el tono de la buena novela que está a punto de empezar. La aparición de algunos antepasados (los abuelos, pero sobre todo la muy barojiana tía Cesárea Goñi, reflejo de toda la simpatía del escritor por quienes han sabido crear su propio mundo), el primer retrato de sus padres, sin contemplaciones en el caso de don Serafín, comprensivo pero no hagiográfico en el de doña Carmen, y, como remate musical, una colección de canciones antiguas, habaneras, tanguillos, «versos pobres», como él mismo llamó a sus Canciones del suburbio.
En todo caso, el «He nacido en San Sebastián el 28 de diciembre de 1872» con que empieza el primer capítulo de «Infancia» no llega hasta la página 117, precedido por un precioso prólogo que Baroja rescató de El viaje sin objeto, novela corta incluida en La ruta del aventurero, de 1916, que a su vez forma parte de las Memorias de un hombre de acción. En El viaje sin objeto, este texto se titula «El viajero y su canción», y abre la primera parte, «Una vida insignificante». El texto es algo más extenso que el de sus célebres elogios sentimentales, pero con el mismo tono poético, el de un desengaño llevadero, de una renuncia a cualquier camino que no sea el marcado por su propio destino, no por el que han decidido los demás. Pocas páginas tan reveladoras de lo que pudiéramos llamar el espíritu barojiano, y que claman por una reedición, porque la novela entera es muy buena. Como señala Pío Caro-Baroja en el prólogo, no es la primera vez que se enfrentaba narrativamente a esos episodios tempranos de su vida. La disposición y el tono en buena parte serán los mismos que ese libro «altivo y vigoroso» que fue Juventud, egolatría, de 1918.
Esta segunda parte dedicada a la infancia es, como el conjunto de la obra, pero cada parte a su modo, un modelo de memoria en dos sentidos. Es una sucesión de imágenes, borrosas algunas, de momentos de la infancia, sin asomo de reelaboración, con la simplicidad con que fueron percibidas. Baroja no juzga ni adorna, si acaso es esa transparencia la que dota al texto del sentimiento. Si en cualquiera de sus libros el principal objetivo estilístico era eliminar lo innecesario, en estas memorias de infancia Baroja llega a su expresión más depurada. Vemos con él un Madrid de casas oscuras, de señores que peroraban allá arriba con su padre, de descampados desde los que se oyen los cañones, escenas reconstruidas a partir de un solo elemento que quedó en la memoria, como es el caso de la divertida historia del cortafríos y aquella criada ingenua y decidida que en tantas versiones aparecería en su carrera como novelista. Los comentarios, cuando los hay, están confeccionados con el mismo material, como cuando se declara «de estos tipos maternales que se sienten más unidos a la madre que al padre», poco antes de desautorizar a Freud por fantástico, cuyo complejo de Edipo le parece «una explicación de mala literatura»; o cuando no tiene reparo en reconocer accesos de ternura con las canciones en vasco y en castellano de su infancia: «Algunas de estas canciones todavía, al oírlas de viejo, me dan ganas de llorar, por su sencillez y su ingenuidad»; o, en fin, cuando reconoce que «el haber nacido junto al mar» le ha parecido siempre «como un augurio de libertad y de cambio». Pero el conjunto son los recuerdos que podían atraer a un niño, no al anciano que contempla su pasado. La historia del gato que interpretaba las campanadas como avisos de cañonazos, contada con seriedad de novela de aventuras, es la que da el tono del capítulo. En la infancia nos quedaron imágenes inconexas, incompletas, pero que de algún modo sirven para ilustrar nuestras inclinaciones. La decepción del niño Baroja la primera vez que lo llevaron al teatro es inolvidable: «¡Pero si no hacen nada más que hablar!» Bien cocinada, esta frase se presta a mucha interpretación sesuda.
Pero el otro sentido en que esta segunda parte ya es modélica tiene que ver con una exigencia común a cualquier libro de memorias: que el relato sea fácilmente traducible a la propia vida; que el lector, cuando cierra el libro, pueda recordar su propia infancia en el tono en el que la cuenta el autor. Baroja invita a rescatar con precisión y sencillez momentos acaso absurdos que llevan toda la vida escapándosenos, entrando y saliendo de la memoria, a veces con más y a veces con menos detalles. Lo peor de la memoria es que no tiene fin, pero Baroja ha sido más prolijo con los antepasados vascones que con los más lejanos recuerdos, que quedan como un manojo de escenas rescatadas. Al mismo tiempo, demuestra una memoria muy robusta para acordarse de antiguas cancioncillas. La poesía empieza en la música, la conciencia del lenguaje literario solo es posible desde un sentido musical de la escritura. Eso Baroja lo practicó durante toda su vida, con una música discreta, sin clarines ni timbales, pero una música enternecedora, abriga, reconfortante, prosa de tazón de caldo en el invierno crudo.
La adolescencia de Baroja empieza en Pamplona, a donde se muda su familia cuando él tenía nueve años. La infancia era tierna y borrosa, pero en la adolescencia se disipan las nieblas. Todo está más claro, mejor documentado. El rapaz ha dejado de acumular impresiones engañosas, dejar la infancia es incorporarse a la realidad. A estas alturas las memorias son ya novela porque vuelan en una selección dramática de los acontecimientos, en una estilización de los diálogos, en un contar los episodios que aporta la frescura de sus mejores relatos. Se ha dejado de papeles viejos y es ahora la memoria la que funciona según los registros de su imaginación y de su arte. Baroja es más que nunca Luis Murguía, el que constata en la escuela que, hasta que lo rescate su curiosidad por la cultura, el único dilema será «pegar o ser pegado», y es el Fernando Ossorio que de niño arrojara el sombrero y se encasquetase una boina.
¿Era aquella gran novela una trasposición de su vida entonces o es ahora esta la de un personaje literario? Desde luego que aquí Baroja es un personaje de Baroja, pero también sus descripciones son muy barojianas y sus diálogos, algunos muy divertidos, son como los muchos que a lo largo de su vida se inventara. Los recursos narrativos para recordar vienen de los usados para imaginar, y ese es el principal encanto de este libro y su máxima dificultad: cómo resumir en términos novelescos y sin faltar a la verdad lo que uno ha vivido.
Ese criterio de selección novelesca y de fondo real es un modelo de escritura que yo diría que Baroja tomó de Tolstoi. Hay algunas coincidencias que invitan a pensarlo. Caro Raggio, la editorial de los Baroja, publicó ese mismo año una traducción de las memorias de Tolstoi, Infancia, adolescencia y juventud, con una portada curiosa en la que indica que la autora del prólogo es «cuñada de Tolstoi». Se refiere a Tatiana Kuzaminskaia, no Kuminskaia, quien escribió, con la colaboración del propio Tolstoi, el cuento Destino de una mujer de pueblo. Quizá no sea un argumento suficiente para considerar que Pío Baroja leyó las memorias de Tolstoi, pero sí al menos para suponer que el título le gustaba. De hecho, ese mismo año de 1920 Baroja lo emplea por primera vez para estructurar el arranque de La sensualidad pervertida, y no sería la última. En este segundo tomo de sus memorias, Baroja añade «Familia» al título y le suprime «adolescencia», que sin embargo es el título de la tercera parte. Y tampoco estaría mal partir del artículo que un Baroja jovenzano escribió para La Unión Liberal en marzo de 1890, en una serie sobre literatura rusa con la que Baroja hizo sus primeras armas. Allí dice lo siguiente:
La aparición de su primera obra fue bastante para darle fama como escritor claro, brillante y observador, que fue Infancia, adolescencia, juventud, que la distinguida escritora Arvède Barine al traducirla al francés le ha llamado «Recuerdos del conde de Tolstoi». En esta obra asiste el lector a las luchas que el autor pinta ente sus pasiones y las ideas morales, presenciamos sus transformaciones, sus cambios; y diseca de tal manera sus sentimientos, que parece mostrarnos con el escalpelo la manera de funcionar de las fibras más escondidas de su cerebro.
Nos describe el carácter de sus padres, de sus amigos, de sus maestros, con todos sus detalles, con todos sus rasgos, con sus manías, con sus fatuidades, con sus tics, y cuando pinta la muerte de su madre y el olor que el cadáver despedía se encuentra en él esa nota lúgubre y desesperada, patrimonio de todos los grandes escritores rusos.
Cincuenta y cuatro años después de estas palabras, en 1944, Baroja empieza a publicar unas memorias en las que no es difícil apreciar buena parte de los rasgos que alabara en Tolstoi, a quien leyó «en seis o siete años» en los que devoró «lo más importante del siglo XIX», los gigantes rusos, la flor y nata francesa y el aire inglés que nuca dejó de soplar su fantasía. En efecto, si uno quiere ser novelista, ni estaba entonces ni está ahora mal empezar por los más grandes y leerlos de corrido.
Quizá por eso Baroja divida los distintos pasajes de su juventud por tonos y de la sensación, muy novelesca, de que al tiempo que recuerda va construyendo un personaje, se va haciendo una cabeza. El héroe reconoce inclinaciones tempranas, la afición por las «cosas pintorescas y divertidas», el «gusto de vagabundo» que se comenzó a manifestar en una Pamplona asilvestrada en la que «todos los profesores me tuvieron por corto de inteligencia», pero que también acoge ferias con figuras de cera y personajes alegres y estrambóticos como será el bueno de Chipitegui. Al igual que muchas de sus criaturas, Baroja conoce el abismo por curiosidad pero se aparte de él por instinto:
No creo que tuviera dogmas éticos, tenía como una sensibilidad ética que me impedía entrar de lleno en lo sucio tranquilamente.
Ante la sordidez, el héroe se refugia en Robinson, se aficiona a los folletines de Javier de Montepin, cambia de amigos, se hace solitario. Presencia imborrables escenas de crueldad, descubre, un poco a lo Nietzsche, la mirada de un perro a punto de ser apaleado hasta la muerte, una de las notas lúgubres que puntean su adolescencia, junto a crímenes famosos y ejecuciones públicas, algo que no es nuevo en los recuerdos de escritores y que tanto impacto tiene, por ejemplo, en la vida de Dostoievski.
Los años de estudiante son, también, los de la formación literaria y filosófica. El héroe se forma con severos tratados pero también con folletines populares, porque «no hay nada divertido que sea malo», y presume de que desde el principio se le reconoció «la especialidad de reflejar con un sentido realista, desnudo de retórica, cuanto veía, y también un sentido un poco ácido y descarnado de los hechos pintorescos». Desdeña «la audacia artificiosa del colosalismo» (hoy estaría asqueado) y pone como ejemplo de literatura el cuaderno de una monja que durante algún tiempo guardó: «Había allí una narración tan sencilla, tan ingenua, de la vida hospitalesca, contada con tanta gracia, que me dejó emocionado».
Desde el punto de vista ético, Baroja reconoce haber perdido pronto el entusiasmo revolucionario, y que fue evolucionando «hacia una tendencia escéptica, agnóstica y medio budista», siempre con un límite claro: «Yo siempre he puesto mi valla al dominador y al absorbente, y he evitado también el dominar y el explotar a los demás». Los años de estudiante vienen jalonados por profesores grotescos y condiscípulos insensibles, una «casa muerta» donde, más que a diseccionar cadáveres, Baroja aprendió a diseccionar comportamientos. Son curiosas, por aceradas, sus cuentas pendientes con profesores como Letamendi, o su refugio en la inacción de Schopenhauer, de cuyo Parerga y paralipomena siempre disfrutó.
El tono vuelve a girar a la melancolía soleada de sus tiempos de Valencia, por más que se dedicase a la vida solitaria o todo estuviera nublado por la muerte de su hermano Darío. La descripción del viaje que lo lleva a verlo vivo por última vez está entre las grandes páginas de este libro, que es otra vez novela y otra vez el Baroja que constata con tristeza y un fondo sentimental más intenso por más sobrio.
El capítulo más refrescante, y decididamente novelesco, todo él el mundo de Baroja, es el dedicado a Cestona. Allí la realidad se ha encarnado en tipos distantes y divertidos. Es palmario el buen humor con que recuerda esas escenas con las señoritas que recuerdan a episodios de La veleta de Gastizar, el delicioso intento de seducción en mitad de una corrida de toros, los viajes nocturnos a los caseríos, los casos serios de desconfianza entre los aldeanos o su rivalidad con el otro médico de Cestona, harto de quien decidió marchar. Baroja no escatima en diálogos que iluminan la narración y en escenas marginales (la del saludador) que decoran el ambiente chapelaundi que entonces aprendió a querer. Baroja se transporta a un tiempo antiguo indefinido que es el que le dan a sus novelas esa distancia, unas veces de estampa legendaria, otras de aguafuerte realista.
Y así, como «no conformista apacible», regresa a Madrid y se ocupa de la panadería de su tía Juana, pero también ahí fracasa el héroe, víctima de negocios reptilianos y de un proceso que a la altura de estas memorias ya se había perfeccionado:
En aquella época, los trabajadores madrileños comenzaron en todas las industrias a asociarse y a considerar como enemigo suyo al patrono. Para gente como yo, de ideas liberales, era lógico y natural que el obrero se pusiera contra el patrón explotador y déspota, pero no contra el que le trataba bien; pero la moral de clase que comenzaba era otra, y el obrero tenía que ponerse contra todos los patronos.
Este final, entreverado con sombrías perspectivas políticas y un revivir de parientes pintorescos (como un elenco de lo que fue en su día Silvestre Paradox), prepara el tono mucho más crítico y reflexivo del tercer volumen, mucho más hilado en el sentido en el que lo había hecho en el anterior y en el principio del segundo, con opiniones que ya serán canónicas en la historiografía del 98. La novela termina cuando el héroe se decide a probar suerte con la literatura. Queda flotando el gozo de haber disfrutado de hasta qué punto lo consiguió.
El prólogo de Pío Caro-Baroja para esta edición es, aparte de una pieza que da gusto leer, material de primera mano para conocer a Baroja. Caro-Baroja visita y retrata los paisajes de la imaginación (Itzea) y los paisajes que la alimentaron, Cestona sobre todo, donde el escritor encontró su mundo mítico. «Cestona y Vera comparten la misma lírica en la exaltación de las bondades del País Vasco Barojiano», dice Caro-Baroja, «el lugar donde se desató la literatura de Baroja». Pero también Madrid, desde el punto de vista de quien ha vivido su ausencia casi desde el pricipio, Pío Caro-Baroja, y de quien vivió junto a él lo mejor de su vida, Julio Caro Baroja. Hoy, el sobrino nieto de Baroja defiende su ternura compasiva y su individualismo radical, su capacidad de ver en los que sufren y su desprecio por la mansedumbre de los tópicos, su condición de «liberal a la antigua, que rehuía de los políticos dogmáticos y de los especialistas», jovial o taciturno, según soplaran los vientos de su propia historia, y autor de una porción de páginas de nuestra educación sentimental.
Pío Baroja, Familia, infancia y juventud, edición de Pío Caro-Baroja, Cátedra, 2022, 469 p.