30.8.09

La enfermedad sospechosa, 14

Patrimonio inmaterial

A principios de julio la temporada teatral estaba dando sus últimas boqueadas. Ya en la representación de El panadero del rey el público notó la ausencia de la señorita Lis. Pero la gran actriz, aun visiblemente mermada en su ánimo y en su salud, subió de nuevo a las tablas para poner el broche de oro a su gira con la representación de Los amantes de Teruel. A pesar de las protestas de algún que otro empecinado regeneracionista, para quienes ya valía de representar, un año tras otro, el drama de Hartzembusch, triunfaron quienes acudían a disfrutar al teatro y a la plaza pública de lo que Polo y Peyrolón llamó el patrimonio inmaterial. Teniendo en cuenta que tan sólo unos días después iba a celebrarse la manifestación cívica, la representación se prestó a encendidos parlamentos que intentaban apropiarse de su significado, el que quiera que fuese.

El teatro, en efecto, y después de varias representaciones con una entrada más bien floja, se volvió a llenar. La gente prefería ver lo ya visto, repetir lo ya sabido, y al volver a verlo y sabérselo lo celebraba, lo consagraba. Y también hubo espectadores que condicionaron su asistencia a que reapareciese la señorita Lis, pues la señorita Martínez era demasiado joven para encarnar un papel tan doliente, y la vehemente Puchades estaba demasiado gorda. Ese papel era suyo. Huertas, bastante más joven que ella, haría de Diego, el amante muerto. Así que, de mal genio porque sólo había descansado un par de funciones, no tenía ganas de abrir los ojos ni de hablar y encima el teatro podía estar lleno de miasmas, la señorita Lis acudió puntual al camerino y se vistió con los pesados ropajes medievales, capas de piel de conejo, sayones de paño basto que en absoluto favorecían su proverbial empaque, y daban un calor insoportable. En el camerino tuvieron que abrir de par en par la puerta que comunicaba con el proscenio y un ventanuco que daba a un patio. La señorita Lis se asaba. Le entraban aguaderas, se tomaba la temperatura con el dorso de una mano sobre la frente mientras pasaba el primer acto y le tocaba la escena de la canastilla.

-¡No me toques! –le dijo al señor Martínez cuando fue a comprobar si tenía fiebre-. Y tú, Huertas, ni por asomo me des un beso. Soy capaz de levantarme del catafalco y darte un par de bofetadas. Ni me eches el aliento cuando me hables, ni te acerques demasiado. Aquí los amantes no pueden tocarse, ¿entendido?

Estos arranques de la señorita Lis eran conocidos por todos en la compañía. Se defendía de sus miedos como si ya fuesen verdades. Vivía acostumbrada a persistir, y de un tiempo a esta parte la desasosegaba el fantasma de la edad. Veía a Huertas, que era de la misma edad de Julio, y se miraba luego en el espejo picado y verdoso con candelas en el marco, y en medio de la fiebre y por detrás de la cochambre del camerino se sentía todavía hermosa. Eso sí, en su primer encuentro con Margarita, la madre de la amante Isabel, apenas miró al público, que exhalaba un denso vaho de inquietante contenido bacteriano. Casi veía flotar los microbios en la oscuridad cuando, en mitad de una frase, echaba un vistazo a las butacas y sólo veía los reflejos de las calvas de los hombres y un velo blanquinoso que lo envolvía todo.

-De aquí no salimos vivos –dijo, cuando volvió con la Puchades, su madre en el drama, a descansar al camerino.

El señor Martínez estaba en ese momento preparando las parihuelas en las que saldrían los cadáveres al escenario. Su hija, con la cara tiznada, repetía en un rincón sus frases en la escena en la que la mora Zulema le anuncia a Isabel la muerte de su amante.

-No exageres, Lisarda. Tampoco es para tanto –dijo el director.

-Hace veinte años el cólera me cogió en Albacete. Hubo que salir de allí con la cara tapada, como los fantasmas, y aun así Adelaida Trasobares se nos quedó tiesa. Hubo que amortajarla con la ropa de Julieta. Así que ten cuidado, Juanita, y no te acerques a nadie, aunque tengas que decirle un secreto. Tú dime a voces que se ha muerto Diego desde la otra esquina del escenario. Adelaida Trasobares tenía tu misma edad cuando cascó.

-Lisarda, por el amor de Dios, deja en paz a la niña –dijo el señor Martínez.

-Para trabajar como una jabata no es ninguna niña, y para protegerse tampoco. Y a ver si te vas a pensar que cuando me desmaye me voy a tirar al suelo. De eso nada. Sois todos unos pisamierdas, así que el escenario tiene que estar fino.

-Es un miasma, Lisarda.

-Es un microbio, lo sé de buena tinta.

-¡Bueno, señores –interrumpió Huertas, que estaba sentado en el quicio de la puerta, repasando el libreto-, si siguen así, Diego va a morirse sin decir ni pío, porque yo no puedo concentrarme con semejante alboroto!

-¡Habértelo aprendido anoche, gandul, en vez de irte de putas! ¡Cualquiera le da un beso a este!

El señor Ubé, archivero de la Diputación, que hacía las veces de apuntador, asomó la cabeza por la puerta.

-¡Señorita Lis, cinco minutos!

-¡A ver esos papeles! ¿Dónde coño están mis papeles? –dijo Lisarda.

La señorita Lis rebuscaba nerviosa entre los vaporizadores de cristal tallado, los lápices de ojos, las barras de carmín y los botes de albayalde. Juanita salió para su escena con Mari-Gómez.

-¡Qué más da! –dijo, y le dio un manotazo a una peluca que descansaba sobre una cabeza de madera-. Total, qué va a decir Isabel en esos momentos.

-Total no, Lisarda, total no. El público se sabe el libreto de memoria. Como te saltes una coma, te apedrean.

-Que se prueben –dijo la señorita Lis, y se volvió a poner el sayo de paño burdo, la capa de piel de conejo y la toca de lana gruesa-. ¡A mí me va a dar algo!

Antes de subir los tres peldaños que la separaban de las candilejas, se acercó al oído del señor Ubé, que la esperaba con el libreto para meterse en la caja del apuntador.

-¿Ha venido don Julio? –dijo.

-Me temo que no, señorita Lis –dijo el señor Ubé, amante de Melpómene y Talía, y comprensivo con las debilidades de los artistas.

Durante la representación casi se desmaya, pero no por las malas noticias sino por el bochornoso calor que sofocaba el aire con el sudor del público. Se recuperó un poco en el diálogo con Margarita, pero volvió al camerino pálida y desmadejada. Huertas y Téllez se juntaron con ellos en el estrecho pasillo que comunicaba con el camerino. Los dos se arrimaron a la pared todo lo que pudieron y giraron el rostro y contuvieron la respiración. El largo pasillo lleno de desconchones se le hizo interminable. Iba a caerse de un momento a otro cuando Juanita Martínez, delante de ella, le abrió la puerta.

-¡Julio! –gritó la señorita Lis. Iba a seguir hablando, pero apretó los labios.

-¿Cómo se encuentra, señorita Lis? –contestó, encantadoramente frío, el hijo del doctor Benito.

-Pues aquí, ya ve usted, sudando la gota gorda –dijo Lisarda, de mal genio, e intercambió una mirada cómplice con el señor Martínez.

-Juanita –dijo el director-, vamos ahí afuera con los demás.

Padre e hija salieron del camerino y cerraron la puerta tras ellos. Cuando sonó el resbalón de la cerradura, Lisarda se volvió a Julio.

-Eres un hijo de puta –le dijo.

-Estuve muy ocupado, señorita Lis. Le he traído estas flores.

-¡A mí no me vengas con flores! ¡Dáselas a la zorra esa con la que estabas anoche, cabrón!

Julio no dejaba de sonreír y de tratarla de usted.

-La veo un poco alterada, señorita Lis.

-Llevo una semana mala en la cama, y tú no te has dignado ni preguntar por mí.

-¿No tendrás el cólera? –preguntó Julio, divertido.

-Ojalá.

Julio se acercó hasta ella.

-Sería muy romántico que me lo pegases.

-Déjame.

Julio la cogió del talle. Lisarda sintió un estremecimiento por todo su cuerpo.

-Déjame –insistió, y retiraba la cara mientras Julio le pasaba los labios por el cuello. El pecho le palpitaba bajo los austeros ropajes medievales. Pero después se giró de nuevo hacia él, y mientras lo buscaba con los labios iba entrecerrando los ojos.

-Eres un pendón –le dijo, antes de besarlo compulsivamente.

Julio desató con habilidad las abotonaduras de la capa de piel de conejo y los nudos del hábito que le tapaba las clavículas.

-Tengo que salir a escena –dijo ella, relamiéndose-. ¿Por qué no te vistes de amante? Yo te daría un beso en el escenario…

-Luego me lo darás. Ahora ve a morirte de amor. Estaré mirándote entre bambalinas –dijo Julio.

-Me vas a perder –dijo Lisarda.

Tenía dificultades para respirar y el rostro lleno de saliva.

-¡Cinco minutos, señorita Lis! –gritó el señor Ubé al otro lado de la puerta.

-¿Nos veremos después? –dijo ella.

-Por supuesto. Necesito que me hagas un favor.

-Qué favor.

-Ya te lo explicará Martínez.

Llamaron a la puerta con los nudillos. Era la señal del último minuto. La señorita Lis, muy digna, se limpió la cara con un pañuelo y repasó los labios de carmín oscuro. Luego se volvió con desdén coqueto hacia el joven Julio.

-El que con niños se acuesta… -dijo, y salió a escena.

La señorita Lis sacó su papel a flote con patetismo y majestad. El público se emocionó al verla desgarrarse de dolor ante el cadáver de su amor prohibido. Las damas lloraban y los hombres se compungían, y en todos ellos se juntaba la tristeza del momento con el ardor patriótico regionalista. Cuando, vuelta por fin hacia el público, en un gesto de entrega, pronunció el célebre Pero también de mí se apiada el cielo con que concluye la tragedia, todo el mundo se volvía a mirar a sus esposas y esposos como cuando en los entierros se daban el pésame. Ya empezaba a ser tradicional que todos los años, al escuchar esas palabras doloridas, los matrimonios y los novios casaderos mostrasen en público su fidelidad.

Al acabar la función, el señor Martínez esperaba con una maleta de cuero.

-¿Qué pasa? –dijo Lisarda con displicencia- ¿Ya nos largamos?

-No, Lisarda. Tú y yo tenemos faena.

Lisarda no tenía ganas de discutir. Pugnaba por desnudarse de aquellas telas bastas y calenturientas. El señor Martínez trató de templar gaitas.

-Es un juego. Es una representación como otra cualquiera. Y una simple fiesta de despedida.

-¡Sí, para divertirse con el pingo ese con el que estaba anoche!

-Somos cómicos, Lisarda. Nunca nos hemos metido en la vida privada de nuestros clientes, y tenemos más de uno. Además, si tan malo es, ¿por qué te revuelcas con él como una…?

-¡Como una qué!

-Estoy hablando en serio, Lisarda. Mi hija ya se sabe tus papeles. Estoy retrasando el relevo para darte tiempo a encontrar algo en Madrid más duradero. ¡Y mira con qué moneda me pagas!

-¡Esto me pasa por viciosa! –dijo Lisarda, fuera de sí. El camerino era un tumulto de atuendos medievales y cuerpos en paños menores.

-Mira qué pronto la ha convencido –rezongó la vehemente Puchades.

-¡Oye tú, gorda! –se revolvió Lisarda-. ¡Más te valdría darte un buen revolcón y comer menos, que vas a reventar!

-¡Basta ya! –dijo el señor Martínez, con gravedad shakesperiana-. ¡Ni una palabra más! Tú, Lisarda, y tú, Huertas, venid conmigo. Y tú, Puchades, vete a casa y prepáranos la cena.

-¿Y yo para qué tengo que ir? –protestó Huertas, que ya se veía en el café cantante para el resto de la noche.

-Ya te enterarás –dijo el señor Martínez.

Los tres salieron del teatro por la puerta de atrás. La plaza de Emilio Castelar se había llenado con multitud de corros que alababan la impresionante actuación de la señorita Lis. Pero ellos cruzaron la estrecha calle de San Juan y fueron callejeando entre sombras de callejas encosteradas hasta la plaza de la Constitución, y de ahí a la calle de la Paz. Algún farol de gas a la puerta del Ayuntamiento era la única referencia que tenían, apenas podían percibirse los destellos del quinqué en alguna ventana. Martínez conocía bien el camino, pero Lisarda caminaba subiéndose el vestido y preocupada por distinguir entre las sombras de la noche los charcos, las piedras y las boñigas.

A una señal del señor Martínez accedieron a un corral del que Lisarda sólo percibió el aroma del estiércol y los chorretones negros, sombra entre la sombra, que parecían derramar los ventanucos. Después entraron en un cobertizo, donde Martínez accedió a encender una palmatoria. En los contornos amarillos de la luz sólo se divisaban trozos de cuerda y tarugos de madera, baldes oxidados y aperos de labor. Por una portezuela, de perfil, pasaron a una escalera muy empinada y llena de telarañas por la que ascendieron tanteando los peldaños de madera, que crujían como un barco a la deriva. Por fin, agachados, accedieron a un palomar. Su presencia desencadenó el zumbido de cien alas en la noche y una lluvia de plumas grises. Martínez descorrió el cerrojo de una portezuela que daba a una bohardilla de techos tan bajos que los tres debían moverse de rodillas. Les acompañaba el sonido metálico del baúl que transportaba Huertas, y que parecía estar lleno de barras de hierro, o de instrumentos de tortura. La señorita Lis se tragó el llanto y el orgullo, y no tuvo reparos en desgarrar un trozo de su polisón para cubrirse con él las manos y así no tocar el polvo, las maderas podridas y las cagarrutas.

Llegados a determinado punto, Martínez se sentó en el suelo y desencajó un trozo de cañizo que había sobrepuesto entre dos vigas. Con cuidado fue quitando suficientes tejas para que su cuerpo cupiese por el agujero. Huertas y la señorita Lis sólo veían, con el reflejo de la luna, los faldones sucios de la levita y las piernas hasta la cintura. Martínez metió una mano y chascó los dedos. Huertas abrió la maleta y sacó una especie de estufa de hierro muy pequeña, no llegaría a medir dos palmos de altura, con un tubo en forma de codo que se acoplaba a la parte superior. Así estuvo unos minutos, asentando el aparato sobre el tejado, mientras Huertas y la señorita Lis iban cambiando de postura porque les dolían las rodillas.

La parte superior de Martínez regresó junto a sus compañeros al cabo de media hora. Sin hablar, y en torno a la mínima luz de la palmatoria, le dio un papel a Huertas y otro a la señorita Lis. Huertas sacó del cajón unas varillas metálicas y unas castañuelas, así como un pequeño altavoz de lata y un cuerno de caza que empezó a soplar con intensidad cambiante. Martínez, con las castañuelas, imitó entonces un galope de caballo, y con la varilla flexible los chasquidos del látigo. Contó hasta tres con el dedo. La señorita Lis entonó unas frases descoordinados, deliberadamente llenas de gorgoritos, del Dido et Aeneas, de Purcell, que se quedaban a mitad de fraseo, incluso a mitad de nota, envueltas en rumor de gárgaras y en un débil lamento de degollada. El señor Martínez, con voz muy grave, y valiéndose del altavoz, cuya boca pegó al suelo, dijo:

-Eso ha debido de ser que el niño se comió una lata de escabeche en malas condiciones.

Lisarda cogió el altavoz y, asomándolo al tejado, soltó una carcajada de neurasténica, que también se terminó de golpe. Todos callaron, y Martínez se volvió a poner de pie, con medio cuerpo a la intemperie. Abrió la caja de metal y encendió la mecha untada de aceite y sebo. Sus compañeros volvieron a ver su mano chascar los dedos. Huertas sacó del maletín un cristal en el que había dibujada, según pudo ver la señorita Lis cuando lo pasó junto a la palmatoria, la imagen de un mono peludo que bailaba una danza siniestra y procaz, y del que despuntaba una barriga que bien podría ser de mujer embarazada. Al subir de nuevo el brazo, Martínez tocó una teja con el codo que movió la máquina. El punto de luz que proyectaba entonces la linterna mágica pasó sobre la sombra de los árboles del patio como el espíritu de un ave nocturna.

Huertas sacó también un sahumerio del maletín que llenó con bolas de mirra y tendió al director. Luego puso el oído pegado al suelo. Cerraba los ojos y se tapaba la nariz, y esperaba el momento en que, en la habitación de abajo, sonara el descorrer de las fallebas de una ventana. Cuando así lo creyó escuchar, tiró de la levita de Martínez, quien a su vez colocó el cristal en un extremo de la máquina. Un alarido espantoso resonó por todo el patio y estremeció las paredes moteadas de hojas negras. Martínez volvió a chascar los dedos, y Lisarda le puso en la mano un pañuelo húmedo con el que apagó la mecha de la linterna mágica.

-Ya está –dijo el señor Martínez, cuando asomó la cabeza-. Y a ver si ahora nos limpiamos bien, que vamos a despedir a todo un señor diputado. Menudo ajetreo.

Cuando desandaban a gatas el camino, escucharon, en el piso de abajo, voces masculinas.

-¿Se puede saber qué te pasa? –creyeron entender, y después, mientras se arrastraban entre polvo y desperdicios, justo debajo de ellos, escucharon con claridad la voz de un hombre.

-¡Amparo!, ¡Amparo!, mírame, ¿estás bien? –dijo la voz.

Lisarda la reconoció enseguida.

1 comentario:

  1. El señor Ubé, nietísimo del archivero de su relato, le da las gracias y pide sus señas para el envío del jamón prometido. Confiesa que todos los descendientes del susodicho han mantenido su pasión por Melpómene y Talía (usted ya conoce el resto de la historia, claro)

    (En serio: Muchísimas gracias por el detallazo)

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