Cuaderno de verano, 22
De par de mañana el campo está lleno de nombres. El cielo amanece cubierto, corre un vientecillo suave, las espigas cabecean, hay charcos por el camino. Las últimas lluvias han hecho aflorar una segunda primavera de botánica silvestre. En los márgenes del río, entre carrizos y mirabeles, bledos, cenizos y matas de centinodia, se abren campos baldíos llenos de puntos de colores, el amarillo del diente de león, las campanillas blancas, como las sombrillicas o encajes de la reina, parecidas a la flor de los hinojos y de los saúcos. Pero lo que más me llama la atención es que hay una cierta discriminación de las tonalidades, y allí donde reina el amarillo levemente anaranjado sólo se ven las flores blancas de la correhuela, y donde abundan las grandes matas de achicoria, con sus estrellas azules, solo crecen las malvas, las flores violetas de los cardos borriqueros o la púrpura de las bardanas o de las cabezuelas, que parecen alcachofas diminutas con una borla de cilios cárdenos. Es como si no se criasen juntos los colores complementarios, porque quedan pocas amapolas que manchen de rojo el verde joven de las hierbas recién regadas y de los maizales. Y desde luego que las flores cultivadas, las que no salen en los ribazos ni en los baldíos, el amarillo canario y el rojo carmín de unos gladiolos que hay plantados en un huerto, al lado de las lechugas, desentonan por completo de los tonos que salpican la espesura, como si fuesen flores teñidas con tintes artificiales.
Aquí en casa empiezan a brotar las dalias, que son también de color violeta, más parecido a las bardanas, pero están saliendo ya las lagestroemias, de un rosa fuerte que no encuentro cuando salgo de paseo por el río, en los sitios donde nadie ha puesto sua manu semillas de ninguna clase. La naturaleza silvestre no exagera los tonos ni los contrastes, no deslumbra ni apabulla. Antes de que el viento barra las nubes y el sol vuelva a cubrirlo todo con sus centellas, los colores son vivos pero no cantan, refrescan y armonizan, cubren de frescor y de alegría, se funden pero no restallan. Qué más quisiera un pintor que ir juntando colores sin mezclarlos, mantenerlos cada uno en su matiz, delicado y nítido, y al mismo tiempo componer con ellos un solo tapiz en el que nada desentone y todo parezca haber estado desde siempre.
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