Siento una repulsión casi primitiva por la contemplación de los cadáveres, un rechazo que el tiempo y la cultura han ido barnizando de respeto. Lo menos que podemos hacer por un muerto es no mirarlo, y eso sirve lo mismo para el cadáver doméstico del telediario que para el faraón Tutankamon. Su imagen acartonada mientras me comía un huevo frito me recordó la utilidad práctica de la momificación entre los egipcios. El cuerpo debía entrar en el más allá lo más parecido posible a lo que fue en vida, y por eso, además de disecarlos, metían en sus féretros estatuillas y retratos concebidos no para que los viera nunca ningún ser humano, sino para que el ka, algo así como el alma nuestra, no fuese a ser confundido por el de otro.
Esta razón de índole mística y utilitaria es la responsable nada menos que de la aparición del realismo en la representación del cuerpo humano. Pero pasa el tiempo y el realismo consiste en sacarle unos duros al cadáver exhibiéndolo en una vitrina, hasta que sus huesos se conviertan en confeti al menor papirotazo que se les atice con el dedo. Después de tanto silencio y tanta oscuridad, el faraón conservaba cara de muchacho sorprendido, la misma que tenía aquel negre del Maresme que acabó enterrado como Dios manda. Ahora será el plexiglás el que lo aísle un poco del mal aliento de los turistas, pero, por muy rentable que se presente, no dejará de ser una profanación.
La cultura, que durante tantos siglos se ha ocupado de combatir el tabú, de vez en cuando se enfrenta a la tarea de reconstruirlo. Los ciudadanos cultos deberían protestar por los atentados al pudor, por la información sobre asesinatos bestiales, por el tráfico de casquería, por la exhibición del crimen, por la ausencia de palabra o por la violación del descanso eterno. Particularmente me hiere tanto la imagen de una vaca parturienta devorada por los buitres como la de una momia en plena petrificación. Me hiere de modo natural, pero yo cultivo esa herida, porque no quiero que, parodiando a otra momia, la muerte me resulte indiferente. La línea que separa el conocimiento de la ausencia de escrúpulos es lo que, a estas alturas, mirando a Tutankamon y comiéndome un huevo frito, yo me planteo. El huevo me sabe a formol.
Esta razón de índole mística y utilitaria es la responsable nada menos que de la aparición del realismo en la representación del cuerpo humano. Pero pasa el tiempo y el realismo consiste en sacarle unos duros al cadáver exhibiéndolo en una vitrina, hasta que sus huesos se conviertan en confeti al menor papirotazo que se les atice con el dedo. Después de tanto silencio y tanta oscuridad, el faraón conservaba cara de muchacho sorprendido, la misma que tenía aquel negre del Maresme que acabó enterrado como Dios manda. Ahora será el plexiglás el que lo aísle un poco del mal aliento de los turistas, pero, por muy rentable que se presente, no dejará de ser una profanación.
La cultura, que durante tantos siglos se ha ocupado de combatir el tabú, de vez en cuando se enfrenta a la tarea de reconstruirlo. Los ciudadanos cultos deberían protestar por los atentados al pudor, por la información sobre asesinatos bestiales, por el tráfico de casquería, por la exhibición del crimen, por la ausencia de palabra o por la violación del descanso eterno. Particularmente me hiere tanto la imagen de una vaca parturienta devorada por los buitres como la de una momia en plena petrificación. Me hiere de modo natural, pero yo cultivo esa herida, porque no quiero que, parodiando a otra momia, la muerte me resulte indiferente. La línea que separa el conocimiento de la ausencia de escrúpulos es lo que, a estas alturas, mirando a Tutankamon y comiéndome un huevo frito, yo me planteo. El huevo me sabe a formol.
Nada más alejado de la cultura que el turismo de masas. Recuerdo cuando a Terenci Moix (o Terenci del Nilo) le pusieron de vuelta y media por atreverse a decir que los turistas no debían visitar Egipto. Se sacó de contexto lo que quería decir (como se hace siempre en esta sociedad desinformadamente informada), pero en el fondo tenía razón. Por cierto, todos honran a Howard Carter como un gran arqueólogo, pero lo primero que se le ocurrió al intentar sacar la momia del sarcófago (para ver si había más oro) fue serrar el cuerpo por la mitar. Pura cortesía de "fabricación británica".
ResponderEliminarsi señor!!ole!! el huevo frito
ResponderEliminar