No sabía yo que a lo que Fray Luis de León llamó cazar con liga se le llama ahora parany. Fray Luis le ponía pegamento al ames de Horacio, al palito que en su Beatus ille sólo sirve para sostener las redes. El parany, en efecto, es un palo untado en pegamento para que los pájaros se queden clavados hasta que de tanto emprender el vuelo se les quiebran los borceguíes. Es lo que se llama (otra vez Horacio) cazar con dolo. Su versión más popular consiste en enjaular un perdigacho hasta que se le arrimen las hembras, y entonces, escondido detrás de unos arbustos muy tupidos, el cazador las fríe a tiros. El otro día en Madrid se juntaron tantos cientos de miles de cazadores que entre ellos debían pasearse casi todas las modalidades. Estarían, se supone, los Lorenzos que nos imaginábamos en el Diario de un cazador, esa estupenda novela, gente que parece formar parte del círculo natural, y que, como les ocurre a los podencos, también se enconillan (otro catalanismo), es decir, también se cansan de cazar porque el instinto les dice que ya han matado bastante.
Junto a ellos, sin embargo, estarían los gordos que se visten de otoño en el Corte Inglés y juegan a cazar en un coto privado, sentados en una silla y con armas que servirían para matar un elefante. Estarían también los desalmados que se deshacen de los perros o los cuelgan del cuello como si les hiciesen un favor, los que los tienen seis meses atados a un tractor y los obligan a dormir sobre sus propias heces. Estarían los que necesitan la caza para medrar, para desfogar no sólo su instinto depredador sino sobre todo su voracidad bursátil. Estarían los labradores ricos, dueños de rehalas y humedales, y junto a ellos la versión moderna del secretario que también pintó Delibes. Estaría una versión hispana de lo que, de vez en cuando, significan esas marchas rurales sobre Londres de paisanos que defienden la caza del zorro, pero que en realidad pasean una Inglaterra profunda y antigua, de rancias costumbres y halconeros de Su Majestad, esa nostalgia de la bruma. Si había setecientos mil, como dijo la organización, y casi todos eran hombres, tenía que haber de todo, pero no sé por qué me da que los cazadores estilo Delibes, los cazadores de verdad, mayormente se quedaron en su casa. Ese cazador es animal solitario. No le gusta que lo apacienten.
Junto a ellos, sin embargo, estarían los gordos que se visten de otoño en el Corte Inglés y juegan a cazar en un coto privado, sentados en una silla y con armas que servirían para matar un elefante. Estarían también los desalmados que se deshacen de los perros o los cuelgan del cuello como si les hiciesen un favor, los que los tienen seis meses atados a un tractor y los obligan a dormir sobre sus propias heces. Estarían los que necesitan la caza para medrar, para desfogar no sólo su instinto depredador sino sobre todo su voracidad bursátil. Estarían los labradores ricos, dueños de rehalas y humedales, y junto a ellos la versión moderna del secretario que también pintó Delibes. Estaría una versión hispana de lo que, de vez en cuando, significan esas marchas rurales sobre Londres de paisanos que defienden la caza del zorro, pero que en realidad pasean una Inglaterra profunda y antigua, de rancias costumbres y halconeros de Su Majestad, esa nostalgia de la bruma. Si había setecientos mil, como dijo la organización, y casi todos eran hombres, tenía que haber de todo, pero no sé por qué me da que los cazadores estilo Delibes, los cazadores de verdad, mayormente se quedaron en su casa. Ese cazador es animal solitario. No le gusta que lo apacienten.
¿Y sabes lo peor?
ResponderEliminarQue ayer hubo una manifestación de PRECARIOS, para protestar por las condiciones laborales de los jóvenes investigadores en España, y no ha tenido ni la millonésima parte del seguimiento de la prensa.
Y no voy a entrar a compara la importancia de los investigadores y los cazadores, porque me lo ha recomendado mi ulcerólogo.