En una anotación del Diario de un pintor, la del 3 de marzo de 1957, en Roma, escribe Ramón Gaya: “El color siena natural, esplendente: color caballo. El color caballo es un color untuoso, acuoso, líquido; es un siena natural sudoroso”. El tránsito que va entre los adjetivos esplendente y sudoroso es un proceso poético, una sucesión de metáforas y metonimias: suda el caballo, no el color, o en todo caso el yeso o el óleo donde se ve el color; la acuosidad es perceptible como efecto sobre el color, no en el color, y se ve del agua lo que no es el agua, lo que no es transparente; y, en fin, lo más parecido en pelajes al siena natural es, creo, el del caballo palomino. ‘Color caballo’, merced a una sucesión de connotaciones, de asociaciones, pasa a nombrar la luz, la época, la sensación. Nombra la imagen a la que se convoca con la metáfora, que es una realidad vislumbrada, un reflejo deslumbrante y efímero, pero que alumbra eso que, para entendernos, podríamos llamar el alma de las cosas. Alumbrar, vislumbrar y deslumbrar son, por así decir, tres efectos lumínicos de la poesía como modo de conocimiento. Gaya moja el pincel en el mismo magma sinestésico en el que moja la pluma. Papel y lienzo son vacío vislumbrado al que hay que arrancar, o convocar, el color del cuadro, el sudor del caballo. Pero lo más importante es que el resultado poético, “un siena natural sudoroso”, es algo perfectamente verosímil, una metáfora que cualquier artista del estuco ha podido emplear alguna vez, o cualquier albañil. O que, por lo menos, la entiende inmediatamente, sabe a qué lo remite. Dicho en otros términos, no es una asociación forzada, pensada, urdida. Es una asociación natural, una revelación, como si su esplendor fuera la inmediatez viva de su humedad, el reflejo de la luz en lo que el color tiene de vivo, de ser vivo, como el caballo. Un caballo sudoroso es su antes y su después, las sensaciones que se desprendieron de su galopar, la impresionante vida desatada, la de las guerras y los certámenes ecuestres, la de los paseos por el campo y las del trabajo esclavo. Pero encontramos a ese caballo joven, como es siempre la vida. Solo los jóvenes sudan de verdad. Los demás resudan un sudor de brillos enfermizos, no arrebolado ni encendido. Todo en él nos remite al estar vivo, y también al jinete o amazona que lucha o compite o pasea o trabaja. El conocimiento poético busca esas asociaciones felices, feraces, productivas, que de golpe nos abren la puerta de un grado de realidad insólito por elocuente, ajeno a la percepción lógica, que obra con respecto a la realidad con el mismo papel que el mito, negándola para nombrarla.
9.11.10
Color caballo
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