Cuando voy a Teruel no suelo meter libros en la maleta. Siempre están las novedades de temas locales de la librería Perruca, y sobre todo los libros que nunca saqué de mi cuarto mientras fui al colegio, antes de marcharme de la ciudad. Todos los años abro algún libro de Baroja el día de su cumpleaños, el 28 de diciembre, y a veces lo vuelvo a leer y a veces no. Esta vez abrí Las inquietudes de Shanti Andía, en edición de Austral, con recuadro de portada y toda la contraportada de color azul moteado de puntos blancos y forrado con el plástico con el que se forraban los libros de ir a la escuela. Entre las sensaciones más gratificantes de la infancia está sin duda el momento en que, todavía en la cama, oía entre sueños el sonido de esos libros forrados de plástico a medida que mi hermana Pilar los iba metiendo en la cartera para ir al instituto. Los plásticos amarillean un poco y les han salido arrugas tirantes pero se conservan fuertes. Conservo varias joyas de mi iniciación lectora forradas con ese plástico. Este año, con el tiempo aborrascado, me arrojé sin dudarlo a ese mar romántico y menestral, bravío y cotidiano con que Baroja, al principio de este libro, nos regaló una de las cumbres de la prosa en español, para que luego digan que escribía sin estilo.
Por las callejas de Lúzaro se me consumieron las últimas tardes del año, alternadas con un curioso hallazgo que fui a buscar a la librería Perruca. Se lo había leído mencionar a Toni Losantos en una de susmetrópolis del DDT, el diario de guerra de un soldado sin graduación en la batalla de Teruel, Alberto Guna Fernández, alfarero de Liria, de la LXIV Brigada Mixta del Ejército Republicano, “un soldado corriente integrado en una unidad militar corriente”, que terminaría la guerra como sargento. Es muy breve y sus anotaciones invitan a recrear lo no contado, el transcurso paulatino de la guerra, el mucho tiempo en que no hay balas pero todo está lleno de barro y de miedo, por más que nos cuente heridas, evacuaciones, veraneos sesteantes, repliegues, retrocesos, desbordamientos, la terrorífica batalla de Teruel o el descalabro final, cuando sale del campo de concentración de Sot de Ferrer.
El autor nombra personas, consigna lugares, como si los estuviera apuntando en una lista que fuera a meter luego en una botella para tirarla al mar. Su falta de graduación da una medida real de los hechos, no abstracta, no tan historiable como los acontecimientos que oportunamente aclara Fuertes Palasí, encargado de la edición. En la botella del soldado semidesconocido encontré un fragmento donde se decía que su destacamento había acampado en Alfambra, “en la salida hacia Perales”, y que habían hecho allí amistad con un matrimonio joven y sus cinco hijos pequeños, que vivían enfrente de ellos. El soldado Alberto Guna se tomó la molestia de dejar para la historia los nombres de los buenos vecinos: Adolfo y Bibiana, y sus hijos Isabel, Águeda, Juan, María y Benedicto. Corría el año de 1937 y hacía mucho frío.
De los cinco hijos que nombra el autor del libro, yo he conocido a dos, Juan y María, que todavía viven, y a otro que el soldado no nombra, Desiderio, que murió hace pocos años. Su madre, Bibiana, procedía de Peralejos, a mitad de camino entre Alfambra y Teruel, y era hija de mi bisabuelo. Un hermano de Bibiana, Pablo, carretero de profesión, se instaló en la ciudad, y su hijo menor es mi padre, que se quedó leyendo el libro cuando yo volví a Madrid.
Isabel y Águeda murieron antes de que yo naciese. De niño jugué en la casa de la que habla el soldado, que estaba al lado de la carretera, saliendo hacia Perales, enfrente de un taller mecánico. Después había unos barrancos de tierra roja pegajosa y bajando por uno de ellos me clavé en la rodilla el cristal de una botella, quizá en el sitio donde este soldado tomó sus anotaciones. Si no en el mismo sitio, si no con la misma botella, sí en el mismo paraje, respirando un aire parecido. El practicante de Alfambra me curó y me puso unas grapas que me dejaron una cicatriz en la rodilla de por vida, que con el paso de los años encontró un alma gemela porque el practicante, en aquella primera intervención, se había dejado dentro un palito y cuando me atascó la rótula hubo que extirparlo.
Seguiré leyéndolo cuando regrese. Este diario de guerra es uno de los libros que merecen no salir de aquella biblioteca. Cuando vuelva lo colocaré al lado de tres libros que me regaló el hijo de Juan, Juan Antonio, nieto del abuelo Adolfo, el que tan buenas migas hizo con el soldado Alberto Guna. Dos son ediciones decimonónicas de losEnsayos históricos de Macaulay, que mi primo había comprado en un librero de viejo de Barcelona, y el otro es una Antología de poetas soviéticos en tapa dura. Mi primo la leyó antes de bajarse a Teruel, cuando aún se dedicaba a trabajar la tierra. “Llévatela si quieres”, me dijo, “yo ya no la voy a leer”.
En la cita del diario de guerra también se nombra a Benedicto, el hermano pequeño de aquella familia que vivía en frente del batallón Republicano. A él tampoco lo conocí. Murió muy poco después de acabada la guerra, a los nueve años de edad. Una tarde se subió a un poste de la luz y cayó electrocutado. Su hermano Juan puso su nombre a su primogénito, que con el tiempo sería, y sigue siendo, el mejor panadero de todo el Campo de Visiedo y buena parte del Valle del Jiloca, y también es primo mío.
Hermoso, Antonio, muy hermoso. Me ha gustado tu libro de familia y tu documento nacional de identidad. Gracias por contarlo.
ResponderEliminarBello, entrañable y placentero todo lo que nos cuentas, Antonio.
ResponderEliminarSaludos
es entrañable,con esos libros de la colección austral comenzó mi entusiasmo por la lectura y sobre todo por como tú me la inculcaste, nunca te podré agradecer ese regalo, gracias. y sobre todo gracias por la delicia que es leerte.
ResponderEliminarConocí esa casa y a esa familia de Alfambra. Me crié entre Alfambra y Orrios. Esa casa estaba frente a la casilla de los camineros, al lado de la llamada "vuelta de los olmos". Me interesa la historia y la vida de ese territorio que, según el Fuero de Alfambra de 1174, "vierte sus aguas al río Alfambra". Pero no conozco la historia de ese soldado. ¿Puedo acceder a ella?
ResponderEliminarAlgo de ese territorio voy poniendo en
clementealonsocrespo.blogspot.com
Gracias. Un saludo de
clementealonso@hotmail.es
Qué agradable sorpresa al encontrar aqui el comentario de Clemente y el anuncio de su blog, que desconocía. Lo leeré encantado, como en su día leí todos sus libros. El hierro en la ijada también es un "libro de familia".
ResponderEliminar¡ Viva la auténtica literatura! Y si habla de nuestras raices, mucho mejor.
¡Antonio, que lujo de seguidores tienes!
Saludos.
La verdad, Evaristo, Luis Antonio, es que al escribir esta entrada me apareció un hilo del que hay que resistirse para no tirar, y eso que le tengo manía a la literatura autobiográfica. Muchos de sus protagonistas están, si están, en el último tramo de la vida, y me ocurre lo que una vez me comentó Juan Carlos, una época en que fue asiduo del asilo de ancianos. Allí, me decía, hay abuelos con noventa y tantos años con muchas cosas que contar... y nadie que las quiera escuchar, y eso que las autoridades tienen un presupuesto solo para fastos recordatorios de la guerra.
ResponderEliminarLo de entrañable, a poco que uno rasque, llega a las entrañas, un sitio incómodo. Pero no en el sentido en que lo dice el anónimo alumno, cuyo comentario (tú eso lo sabes bien, Luis) da por buena cualquier entrada que lo merezca.
Una sorpresa tu blog, Clemente, que ya tengo en mi lista (y del que no dudaré en piratear cosas para alguna historia). El libro todavía está en las librerías. La editorial Divalentis es de Castellón y tiene la página web en obras, aunque supongo que allí encontrarás alguna otra forma de conseguirlo. Yo también haré lo posible para conseguir 'El hierro en la ijada' o la 'Melodía de los Mansuetos'. Gracias a todos.
Estimados amigos de Bernardinas: desde la editorial DIVALENTIS os agradecemos la referencia que haceis de nuestra obra DIARIO DE GUERRA y el estupendo y entrañable artículo que aporta aún más realidad y humanidad a la misma.
ResponderEliminarUn afectuoso abrazo,
Sergio Guinot.
DIVALENTIS S.L.
divalentis@divalentis.com
Y nos resistimos a creer que la muerte no es el fin.
ResponderEliminarAcabo de leer Zen y el arte del mantenimiento de la motocicleta, de Robert M. Pirsig. Todavía "rumiáadolo", decidiendo el momento de volver a leerlo. Y me encuentro con tu referencia a este Diario de Guerra, a estos recuerdos de familia, tan personal.
No podemos dejar que el olvido venza a la muerte. Aprender a sentir los recuerdos para que permanezcan, disfrutar de esa nueva dimensión de lo que existió.
Pero no nos olvidemos tampoco de disfrutar de ese regalo que es la vida, y la capacidad de emocionarnos con lo que vemos y sentimos, con los recuerdos.
Antonio, siempre da gusto leerte y leer tus recomendaciones.
Angel Marco Barea
Ese plástico que amarilleaba y sonaba a duro, también forma parte de mi recuerdo infantil. Hoy en día, todavía sigo forrando mis libros. Felicidades por todo lo que cuentas, por esta familia que vive en los libros. Yo no tuve tanta suerte. La mía se perdío en el tiempo. En las tinieblas de la guerra. Lucharon y perdieron, pero nadie ha escrito su historia.
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