En anotación inédita del 29 de diciembre de 1952, incluida
en la edición de 2010 de su Obra completa,
Ramón Gaya escribe unas de las, a mi juicio, palabras más transparentes en torno a lo
que andaba buscando en 1928, antes de cumplir los dieciocho años, cuando se fue
a París a ser pintor y sintió de inmediato, como un olor que le repeliera, los
principales defectos del vanguardismo: su condición caduca, casi inmediatamente
caduca, y su carácter de banco (nunca mejor dicho) de pruebas, de pasamanería secundaria, de mero esbozo.
Las grandes aportaciones a la vanguardia, por viejas que fuesen, sirven en
tanto pueden formar parte de la obra, no ser
la obra. Eso, desde luego, si hablamos de la vanguardia interesante, no de las audacias niñoides.
En general, para referirse a la vanguardia, amén de alguna que otra andanada
tan contundente como divertida, Ramón Gaya utiliza mucho la palabra ocurrencia. Dejando aparte –siempre- a
Picasso, Gaya ve, sobre todo en el cubismo primero, caminos, posibilidades
estéticas para buscar lo mismo que buscaba Tiziano, Rembrandt o Velázquez, o
incluso Van Gogh, “el último gran artista”, según él. Son recursos, métodos, herramientas
al servicio de la pintura, de la revelación de vida que es una pintura, no el
centro ni la esencia autosuficiente de nada. Muchos vanguardistas se jactaban
de esta condición efímera, antieterna, como si la eternidad, la perdurabilidad,
la universalidad y la atemporalidad fuesen también gustos burgueses. Lo que
pasa es que luego se han preocupado bien de historificar la vanguardia, de
santificarla como a un mártir medieval del que nos quedan reliquias venerables
pero que, siendo serios, nunca pasó de ser un entretenimiento para señoritos. De todas formas, Duchamp nunca será antiguo sino viejo.
Ramón
Gaya, en fin, buscaba otra cosa. Buscaba lo que la gente, artistas incluidos,
buscan cuando ya han visto lo que tenían que ver, cuando las vanidades del
momento se caen como hojas de colorines y queda el frío desnudo de la verdad,
de lo que uno busca de verdad. Copio unos párrafos que parecen la poética de un
artista depurado. Es lo que escribió un pintor de 42 años sobre lo que había
sentido a los 17.
«Ahora, aquí en París, me doy
cuenta de que en el año 1928 ya había tomado –a la vista del espectáculo
parisino- determinaciones decisivas. Ya entonces comprendí que lo que aquí se
buscaba no era un estilo siquiera –como había sucedido otras veces en Francia-,
sino que se buscaba fundar un mercado de
estilos. Los pintores se afanaban por encontrar un arabesco inédito y
sorprendente, ingenioso, incluso vivo; se trataba de encontrar un artículo para
ese mercado, es decir, que se había fundado un mercado y ahora se fabricaba
algo que poder vender en él, pero ese algo
no era libre, sino hecho a la medida
–fabricado a propósito- del mercado fundado con anterioridad. El resultado de
todo esto ya se puede suponer: un mercado abstracto, en abstracto, en donde los
artículos no tienen necesidad, no son
necesidad, sino,
a lo sumo, necesidad del mercado.
«Pero
ninguna necesidad exterior. En el primer momento –yo tenía diecisiete años- me
afanaba por ser uno de ese mercado y
encontrar una mercancía mía, honrada –que
yo creía que podía ser mía, ser honrada- para vender en ese mercado. Y no la
encontraba, y en mi búsqueda siempre iba a parar al mismo sitio, a una
desnudez, a una autenticidad;
artículo, claro, invendible. Más tarde pensé que eso, una autenticidad –la autenticidad-, es lo que podía constituir
mi estilo; pensé que en vez de hacer estilo de un material muerto como es la línea o el color, podía hacer estilo de una condición casi moral, es decir, no
hacer estilo de un material, sino estilo de una esencia.
«No
iba por mal camino, mi sola equivocación consistía en que de las esencias no
puede hacerse estilo; quizá otros ha habían tropezado con esa dificultad, pero entonces, al tener que
renunciar, habían renunciado a la esencia
y no al estilo –porque el negocio del
estilo los mantenía cegados-, y yo terminé por comprender que el estilo
era, precisamente el ingrediente que sobraba, que no era de ley, que no había
estado nunca en la composición del arte verdadero y grande. El estilo es una
conquista de la civilización; estilo es civilización, pero el arte ha sido
siempre incivil, ha escapado a las civilizaciones, aunque los historiadores
hayan podido confundirse puesto que el arte les ha permitido estudiar las civilizaciones; al ver que el arte les
permitía estudiar las civilizaciones tomaron el arte mismo por civilización,
pero el arte está, existe, vive fuera de ellas (las civilizaciones), y su
información de ellas no es más que una debilidad
suya.»
Esa
inclinación cotilla de todo lector fiel me hace preguntarme cómo pudo ser en
realidad es sentimiento visto por el pintor maduro. No digo que Gaya embellezca aquello, todo lo contrario,
porque además es un fragmento escrito con mucha intensidad, como… pintado. (Me voy a permitir usar los
recursos estilísticos más frecuentes en Gaya; a fin de cuentas estoy hablando
de él). La malicia viene al pensar que esa entrada de su diario quedó al margen
de anteriores ediciones por, supongamos, exceso de desnudez, es decir, por ser lo mismo que dice, por encarnar las palabras y darles verdad. La
prosa de Gaya es clara, pero a veces su imaginería sinestésica es como un
envoltorio brillante, como la aplicación concreta de motivos ya utilizados.
Aquí, en este fragmento, el motivo es el mismo, pero el esfuerzo de verdad es comparable, en más de un
aspecto, a la que era su manera de pintar.
Juan
Ballester, a propósito de esta foto, me contó que el retrato de Rafael de
Paula le había costado varias y muy intensas sesiones, que se quedó postrado
al terminar, hecho polvo, y no solo porque ya tenía ochenta y tantos años el
pintor, porque, en sus anotaciones del Diario (muy especialmente en las
recuperadas, las antes inéditas) se ve que su modo de trabajar era un poco
virgiliano: un cuadro por la mañana (pasteles, acuarelas, algún óleo) y algún
retoque, si acaso, por la tarde. Sus expresiones para juzgar la obra del día
son escuetas y contundentes: “creo que está bien”, “no me gusta”,
“verdaderamente bueno”. Se podría pensar que tanto el pastel como la acuarela
son dos géneros instantáneos, pero, por lo que se desprende del Diario, no más instantáneos que el óleo.
Uno no se imagina a Gaya sobredorando el cuadro veinte años, como hace Antonio
López (a Gaya, López le parecía tan abstracto como Tápies), ni siquiera el
tiempo que emplearía su idolatrado Velázquez, a no ser que hablemos de cuadros
como los dos de El jardín de Villa Medici,
sino más bien el tiempo que dura un acto
creativo, llamémoslo así, un momento que, traducido a prosa, tiene una extensión
y una intensidad proporcionales a las de, por ejemplo, sus homenajes a la
pintura. Quiero decir que cada una de las entradas de Roca española o Balcón
español son acuarelas escritas, el algunos casos óleos inmediatos,
abandonados cuando la vida de la
prosa (o de la pintura) ha empezado a animar el cuadro, se ha asomado para
indicar el camino hacia el abismo de realidad que propone. Y por otra parte es
el tipo de artículo que más me gusta. Tengo que copiar, ya que me queda más
cerca, la que le dedicó a Albarracín.
Digo
esto porque los tres párrafos que he copiado, aquella entrada inédita en
principio, son de la misma extensión y de parecida intensidad. Cualquiera diría
que es la medida, la extensión poética
más adecuada, y que tenía en Juan Ramón un modelo bien claro. Pero el Juan
Ramón de Españoles de tres mundos, un
libro que venero, es más, digamos, consciente, más orífice de sus palabras, y
eso que son retratos lo que hace. Más cerca de Gaya están los textos de Juan
Ramón reunidos en Política poética,
que también se llamaron El trabajo
gustoso, un título que, si no se lo hubiéramos ya leído a Juan Ramón,
diríamos que es típico de Ramón Gaya. Sea lo que fuere, esas estampas del tipo El carbonerillo palermo y así son de lo
que hoy yo más admiro de la prosa de Juan Ramón. En mi biblioteca imposible
(ese museo soñado del que tantas veces habla Gaya), guardaría como pera en
tabaque una edición de El trabajo gustoso
con acuarelas de RG.
Por eso,
en fin, este fragmento tiene algo de poema, de versos arrancados de la entraña,
con ese aire un tanto furibundo de los momentos creativos, intensos y
devastadores, como para pasarse luego el tiempo aplicándole veladuras. A Gaya
los óleos le salían o no le salían, igual que sus cartas (le costaba
escribirlas lo mismo que pintar un cuadro) o sus prosas descriptivas o líricas
o teóricas. Él siempre decía que era muy lento escribiendo. Yo más bien creo
que era lento en reunir la disposición adecuada para escribirlos, o rápido en
la capacidad de ver cuáles creía buenas, cuáles no le gustaban y cuáles valían
de verdad. Su obra literaria no es que sea exigua, es que siempre fue igual de
exigente.
Antonio, eres la erudición personificada y, además, escribes de maravilla. De verdad.
ResponderEliminarLuis Antonio, yo creo que tenemos en este blog a uno de los mejores escritores españoles de la actualidad. Si es que en la escritura verdadera existen escalafones. Enhorabuena Antonio, y gracias por todo.
ResponderEliminarJuan Ballester
Gracias, Antonio. Recibidos tus comentarios sobre Angélica ;-)
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