En el proceso de beatificación literaria de Manuel Chaves Nogales corremos el riesgo de no hablar de literatura. Chaves fue el demócrata republicano que abominó por igual de fascistas y de comunistas, el que dejó constancia de la saña con que Franco se aplicó al exterminio de inocentes y de la demencia con que los revolucionarios se hostigaban entre ellos o daban suelta, con jolgorios macabros, a la esclavitud que tantos siglos llevaban padeciendo. Su obra está dedicada a los españoles que dejaron su vida a manos de experimentos bélicos, bajo las balas de “aventureros foráneos, fascistas y marxistas, que se hartaron de matar españoles como conejos y a quienes nadie había dado vela en nuestro propio entierro”.
La cita
no es de Chaves Nogales sino de Camilo José Cela, cuyo punto de vista en San Camilo 36 resulta ahora bastante más
certero de lo que durante décadas le pareció a su coro de odiadores. Cela no
convenció a nadie, pero Chaves, de un tiempo a esta parte, setenta años después
de su temprana muerte, es el testimonio que muchos necesitaban para no quedar
mal al juzgar la salvajada del 36. La izquierda tardó muchos años en reconocer
abiertamente que la República no luchó contra una revolución sino contra dos.
La falacia intelectual de identificar república con ideales comunistas (o
libertarios) ha privado a muchos de admitir lo sucedido.
La defensa de Madrid, el primero de los dos libros
de Chaves Nogales sobre la guerra recién publicados, es una hagiografía popular
del general Miaja, símbolo de la verdadera
lealtad a la República, y no por ideología sino por pura moral castrense.
El libro es un canto al héroe militar, que resiste por disciplina y no soporta
la sedición, y que en su cometido de defender la legalidad y la vida de los madrileños
tiene que luchar contra propios y extraños. Contra Largo Caballero, fugado en
Valencia pero empeñado en arrogarse la defensa de Madrid; contra los pipiolos
socialistas, comunistas y anarquistas de la Junta de Defensa (Carrillo entre
ellos), la “guardería infantil”, a los que había que calmar cuando entraban en
la reunión pistola en mano, sancionar cuando acaparaban provisiones mientras la
población civil empezaba a pasar hambre, despreciar cuando asaltaban tiendas de
ropa y se iban a exhibir sus conquistas lejos del frente, en palacios de
aristócratas puestos en fuga, o reprimir sin contemplaciones cuando se entretenían en
ir matando civiles por un quítame allá esas pajas. Contra todos ellos, e
incluso contra una especie de resignación macabra de los propios madrileños,
tuvo que luchar el general Miaja. Hay quien lo compara con el Pierre de
Tolstoi, el héroe que deambula entre los escombros, alucinado por las
llamaradas de los incendios y la necesidad irrevocable de luchar y morir si es
preciso al lado del pueblo. Pero el general Miaja es aquí, sencillamente, un
buen militar, y por eso, con la “candorosa ingenuidad” de “hombre bueno”
machadiano que le aplica Chaves, pide a sus compañeros los generales fascistas
que desmientan al psicópata de Queipo de Llano, que lo ha llamado cobarde por
la radio. Los militares funcionan por obediencia, en el caso de Miaja a la ley
y al gobierno democrático, y ya no se plantean más ideología que llevar esa
obediencia a sus últimas consecuencias. Proteger a la población civil no es una
cuestión de amor a los valores republicanos sino la primera orden que debe
acatar un militar que no sea un cobarde o un sádico, que sea un buen soldado: “nada
más distinto de un dictador este hombre sencillo, oscuro, sin ambición, sin
ninguna prosopopeya, sin la más mínima vanidad personal. Su fuerza indiscutible
que desde el primer momento subyuga a sus jóvenes y entusiastas colaboradores,
su energía indomable y su rudo carácter de militar que sabe mandar, están
devotamente al servicio de la democracia. Su único anhelo es cumplir la misión
que se le ha encomendado: defender Madrid”, escribe Chaves. Si este libro se
lee lejos de España, el lector no encontrará una tesis moderna y útil sobre la
naturaleza del conflicto, sino la epopeya de un general. El libro explica lo
que fue la guerra, desde luego, y con toda transparencia, pero literariamente,
que es a lo que vamos, también es un
magnífico ejemplo del género de las hazañas bélicas, es decir, la épica popular
de toda la vida.
En este
punto es donde los ensayos hagiográficos empiezan a desentenderse. En el
prólogo a La defensa de Madrid, Muñoz
Molina nos recuerda los milagros del beato: su condición sencillamente
democrática, alejada de fascismos y marxismos, cruda y sincera; pero al hablar
del estilo lo despacha en media docena de líneas: “El ritmo épico y trágico de
la narración no impide que salte aquí y allá un tono de guasa…”; “…la potencia
narrativa que lo arrastra a uno de la primera a la última línea…”; “…el ritmo
de la escritura se traslada físicamente al acto de leer. Los cambios de
escenario del relato, en esas horas y días vertiginosos de la guerra, tienen la
velocidad convulsa de un montaje cinematográfico. Las complejidades de la
política y de la estrategia militar se superponen sin apariencia de esfuerzo a
la precisión fotográfica de los retratos de personas y de lugares…”.
Eso dice el autor del prólogo, y
no se puede discutir, pero en ningún momento se decide a nombrar el género al que pertenece. A juzgar por el
contenido del prólogo, se diría que es un ensayo histórico (de historia casi
presente) narrado con recursos de novela. Pero si La defensa de Madrid fuese solo un reportaje, habría que
ponderarlo, literariamente, con respecto a libros como el Diario de la guerra de España, de Mijaíl Koltsov, reeditado en
España en 2009, una obra maestra de la prosa bélica (e ideológica). Qué bien
harían nuestros muchos novelistas de la guerra en leerse este largo libro de un
tirón, a ver si se les pegaba el estilo lírico y metálico, frío y potente del
gran Koltsov.
La prosa de Chavez está a la
altura, ya lo creo. Su perfección es por momentos deslumbrante, pero no atosiga
ni empalaga ni reitera, y lo distancia de la obra de Koltsov, ese gran
reportaje, el hecho de que Chaves sí usa proporciones literarias. El libro de
Koltsov dura lo que duró su aventura, pero el de Chaves respeta las
proporciones y las necesidades argumentales y estilísticas de un género muy
concreto: el episodio nacional. Ambos libros, uno en México y otro en Rusia,
fueron publicados por entregas, en un periódico, para que lo leyera la gente
mientras tomaba un café. Si solo hubiese querido informar, Chaves se habría
contentado con la versión abridged de
su obra que apareció en Inglaterra, y de la que tenemos en esta edición un
capítulo, el décimo, buen ejemplo de la diferencia entre un buen reportaje y un
buen relato si lo comparamos con el resto.
Soy, ocioso es decirlo, un
apasionado de la escritura por entregas, de la literatura inmediata y sometida a
un público no especialista pero igual de exigente. Y el máximo elogio que le
puedo dedicar a Chaves es que La defensa
de Madrid me parece, por encima de todo, un extraordinario folletín. Puesto
que el héroe es un general, los capítulos se disponen según el viejo diseño
cómico (viejo de hace 2.500 años) del problema que asalta a la comunidad y el
héroe que se ve obligado a resolverlo. Cada capítulo funciona con este
planteamiento. Unas veces son los fascistas que amenazan con entrar o con
masacrar a los civiles desde el cielo; otras, un incidente entre comunistas y
anarquistas que está a punto de desatar otra guerra civil más. Cada nuevo
problema es un aspecto más del conflicto descrito en circunstancias muy
concretas, en un presente modernísimo con el que creo que se debe escribir este
tipo de historias, y todos colaboran en un clímax de impresionante altura, el
espectacular, impresionante capítulo VIII, que luego el autor se esfuerza en
mantener igual que se mantiene la batalla, pero que ya no supera. Y no lo digo
como defecto: todas las montañas tienen una cima, porque una montaña en la que
todo es cima no es una montaña sino una llanura elevada. Pero ese clímax, aquí,
no llega cuando le corresponde a la novela sino, más bien, cuando le toca a la
historia. Servidumbres de la verdad. Es el momento de la exaltación del héroe,
capaz de abandonar el resguardo del Estado Mayor y acudir a pecho descubierto
hasta el mismo frente y arengar a sus tropas como nos cuenta Tito Livio que
arengaban los viejos generales romanos:
“Por los parapetos y las líneas
de trincheras que estaban a punto de ser abandonados corre la noticia de que el
general Miaja está allí, en la línea de fuego. Aquellas masas de hombres
desmoralizados por la superioridad del enemigo sienten sobre ellas lo que hasta
entonces no habían sentido, la sombra, a la vez amenazadora y tutelar, del
Mando. El mito del general Miaja que está allí, pistola en mano, llevando a los
hombres al combate y a la victoria actúa decisivamente sobre la moral de los
milicianos como si fuese posible que detrás de cada uno de ellos estuviese el
general en persona sosteniéndole en la trinchera, animándole y exigiéndole
imperiosamente el cumplimiento de su deber”.
Pero este tono titoliviano es, en
según qué momentos, el más adecuado al género
que practica, igual que en otros sus descripciones del desastre tienen un
aroma más lucreciano. Y esa es la otra, la grande, la principal virtud
literaria de Chaves Nogales. Sabe, como en la tradición de Shakespeare o de
Cervantes, disolverse en sus
personajes. Por eso Chaves no ahorra entusiasmos al hablar de Miaja, porque se
ha encarnado en él, ha cantado sus gestas, ha cantado a sus armas, pero también
al hombre, el mismo que trata a los delegados sindicales como “un maestro de
escuela bonachón de ordinario, pero al que es peligroso irritar”, el mismo que sufre
arrebatos de ira o exhibe su paciencia insobornable, o que, en su rasgo más
humano, en el fondo le debe su victoria al más puro azar, en este caso el papel
con las órdenes de ataque del ejército fascista que se encontró en las ropas
del cadáver de un soldado, sin las que Madrid habría caído a las primeras de
cambio. (Por cierto, la editora, Isabel Cintas, no considera oportuno explicar
en nota al pie quién era ese soldado, el capitán Vidal-Quadras, pero sí
contarnos una historieta de manuscritos encontrados rigurosamente innecesaria.)
De esta capacidad de transformación del narrador, imprescindible para narrar,
Chaves ha dado muestras incontestables. En Belmonte
es Belmonte; en El maestro Juan Martínez, el maestro Juan Martínez, y en A sangre y fuego, ese periodista
discreto y tan ameno y transparente que no parece español. Aquí es el bardo, el
cantor de las hazañas, un poco como esos plumillas de las películas de vaqueros
que siguen a los grandes hombres para ir contando sus aventuras en los
periódicos, y que siempre parecen estar detrás de una cortina. Aquí hay una
inflamación épica que no había en A
sangre y fuego, y si funciona como folletín, como pieza popular, es
precisamente porque sabe centrar la historia en un personaje cercano y clásico,
en un buen hombre contra los males de la humanidad.
Tengo curiosidad por saber si La defensa de Madrid es capaz de saltar de uno al otro público, del lector que se autoafirma en su butaca ideológica al que viaja en tren a trabajar y le gusta leer novelas. Ese sería el verdadero éxito y la más justa y provechosa rehabilitación, sin necesidad de pasarlo por los altares.
Muy buen análisis y muy bien traída la cita del "San Camilo 36", Antonio. Me acordé de ella al leer el último capítulo de este folletín en que el autor sí que se vuelve corpóreo para hacer el último balance del despropósito bélico. Hemos tardado muchos años en entender verdaderamente la Guerra Civil y en despojarla de la mitología que la adornó.
ResponderEliminarY tienes razón,"La defensa de Madrid" no es solo una novela, sino que fue concebida desde su origen como un folletín al uso. Por eso necesitaba de un personaje-protagonista como el general Miaja.