Volvemos, después de unas cuantas
novelas cincuentonas, a los primeros años, a 1905, con un Baroja exultante que
un año antes había dado a luz su gran trilogía La lucha por la vida, la que lo consagró como escritor. Tiene,
entonces, 32 años, los mismos que el protagonista de La feria de los discretos, Quintín, cuando acaba la novela, que
transcurre toda ella en la edad taurina de los 25. En esos seis años (Baroja
cumple los años en diciembre, por eso siempre parece que uno haya sumado mal)
Quintín ya no es el romántico byroniano decidido a hacerse rico gracias a la
impostura, sino un hombre con “el corazón vacío” que marcha “hacia el spleen”. Es decir, que la novela, que
transcurre en Córdoba hacia 1868, está compuesta con el espíritu romántico de
un hombre moderno. En esos seis años hay metida mucha literatura.
Uno tiende a imaginar que después
del esfuerzo realista le apetecía regocijarse un poco de literatura
folletinesca, un ir y venir que había comenzado con la trilogía vasca y que
duraría toda su carrera. De la rama folletinesca colgarían las novelas
históricas, y de la realista las contemporáneas. El Mayorazgo de Labraz es un novelón romántico, y La busca, a pesar de que el oficio del
folletín queda patente, es novela de un
testigo de su tiempo, no de un lector de folletines. Y así resulta que unas,
las contemporáneas, aún aspiran a ser un
trozo de vida, en tanto que las otras, las históricas, son un trozo de literatura, que manejan a su
antojo elementos clásicos y añaden sorprendentes invenciones, en este caso
labradas en La lucha por la vida; por
ejemplo una, cuando Quintín conoce a la banda de Pacheco, que suena muy cercana a esas escenas de hampones que borda Eduardo
Mendoza, desde el final de Una comedia
ligera al bandido de El año del
diluvio, que, si no recuerdo mal, se llamaba Mierdafrita. Los dos beben de la misma fuente: estas largas y
tumultuosas conversaciones entre la gente del bronce suenan, naturalmente, a la
banda de Fagin, pero es extraordinario cómo se sostienen sin apenas argumento,
algo, lo que podríamos llamar los
diálogos semovientes , que ya me sorprendió hace mucho en Mala hierba, y me pareció, como me ha
parecido aquí, de lo más moderno.
Quintín es un joven de 24 años que
vuelve a su Córdoba natal desde Inglaterra, de recibir una educación selecta y,
suponemos, leer mucho a Dickens. Su familia lo recibe con la frialdad con que
en los folletines se recibe a los hijos ilegítimos cuando vuelven de estudiar
en Inglaterra. Aquí Baroja tira de determinismo folletinesco, o sea de tal palo tal astilla, y explica la
frialdad acudiendo a una historia romántica: el padre de Quintín fue hijo disoluto de una familia
noble, el don Juan que huye de sus acreedores, se refugia en una venta y seduce
a la dueña, y escapa por la ventana pero entre la luna verdosa de los olivares
cae abatido por las balas. La ventera, Fuensanta, pare a Quintín y casa con un comerciante serio y trabajador,
hijo a su vez de un randa que sin embargo fue reformado a tiempo por la madre
de Quintín, lo que quiere decir que a veces las mujeres enderezan el destino de
los héroes naturalistas.
A Quintín, en cambio, no lo ha
enderezado nadie. Es el joven desbocado que vive a tumba abierta, pero también
que es consciente de que lo hace. En cierto modo la modernidad es un
romanticismo premeditado, manierista, no un ser héroe sino hacer lo que hacen
los héroes, pero contado con un dominio de lo trepidante propio de los mejores
productos originales. El propio Quintín se lo dice a sí mismo: “Tú vencerás,
Quintín, tú vencerás –se dijo alegremente-. ¿Qué deseas tú? Vivir bien, tener
una hermosa casa, no trabajar. ¿Acaso esto es un crimen? Y si fuera un crimen,
¿qué? No le llevan a uno por eso a la cárcel. No. Tú eres un buen beocio, un
buen cerdo de la piara de Epicuro. Tú no has nacido para viles menesteres de
comerciante. Finge un poco, hijo mío, finge un poco; ¿por qué no?
afortunadamente para ti, eres un gran farsante”.
Y su farsa consiste en bajar al
fango, rodearse de indeseables de divertido nombre, en cuyas vidas de truhán
Baroja se engolfa y saca páginas extraordinarias, pero no con la mirada agria
de La Busca sino con esa especie de
redención barojiana que es como la redención cervantina: los malos que acaban
cayendo simpáticos. Es el caso de Pacheco, el bandido bueno, el hombre de
palabra, el idealista primitivo que quiere armar él solo la revolución. Quintín
urde un plan para hacerse rico aprovechándose de Pacheco, es decir, llevando el
riesgo al límite, porque el bandido es noble, pero no admite traiciones. La
escena cumbre de la novela es el secuestro de La Aceitunera, la mujer con
la que vive el aristócrata del que se supone que desciende Quintín, una marquesa que
suponemos caprichosa y emperifollada, sibilina y despiadada, y que cuando
aparece por la novela es el retrato mismo de Isabel II, una mujer ocurrente,
salada, vividora, que sabe dominar a los poderosos y atraerse a los
desheredados, como en la escena del cortijo donde celebran eso que por esta
parte llamamos bureo, con apagón de
velas incluido.
La Aceitunera es, con Pacheco, la gran sorpresa entre los
personajes, porque el erudito de provincias, don Gil (muy, al principio, en el
tono del Satur aquel de Clarín, aunque luego vuela), o la pareja de hermanas,
Remedios y Rosario, a la que habría que inscribir en el censo de parejas de
personajes femeninos que se complementan: la buena y la lista, la sosegada y la
desenvuelta, la doméstica y la silvestre, nos resultan personajes conocidos. Ya
no es nada romántico que al final Quintín decida no redimirse a sí mismo, y por
una vez tiene un comportamiento noble: avisar a Rosario de que no es un hombre de fiar, y seguir su senda de hombre de acción,
algo que se repite varias veces en el libro y que ayuda a ver en Quintín
un antecedente de Aviraneta y sobre todo de César Moncada. Lo que en Quintín es cinismo decadente, en
Aviraneta ya será misantropía, pero a ambos les mueve parecido romanticismo. Con Moncada comparte esa ambición un poco enloquecida, esa enfermiza valentía.
El
frescor que uno siente al volver a estas historias tan desenfadadas, con
personajes llenos de literatura, sin obligación de ser serios al leer, también
lo produce una mayor presencia de la descripción que en, por ejemplo, los
últimos tomos de Aviraneta. Volvemos al Baroja entusiasmado con el vocabulario:
Se
prepararon los arrieros para comer. La Temeraria tomó uno de los candiles
negros por la tizne de la tabla de la chimenea, lo encendió, y viendo que no
alumbraba bien, sacó una horquilla del pelo, la clavó en la mecha del candil
para despabilarlo y airear la torcida, y hecho esto lo sujetó con la uña del
garabato en una viga saliente de la pared.
Reconozco
mi debilidad por estos pasajes. El amor a
la palabra por sí misma, enjaezada de ritmo, no de adjetivos, es la verdadera
clave de su prosa. Y es lo mismo en la descripción de alguien en movimiento que
en la de un paisaje:
Recorrieron
el huerto abandonado; una alfombra espesa de lampazos y beleños, de digitales y
de ortigas cubría el suelo. En medio, rodeado de un círculo de arrayanes
amarillos, se levantaba un cenador con una puerta podrida; dentro de él se advertían
en las paredes restos de pintura y de dorado. En la vieja tapia se enredaban
las hiedras. Envuelta en su follaje negruzco y adosada a la pared se adivinaba
una fuente con una cabeza de Medusa, por cuya boca, de un caño roñoso, salía un
hilo cristalino que caía sonoro sobre el pilón cuadrado, lleno de agua hasta
los bordes. Había para subir a la fuente dos anchos escalones musgosos, y los
hierbajos y las higueras silvestres nacían en las junturas, levantando las
losas. Entre las hierbas brotaba un pedestal de mármol, y un naranjo silvestre,
con sus frutos pequeños y rojos, parecía salpicado de sangre.
¿Alguien
ha visto una metáfora? Aparte del “salpicado de sangre”, ¿alguien ha encontrado
alguna comparación? Y, sin embargo, ¿alguien duda de que se trata de un petit poéme? Hemos sobrevalorado las
metáforas. O más bien las hemos confundido con las imágines. Virgilio describía
con exactitud escenas de la naturaleza que eran hondas metáforas, pero no hacía
retruécanos. La vanguardia instaló una dictadura del retruécano gratuito que
afectó, y de qué modo, a la prosa, así que esta limpidez, esta tersura, esta
perfección en el dominio del ritmo y del lenguaje nos parecen la única poética que merece la pena. Baroja, a
los 32 años, ya llevaba años dominándola, pero se nota que entre El Mayorazgo de Labraz y La feria de los discretos ya han pasado
Fernando y Manuel, los paisajes del
98 y los arrabales de Madrid. El folletín vasco era de prosa más desparramada,
más grandilocuente y recargada de influencias, pero esta pieza cordobesa es,
en parte, como los cuadros que su amigo Darío de Regoyos pintaría en el viaje
que ambos hicieron a Córdoba, y del que salió la novela.
Se ha dicho, por cierto, que La feria de los discretos es algo así como un pastiche de la literatura regionalista, o del
romanticismo a lo Irving, e incluso he leído por ahí que en Córdoba hay eruditos
que la toman como la típica imagen de la Andalucía de hamaca y de guitarra. En
absoluto. Decir que María Lucena, la amante bailarina de Quintín, es un
topicazo folklórico es tan estúpido como decirlo de María Coral, otra vez
Mendoza. Aunque solo sea por las magníficas descripciones de Córdoba y
alrededores, ya deberían mirar en Córdoba esta novela con más afecto que miran
en Zaragoza la que les dedicó Galdós. Allí sí que los llamó brutos, allí.
Quizá esa crítica facilona sea un
lugar común como otros muchos sobre Baroja, nacidos de leer tan solo las
primeras páginas, los libros por encima, la plantilla folletinesca del
principio, no las curvas que vienen después, sorprendentes para el lector y, se
nota, y para bien, que también para el autor, que incluso interviene, en forma
de señor de barba negra, un tal Escobedo, para insistir en la juerga literaria
que se está corriendo con la gente del bronce, y el poco afecto que le inspiran
quienes viven más allá de sus novelas.
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