A veces los
desvíos nos llevan a terrenos conocidos. En esta época del año se amontonan las
relecturas del curso, la hierba fresca tapa las roderas del invierno, y así
hemos dejado descansar el Proyecto Baroja
(llevábamos treinta y tantas novelas) para volver, casi sin quererlo, al Ensayo de literatura campestre, con una
novela de John Williams que habíamos dejado en espera después de la espléndida Stoner, que no tenía nada que ver con
el campo. Pero esta sí, de un campo colindante con el western, y justo es que así sea porque la épica del pionero tiene
mucho que ver con aquellas primeras intenciones mías.
El amigo Pedro Moreno, una
autoridad en la materia, ya me ha dado instrucciones para que me oriente por
los andurriales del western de
calidad con la colección que Valdemar inauguró hace poco: Dorothy Johnson,
James Warner Bellah, Vardis Fisher o Alan Le May. Claro que
todos ellos, al menos la primera, que la estoy leyendo, practican el género,
por así decir, a palo seco, y John Williams lo rellena de espléndida
literatura, para lo bueno y para lo malo: para lo bueno porque su prosa es
extraordinaria y sus descripciones (de paisajes, de objetos, de acciones) de
primerísima categoría, y para lo malo porque uno echa de menos a veces cierta
concisión. No hablo de pesadez, no hablo del río, sino de que no se ve saltar
salmones. La sinfonía verbal a veces hace mella en el dramatismo, que siempre
es más escueto. Claro que no nos quejamos de eso cuando leíamos Warlock, de Oakley Hall, quizá porque se
trata de dos géneros distintos: uno es la novela del oeste de pocas páginas, el
relato breve que da para una gran película, y otro la novela larga y
exhaustiva, que en cierto modo reinterpreta el género, o lo trata con las
herramientas del gran realismo americano, tan atento siempre a los detalles,
tan respetuoso con los campos por donde galopan los caballos.
Butcher’s
Crossing es la segunda novela que publicó John Williams, en 1960. La fecha
es importante porque aún era pronto para posmodernidades, porque se nos ha
aparecido medio siglo después como un escritor de primerísima línea y porque
esa ausencia no solo era en esta parte del océano. En los dos libros de Malcolm
Bradbury que consulto para estas cosas, Modern
american novel y From puritanism to
posmodernism, no hay una sola línea dedicada a Williams, y eso que sé que
en el mundo anglosajón estos dos libros, ambos en ediciones de los noventa,
recogen todo lo que merece la pena recoger. ¿Tiene que decir alguien como Tom
Hanks que Stoner le ha sorprendido
para que se resucite a un autor como Williams? ¿También allí? Y eso que Williams
ganó en 1972 el National Book Award con Augustus,
de la que hablaremos cuando salgamos de territorio comanche. Pero todo hace
pensar que su trayectoria fue más bien discreta, o bien que es ahora cuando el
tipo de novela que practica Williams nos resulta más necesaria.
Al margen de la extraordinaria
transparencia de su prosa, lo que más me llama la atención de Williams es su
exquisito sentido de las proporciones. Las dos novelas que he leído suyas están
perfectamente equilibradas, todo dura lo que tiene que durar, la acción no se
desmanda nunca y en la deliciosa fluidez uno percibe las horas de pulimento,
los planes, los bocetos. La de Williams es, como me dijo José Manuel Asensio a
propósito de otro libro, “una difícil sencillez”, un libro claro que se nota
muy trabajado, algo que por regla general me carga un poco pero que con
Williams resulta muy llevadero precisamente por lo bien hecho que está. Soy un
poco latoso con esto de la premeditación, pero en Butcher’s Crossing la carpintería de conjunto, tan minuciosa,
engrandece el relato, no lo acartona, pero tampoco lo deja desbocarse. El carro
de Williams atraviesa lentamente las inmensas llanuras amarillentas. El que
tenga prisa que se ponga una película.
Lo que cuenta es como si Henry
Thoreau, en vez de irse a Cape Cod a descubrir la naturaleza y a sí mismo, se
hubiera largado al Oeste, a cazar búfalos con un capitán Ahab interpretado por
el Clint Eastwood de Sin perdón y
quedarse un largo invierno atrapado en las montañas. Es Boston en
Arkansas, una mezcla cultural y literaria que Williams sabe modular para que no
chirríe. El protagonista, Andrews, es un joven bostoniano que quiere descubrirse
a sí mismo. Para ello viaja al salvaje oeste, a un poblado de cazadores, y allí
financia una expedición a un lugar no hollado, donde pastan las últimas grandes
manadas de bisontes. Con ellos va un destazador de origen alemán, Schneider, y
un pobre diablo que es como esos borrachines que en las películas conducen la
diligencia y llevan levantada el ala delantera del sombrero.
Matan tres mil búfalos, y uno acaba
la novela con la sensación de que ha visto desollar a muchos y ha contemplado
los cadáveres despellejados de casi todos, en diferentes grados de
putrefacción. Es impactante, pero no es pesado. Y sobre todo no es previsible.
Como género, el relato necesita un drama para resolverse, un momento de
angustia máxima. Williams nos ha ido dando de comer la idea de cómo lo
resolvería, para decepcionarnos primero y salirnos después por donde no nos lo
esperábamos. Es fácil imaginar que son los propios bisontes los que, en una
estampida descontrolada, hartos de que los maten y los desuellen, pasan por encima
de ellos y de las pieles de sus compañeros muertos. Pero no es así, no son los
búfalos. Se han cargado casi a la manada entera y han sobrevivido a las nieves
del invierno, pero la naturaleza no ha dicho todavía su última palabra. El
previsor Miller olvidaba un detalle, una posibilidad, una amenaza.
No la cuento porque está bien hacer
conjeturas, solazarse con las medidas correspondencias de la trama. Schneider
ha jugado con fuego toda la novela, Miller ha cometido un pecado de avaricia,
el pobre Charly se ha vuelto loco de miedo, pero no por los bisontes sino por
la nieve, y el joven Andrews, ya viejo, como le recuerda la prostituta
Francine, ha visto lo que tenía que ver, ha perdido la inocencia en las
montañas, y si le quedaba algo se lo ha quitado Francine en cuatro días
abrasadores, sin salir de la cama. Miller acaba como un Flem Snopes
enloquecido, y los sucesivos, crecientes finales abrochan los símbolos de la
novela: el final de una era, el fracaso de una vieja ilusión, el polvo sobre el
silencio. El tercio épico final pasa con brillantes calificaciones el género ventisca, el género robinson, el género crepuscular,
pero donde más he disfrutado quizás haya sido en el cotidiano no hacer nada,
mientras los bueyes, al ir, tiraban de la carreta, cuando se quedaban sin agua,
cuando encontraban el río y montaban un campamento, o cuando pasaban el
invierno entre la nieve. El cambio de la llanura a las montañas no es tan
grandioso como podía esperarse pero sí más eficaz. Se meten en la boca del
lobo, y de eso uno no suele darse mucha cuenta. Las descripciones siempre se
terminan antes de que puedan empezar a reducir la marcha del relato. La
pulcritud compositiva de Williams contrasta un poco con el hedor que despiden
los protagonistas, manchados de sudor y de vísceras de búfalo, sin cambiarse en
seis meses de ropa, durmiendo todos juntos entre pieles de bisonte recién
despellejado, en un campo sembrado de cadáveres al sol. Pero no hay epopeya sin
descanso del guerrero. El baño final de Andrews y la cariñosa despedida de Francine,
con esas ganas de vivir que dan los polvos bien echados, ya son un gran alivio.
El héroe ha cumplido su tarea. Ya se puede duchar.
John Williams, Butcher's
Crossing, trad. de Luis Murillo, Lumen, 2013, 358 pp.
No hay comentarios:
Publicar un comentario