Desde que acabó
el curso pasado, en junio, no he sentido la menor inclinación a dejar aquí
alguna reseña de lo que leía. Los libros pasaban por mí como el verano, como
una vida sin importancia, como esa extrema libertad (es decir, esa indulgencia
plenaria) que se tiene cuando aún queda tiempo para tomarse a uno mismo en
serio. Siempre me ha gustado como tema literario, por cierto, ese tiempo de
agonía, el limbo del estudiante que ya ha decidido que no tiene tiempo material
para preparar un examen y sin embargo, ay, aún queda mucho tiempo espiritual para
rendirlo. Por mis ojos perezosos pasaron Patricia Highsmith, Virginia Woolf,
Mario Puzo, Steven Runciman, el irrelevante Murakami (no sé qué le ven a ese
tipo, la verdad) e incluso, a principios de verano, cuando creía que iba a
hacer algo, otro libro de Baroja, del que ahora tendré que hablar de memoria o
volvérmelo a leer. Pero entonces no tenía sensación de desperdicio. El verano
en sí mismo es un blando desperdicio. Solo después de casi una semana de clases
ha vuelto la necesidad de tomar notas. La memoria disipada del verano me
parece, ahora que tengo mucho menos tiempo libre, casi una falta de respeto.
Solo cuando ha vuelto a instalárseme en la oreja una mosca de correcciones y
preparaciones reivindico no solo seguir tumbado leyendo un libro sino además
dejar constancia escrita para cuando quiera recordar lo que leí.
Es el sino de los profesores. Más
que leer, repostamos. Y tiene que venir otro profesor, en este caso un
compañero, a recomendarme un libro para que la máquina lectora y escritora pueda
engranarse otra vez. Un libro, para que todo cuadre, escrito por otro profesor,
Gesualdo Bufalino, uno de esos autores imprescindibles que uno no había leído
nunca, mira. Claro que el hecho de que me lo recomendase Manuel, lector de
Bayal y de González Egido (y de Foster–Wallace) facilitó el reingreso en cierto
tipo de literatura. A las pocas páginas de Argos
el ciego ya me había venido el aroma de hogaza de algunos grandes libros
españoles de los 80, La fuente de la edad,
Camino de sirga, Juegos de la edad tardía. Son libros que saben a pan, a miga
compacta y delicada, un poco tomada del olor a cerrado de las artesas, que dura
varias semanas y conforme se va endureciendo adquiere un sabor cada vez más
exquisito. ¡Oh las barras de pan de mi primo Benedicto, cómo iba yo recogiendo
como un pájaro las migas que quedaban en el hule, mientras los mayores, a los
postres, alargaban la conversación! Ese pan sabía a tiempo. Era el pan denso
que había comido Cervantes, y la típica prosa del profesor de literatura.
Argos
el ciego, la novela que me acabo de leer de Bufalino, para abrir boca, será
todo lo barroca y un tanto surreal que dicen por ahí, pero a mí me parece de un
realismo metaficticio conseguidísimo. Me explico. El narrador y protagonista es
un profesor en un pueblo de Sicilia que se enamora de las mujeres por
solipsismo resignado, y que por las tardes hace y
no hace lo mismo que por la mañana. Es lo mismo porque en sus dedos laten los
clásicos que acaba de recitar, y no es lo mismo porque, más que imitarlos, combate
la oralidad con que los explicaba. El profesor escribe literatura literaria, y
todo ello junto es de una extraordinaria verosimilitud. Se huele la melancolía,
el amor a un verso de Virgilio, ese hablar con citas medio escondidas. Émbrotes, me decía un compañero de
estudios cuando se me colaba la bola plateada del pin-ball, que es lo que le
dijo Aquiles a Héctor en las playas de Troya. Bufalino escribe así, con bromas
cultas, con endecasílabos dantescos y adjetivos antepuestos, como si pasase
cada frase por un tribunal grecolatino. Traduce la Anábasis con su amada Maria Venera, simpática y pendona, y el
mínimo suceder se cuece con la levadura de la poesía clásica. El resultado no
es que leamos por hambre de saber sino por vicio de degustar, y que nos riamos
de gozo cada vez que Bufalino cuela un cita de Homero. Por lo demás, él mismo,
a poco del final, nos resume su aventura:
Maria Venera amaba a Trubia
hasta el escándalo. ¿Y por qué no? Habían hecho juntos incluso un niño; o lo
que habría sido un niño. Se había escapado con Gafo, de acuerdo, pero por un
feroz puntillo, una necesidad de escarnio en la que desahogar la negrura del
corazón. ¿ Y yo? Yo había llegado a tiempo de cerrar el cuadrilátero, en tanto
que tropa auxiliar, sometida caballería.
Estos
profesores viven encadenados a la literatura, se refugian en ella, se consuelan
con ella y sobreviven en su soledad gracias a ella, y esto, en el libro de
Bufalino, respira verdad. Otra cosa es (me vuelve a venir Landero) que el protagonista,
amén de testigo, del que mira desde atrás, sea un poco tontaina, por más que el
barroco delicato que utiliza se preste un tanto a ello. Admiramos las palabras,
“indecisas entre la poesía excelsa y la prosita recreativa”, como las lecturas
de Isolina, pero nos gustaría que el narrador tuviese un poco más de sangre en
las venas. La morosidad exquisita redunda en bobería, de modo que nos terminamos
la novela, como aquel que dice, a fuerza de pan.
Pero hay algo muy mediterráneo en
todo esto. El protagonista nos remite al hombre aquel de Fellini que se subía
al árbol y aullaba como un lobo, voglio
una donna... Aquí los tipos zanganean en torno a Maria Venera, sobre todo,
o Cecilia o cualquiera de las damas de compañía del señor Nitto, y el recuerdo
del amor es un husmear perruno entre la hierba seca del verano, allá en
Sicilia. El marco es lo de menos. El marco da para esparcir en páginas líricas
y metaficticias lo que recuerda un viejo al que le han entrado ganas de
quitarse de en medio. Pero es marco, no asunto, no tema. Es una coartada para
la melancolía, una justificación del tono, “un extravagante sabor a
inexistencia”.
Seguiremos con la Perorata del apestado, que Anagrama
incluye en el mismo volumen de su serie, qué ingeniosos, Otra vuelta de tuerca. Pero no ahora. La novelas como Argos el ciego son novelas bloque,
disfruto en ellas pero no almaceno ninguna escena especial, tan solo algún
personaje; producen un placer constante y elevado, pero en ellas la historia
está anegada de estilo. La historia es entre esquemática y escasa, lógico si se
tiene en cuenta el nivel de detalle, y el hecho de que todo pueda salvarlo la
prosa (y la espléndida traducción de Joaquín Jordá) nos deja más reafirmados en
la idea de la libertad de la novela que en lo que se nos acaba de contar, más
contentos de leer que de haber leído.
No hay comentarios:
Publicar un comentario