Al terminar Tiempos de tormenta, de 2007, tuve la sensación de que me fallaba la memoria porque yo había leído Derrotero de Pío Baroja y no se me había quedado esa impresión acre de resentimiento difuso que tuve en la, según decía el propio autor, última incursión suya en el mundo de Baroja.
Así que me la he vuelto a leer, y la memoria no me engaña. Es verdad que, sobre todo al principio y al final, también entonces (el libro es de 2000), Sánchez Ostiz la emprende con una letanía de quejas sobre el tema de que a quien se mueve en la foto, lo apagan, y a quien disiente lo eliminan. Habla en general pero en indisimulable tono de pataleta particular. Esto de las injusticias literarias hay que tomarlo con mucha resignación, centrarse en la propia obra y proteger el sistema nervioso de las provocaciones del mundo, que siempre, en todas las épocas, son las mismas: arribistas, meapilas, estirachaquetas y poetas sin obra, que al final son los que se lo comen todo. Sí, es posible, pero no es un asunto que tenga mucho que ver con Baroja.
El resto del libro, lo que hay dentro del emparedado quejumbroso, es el tipo de libro que todo barojiano ha imaginado. Se trata de mariposear por su obra, sin sacar de las obras —no de todas— más que alguna cita, no siempre favorecedora, en todo caso con escasas distinciones por épocas, salvo por lo que respecta a una vejez laboriosa que Sánchez Ostiz también trata con el máximo respeto y lucidez. Por allí aparecen los años de la bohemia detestable (más de su hermano Ricardo que de Pío) y un cierto ambiente de notoriedades madrileñas (“Baroja siempre estuvo en el candelero”), pero sobre todo el Baroja de Itzea, el vasquista que no soporta a los nacionalistas, que quiere “irse de esa tribu” de nacionalistas ortodoxos.
Qué buen lugar habría sido ese para hacerse eco de lo que dice Julio Caro en sus inolvidables memorias, que Baroja tenía muy buen trato, por ejemplo, con Telesforo de Aranzadi y con Miguel de Barandiarán, a los que encomendó a su sobrino de dieciséis años para que los acompañase en una excavación arqueológica. Esa simple anécdota dice bastante del tipo de vasco que era Baroja, ese ciudadano que pone la ilustración por encima de cualquier prejuicio, incluidos los prejuicios ilustrados. Barandiarán no era, desde luego, uno de esos curas que, envueltos en moscas y protegidos por carabineros, habría desterrado de su país vasco ideal.
En general, el libro de Sánchez Ostiz es el de los itzeanos, es decir, aquellos que a partir de Baroja imaginaron el mito del beatus ille adaptado a nuestros días. La frecuentación de Baroja casi siempre anima a imitarlo, a tener tu tertulia de Alarcón, tu refugio de Itzea, tu amor por los hoteles de la vieja Europa, por los trastos etnológicos, por las librerías de viejo, por las orillas del Sena, por las nieblas de Londres, por las damas rusas. Sánchez Ostiz se empeña en que Baroja construía personajes y decoraba con ellos sus futuras autobiografías. Sin embargo, insiste muy serio en que “es fantástico eso de desautorizar a una persona por lo que hizo en su vida privada, por sus gustos domésticos, hace setenta años”. Ya lo creo que es fantástico, lo que no entiendo es por qué en sus siguientes libros Sánchez Ostiz recurrió a ese tipo de fantasías. Aquí, todavía, sus impresiones del desastre de la guerra contienen pasajes “estremecedores”, y el episodio del mirador de Biriatu no es más que un ejemplo de cómo Baroja, hasta el último momento, quiso informarse de primera mano antes de escribir. En Tiempos de tormenta le dedicará un capítulo quisquilloso que es una muy poco clemente andanada contra el turista-escritor.
¿Qué pasó entre 2000 y 2007 para que Sánchez Ostiz se enfurruñara de ese modo con Baroja? ¿Por qué aquí dice que es “una lástima” que Baroja no hablara “con mayor extensión” de algunos amigos suyos, simplemente, y en Tiempos de tormenta lo trata como a un escritor cuco y celoso que no regalaba posteridades ni a sus mejores amigos? ¿Por qué aquí habla de un Baroja “que no pretende engañar a nadie” y en sus posteriores libros lo pinta como un figurón?
Los bandazos desacreditan y la confianza da asco. Uno no puede reñir con un personaje al que admira, al menos en público. Es de mal gusto. Y eso que, cuando se deja del personaje y se centra en la obra, demuestra bastante buen gusto (El viaje sin objeto, Los caudillos de 1830, Laura), pero no trae decenas de novelas interesantísimas y poco conocidas que es donde late el gran escritor. Lo primero es dominar la obra, y así no se cometerían errores como decir que “Baroja manifestó siempre una radical aversión hacia el donjuán y el mujeriego”, lo cual quizá sea cierto en la vida real y en algunas novelas de tema contemporáneo pero desde luego no en las muchas y muy románticas historias que hay engastadas las Memorias de un hombre de acción, hasta el punto de que hay una línea donjuanesca que va del mismísimo Zalacaín al astuto Eguaguirre o todos los Quintines que desde La feria de los discretos menudean en sus novelas. Alguien que no se interesase por don Juan ni como tema literario no escribe La aventura de Missolonghi o El capitán Malasombra, ni siquiera la trilogía de Agonías de nuestro tiempo, que es un donjuanismo ocre, existencial antes de hora.
Baroja escribió tanto que resulta poco recomendable lanzar órdagos críticos, sobre todo uno que repite en los dos libros que comento, que Baroja era refractario al modernismo. Sí, en la medida que los bohemios le atraían como podían atraerle a Dostoievski, como una prueba de la abyección del genero humano. Pero eso es solo una parte del modernismo, porque el Baroja de La casa de Aizgorri lo domina perfectamente, y el Baroja posterior lo destila, lo depura y lo usa cuando le conviene. ¡A ver si entre todos los modernistas de su época y los de la siguiente se encuentran muchas descripciones como la de Marsella en El laberinto de las sirenas! Escrita, por cierto, en 1923, cuando ya se había pasado el luto del modernismo.
Lo que hay que distinguir bien en Baroja es modernismo y modernidad, porque de modernista decadente no tenía nada, pero de moderno lo tenía todo, empezando por el traje, la escena, ese personaje que creó de tal manera que fue casi natural que se convirtiera en mito, y continuando por la idea pictórica de la narración, algo que en su época ya se lo reconocían pero que no es tema que interese a Sánchez Ostiz. Baroja captó el simbolismo con la misma hondura que Antonio Machado, y no hablo del Machado de las fuentes y de los ocasos sino del de los álamos y los caminos. En la entraña de la modernidad estaba ver con ojos de artista, con mirada de pintor, con una emoción sugerida por las pinceladas escritas.
Baroja es esto, pero si sigo leyendo libros sobre su vida llegaré al mismo tipo de insatisfacción. Derrotero de Pío Baroja es el libro de un admirador que escribe muy bien, todavía no el de un pariente crítico que de pronto da la sensación de que tiene demasiadas cuentas que saldar y piensa que para desenmascarar a un mito basta con que enseñes las facturas. Antes hay que hurgar en su obra, en toda su obra, examinar los matices, las huellas de la maestría. Esos descubrimientos son a prueba de pleitos.
Miguel Sánchez Ostiz, Derrotero de Pío Baroja, Alberdania, 2000, 210 p.
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