El toro como nunca lo has visto en Teruel, se leía en el cartel de toros de las Fiestas del Ángel, al pie de un ejemplar santacolomeño, cárdeno claro, sobre un fondo azul cielo, uno parecido al que mató ayer a Víctor Barrio.
Todos hemos leído su trayectoria. Empezó con 20 años. Triunfó de novillero en San Isidro y ganó un buen puñado de esos premios que conceden los jurados ortodoxos, buscadores de la esencia de la fiesta, no de las palmadas en la espalda. Este año Víctor Barrio volvió a San Isidro, con toros de Baltasar Ibán, ganadería dura, y obtuvo silencio en su lote. Sin embargo, todo parecía indicar que se trataba de un torero del gusto de Madrid, es decir, que se le esperaría, pero también que a partir de entonces, si no ya antes, tendría que formar parte de ese grupo de grandes matadores que han tenido que construir su carrera lidiando corridas duras. Luis de Pauloba, Manili, Domingo Valderrama, o ahora el murciano Rafelillo, la verdadera élite de la tauromaquia, porque siempre se enfrentan con toros que no los dejarán lucirse y que los pueden matar. El gran José Tomás tuvo un gesto en Madrid lidiando una corrida del Conde de la Corte, y ya no lo volvió a repetir, aunque, eso sí, y de ahí su prestigio, nunca fingió torear. Y así, o con alguna pose de más, lo han hecho muchos otros que sin llegar a las alturas de Tomás han sido ricos y famosos, y algunos lo siguen siendo.
Por eso lo primero que hay que decir en la muerte de Víctor Barrio es que lo mató un santacoloma, fuera de Los Maños-Buendía o de Ana Romero, que completaba la corrida; un toro difícil, encastado, un toro de verdad, y que no lo mató por error o impericia sino porque una ráfaga de viento lo dejó al descubierto. Era el toro como nunca lo has visto en Teruel, acostumbrado, como tantas plazas, algunas de primera, a los olés de largas oes, al populismo pinturero y los brindis al sol, salvo aquellos años en los que Adolfo Martín hizo que los aficionados estuvieran orgullosos de su plaza. Los toros peligrosos, los toros de verdad, los Cuadri, los Miura, los Saltillo, los otrora Pablorromero, que también estuvieron en Teruel, solo admiten olés muy secos, embebidos de la complejidad de la faena, del riesgo patente, de la emoción del hombre ante la bestia.
Hace muchos años algún que otro aficionado planteó que la mejor manera de llenar de nuevo la plaza de Teruel y dotarla de interés era programar ferias a la francesa, más pendientes de la autenticidad de los toros que del oropel de los toreros. Con las corridas duras (encastadas, no de marrajos imposibles) la lidia no tiene desperdicio, y uno aprende de forma natural cuándo es necesario doblarse con el toro, cuándo desparrama la vista, o se duerme en la suerte, o tira gañafones, o decenas de matices más que con el toro aguado se resumen en una sola estampa continuada, en un recuerdo pobre.
Los Santacoloma tienen cuernos como cuchillos, más cortos y afilados, tirando a veletos, que esas grandes y poco manejables cornamentas que sin embargo tendemos a considerar más peligrosas. La cornada del toro de Los Maños no fue un topetazo casual, primero lo volteó y en el suelo se ensañó con él. No, Lorenzo no era un toro de revista rosa, y por eso hoy resultará irritante leer a quienes acuden al tópico de que en cualquier plaza, con cualquier toro, la tragedia puede suceder. Ayer la de Teruel no era una plaza cualquiera, una corrida de toros baldados o borrachos o casi amaestrados, ni Víctor Barrio un matador de tantos. Uno y otro, toro y torero, formaban parte de lo más grande de la tauromaquia, de aquella que brilla más en un domingo plomizo del ferragosto madrileño que en el día de las damas de honor. Los toros son una metáfora cruel de nuestro mundo. Los grandes hombres solo salen en los papeles cuando triunfan con una fiera del Averno, o caen heridos o los matan. Los triunfadores ensayan posturas frente a enemigos falsos mientras los héroes mal pagados se juegan la vida.
Sobran, pues, los que quieran apropiarse ahora de un mérito (un riesgo) que no tienen, y también los que empleen la tragedia para dar la matraca de siempre. Víctor Barrio quiso ser torero sin hacerle ascos a las corridas duras. Los toros se van a terminar porque si la fiesta es falsa y corrupta solo mueren los pobres animales, pero si la fiesta es verdadera aún resulta peor, porque también mueren los hombres. Los tiempos han cambiado y discutirlo es tontería, pero uno que ha sido aficionado muchos años sabe que el mejor tributo que se le puede hacer a Víctor es reconocer que ha muerto en el campo de batalla, no en la sala de armas ni en el salón de baile; allí donde, además de valor, hay que llevar el oficio muy adentro, y la afición y la entrega y las ganas de triunfo. La muerte de Víctor Barrio no tuvo ni la mancha de un descuido. Fue el viento, lo único que el maestro no podía dominar.
Uno que nunca ha sido aficionado a los toros, pero sí a leer las crónicas taurinas, se ha emocionado con este hermoso texto.
ResponderEliminarNo soy aficionado a los toros ni conozco ese mundo, pero tu texto, como otros de otras tematicas, que te he leído, no pretende lucirse con florituras, al contrario a pecho descubierto se lanza a desvelarnos verdades, que, compartamos o no, nos obligan a reflexión.
ResponderEliminarUn gesto noble, por tu parte, hacia una vida que se ha ido.
Muchas gracias Antonio por tus palabras en estos momentos.
ResponderEliminarMagnífico, Antonio. Emotivo homenaje, por desgracia, póstumo, escrito desde las tripas, pero tamizado por la razón y el saber.
ResponderEliminarQué bonito. Se me viene a la mente, después de leer tu bernardina, esta escena de "Magical Girl", una película tremendista que merece un visionado aunque sólo sea para formar opinión sobre ella.
ResponderEliminarhttps://www.youtube.com/watch?v=_YIO5X2xKUE