11.5.20

El huerto sagrado


La literatura sobre jardines cuenta de unos años a esta parte con algunos volúmenes imprescindibles preparados por la editorial Elba, desde El jardín perdido de Jorn de Prècy a los Jardines de Umberto Pasti, o el  recientemente aparecido Los jardines de los monjes, de lectura me atrevería yo a decir que muy edificante para estos tiempos de zozobra. A propósito de un viaje al monasterio de Mariazell-Wurmsbach, en la orilla norte del lago Obersee, en los Alpes suizos, la autora (son dos los autores, pero da la sensación de que solo escriba ella) va recorriendo el jardín de las monjas en breves fragmentos, como medidos para un rato de meditación, en los que pasa revista a los usos y costumbres jardineros, las plantas medicinales, las autoridades eclesiásticas en materia de jardín, la disposición de las plantaciones, el calendario de cultivo, los métodos de almacenamiento, jalonado todo, como si de rosales que encontráramos en el sendero se tratase, de citas sagradas (San Francisco, Rilke) que nos hacen detenernos y perseverar en la contemplación.
Porque hay alguna que otra idea equivocada con respecto a este importante tema, por ejemplo que los jardines monacales deban contar con una disposición previa, mirarse en un plano sagrado como el de las catedrales góticas. Y no es así. Los jardines de Dios son huertos en apariencia descuidados, nada del rigor cartesiano en que los ha convertido la mentalidad turística. Es la tierra la que manda, no su transformación: aquí un macizo de aromáticas, allá unos manzanos de camuesa arrebolada, por ese caminillo unos arriates de caléndulas, por aquí asoma un pepino, al resguardo de selváticas judías, por allá se ha dejado crecer un corro de cola de caballo, que viene muy bien para proteger el huerto de los bichos. Es la tierra, su azar geológico, la que determina la estructura de las plantaciones, de las que comemos y de aquellas humildes herbezuelas que las defienden de las babosas insaciables. Nada de esas urbanizaciones de plantas y césped que a veces vemos al entrar en un claustro románico restaurado por los enemigos de la naturaleza y del amor a los frutos de la tierra. Nada, por Dios, de esos laberintos concebidos por mentes enfermas, amigas de la confusión y del secreto, sino humildes veredas sin más precepto que no encontrar su fin jamás. El monje pasea entre las hierbas, se sienta en una piedra y piensa en el más allá, se arrodilla y entrecava un bancal de guisantes como los que otro monje, George Mendel, observó con recogimiento hasta sacar las leyes fundamentales de la genética.
Los monasterios exigen autosuficiencia espiritual, de ahí que estén llenos de hierbas medicinales para cualquier circunstancia que pueda meternos prisa en el camino que nos lleva al cementerio, ahí al lado, donde se plantan los pimientos y las berenjenas, que crecen lustrosas con el último acto de generosidad de nuestra carne mortal. El monje no para de orar et de laborar, nunca nada mucho tiempo, porque eso de los trabajos agotadores no deja de ser una forma de exprimir el cuerpo con una violencia contraria a los designios de nuestro Señor. Ora rezan, ora cavan, ora pasean, o se sientan a descansar. El huerto exige cada día la faena de aquella extensión que ocupa un monje tumbado, bien poco si bien se mira, bastante si se tiene en cuenta que la sabiduría está en la minuciosidad y solo las almas perdidas trabajan a destajo, y mucho si pensamos en que no hay que dejar los cuidados del jardín ni un solo día. Como dice Séneca, que aquí también se cita, «todo lo que llega a ser verdaderamente grande suele crecer lentamente, de un modo casi imperceptible», y así es de sabios no cavar un bancal entero en una tarde, qué barbaridad, sino trazar un surco con las manos, poco a poco, extrayendo con cuidado los cardillos, recogiendo con amor las piedrecicas, acariciando el leve lomo de la tierra, hincando un dedo donde introducir el haba y cubrirla de tierra desmigada con las yemas, espolvoreándola como si ceniza fuera.
Hablando de ceniza, algunos consejos prácticos de los frailes puedo certificar que son más valiosos que cualquier engrudo fitosanitario de los que producen esas factorías apestosas. Los caracoles se detienen ante un rastro de ceniza y dejan en paz a las acelgas y las espinacas. Las larvas de crisopa y las colonias de mariquitas devoran el negro pulgón. Los cocimientos de ortigas, según una receta de la abadía benedictina de Fulda (Humofix, puede encontrarse en internet), aceleran la descomposición de los desechos vegetales y producen rico humus para combinar con el estiércol del paciente caballo que ayuda a roturar las zonas más yermas y resecas del jardín. Antes de que se pusieran de moda los cultivos ecológicos, los bancales profundos y el arte del reciclaje, los monjes ya lo sabían y en horas de contemplación habían descubierto cómo armonizar los vegetales para que se ayuden entre todos y entre todos nos den ricas cebollas, que, por cierto (y eso no lo sabía y me hace mucha falta) cocidas en leche son un buen remedio contra el insomnio del demonio.
El libro, además, abunda en tratados medievales sobre horticultura que paulatinamente irán nutriendo mi biblioteca de libros consagrados a la felicidad incomparable de plantar unas matas de tomate corazón de buey, regarlas con paciencia y verlas crecer mientras el mundo grita, se escupe y se infecta. Bienvenido sea este manual cuya lectura, a la sombra del peral, conforta y tranquiliza, mientras uno escucha los jilgueros que se posan en la rama o silba unos compases de canto gregoriano. Se equivocan los que piensan que hay que restaurar la economía industrial. Volvamos, hermanos, al hábito y la azada, a los emplastos de hierbas y a los frotamientos de aloe. Miremos el mundo en una flor de manzanilla, dejémonos llevar por el sendero que conduce, entre narcisos silvestres y hierbas olorosas, al rincón donde habita la divinidad y crecen las alcachofas.

Peter Seewald, Regula Freuler, Los jardines de los monjes, Elba, 2019, 160 p.

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