Les tengo a los daneses un punto de ojeriza desde aquella final de 2013 que España les ganó por 16 goles de ventaja. Fue bochornoso. En el momento en que juzgaron que les iba a ser imposible ganar, ni siquiera mediada la primera parte, bajaron los brazos y dejaron arrogantemente que les metieran una paliza. Negarse a competir fue una manera bastante rastrera de deslucir una final y adulterar un espectáculo que entonces vinculé con los vicios del deporte profesional, equipos capaces de mandar un partido casi entero a la basura por no dar prestigio a los rivales con su esfuerzo. De pequeños era un síntoma de soberbia o cobardía, o de las dos cosas a la vez.
Este campeonato de Europa me he acordado de aquella final, hace un par de días, cuando Dinamarca se citó con España porque le pareció peor que Suecia. El entrenador, que si lo veo por la calle pensaría que es el padre de Djokovic, tiene esa gestualidad sádica de los que creen que de las humillaciones se aprende. A la soberbia supremacista se unía la cobardía de negarlo. No se dio cuenta ese sujeto de que ningún equipo había sido capaz de defender como normalmente defiende España. Fallaron los técnicos, que se pensaban que España también se limitaría a ver pasar la pelota a toda velocidad de un lado a otro desde las manos peludas de Mikkel Hansen. En su desbordado narcisismo, Jacobsen pensó que Jordi Ribera le alinearía obedientemente a sus jugadores para que Hansen o Gidsel los fusilasen. No contaba con las guerrillas avanzadas de Aleix Gómez o Aitor Ariño, ni con que Joan Cañellas o el greciano Agustín Casado estaban engrasando sus escopetas. De ninguna manera podía imaginar que dos pipiolos en la selección como Peciña o Sánchez-Migallón iban a poner en su sitio al pivote Hald, o que entre unos y otros iban a secar a Gidsel, que hasta hoy parecía el no va más. No recuerdo una sola transición fluida y veloz de los daneses, de esas que hipnotizaban a los rivales de la main round.
Pero la culpa no es solo del entrenador macarra. La culpa también es nuestra. Dábamos el partido por perdido. Reconozcámoslo. Nos ha faltado la fe que les ha sobrado a los jugadores. Toda una alineación titular, salvo el portero, había desaparecido, y en esas circunstancias lo normal es que no se traspasen ciertos límites. Anoche, frente a los grandes daneses, vi los cinco primeros minutos, la incomprensible flojera de los lanzadores españoles, y estuve a punto de irme a la cocina y volver solo de vez en cuando, a ver cómo iba la cosa. En mi favor puedo esgrimir que me quedé en el sillón, afrontando con entereza lo que se venía encima. Y lo que se vino encima fue un espectáculo extraordinario de templanza y de estrategia. La selección le ganó por cuatro goles a Dinamarca pero Jordi Ribera le metió a Nikolaj Jacobsen una goleada escandalosa. Qué placer daba verlos defender, mantener lejos a los atacantes, relentecer sus transiciones, tapar los espacios, desordenar al rival. Los daneses no supieron qué hacer. Jamás fueron una amenaza cuando iban por detrás. Si no era la majestuosa defensa, era Gonzalo Pérez de Vargas, que para eso está, sobre todo cuando tiene que estar.
Igual soy yo el único aficionado que le debe a la selección un desagravio. Me gustaron mucho ante Suecia en la primera fase, pero luego ganaron a equipos menores por los pelos. Hasta Bosnia se les atragantó. Lo de Rusia fue de traca y con Noruega vimos que o comíamos más espinacas o las hordas nórdicas iban a darnos un serio disgusto. Pero no, tampoco era una cuestión de fuerza ni de cañonazos. Las líneas enemigas se ganaban con inteligencia. Ribera desarboló ese fondo rectilíneo y claro que tienen los nórdicos. Ellos van con sus héroes altos y rubios, pero en esta parte de Europa dan mejor resultado las emboscadas de los grandes y las infiltraciones de los pequeños, sobre todo Aleix, que hizo un partido mayúsculo.
No nos cabe la más mínima duda de que ganarán a Suecia en la final, y de que también habrían ganado a Francia si los franceses se hubiesen traído porteros al campeonato. Si ocurre, es un decir, que en algún momento van por debajo en el marcador, me limitaré a sonreír como aquel que sabe cómo van a terminar las cosas. Casi hasta he perdido la ilusión de ver el partido, que siempre se nutre de incertidumbre. Está tan claro que van a ganar que sé que disfrutaré de su juego, pero me gustaría ese punto de emoción de las grandes finales. Una lástima. Creo que es lo único que les podemos reprochar, que nos hayan privado del suspense.
No sé si con esto valdrá para expiar mi culpa.
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