Las máquinas no mienten, pero pueden fallar. Imagino un rótulo parecido en la más que probable versión cinematográfica de Máquinas como yo. Entre las muchas reflexiones que va proponiendo McEwan a cada nueva peripecia, una es la supuesta literalidad de un robot. En el fondo de esta bien urdida novela descansa una paradoja: cómo es posible no conocer la mentira, es decir, establecer la verdad como sistema de operaciones, y al mismo tiempo desarrollar sentimientos que la nieguen. La verdad es fría y desustanciada, lo complicado de una vida es la batalla feroz con que a base de mentiras defendemos nuestras verdades, sobre todo una, la primera de todas: nuestra propia, personal, individual supervivencia. No hay expresión sin intención, cada palabra es el resultado inconsciente de un cálculo parecido al de los movimientos de ajedrez, un juego entre la voluntad, el recuerdo, el instinto y el azar, en proporciones y con interacciones acaso mensurables, pero en modo alguno asignables, reproducibles, puesto que se modifican ante estímulos que cada vez son nuevos. En la actitud del robot de la novela, un tipo de apariencia normal y entrañas de metacrilato, se mezclan los impulsos literales, los fundamentos arquetípicamente honestos, y una guerra interior que solo puede producirse traicionando la mera constatación de la realidad. Los humanos perjuramos para impartir justicia, fingimos para demostrar nuestro verdadero afecto, para mostrar empatía exhibimos nuestras obsesiones de dominación. Nuestra infinitud procede de nuestras contradicciones, y la pregunta es qué algoritmo hay capaz de adaptarse a nuestra inagotable capacidad de equivocarnos.
McEwan ha optado por el robot poderoso y melancólico, otra contradicción, capaz de tomar decisiones justas que arruinen la vida de quien se las ha exigido, y alguien de quien, sin embargo, se fían más los personajes que el lector, precisamente porque si hay en él algo de humano es su relativa imprevisibilidad. Al principio de la novela, el protagonista programa la mitad del software del robot según sus querencias personales, pero deja que su amada, Miranda (Shakespeare siempre al fondo), programe la otra mitad: es necesario para que la criatura no siga un solo parámetro sino la azarosa coincidencia de dos, es decir, haya en él algo parecido a los cruces genéticos caprichosos que nos predisponen, con una salvedad: al contrario que los humanos, los robots no saben entregarse al juego como método de conocimiento, han venido al mundo sin infancia, sin recuerdos; han nacido ya definitivos, en un presente descontextualizado que no es resultado de ningún proceso sino una visión permanente. Y al mismo tiempo son como esos niños que escuchan de sus padres un decir exagerado y se aplican a cumplirlo al pie de la letra. El robot de McEwan se nutre de nuestros aparentes buenos deseos, pero quizá no sepa que los arquetipos dejan de serlo si se hacen reales. Embarcado en este submarino atómico, McEwan se pasea por los problemas de nuestros días, por más que la acción se desarrolle en una década de los 70 y primeros 80 en la que Thatcher fracasa en las Malvinas («dos calvos peleando por un peine», Borges dixit) y empiezan a dar la murga los resentidos del proto-Brexit. Por las historias del narrador, de Miranda, del violador inconfeso, del niño abandonado, del científico deslumbrante, McEwan echa un severo pero compasivo vistazo a familia, la pareja, la paternidad, el abandono, la violencia, la justicia o la ciencia, en un entramado narrativo tan perfectamente diseñado como el propio robot, pero con la gracia propia e intransferible del ser humano.
La novela es, también, como esas grandes partidas de ajedrez que cuando uno reproduce en el tablero queda fascinado por su extrema sencillez: colocar los personajes en sus sitios, dejarlos descansar hasta su oportuna reaparición; hacer que las perspectivas del lector circulen en un sentido pero que cuando vean el auténtico camino no se sientan sorprendidos sino admirados. Es el ABC de la programación narrativa, un algoritmo que sin embargo necesita de genio e intuición si se quiere que tenga vida. Los ordenadores han trastornado el concepto de mímesis, el copia y pega se ha sofisticado y en muchas novelas el exceso de documentación tapa el raquitismo de su desarrollo. La única forma de que el exceso de datos no resulte irrelevante es que no pierda su interés como método de reflexión, al tiempo que siga siendo verosímil. Creo que este es el único exceso que le encuentro a la novela, el hecho de cimentar una historia necesariamente inverosímil (al menos de momento) con unos cimientos de hormigón documental que por momentos me recodaban a Sábado, una novela de la que al terminarla me quejé de algo parecido. Todo es interesante, pero es que el tema es interesante, hasta qué punto seremos sustituidos por algo en el fondo menos complicado, cuándo la nueva especie cibernética generará la costra necesaria para sobrevivir en este mundo. Es decir, podría haber echado incluso unas cuantas hormigoneras más, pero cada dato de más taparía un poco esa belleza sorprendentemente simple de las grandes partidas de ajedrez. Admiro en McEwan su dispositio, la contundencia y solidez de su final, su manera de sorprendernos cuando esperábamos (e incluso admitiríamos) la licencia de un tópico, pero sobre todo el hecho de que cada nuevo paso de la narración sea una fábula en sí mismo y una pregunta inteligente. La documentación expuesta con velocidad y brillantez es algo que debe de aprenderse porque lo hace mucha gente, pero la habilidad para que el lector vaya comprendiendo a personajes tan contradictorios, tan falsos como verdaderos, es algo difícil de programar. En el fondo McEwan plantea que la robótica está lejos todavía de aquello de lo que presume, sustituir a la invención, transitar por precipicios que se salvan con ingenio, y aprovechar el juego para darnos a pensar en lo que no tenemos de robot, en nuestra inteligencia natural, en por qué somos así y en qué medida podemos superarnos, y en qué sentido. También en La tempestad, Miranda, criada entre libros por su padre, logra purificar los rencores que la rodean y atormentan entregándose a una partida de esperanza con Fernando. La magia de Próspero (aquí, más que su padre, el científico Alan Touring) los ha hecho fuertes y les ha devuelto las ganas de vivir.
Ian McEwan, Máquinas como yo, Anagrama 2019, 360 p.
"cada palabra es el resultado inconsciente de un cálculo parecido al de los movimientos de ajedrez". Personalmente me arrepiento de bastantes de las palabras que me pronuncio o escribo en determinados contextos. Eso confirma que soy un jugador de ajedrez muy mediocre...
ResponderEliminarTodos lo somos si no leemos algo previamente escrito, y menos mal. Gracias por pasarte.
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