Marías inventó una voz, un personaje, él mismo, y lo puso a deslizarse por una prosa grave y fluida, a veces gamberra y artificiosa, pero siempre atenta a esos detalles que casi todo el mundo, cuando los descubre en el transcurrir cotidiano, piensa que solo los ha visto él. Esa forma de complicidad es la de quienes en silencio, solo con mirarse, se dan cuenta de haber captado algo que a todos los demás allí presentes les ha pasado desapercibido, quizá porque no se fijan en ese tipo de detalles, o si se fijan no saben dotarlos de expresión, o ni siquiera de significado. Y esa complicidad habla un lenguaje común más bien silencioso, un bajo continuo que es lo que arma las novelas de Marías y las hace tan interesantes. Uno no abre un libro suyo en busca de una historia sino de una forma de ver la vida. Igual que las buenas memorias son aquellas que te invitan a contar en un tono similar tu propia vida, las novelas de Marías eran un modo de instalarse en una posición discreta desde la que observar curiosos comportamientos. En ese punto de vista se transige, incluso con regocijo, con esas situaciones inverosímiles y acartonadas que a veces salen en sus páginas, o esos personajes de tebeo que sin embargo, milagrosamente, no afectan a la verdad del relato.
Hoy había críticos que volvían a las polémicas de los años 80 y principios de los 90, cuando el joven Marías decía que él no sabía qué iba a escribir antes de escribirlo, que iba con brújula, no con esquemas ni argumentos previos. La escritura es la que genera la historia, no los planes del autor, que no es demiurgo sino médium. Fue gracioso porque le lanzaban andanadas despectivas autores que hacían exactamente lo mismo, dejarse llevar por la voz que arrulla la novela, no por tramas ya pautadas. Eran polémicas inanes porque nadie las desarrollaba en serio, pero en aquellos años era importante que alguien se opusiera al cinematografismo de la novela, que había sustituido la imaginación y el poder autónomo de la palabra por su posible adaptación al cine. Marías no escribía guiones sino novelas, y cuando alguien quiso hacerlo con una de ellas (la familia Querejeta), el escritor montó en cólera. Supongo que se trataba de defender la independencia de la novela, su continuidad como género más allá de lo previsible, la única parcela virgen en la que podía seguir su desarrollo. La cosa se resolvió con insultos gaseosos (los angloaburridos de Umbral y todo eso) proferidos por quien no se estaba dando cuenta de que gente como Marías, además de despreciarlos por motivos de genealogía literaria, los estaba justificando.
Aparte de sus títulos más celebrados, he propuesto en clase con frecuencia la lectura de un ensayo de Marías, Vidas escritas, un modelo, un poco a lo Strachey, de retrato, lleno, como él mismo escribe, «de afecto y guasa». Es así, unos le tienen afecto, a otros les despierta la guasa, pero ambas son, a fin de cuentas, las formas más inteligentes de mirar. Por lo que a mí respecta, el hecho de que haya muerto antes de tiempo implica la derogación de un rito, de una fidelidad a prueba de desencuentros, el ir a por la última de Marías y al día siguiente haberla ya devorado. Cosas que uno va dejando de hacer, avisos de fragilidad, sombras en el horizonte.
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